Da igual los años que vayamos cumpliendo, los desengaños que sumemos, todo lo que, supuestamente, hemos aprendido, los miles de canciones de Luis Miguel que podemos gritar de memoria cada vez que hemos sentido que la canción triste que sonaba, sonaba por nosotras.
Desde la primera vez que un chico te declaró su amor lanzándote un puñado de tierra a los ojos en el jardín de infancia, a la edad de tres años (porque eso es amor, que no le tiró tierra a las demás, NO), pasando por el primer beso robado en el que estuvo seriamente comprometida tu ortodoncia, hasta el día de hoy, en el que podríamos decir que hemos dicho en voz alta más veces de las que reconoceríamos en ausencia de un abogado aquello de «jamás volveré a enamorarme»…
Cada vez nos lo hemos creído, y hemos llorado sobre las hombreras de nuestras amigas… (los años ochenta fueron una época, textilmente hablando, cruel).
Da igual que hayamos consumido decenas de kilos de helado de vainilla con cookies delante de la pantalla viendo por enésima vez Los puentes de Madison, y las veces que le imploramos a moco tendido a Francesca que se bajase de la camioneta y se fuese con Robert Kinkaid, o lo que venía siendo Clint Eastwood…
Todo esto da igual, ¿y sabes por qué? Porque volvemos a enamorarnos.
Y todo lo demás pasa a un segundo plano.
Y, en nuestra mente, Francesca se baja de la camioneta… Y olvidamos todo el helado, la vainilla y hasta las cookies, salvo por algún kilo rebelde que ha decidido, de forma unilateral, quedarse a vivir en tu cadera… Y creemos que, esta vez sí, todo puede ser diferente… ¿Y por qué él, esta vez, no puede ser ÉL?
Y ahí estamos. Una vez más. Igual de ilusionadas que cuando teníamos acné, pero con la sabiduría adquirida durante… digamos que unos pocos años más. Y nos hemos llegado a convencer de que todos los hombres son iguales de tanto repetirlo… Pero, afortunadamente, no lo son.
Para empezar, hay hombres buenos y hombres malos, los hay que nos joden la vida y los hay que nos la alegran, los hay que nos dejan notas románticas antes de irse a trabajar y los que no se acuerdan de tu cumpleaños… Los hay que dividen la cuenta del restaurante a medias y los hay que te invitan a cenar, los hay que arrancan sin acordarse de que tú también te ibas a montar en el coche y los que te abren la puerta, los que se ofrecen a ir a la farmacia y los que te dicen que siempre estás mala, los que hacen el esfuerzo por sonreír a tu madre y los que no sonríen ni a la suya. Así que estaría muy bien que dejásemos de decir que todos los hombres son iguales, que los guapos son gilipollas, que si no les damos caña no reaccionan, que son incapaces de ser fieles, de comprometerse y un largo etcétera que no hace más que empañar los millones de esfuerzos que ellos son capaces de hacer por nosotras.
Los que merecen la pena, claro está.
Y los hay, aunque a veces nos cueste encontrarlos… Es parte del encanto.
Y, de repente, lo vemos.
Y el estómago nos da un vuelco.
Y todo lo demás desaparece…
Desaparece la vez que todo salió al revés, literalmente, la vez que te hiciste la encontradiza tres veces en la misma tarde… en dos ciudades diferentes. La vez que miraste tan fijamente el teléfono esperando aquella llamada que creíste haberlo movido con la mente, las resacas tras aguantar estoicamente toda la noche a aquel tipo que te narró en tiempo real las 24 horas de Le Mans, las excesivas veces que un desalmado trató de llevarse, sin éxito, tu alma… pero que al marcharse te robó en un descuido el corazón.
Y de repente, todo es nuevo… y solo le vemos a ÉL. Y pensamos que vuelve a ser posible. Y cerramos los ojos y saltamos, sin preocuparnos de si hay suelo bajo nuestros pies. Y apostamos todo al verde, y volvemos a esperarlo todo, y tratamos de salirnos con la suya… Y si no, siempre nos quedarán Los puentes de Madison, Love Actually o El diario de Bridget Jones…
Y es que en una décima de segundo todo cambia. Tu estómago no te engaña, y se te eriza la piel al cruzar de forma totalmente accidental tu mirada con la mirada más intensa de la fiesta… La música se ralentiza, las conversaciones se funden con el ambiente y todo parece ir mucho más despacio… salvo tu corazón, que se ha puesto a bombear sangre como si no hubiese mañana.
Y ahora solo esperas que nada de esto se te note. Si ya moviste un teléfono con la mente, esto será pan comido.
ÉL va acortando esos interminables diez metros que os separan, todo un desierto, y tú no te explicas por qué en este justo momento no suena un bolero (fallo del guionista).
Mientras se va acercando, te preparas mentalmente para encajar que, lo más seguro, es que todo vaya a ir mal: tendrá la voz demasiado aguda, seguro que cuando se acerque es bajito (ese extraño fenómeno podría darse por un mal cálculo por tu parte de la distancia que os separa…), será un pesado, no será simpático, gracioso, poseedor de un Premio Nobel… todas esas pequeñas expectativas que hemos ido acumulando con el tiempo sobre el hombre perfecto.
