En Madrid.
Año 1751, 15 de octubre
El capellán de los condes de Benavente, padre Parejas, no era consciente del peligro que corría mientras seguía a las dos mujeres escaleras abajo, en dirección a las húmedas bodegas de los sótanos del palacio.
Dos días antes, Beatriz le había hecho llegar una esperanzadora nota donde le solicitaba su asistencia y consejo espiritual. En ella, decía sentirse necesitada de perdón por la pesada carga de sus pecados, decidida a reconciliarse con Dios y con él, y sobre todo deseosa de subsanar el sinsabor que aún le martirizaba desde la última vez que se habían visto.
Después de saludarse en un tono cordial y de elogiarla por su sabia determinación, el siguiente gesto de agradecimiento por parte de Beatriz, con su obstinada intención de regalarle unas botellas de excelente vino francés, le había parecido excesivo. No hacía ni cinco minutos que había terminado de confesarla en sus habitaciones, y tan sólo diez que había llegado a la casa. Sin apenas haber cruzado una palabra, Beatriz se había arrodillado delante de él para liberar su alma, y en cuanto hubo acabado, y sin darle más pie, le invitó a que la siguiera hasta los sótanos.
—Tenga cuidado padre con este tramo final de escalones; están muy resbaladizos.
El religioso se recogía los faldones para no tropezarse con ellos al andar, detrás de Beatriz.
—Amalia, pasa delante y ve encendiendo todas las lámparas del pasadizo. —Se pegó a la pared para dejarle espacio.
—El subsuelo del palacio está horadado en su casi totalidad.
Beatriz llevaba una tea ardiendo cuya irregular fuerza producía una oscilante luz y un denso humo negro que se pegaba a todo, paredes y techo, y a la propia ropa, al absorber su oleoso aroma.
—Empezaremos por este primer pasillo que nos llevará hasta la galería más antigua, pues tras ella hay cinco más que mi marido le fue ganando a la tierra a lo largo de los años.
—Tu decisión me ha llenado de alegría, Beatriz. Estoy seguro que te sientes mucho mejor ahora, ¿no es cierto?
—Claro que sí. Aunque aún necesito algo más de vos para ver bien cumplida mi penitencia.
El hombre no entendió lo que quería decir, pues andaba más preocupado por no perderse por aquellos oscuros pasillos que en invertir su tiempo en buscar una interpretación u otra a sus palabras.
Al doblar un recodo, se enfrentaron a tres bocas que se abrían en otros tres nuevos pasadizos. Tomaron el del medio.
Durante unos minutos recorrieron el estrecho túnel hasta llegar a una amplia cámara iluminada, donde les esperaba Amalia. De planta irregular, el lugar estaba repleto de estanterías de madera con miles de botellas descansando en sus estantes.
—Ya hemos llegado, padre. Si lo deseáis podemos sentarnos en aquella mesa para degustar alguno de los antiquísimos caldos que atesora esta bodega. De aquellos que más os satisfaga, podréis llevaros luego una botella. ¿Os resulta atractiva la propuesta?
—No estoy habituado a beber demasiado, pero lo tomaré como una celebración de tu retorno a los rectos caminos del Señor. —Se sentó en una silla frente a ella, y descansó sus brazos sobre una mesa donde estaban dispuestos algunos vasos de cristal junto a un enorme velón encendido.
Amalia se perdió entre las distintas filas de estanterías y volvió al poco con cuatro botellas cubiertas de polvo. Descorchó la primera y sirvió los dos primeros vasos. Beatriz leyó su procedencia y año de cosecha.
—Vais a probar un Borgoña de mil setecientos cuarenta y dos, de las bodegas del ilustre barón de Grenoble. Confío en que os guste.
Los dos bebieron un buen sorbo y esperaron a notar las evoluciones en su paladar.
—¡Excelente…! —Paladeó los restos que aún permanecían en su boca—. Es amplio de sabores pero a la vez sobrio. —El padre Parejas volvió a beber un nuevo trago para descubrirle nuevos matices.
—Estaréis de acuerdo conmigo —dijo Beatriz—, que un mismo vino no sabe siempre igual, ni a lo largo del tiempo, ni siquiera entre uno y otro sorbo. —Dejó su vaso en una esquina y escanció otros dos, mientras pedía a Amalia que abriera la siguiente botella—. Ocurre lo mismo con las personas. Podemos mostrar ciertas cualidades que por debajo esconden otras facetas, y a veces, éstas sólo se llegan a descubrir pasado el tiempo, o en determinadas circunstancias como en su caso… —Hizo una seña a Amalia.
—No sé a qué te refieres, Beatriz.
El padre Parejas notó algo extraño detrás de su amable mirada.
—A determinados asuntos que se supone no debería saber, pero que sin embargo han llegado hasta mis oídos. ¿Sabéis de lo que os hablo?
—No estoy muy seguro… —Dudó unos instantes sin querer asumir que podía referirse a la delación de su padre.
—Lo sabéis, ¿verdad?
Desde su espalda, una gruesa cadena le rodeó por completo reteniéndole con fuerza contra la silla. Trató de zafarse de ella sin éxito.
—Pero ¿qué hacéis? —exclamó preocupado.
