PRIMERA CENA EN CASA
Por Patricia
Conde
He de reconocer que nunca me ha dado por aprender a cocinar. Hala, ya está, ya lo he dicho. Siempre encontraba cosas más trepidantes que hacer antes que coger una sartén, hasta el punto de llegar a convencerme a mí misma de que era vital verme de una sentada la primera temporada de Sexo en Nueva York antes que acercarme a menos de diez metros de la cocina.
En algunos de mis intentos he tenido que enfrentarme a todo tipo de situaciones límite: con los fritos he llegado a manchar hasta el sacacorchos, por no hablar del olor a fritanga que se te queda en el pelo sin que nadie lo invite. Fracaso total y abandono por KO.
Al cocer cualquier cosa, con el vapor desmesurado que se genera, los poros de la cara se dilatan y el flequillo se riza. Todo lo que hago al horno se quema por fuera mientras que lo de dentro se mantiene crudo de una forma incomprensible que escapa a la razón, y los robots de cocina son una estafa porque ellos, por sí solos, no hacen absolutamente nada: les has de facilitar los ingredientes y cuando quieres darte cuenta eres tú la que está trabajando para esas máquinas malignas.
Inasequible al desaliento, un día decidí hacer una cena en casa, para motivarme. El tiempo corre en tu contra cuando trabajas más de ocho horas diarias fuera de casa, tienes que hacer cena para seis y encima estar mona y relajada para recibir a los invitados.
Me puse manos a la obra: me di una ducha calentita y relajante, me puse una mascarilla en el pelo y otra en la cara (después del peeling facial y corporal). Gel anticelulítico durante la ducha y gel normal. Crema hidratante en el cuerpo y otra parte de reafirmante, crema de día en la cara (aunque sea de noche no te la puedes dejar de poner porque si no brillas mazo)… etcétera. Me sequé el pelo, no sin antes ponerle sérum para darle brillo… y sé que hay más, aunque parezca increíble, pero no puedo recordarlo todo. Cuando me quise dar cuenta había pasado una hora y apenas quedaba tiempo antes de que llegaran los invitados (de los cuales quería impresionar a uno de ellos).
Como el susodicho era vasco, se me ocurrió que sería buena idea hacer bacalao a la vizcaína. Una genialidad, ya ves. Cuando miré el libro de recetas y leí que el bacalao tenía que estar entre veinticuatro y treinta y seis horas en agua fría, cambiando el agua cada seis u ocho horas, me puse a llorar. ¿Cómo es posible que un trozo de pescado muerto requiera más atención que un bebé?
Pensé en un montón de soluciones: metí el bacalao en el horno, me puse a cortar y freír patatas, corté cebolla, abrí el horno, se la puse al pescado, corté pimientos de todos los colores y como no sabía si echarlos al bacalao o a las patatas, hice reparticiones y la mitad para cada uno. Busqué ajos y perejil por toda la cocina para machacarlos y echarlos por doquier al animal porque se lo he visto hacer a Arguiñano y eso siempre queda bien.
Volví a abrir la puerta del horno y aquello parecía Mordor… Me vino una bocanada de aire caliente que hasta me mareé, y me pareció ver a Frodo trepando por el bacalao. Cerré aquel infierno y recordé a mi madre echando vino blanco a todo lo que estuviese contenido en un recipiente en el horno.
Añadí sal, hinojo, ralladura de limón… de todo. Maratón culinaria que acabaría en menos de veinte minutos con mi aspecto de «estoy aquí, tranquilita cocinando con tacones vestida de Chanel y peinada a lo Grace Kelly». Efectivamente, mi aspecto era el de Charlize Theron pero en la película Monster.
Olía a una mezcla extraña entre ajo, pimiento, cebolla… a lonja, refrito… a todo eso a lo que no queremos oler las mujeres a menos que quieras quitarte de encima a un tío, y no era el caso. Inmediatamente después de mi prueba de olfato, me metí otra vez en la ducha sin pensarlo y volví a repetir la operación «belleza y desintoxicación», pero la versión exprés, porque ya no había tiempo más que de «desintoxicación».
Durante la ducha se me ocurrió algo que en ese momento me pareció brillante, ya que todo lo que había «cocinado» resultaba potencialmente letal para el consumo humano. Cuando terminé de arreglarme por segunda vez, bajé al garaje, arranqué el coche y me fui al restaurante japonés más cercano.
Compré niguiris, makis, temakis y sushi, y le pedí al señor japonés que si me podía poner también un par de esterillas de las que usan ellos para enrollar el sushi, una ración bien grande de arroz, el vinagre especial dulce y hojas de algas sueltas.
Llegué a casa y lo preparé todo en la mejor vajilla que tengo. Saqué cacerolas, instrumental de cocina que no sabía ni que tenía, esparcí el arroz por toda la cocina y rompí trozos de las algas, que antes de ser convertidas en rollitos son una especie de cartulina tiesa.
Manché trapos de cocina y las esterillas con ese vinagre especial que solo ellos saben usar y metí el contenido del arroz que no había esparcido por toda la cocina en una olla.
La escena del crimen era perfecta.
Llegué a la siguiente conclusión: si no quería contratar a una cocinera, ni recurrir a mi madre para que me llenase la nevera de tuppers, y mucho menos invertir el poco tiempo libre que tengo en clases de cocina, tenía que buscar un novio que no solo supiera cocinar sino que, además, le gustase. De esos que, cuando tú estás en una reunión a las ocho de la tarde, sabes que al llegar a casa te esperan con un plato calentito de algo muy sano y rico y que, además, va a estar todo limpio (los mejores cocineros son los que menos ensucian: van limpiando mientras cocinan y cuando acaban parece que ahí no ha sucedido nada…).
¿Quién dijo que los hombres no podían hacer dos cosas a la vez?
Os puedo asegurar que hasta tres… ¡Pero eso será en el próximo capítulo!