En Madrid.
Año 1751, 12 de diciembre
-Como os decía, Beatriz parece estar adaptándose a nuestra santa casa. De todos modos, por no olvidar vuestras recomendaciones, sigue aislada y sin ningún contacto con el resto de las hermanas. La cuidamos de cualquier objeto con el que pudiera hacerse daño, y sólo sigue encadenada cuando sale a pasear. Vemos necesarias estas precauciones para evitar que se repitan aquellos violentos incidentes que protagonizó a su llegada; cuando hirió a una de mis hermanas en una mano mientras comíamos en el refectorio. Fuera de esas limitaciones, creedme que hacemos todo lo posible para que se encuentre cómoda entre nosotras. Esta semana le hemos facilitado nuevos libros, pues parece que los devora, y también aquellas pinturas que nos trajeron en su anterior visita.
La superiora observaba con sentida compasión el apenado rostro de la bella condesa de Benavente y de su amiga María Emilia Salvadores que, como cada martes y jueves, acudían para interesarse por el estado de Beatriz desde hacía dos meses.
—Me resulta difícil imaginar cómo un ser tan frágil y tan delicado como ella, pueda llegar a cometer tamaños desmanes. —Los muchos años de sor Begoña y su espíritu contemplativo la habían transformado en una mujer llena de dulzura y bondad.
—Hoy se cumplen cinco años de la muerte de su madre, cuando nació su locura. ¿Pregunta alguna vez por mí?
Faustina no acababa de entender, y cuanto menos aceptar la realidad de su trastorno mental, y aunque aquella separación resultaba necesaria, la impotencia de no poder ayudarla desgarraba su corazón. Sin querer asumir que Beatriz había estado a punto de matarla, cuando no de amenazarla con hacerlo en el futuro, su amor superaba cualquier resentimiento hacia ella.
—Lamento decirlo; pero no. Apenas habla, y cuando lo hace sólo menciona a Amalia, tal y como os comenté en anteriores ocasiones.
María Emilia miró con gesto derrotado a Faustina. Sujetó su mano con afecto, animándola en su pesar.
Amalia había corrido peor suerte que Beatriz. Había sido recluida en prisión, como su padre y su tío, y era la única acusada de los crímenes de la condesa de Valmojada y del padre Parejas. Las influencias del marqués de la Ensenada y la acción judicial del recuperado Trévelez, no habían alcanzado a la gitana; sólo se cuidaron del porvenir de Beatriz. Su deteriorado estado mental la había eximido de toda responsabilidad sobre los mismos, y se dictaminó la reclusión preventiva en aquel convento, con la esperanza de una futura curación.
—¿Podríamos verla? —apuntó Faustina, con la seguridad de que iba a obtener una respuesta negativa.
—Aunque sabéis que no os está permitido, provocáis en mí tanta compasión que hoy os llevaré hasta su celda; allí la podréis ver a través de una pequeña celosía.
—Sois tan buena… —Faustina sonrió llena de gratitud.
—Os lo agradecemos añadió María Emilia.
Faustina seguía recuperándose de sus lesiones en pies y manos, aunque todavía tenía que ayudarse de un bastón para caminar.
Mientras recorrían el claustro y otros largos pasillos que conducían a las celdas de clausura, sor Begoña les iba explicando las labores del convento que, como tantos otros, vivían de la caridad y del trabajo de sus moradoras. En su caso, de una refinada pastelería con sonada fama en todo Madrid. Prometió darles a probar una caja en cuanto dieran por terminada su visita, lo cual aceptaron encantadas, más por las reiteradas muestras de generosidad de la superiora que por el deseo de degustar ningún dulce; nada podía endulzar su amargura.
Faustina no encontraba respuestas al inexplicable cambio de comportamiento en su hija. Su propia bondad la impedía entender cómo había llegado a asesinar a sangre fría a dos personas de su entorno, sin mostrar después ningún arrepentimiento, incluso amenazándola con su propia muerte. Lo había comentado con María Emilia sin conseguir comprender sus razonamientos. Aunque ésta le explicaba la perversa influencia sobre la voluntad humana de un sentimiento tan poderoso como la venganza, con seguridad muy presente en el ánimo de Beatriz y como le reconoció también en el suyo durante los más críticos momentos de su reciente pasado, Faustina seguía sin asumir sus verdaderos significados.
Unas semanas antes, las dos se habían opuesto a los deseos de hacer un exorcismo a Beatriz del confesor real Rávago y del inquisidor Pérez Prado. Los cuales argüían que sólo la mano de Satanás podía haber inducido tanta maldad en la joven, en sus actos y en su espíritu.
Entre todo aquel desbarajuste emocional, que todos experimentaron en aquellos días y los siguientes, una única noticia positiva pareció compensar las otras tan dolorosas; Trévelez, que se creyó más muerto que vivo tras las numerosas puñaladas recibidas de mano de Beatriz, se pudo recuperar lo suficiente como para animarse a pedir la mano de María Emilia.
Faustina pensó que, entre tanto mal, el amor seguía abriéndose camino, y por ello se alegró, aunque le quedaba poco espacio libre en su corazón para esa clase de sentimientos.
—… y como veis, en este pasillo último sólo hay dos puertas más; la mía y la de Beatriz. Ahora, rogaría que os cuidaseis de no hacer ruido para que ella no advierta vuestra presencia.
Sor Begoña abrió con extremo cuidado una trampilla por la que se podía ver el interior de la celda.
Faustina no se resistió y miró con prisa por el estrecho agujero. Encontró a Beatriz vestida con hábito religioso, su melena libre, su rostro iluminado por el reflejo de la luz que entraba por la ventana, sentada en una silla y con un lienzo, frente a ella, que Faustina no lograba ver.
—Está pintando… —susurró a los presentes—. Mi niña. Parece tan llena de paz…
Beatriz no advirtió la mirada de su madre aunque en ese mismo instante estaba presente en su pensamiento. Su pincel jugaba por la superficie de aquel nuevo cuadro, parecido al que había dejado tiempo atrás sin terminar.
Escuchó el canto de un jilguero, cercano a su ventana, y con él esa voz amiga que desde su interior le hablaba sobre cuál era su misión; la que le redimiría de sus penas para siempre.
Fijó su mirada en los rostros de los personajes que se repartían por él. Allí estaba de nuevo pintada la condesa de Valmojada, el padre Parejas, el jesuita Castro y ella. Y también su madre Faustina, que tenía el puesto principal; el que ocupaba, en el de Veronés, santa Justina.
En aquella noche fatídica, cuando entraron a detener a su padre en casa del marqués de la Ensenada, cinco eran las personas que acudieron, y seis los que ahora contenía su nuevo dibujo, incluida Faustina. Sólo tres de ellos habían saboreado ya la bondad de la muerte. A los otros tres, les aguardaba idéntico destino en cuanto pudiera salir de aquel encierro. Aquella voz íntima, suya, le hablo de nuevo: —Beatriz, no tengo nombre ni rostro. Acudo a ti como tu señor. Debes escuchar y obedecer mi voluntad. Si lo haces, tendrás una paz infinita y la felicidad llenará para siempre tu corazón. Esos rostros que acabas de pintar, que no han sido todavía marcados con la cruz de San Bartolomé, constituirán el mejor de tus alivios. Eres mi enviada, y como tal te encargo que des ejecución a sus vidas, para que por ellas veas redimida tu desgracia.
Faustina, María Emilia y sor Begoña, escucharon un terrible grito, inexplicable, que salió de aquella habitación, helándoles la sangre.
—Ésa será mi misión, amor mío. Juro que viviré entregada a esa única causa. Los mataré.