—Cobrarme todo el dolor que me habéis procurado. —Beatriz blandió un afilado puñal y lo plantó decidida en su cuello—. ¡Si os movéis, seréis hombre muerto!
Amalia pasó la cadena varias veces alrededor de su cuerpo y la tensó, todo lo más que pudo, hasta asegurarse de su completa inmovilidad.
—A finales de este año, se cumplirán cinco desde que denunció a mi padre al Santo Oficio. —Beatriz caminaba alrededor de la mesa—. Seis años sin recibir el amor que a diario disfrutaba de mis padres, y sólo por su culpa.
—Nunca pudimos imaginar cómo terminaría, y menos lo que le ocurrió a tu madre. Justina era una buena mujer que no merecía aquel final…
—¡No mancilléis su recuerdo! —Le abofeteó con todas sus ganas—. No permito que salga ese nombre de una boca tan sucia y mentirosa como la vuestra.
Beatriz comprobó el filo de su puñal y pidió a Amalia que le sujetase la cabeza con fuerza.
Intimidado hasta el extremo, el religioso vio cómo el afilado instrumento se detenía en su frente y le seccionaba la piel en dos líneas que se cruzaron en su base. Un reguero de sangre empezó a recorrer su nariz y llegó hasta la barbilla, goteando después sobre sus hábitos.
—¡Que esta cruz de San Bartolomé, elimine de vos todo mal pensamiento!
—Beatriz… mi pequeña, pero ¿por qué me haces esto? —El hombre la miraba con ternura—. No entiendo nada, ni tampoco por qué invocas esa cruz…
Beatriz y Amalia le enseñaron sus manos. Sobre sus palmas, destacaban unas rojas cicatrices con forma de cruz invertida.
—¿Veis estas señales? Son las mismas que tenía santa Justina, virgen y mártir, en su propia piel. A ella le sirvieron para ahuyentar los poderes del maligno. Nosotras las llevamos para que también nuestra alma se desprenda de toda influencia suya, pero no antes de ajusticiar a sus hijos malditos que, como vos, han cometido en su nombre horrendos pecados. —Agarró un puñado de pelo del sacerdote y le retorció el cuello—. Sois culpable de haber destrozado mi vida y vais a pagar por ello.
—Estáis completamente locas. Si acaso he pecado con mi delación, que Dios me lo haga pagar. —El hombre se envalentonó, sin poner medida a sus palabras ni calcular las consecuencias—. Nadie os ha conferido el poder ni la autoridad para decidir sobre mí. Ahora lo entiendo todo, Beatriz. Me has atraído hacia ti con la mentira de una falsa confesión, sin pena del grave pecado que cometes, porque no eres más que el símbolo vivo de la maldad. ¡Déjame en paz o lo lamentarás!
—¡No habléis más! —le gritó a escasos centímetros de su cara—. ¡Ahora he de cobrarme vuestra deuda!
El afilado puñal le seccionó ambos labios por la mitad, y siguió, en un corte perpendicular al anterior, por encima de la barbilla. La sangre corrió con más generosidad por su cuello y comenzó a empapar el negro algodón de sus ropas.
—¡Que esta nueva cruz de San Bartolomé abra vuestra boca a las rectas palabras!
Amalia le pidió el puñal y se dirigió a él. El religioso manifestaba una serenidad que parecía impropia del peligroso momento que atravesaba. Se puso a rezar en voz alta pidiendo perdón por sus pecados y la misericordia de Dios para sanar las almas enfermas de las dos mujeres.
La criada cortó la tela de su vestimenta, desde el cuello hasta el estómago, separándosela después para dejar su pecho al descubierto. Le miró con unos ojos que parecían más los de una fiera salvaje.
—Sabed que soy gitana; de ese maldito linaje que tanta repulsa produce a todos. Por razón de la sangre que corre por mis venas he sido perseguida, violada, maltratada, y he tenido que ver en los míos lo mismo, también sus injustas muertes. Nosotros no tenemos religión, pero conocemos la falsedad de la vuestra, por la que asoma tanto odio como para desear y organizar nuestro exterminio; como si fuéramos perros. Con mi ama Beatriz he aprendido a saborear la dulzura de la venganza. Ella me ha abierto los ojos a la virtud de la justicia, donde el placer existe por sí mismo y resulta tan placentero como real.
Empezó a diseccionarle la piel a lo largo de su pecho izquierdo, para luego dibujar, por debajo de él, un segundo corte que terminaba de dar forma a la cruz.
—¡Que por esta cruz de San Bartolomé se abra vuestro corazón a los buenos sentimientos!
Las dos mujeres parecían ebrias de impiedad. Se reían de él, se deleitaban en su dolor como si de un sabroso manjar se tratase, y chillaban cuando parecía estar a punto de desmayarse, para no permitirle ni un solo segundo de inconsciencia.
Ambas pasaban sus dedos por las heridas, pintándose después cruces por brazos, cara y escotes.
La mano de Beatriz que sujetaba el puñal se dirigió de nuevo hacia él. El religioso la miraba aterrorizado, pidiéndole a Dios que le regalara una muerte rápida.