Pero se acerca y es tan alto como prometía la perspectiva, y tiene una voz que te ha erizado la piel, y es gracioso sin llegar a ser cansino, y cuando se acerca para decirte algo al oído porque la música está demasiado alta aspiras su perfume hasta casi despegarlo de su piel, y el roce casual de su mano en tu brazo ha hecho que olvides comprobar si llegó a conseguir el Nobel o solo quedó finalista… porque algo te dice que esta vez puede funcionar.
De repente, no sabes cómo ha pasado, la fiesta toca a su fin y ni te has dado cuenta… y sigues con la sonrisa tonta en los labios mientras no consigues apartar tu mirada de la suya, y te sientes la única mujer del planeta… porque lo eres. Todos tus miedos se han ido haciendo pequeños con cada risa, cada mirada… y cada vez que, ya menos accidentalmente, él te ha rozado.
Sin darte cuenta, has llegado a casa. Levitar a un palmo del suelo tiene esas ventajas.
Él ya no está, hace diez minutos que te acompañó hasta la puerta… y todavía no has conseguido dejar de sonreír. Y en cuanto te metes en la cama, un «buenas noches, preciosa» en el buzón de voz del móvil te vuelve a erizar la piel, esta vez…
Al día siguiente, mientras te preguntas si dará señales de vida, un sms preguntándote si tienes por costumbre cenar los sábados te transporta directamente al séptimo cielo. Y claro, le contestas que SÍ. Que, de hecho, solo cenas los sábados.
Y ahí comienza la maratón de pruebas de ropa, saltos por la casa, llamadas a tus amigas que suelen comenzar con la frase: «¿¿Te acuerdas del tío de ayer??, pues…».
Así que salta lo que quieras, baila por tu casa, ponte tan guapa que no se pueda soportar y vive esta cita como si jamás te hubieran hecho daño.
Hoy es vuestro primer viernes. Vuestro primer todo… de mucho más.
Llegados a este punto, he de hacer una pausa para apuntar lo que NO-NUNCA-JAMÁS-BAJO NINGÚN CONCEPTO debes hacer o pedir en la primera cena con ÉL:
No te dejes llevar a una mesa teriyaki. Que te cocinen a un palmo de la cara, o que te cuelen de forma acrobática un trozo de tortilla en el escote, contra todo pronóstico, no es sexy. Evita irte a casa oliendo como un trozo de solomillo con salsa teriyaki de metro y pico.
Spaghetti. En ninguna de sus versiones: nada menos sexy que dejarte ver sorbiendo un interminable fideo. Ni lo intentes. Eso solo les funcionó a La dama y el vagabundo… y a Meg Ryan. Los primeros son perros y la segunda hace siglos que no protagoniza una película de éxito… (¿he dicho yo eso?).
Arroz negro. Huelga más explicación…
Chipirones en su tinta. Ni siquiera si es en la tinta de otro chipirón, por las mismas razones que el punto anterior.
Ajo, en cualquiera de sus versiones. Sí, es buenísimo para el riego sanguíneo, y te ayudaría mucho a descartar sin esfuerzo que él sea un vampiro… pero tendrás que correr ese riesgo.
Hamburguesa tamaño XXL. No es necesario que en la primera cita compruebe hasta qué punto eres capaz de abrir la boca (…). Para eso ya están las boas y, créeme, no quieres parecer una boa. No importa que el pan sea ecológico, que la carne sea de Kobe masajeada por una geisha hasta la laxitud, mientras suena música clásica interpretada en directo por un quinteto de cuerda (lo que se deben de estar riendo los japoneses sabiendo que en Occidente nos hemos creído que dan masajes a las vacas…). Recuerda: porciones pequeñas.
Si la cena ha ido bien, los chipirones siguen conservando su tinta, las geishas han conseguido descontracturar a todas las vacas de Japón y tú sigues conservando el misterio de hasta qué punto puedes abrir la boca, el resto de la semana pasará volando, con el exclusivo protagonismo en tu cabeza de ÉL. Será algo así:
Domingo
Un «buenos días…» es lo primero que ves en la pantalla del móvil nada más abrir los ojos… y los vuelves a cerrar para dejar que esa frase se pasee despaciiiito por cada rincón de tu cerebro.
Lunes
Intercambio de mails. Descubres lo mucho que pueden decir unos estratégicos puntos suspensivos, y lo contundente de un «mmm…», o de un «JAJAJAJA» que, por supuesto, escribirás con cara de nada, milagros de la era 2.0.
Martes
Sms invitándote a ir al cine. Jamás recordarás de qué iba la película, pero nunca olvidarás que en todo el tiempo no te soltó la mano, con la incomodidad a la hora de comer las palomitas que ello implica.
Miércoles
Siguen los mails. Decides abrir una carpeta en tu correo con su nombre. En estos electrónicos tiempos esto equivale a la promesa de algo serio, es el nuevo «¿quieres salir conmigo?» que se decía en los 90.
Jueves
Te pasas varias horas en su página de Internet repasando con lupa sus fotos para comprobar que, efectivamente, tú eres mucho más guapa que todas las mujeres que aparecen con él… exceptuando la que se parece a Gisele Bündchen y a su hermana, que es clavadita a ÉL (no me refiero a la hermana de Gisele Bündchen, que seguro que también está como un tren, sino a su hermana. La de ÉL. Vamos, tu cuñada…).
Viernes
Te llama por teléfono para preguntarte qué tal has pasado el día y cuando has querido darte cuenta, tenéis vuestra segunda cita, ¡sí!