—Os liberaremos de vuestro error por medio del mismo martirio que sufrió santa Justina; como el que provocasteis a mi propia madre. El mal os abandonará a través de las cruces que hemos marcado en vuestra piel; para que nunca más os acerquéis a él. Pero antes, quiero que sea purgada vuestra traición ante mí. —Beatriz blandía como una posesa el puñal practicándole nuevas cruces por todo su cuerpo.
—Sois las hijas de Satanás. —El hombre no pudo soportar tanto dolor y espanto, y explotó a llorar como un niño—. ¡Acabad ya conmigo! Os lo suplico —gimoteó espantado por su crueldad.
—Atenderé vuestros deseos con placer, pero habéis de responder a una última pregunta: ¿Faustina influyó en vos para interponer aquella delación?
El hombre pensó en las terribles consecuencias si daba una respuesta positiva, por lo que decidió seguir callado.
—Este silencio es prueba suficiente para mí. Ahora estoy más segura de su participación, y lo pagará.
Las dos mujeres se miraron, sujetaron con ambas manos el puñal apuntándolo después hacia su corazón. Se lo fueron clavando despacio, sintiendo la contracción de sus músculos, el calor de su sangre por sus manos, hasta tocar el vital órgano. Lo empujaron más a fondo, a la vez, y allí lo mantuvieron hasta que su corazón dejó de palpitar.
El hombre murió pronto, exhalando una mezcla de burbujas de aire y sangre, pidiéndole a Dios que le acogiera en su reino.
Beatriz se arrodilló, alzó los brazos y miró hacia un punto indeterminado. Amalia la imitó al instante.
—¡Madre!, acabo de vengar tu muerte. ¡Padre!, esta vida te la ofrezco como prenda de su traición. Señor de la oscuridad, tu voluntad se ha cumplido y nuestros corazones están felices por ello. Padres, en vuestro recuerdo os ofreceré una nueva víctima; a Faustina. Fue cómplice de vuestro sacrificio, y no debo permitir que el mal siga dentro de ella. La liberaré de él, mediante su muerte, con la ayuda de san Bartolomé.
Se deshicieron del cuerpo introduciéndolo con enorme esfuerzo en el interior de una barrica de buen tamaño, que por suerte encontraron casi vacía de vino.
Decidieron que, a la mañana siguiente, Amalia pediría ayuda a un par de pajes para transportarlo en carreta y deshacerse de él en algún punto discreto del río Manzanares, con la excusa de que estaba avinagrado. Sirviéndose de trapos y agua, limpiaron todos los restos de sangre que fueron capaces de ver e hicieron lo mismo con sus cuerpos. Metieron con el muerto todo aquello que pudiera recordar lo ocurrido y se aseguraron de dejarla bien cerrada.
—Estoy muy orgullosa de ti, Amalia. Cuando tus manos actuaban, me sentía en ellas, y cuando tus ojos atravesaban su conciencia, me veía en ellos. Hemos conseguido evitar al mundo la presencia de un ser despreciable: ¿Cómo te encuentras?
—No puedo olvidar lo que mi padre os causó. Me debo tanto a vos, que lo que acabo de hacer lo haría cien veces más si vos me lo pidieseis —le acarició, quitándole un resto de sangre seca de su frente—, aunque he de reconocer, que si la obediencia fue lo que me empujó en un principio, ya no es el exclusivo motivo que mueve mi voluntad. Mi entrega a esta bella y noble acción de venganza, es ahora racional, total, y reconozco que también placentera. Haré todo lo que vos deseéis de mí.
—Me alegra oírte hablar así. Recuerdas ese cuadro que he venido pintando desde hace tiempo, ¿verdad?
—El martirio de santa Justina; idéntico al padecido por vuestra madre —contestó Amalia.
—Quiero vivirlo de nuevo, Amalia. Será mañana por la tarde, cuando hagamos una visita a mi madre adoptiva. De todos los verdugos que asistieron a su crimen, ya he puesto rostro a dos; a la nobleza, con la condesa de Valmojada por su directo apoyo a la persecución de los masones que condujo a la detención de mi padre, y el de Parejas, por ser su delator y miembro del otro estamento que inspiró aquel decreto de prohibición, la Iglesia.
»Aún me falta poder dibujar otro rostro más; el que testimonie la participación del poder, del gobierno, de las influencias de Ensenada. Y ese tiene que ser el de Faustina, la falsa madre que he tenido desde entonces, la misma que, según he terminado de saber hoy, instigó la delación de mi padre, la que estuvo presente aquella noche al lado de Somodevilla. —Beatriz hizo un gesto, como si se clavase un puñal en el corazón—. Morirá igual que mi madre; como lo hizo también santa Justina.
—Si creíamos que con la detención y muerte de los masones y la captura de los gitanos se iba a dar fin a la serie de asesinatos que tanto nos ha conmocionado, por desgracia, este nuevo hecho demuestra lo muy equivocados que estábamos.
Trévelez contemplaba, atónito, el interior de una cuba de vino que se había estancado a orillas de un meandro del río Manzanares junto a María Emilia, a la que acompañaba en su habitual paseo por Recoletos cuando había sido informado del hallazgo.
—Detuvimos a Thomas Berry hace algo menos de una semana —observó con más atención el estado del cadáver—, y por su estado este hombre no lleva ni veinticuatro horas muerto.
Ordenó a sus ayudantes que extrajesen el cuerpo del interior del barril. Entre tres, tiraron con precaución de los brazos para liberarle de aquella prisión de madera. Como el cuerpo del fallecido se había hinchado, la presión que éste ejercía sobre las paredes estaba dificultando la operación.
Tras varios esfuerzos apareció un hombre desnudo con heridas por casi todo su cuerpo y una más mortal a la altura del corazón. Los restos de suciedad y la inflamación de su rostro hacían más difíciles las tareas de reconocimiento, pero aun así aquella cara no resultaba desconocida a Trévelez.
—No lo mires, querida; ¡su aspecto es repugnante!
María Emilia le desobedeció y se fijó en las heridas de su cabeza.
—Joaquín, ¿te has fijado en su frente, o en la forma que le han seccionado los labios? Parece como si le hubieran querido dibujar una…
—Una cruz, sí —le cortó Trévelez—; una cruz invertida. El mismo símbolo que presentaba en las manos la condesa de Valmojada.
—O muchas cruces. Observa sus piernas, el pecho, los brazos. Aunque están algo difuminadas por la suciedad, me da la impresión de que todas sus heridas tienen idéntica forma.
Trévelez ordenó a un soldado que trajese un cubo con agua del río.
Se ayudó de un palo para darle la vuelta a sus manos. En sus palmas descubrieron dos nuevas cruces.
María Emilia recordó aquella conversación que había mantenido con Beatriz en el cementerio, cuando asistían al entierro de la condesa de Valmojada.
—Ahora que lo recuerdo, no he llegado a hablarte de un curioso comentario que Beatriz me hizo no hace mucho tiempo, pues con las detenciones de los masones creí que todo había terminado y perdió su importancia, pero ahora…
—¿A qué te refieres?
Al rociar el cuerpo con el agua que acababan de traer, quedaron al descubierto seis nuevos cortes.
—¿Has oído hablar de la cruz de San Bartolomé?
—No. Pero ¿qué tiene que ver eso con Beatriz?
—Por lo visto el apóstol Bartolomé fue crucificado boca abajo y también desollado. Ella me lo contó cuando todavía buscábamos un significado a las cruces de la condesa. Por lo visto, en no sé qué libro, leyó que durante los primeros siglos del cristianismo algunos se marcaban las palmas de las manos con ellas, como si fueran talismanes, en la creencia de que esa cruz poseía un cierto poder contra la acción del demonio.
Mientras la escuchaba, Joaquín vertió más agua sobre la cabeza del fallecido. Sus facciones aparecieron por debajo del lodo, y su identidad surgió de inmediato.
—¡Es el padre Parejas, el capellán de los condes de Benavente! —exclamó con sorpresa—. ¿Lo conoces?
—Apenas le he saludado tres o cuatro veces —contestó María Emilia—, pero me viene a la mente una conversación con Ensenada, que le tuvo de protagonista. Somodevilla me explicó que Parejas fue quien firmó la delación ante el Santo Oficio contra su ayuda de cámara y padre de Beatriz, Antonio Rosillón, por pertenecer a la masonería. Joaquín, no me parece descabellado pensar que nos encontramos frente a una nueva venganza masónica.
Sin comentarlo en voz alta, a María le inquietó que el nombre de Beatriz volviera a aparecer por segunda vez a lo largo de la conversación.
—¿Qué puede significar todo esto, cuando sabemos que los dos masones no han podido ser los autores de este nuevo crimen?
Desde que fue avisado del hallazgo, Trévelez no había dejado de hacerse la misma pregunta.
—Pienso que podría existir un tercer masón, o incluso alguno más. Lo digo porque tras su detención, Thomas Berry se inculpó de todos los asesinatos, salvo del de la condesa de Valmojada. En su declaración aportó numerosos detalles; suficientes y tan precisos como para que desapareciera cualquier duda sobre su autoría. Sin embargo, en el caso de la condesa, creo que no ha mentido cuando asegura no haber participado en él.
—¿Quieres decir que podemos estar ante otro grupo que ha estado actuando en paralelo?
—Puede ser, María. Encuentro demasiadas similitudes entre éste y el crimen que le precede. Si lo pensamos bien, esas extrañas cruces no habían aparecido hasta ahora, y ninguno de los dos han presentado mutilaciones, a diferencia de lo que ocurrió con los primeros. Creo que nos enfrentamos a una segunda banda de masones, que actúa de un modo diferente pero con idénticos motivos; asesinar a los que les han perseguido, como es el caso del padre Parejas, o intervinieron en su prohibición y posterior espionaje, como ocurre con el conde de Valmojada, íntimo de Ensenada, cobrándoselo con la vida de su mujer.
—Deberíamos ir a casa de Francisco y Faustina para ponerles al corriente de lo ocurrido con su capellán.
—Estoy de acuerdo María Emilia. Tú espérame en el carruaje. Antes de partir, he de organizar con mis hombres los últimos detalles.
María Emilia subió la cuesta que le separaba de la carroza y se acomodó en su interior. Cerró los ojos para pensar sobre lo acontecido. Con inquietante oportunidad, recordó la violenta muerte de su hijo adoptivo Braulio, junto al irrefrenable sentimiento de venganza que provocó en ella.
Se volvió a ver en su cama, de nuevo acostada, durante días y días, cuando el único pensamiento y deseo que la reconfortaba era dar muerte a sus autores. En su imaginación les había sometido a terribles martirios, regodeándose en sus lentas agonías, dulcificándose en su dolor. En realidad, y durante aquellos largos días, lamentaba que aquellas imágenes sólo vivieran en su cerebro, que no pudieran degustar el verdadero sabor de la venganza en la realidad.
No habían pasado ni cinco minutos cuando apareció Joaquín. De inmediato dio la orden para que les llevasen hasta el palacio de los condes de Benavente.
María Emilia seguía ensimismada en sus conjeturas. A su saludo, respondió con una enigmática pregunta.
—¿Qué es la venganza para ti?
Trévelez, aturdido, pensó que estaba demasiado afectada por lo que acababa de ver.
—¿Una mala reacción ante un hecho doloroso?
—No me contestes con otra pregunta. ¿Crees que se trata sólo de eso?
—Supongo que sí. ¿Qué te dice a ti?
—Que es la forma de energía más excepcional que el hombre es capaz de producir y la más negativa de todas. Como la he vivido después de lo ocurrido con Braulio, puedo asegurarte que su fuerza llega a anularte por completo. Es la peor excusa que disponemos los hombres para realizar las acciones más atroces. Es el sentimiento más opuesto al amor. Comparten idéntico poder e intensidad, pero con la diferencia de su primera inspiración. He llegado a la conclusión de que detrás de la venganza se encuentra la representación más elevada del mal, como en el amor lo está la del bien.
—Te sigo, pero no sé adónde pretendes llegar. —Joaquín procuraba entender sus disquisiciones.
—A una crítica conexión. El deseo de dar muerte con mis propias manos a los responsables que destruyeron la vida de mi hijo y quebraron la mía, llegó a ser tan intenso, que si no lo hice tan sólo fue por una falta de oportunidad.
—Es el dolor que uno siente en esos casos; la rabia provocada por la impunidad de la acción… Saber que uno no puede dar marcha atrás en el tiempo…
—También, Joaquín, pero es algo más. Con la venganza el mal entra en ti y te posee. Para él, es su soplo de vida; la razón última de su ser. Su propia existencia se originó al no atender la voluntad de Dios, como venganza por haber sido expulsado del cielo. Es así como está escrito en los Santos Libros. Creo que si existe ese ser maligno, se hace carne en cada hombre cuando te embriagas con ese tipo de sentimiento. El mal es el responsable último de producir esa terrible energía, una fuerza que supera a la voluntad humana.
Le miró con una expresión profunda, sentida.
—Eso es lo que a mí me pasó; no sabía reconocerme. Su maldad me había cubierto con su sombra y no conseguía sacar de mi corazón ningún sentimiento noble, pues él no lo permitía.
—Con todo esto, ¿quieres decir, que todos esos crímenes han sido cometidos por hombres que están poseídos por el diablo? ¿Excusas de algún modo su barbarie?
—No sólo eso, que en parte sí. —Le agarró de las manos y las arrastró hacia sus mejillas, con un gesto tan lleno de complicidad como de ansias de ser comprendida—. Ya sabemos la razón principal que le impulsó a cometer los pasados asesinatos: la venganza. Eligieron a los que creyeron responsables de la destrucción de su sociedad. Y la prueba de su perversión, de su diabólica dominación, ha sido el empleo de varios símbolos satánicos, aunque ya son casos cerrados. Ahora, nuestro problema reside en no saber quién está detrás de estos dos últimos o, mejor aún, quién puede acumular la suficiente necesidad de venganza como para acometerlos.
—Por tanto, mi teoría sobre la existencia de un segundo grupo de masones encajaría del todo.
—Me dirás que estoy loca, pero me temo que no. Acabo de entender quién puede ser su verdadero autor, y créeme que desearía estar equivocada… —Se abrazó a él necesitada de su abrigo, de su protección.
—¿En quién piensas, María Emilia?
—En Beatriz… —Le miró horrorizada por la crueldad de su deducción.
—Me parece que no te encuentras bien. Supongo que ha debido afectarte demasiado lo que has visto hoy… —Le acarició con ternura.
—No es verdad. Dentro de lo que cabe estoy bien. Piénsalo por un momento; ¿no has sido tú mismo, el que acabas de definir la venganza como una mala reacción ante un hecho doloroso? —Guardó un breve silencio—. La suma de fatalidades que ha sufrido Beatriz en su corta vida han sido tantas que podrían haberla trastornado. ¿Recuerdas la escasa reacción, más próxima a la alegría, que le produjo la muerte de su marido? ¿Nunca te asaltó una duda de su posible intervención? Yo la tuve, Joaquín, aunque por motivos obvios la oculté. ¿Empiezas a verlo más factible?
—Puede ser. La violenta pérdida de sus padres pudo afectarla de un modo severo.
—¡Vio morir a su madre con once años!
—Luego, lo que le ocurrió a Braulio… —continuó Joaquín.
—A mi Braulio… —A María Emilia se le enrojecieron los ojos de pena—. Y también ha perdido a su hijo… ¿Qué más dolor se le puede pedir a la vida, Joaquín?
—Estoy de acuerdo que su existencia ha sido dramática desde todos los puntos de vista, pero de ahí a convertirla en una asesina…
—¿No fue el padre Parejas quien delató a su padre?
—Claro, ya lo hemos comentado antes.
—¿Y no estuvo también presente el jesuita Castro aquella noche?
—Sí lo estuvo, pero los masones se adjudicaron su crimen…
—¿Y las cruces de San Bartolomé? Ella fue la que me indicó su significado.
—Una mera suposición, María. También tú has elucubrado sobre los otros signos de los anteriores asesinatos, incluso dándoles un sentido que después vimos era correcto, y eso no te ha convertido en su autora.
—¿Recuerdas cómo murió su madre?
—Me parece que fue por accidente. Uno de los alguaciles forcejeó con ella y, sin una expresa voluntad por su parte, le clavó un puñal, con la fatalidad de que éste le alcanzó el corazón.
—¿No ocurrió lo mismo con la condesa de Valmojada? ¿Y ahora, en el cuerpo del capellán Parejas?
—Es cierto, y aunque reconozco que en ella concurren bastantes coincidencias, se me hace difícil creer que pueda ser verdad.
—Imagínate a mí, que me considero no sólo amiga suya, sino casi su segunda madre.
Al encontrarse a escasos cien metros del palacio de los condes de Benavente, pensaron cómo explicarían el lamentable suceso que tenía como protagonista a su capellán.
El conde les recibió en la escalinata que daba entrada a la vivienda, con evidentes muestras de cansancio en su rostro. Respondió primero a su interés por el estado de Faustina, expresándoles preocupación ante su deterioro general, tanto anímico como físico.
—La espantosa experiencia que tuvo que sufrir ha conseguido superar su natural fortaleza. Según me ha contado, pasó tanto miedo esa tarde que llegó a desear una muerte rápida. Cada noche tiene terribles pesadillas que no le dejan descansar, ni tampoco a mí. Se despierta cuatro y cinco veces, del todo agitada y llena de sudor. Pero aún me preocupa más la evolución de sus heridas, sobre todo las de sus manos; tienen un aspecto repugnante, se le han ennegrecido y desprenden un fuerte y desagradable olor. El médico dice que si no es capaz de cortar la infección pronto, se las tendrá que amputar. ¡Un auténtico desastre!
—Siento venir con otra mala noticia que os afecta, Francisco —intervino Trévelez.
—¿Qué más nos puede pasar? —El conde le miró con una triste expresión, incapaz de disimular la debilidad de su ánimo.
—Esta mañana ha aparecido asesinado el padre Parejas.
—¿Cómo? —Se sentó en una butaca, impresionado por la noticia—. No puede ser…
—De momento, sólo sabemos que se ensañaron con él antes de darle muerte, causándole una infinidad de heridas por todo el cuerpo. No entiendo quién ha podido cometer tamaña barbaridad, pues terminada la investigación de los pasados crímenes, con un masón muerto y el otro detenido, y los gitanos a buen recaudo, comprenderás lo complicado del tema.
—Dios Santo, no sé cómo se lo voy a explicar a Faustina; le adoraba.
Sus ojos denotaban un grado de tensión insoportable. Trévelez le animaba dándole afectuosas palmadas en su encorvada espalda.
—¿Recuerdas los extraños símbolos que aparecieron en las manos de la condesa de Valmojada? —El hombre afirmó con la cabeza—. Pues han vuelto a aparecer en las de tu capellán y en otros quince sitios de su cuerpo.
—Hace unos días —intervino María Emilia—, tu hija Beatriz me dijo que podían ser cruces de San Bartolomé; un antiquísimo símbolo que al parecer usaban los primeros cristianos para protegerse del diablo…
—¿Cuándo te contó todo eso? —Por algún motivo, Francisco recordó aquellas vendas que cubrían sus manos el día que rescataron a Faustina.
—Durante el entierro de la condesa de Valmojada…
—¿Hace cuánto que no ves a Beatriz? —Francisco recordó el tono ambiguo de su contestación, cuando se interesó por ellas.
—Desde entonces no la he vuelto a ver. —María Emilia conocía bien a Francisco, y supo que algo rondaba por su cabeza—. ¿Has notado algo en Beatriz que te haya llamado la atención?
—Sí. Sus manos.
—¿Qué les pasa a sus manos? —preguntó Trévelez.
—El día que liberasteis a Faustina las llevaba vendadas, y cuando le pregunté cuál era el motivo, me contestó que no me preocupase, aunque no entendí lo que después me dijo; que intentaba protegerse.
—¿Sería para ocultar esas mismas cruces de las que habla? —le inquirió muy nerviosa María Emilia.
—No lo sé, pero hoy ya no las llevaba; me he fijado cuando la he visto llegar.
—¿Ha estado con vosotros?
A María Emilia le asaltó un fundado temor.
—Todavía está aquí. Está con su madre, acompañada de esa criada a la que tanto aprecia.
—Por Dios, Francisco, vayamos a su encuentro de inmediato. —María Emilia se levantó impaciente.
—Pero ¿qué pasa? No os entiendo…
—Lo mejor será que hablemos con ella —intervino Trévelez—. Podría ocurrir algo terrible.
Los tres corrieron escaleras arriba hacia el dormitorio de Faustina. Trévelez, que iba el primero, imploraba estar equivocado en sus sospechas.
La puerta estaba cerrada por dentro. Llamaron varias veces sin obtener ninguna respuesta del interior. Trévelez les invitó a apartarse para tratar de abrirla con un empujón. Tuvo que ayudarle también Francisco hasta que en un tercer intento consiguieron el efecto deseado. Entraron a trompicones dentro de la habitación, hasta quedar mudos por la escena que allí discurría.
—¡No os mováis de ahí o la mato!
La voz pertenecía a Beatriz. Se encontraba de rodillas sobre la cama, a espaldas de una pálida Faustina, sentada sobre sus sábanas, con la amenaza de un puñal sobre su pecho. A su lado estaba Amalia, con otra pequeña daga, dibujándole una de esas cruces sobre su piel.
—¡Beatriz! —Su padre le gritó enfurecido, y sin dudarlo se aproximó hacia ellas.
—Padre, si das un paso más se lo clavo hasta dentro. No permitiré que nadie quiebre mi destino.
Apretó el puñal y un fino reguero de sangre empezó a escurrirse entre la punta del acero y la piel de Faustina.
—¡Dejadla que lo haga! —La condesa giró su cabeza para buscar la fría mirada de Beatriz—. Si eso te hace feliz, mátame ya, cariño mío. —Con su mano libre, Faustina se agarró al puño de Beatriz y lo empujó hacia ella.
—Todavía no… —respondió—. Primero quiero que me oigas tú y todos, que las últimas palabras que escuches en esta vida sean las mías.
—No permitiré más sangre. ¿No ha sido ya suficiente lo que le has hecho al padre Parejas, Beatriz, o a la condesa de Valmojada?
Trévelez decidió que Faustina conociera el verdadero rostro de su hija, para hacerlas hablar sobre ello, pues cualquier motivo que distrajese a Beatriz unos segundos podía convertirse en su única oportunidad para abalanzarse sobre ella y evitar sus criminales intenciones.
—¿Qué le ha pasado al padre Parejas? —preguntó Faustina, angustiada por la noticia, por el dolor de sus heridas anteriores y las que le producía Amalia; antes en manos, pero después en sus piernas y brazos. Destrozada ante la horrible realidad en la que se había convertido Beatriz.
—Le matamos entre las dos. —Miró con orgullo a Amalia—. No era más que una sucia rata que no puede estar más que agradecido, pues aquellas cruces consiguieron que el señor de las tinieblas le abandonase y recibiera un soplo de felicidad, como también me ha ocurrido a mí. —Les mostró las cicatrices en forma de cruz de sus manos, y se dirigió hacia Faustina—. Tú fuiste la causante de la muerte de mi verdadera madre, Justina. Te recuerdo entrando en la habitación de mis padres, cuando yo me abrazaba a ella apretándola hacia mí, creyendo que así impediría que se escapase su vida. Pero no lo conseguí, y cuando noté la presencia de la muerte en su ciega mirada, le juré que algún día alguien pagaría por ello, y eso es lo que hoy va a pasar. Ayer pagó el padre Parejas, y hace unos días la condesa de Valmojada, instigadora con su marido, como tú, de la cruenta persecución de los masones, que tuvo como consecuencia la detención y muerte de mi padre.
—Cariño mío, tú sabes que te queremos. Te aseguro que me he odiado cada día por lo que allí ocurrió —se confesó Faustina—, y que he tratado de compensarte con todo mi amor. Estás enferma, mi cielo: déjame que te ayude.
Amalia observó un extraño movimiento en Trévelez y entendió cuáles eran sus intenciones. Con decisión, dirigió su cuchillo a uno de los ojos de Faustina, dándole a entender lo que pasaría si se movía de su lugar.
—¿Dónde estaba ese amor cuando mataste mi futuro al lado de Braulio y arreglaste otro más cruel, con el duque de Llanes?
—Era por tu bien —atajó Francisco, que no cabía de espanto ante aquella increíble escena.
—No sabéis nada sobre el bien y el mal. Yo sí lo sé; él me lo ha enseñado.
—¿Quién es él? —le preguntó María Emilia.
—El oscuro, el maldito, el que obra desde el principio de los tiempos sobre todos nosotros, el que me ha alimentado desde entonces. Gracias a su inspiración he aprendido a entender las cosas, que de mis penas obtuviera felicidad y del dolor, un sentido último a mi vida. No tenéis ni idea de la felicidad que se siente cuando ves con claridad lo que debes hacer. He aprendido que la venganza es el sentimiento más puro que consigue limpiar de tu corazón otros más simples y fatuos que a vosotros os parecen vitales.
Sus ojos parecían ajenos, como encantados, miraba como si fuera una extraña, como si estuviese poseída.
—Estás loca —le recriminó Francisco, escandalizado de las barbaridades que salían de su boca.
—No es así; lo único que hago es acudir libre a mi destino, y lo entenderás de inmediato. —Miró a su criada—. Amalia, ha llegado el momento de que vean el cuadro.
La joven se separó de la cama y sacó de una bolsa de tela un lienzo, mostrándoselo a continuación a todos.
Ante su asombro, allí estaban dibujados los rostros del padre Parejas, del jesuita Castro y el de la condesa de Valmojada. También el de Faustina; de rodillas y con el filo de un puñal en su pecho, amenazada por un personaje que se situaba a sus espaldas, y cuyo rostro coincidía con el de Beatriz. La similitud de aquel dibujo, con la escena que estaban viviendo en esos momentos era tan asombrosa como preocupante para todos.
—Un día vi un cuadro parecido a éste, pintado por Paolo Veronés. Comprendí cuál iba a ser mi único anhelo en la vida; saciarme de venganza. —Beatriz hablaba de un modo pausado pero resuelto—. El original, representaba el martirio de santa Justina. En él, ella es quien domina el espacio central, mientras otros cinco personajes asisten a su muerte con un gesto de desprecio y sin ningún atisbo de misericordia. Dos a cada lado, y el último, detrás de ella, clavándole el puñal que le producirá la muerte. Al darme cuenta que aquella santa tenía el mismo nombre que mi madre, e idéntica forma de morir, fue cuando me vi delante del mismo retrato, el que presencié aquella fatídica noche en casa del marqués de la Ensenada. Desde entonces me he dedicado a pintarlo, pero con otros rostros distintos; los de aquellos que causaron la muerte a mi madre, a los que me he propuesto vengar en su nombre. Hoy, ese cuadro se hará de nuevo realidad.
Trévelez creyó que no tendrían otra ocasión como ésa. Amalia les había dado la espalda para guardar el cuadro en su envoltorio, y Beatriz parecía distraída. Hizo una señal a Francisco, y en un segundo se abalanzaron sobre las dos mujeres.
Joaquín se dirigió hacia Beatriz y llegó a tiempo de sujetar su brazo, antes de que ésta asestase una puñalada a Faustina. María Emilia agarró de los brazos a su amiga, y tiró de ella con todas sus fuerzas hasta arrastrarla al suelo, separándola de la feroz lucha que ocupaba a Joaquín y Beatriz.
Entre gritos, Amalia trataba de escurrirse de las férreas manos del conde que la mantenían aprisionada contra el suelo. Sin su cuchillo, que había caído en manos de Francisco, la criada blandía sus uñas como arma defensiva, con la fiereza de un animal salvaje, hasta que recibió un fuerte golpe en la nuca que la dejó sin sentido.
En su lucha, Trévelez se enroscaba con Beatriz encima de la cama sin perder de vista el afilado puñal que aún seguía en manos de la chica. En un descuido, ella se lo consiguió clavar en un muslo, con tanta fuerza que le provocó una reacción instintiva de dolor y dejar de sujetar sus brazos. Con dos acertados movimientos, le hirió también en el hombro y a punto estuvo de alcanzarle el cuello.
—Como te acerques, lo sentirás de nuevo y esta vez en tus entrañas. —Beatriz le amenazó dirigiendo la punta del puñal a su cuerpo.
Trévelez sangraba con abundancia por ambas heridas, pero no parecía dispuesto a abandonar la pelea. Con más ardor que precaución, se lanzó de nuevo a ella decidido a reducirla del modo que fuera. Beatriz se movió con más habilidad y rapidez y le recibió con una nueva incisión en la base del estómago y, al encogerse, otra más seria en la espalda.
María Emilia y Faustina contemplaban aquella carnicería entre lágrimas y espanto, aturdidas por la inmensa atrocidad que estaban presenciando.
Beatriz había perdido la razón para instalarse en un execrable estado de demencia.
Por un instante, las miró con una sonrisa cruel mientras seguía asestándole nuevas puñaladas al vencido cuerpo de Trévelez, incapaz ya de reaccionar a la lluvia de odio que caía sobre él.
Francisco saltó sobre su hija por sorpresa y consiguió inmovilizarla por la espalda. La envolvió con sus brazos, impidiendo que los de Beatriz consiguieran moverse y con ellos el puñal. Aunque ella se revelaba con una rabia inusitada, la fortaleza del conde consiguió frenar sus intentos. En un postrero movimiento, Beatriz consiguió girar su muñeca y dirigirse el afilado acero hacia su propio corazón.
Faustina gritó, advertida de sus intenciones, pero Francisco no calculó lo que aquello implicaba.
María Emilia corrió hacia ella a tiempo de sujetar su mano y retirar el puñal que pretendía terminar con su vida. De esa manera, consiguió evitar que Beatriz dibujase ante ellos su último cuadro, frente a otros cinco espectadores como aquellos del cuadro de Veronés, o los que dieron muerte a su madre.
Beatriz soltó un alarido de rabia, de profundo dolor, quebrada por ver anulados sus planes de venganza con Faustina y consigo misma, pues así se había visto ella también; clavada en su destino al de su madre.
Desprotegida ya de los brazos de su padre adoptivo, se derrumbó sobre la cama sollozando.
Faustina acudió a ella. Se abrazó a su cuerpo con amor. Entre lágrimas perdonó todo el mal que había hecho, y la besó sin descanso para ablandar la dureza de su espíritu, para rebajar la crueldad que dominaba su alma.
Bajo una oscura mirada, insensible a su dulzura, y con un inclemente tono de voz, Beatriz le habló en susurros.
—Juro que un día tu sangre pondrá precio a mi dolor.