Audiencia y sala de alcaldes de Casa y Corte

En Madrid.

Año 1751, 11 de octubre

El enjuto y sobrio semblante del alcalde Trévelez brillaba con especial intensidad cada vez que leía una sentencia; aquél era su momento estelar.

De pie y frente a él, con una expresión demasiado altiva a tenor de su pésima situación, se encontraba un hombre de mediana edad, tosco de modales y de apariencia ruda, que se tomaba con evidente poco interés la condena que le estaba siendo leída por el alcalde de Casa y Corte.

Después de haber sido demostrada su responsabilidad en el robo con asesinato que había perpetrado en una prestigiosa platería de Madrid, a Trévelez sólo le restaba dar fe pública del delito y dictar sentencia. Y así lo hizo.

Nada más terminar, miró al condenado con desprecio, le recriminó su irresponsable actitud, a mitad de camino entre burlesca y jocosa, durante la lectura de la pena, y ordenó a los guardias que le evitasen su presencia de inmediato.

Mientras se lo llevaban a rastras, pensó en lo absurdo que podía llegar a ser el comportamiento humano. Si este reo se había mofado del brazo de la ley cuando acababa de imponerle doscientos latigazos, cinco años de prisión y otros diez en galeras, otros se doblaban como juncos y le imploraban indulgencia con delitos menores y condenas mucho más livianas.

A pesar de ello se sentía orgulloso de su oficio, no sólo por poder aislar de la sociedad a determinados individuos defectuosos, pues así era como él los veía, sino también por el innegable placer que le producía su propio poder, el uso de la autoridad.

Con un golpe de mazo dio por terminada la sesión y se dirigió presuroso hacia su despacho.

Una vez allí, ya liberado de la toga, volvió a verse como tantas otras veces, tal y como era, lejos ya de su solemne imagen al frente de un alto tribunal de justicia.

Sin saber por qué, se puso a hacer balance de su vida. A sus cuarenta años y después de haber vivido todo tipo de experiencias y pruebas, Joaquín creía conocerse bien; sobre todo en sus defectos.

Si se vanagloriaba de la tenacidad que siempre imponía en su trabajo, tal vez no hacía lo propio con otros aspectos de su vida. A la hora de justificar sus faltas, se volvía paciente, pero era vehemente cuando los demás no cumplían con sus deberes. Jamás transigía con quien producía dolor o daño a los demás, y sin embargo toleraba con clemencia sus propias faltas de lealtad y fidelidad. Y cada vez que se había tenido que enfrentar a una situación límite, actuaba de un modo inconsecuente, al fijarse más en las posibles ventajas que en atender a valores como la honra, la amistad o la rectitud.

Pensaba sobre todo aquello cuando en la soledad de sus dependencias le asaltaba el recuerdo de la vil relación que mantenía con Catherine escupiendo a su amor por María Emilia, o también la traición a su amigo Ensenada, al estar revelando secretos de Estado a un conspirador como era el embajador de Inglaterra y complicándose en sus intrigas.

Abrumado ante la evidencia de sus errores, se sentía indigno como persona y como juez. En realidad se veía como un simple estafador; tanto de sí mismo como de todos aquellos que le apreciaban de verdad.

Sus remordimientos pasaron a segundo plano cuando su secretario abrió la puerta para informarle de que acababa de llegar la visita que esperaba.

Se trataba del capitán Voemer, de la guardia de corps, al que había hecho llamar con urgencia y sin explicaciones previas, para hablar del último crimen masónico.

—Os agradezco vuestra presteza en acudir a esta cita. —Trévelez estrechó la mano del militar, notándole de inmediato el patente estado de irritación con el que venía—. Por favor, pasad a mi despacho. Os explicaré qué razones me han empujado a haceros venir.

Esperó a que tomara asiento, antes de hacerlo él al otro lado de la mesa de despacho.

—Sabéis que suelo disponer de poco tiempo. Espero que sean suficientes como para poder justificaros. —Con su atrevida actitud, el capitán quiso probar a Trévelez.

El alcalde le miró con un gesto displicente.

—Lo dejo a vuestro criterio. Vuestros amigos han vuelto a matar, esta vez a la condesa de Valmojada. Supongo que eso no tiene ninguna importancia para vos…

Trévelez suponía que la causa del crimen no era otra que vengar el espionaje que su marido había practicado a la masonería, pero no creía prudente revelárselo dada su filiación y la escasa confianza que sentía por aquel hombre.

—No sé por qué decís eso, ni tampoco a qué amigos os referís… —Si eran los gitanos, sobre los que había hecho recaer las culpas en su anterior conversación con Trévelez, tenía una gran noticia que de seguro no sabía el alcalde—. ¿Me habláis de Timbrio y Silerio Heredia?

—Bien sabéis vos, que no pienso tanto en ellos como en vuestros hermanos masones.

—Veo que estáis muy seguro de ello. ¿Acaso sabéis ya quiénes son? ¿Lo han reconocido delante de vos? —El capitán jugaba fuerte, al poseer una nueva información que usaría en el momento más adecuado, imaginándose sus escasos avances en el otro frente.

—Si me facilitaseis su dirección, que es fácil que la sepáis, podría hacerlo. —Trévelez le devolvió el envite.

—Dadme sus nombres; lo haré sin ningún inconveniente. —El capitán le miró altivo, a la espera de que éste reconociera su incompetencia.

—¡Anthony Black y Thomas Berry! —Trévelez fue rotundo—. ¡Habladme de ellos!

El capitán enmudeció, ahora acorralado, cuando esperaba conseguir lo contrario. De sobra los conocía, pero no dónde vivían. Sin querer saber ni cómo había dado con ellos, decidió que era el momento para recuperar el dominio de la situación.

—Esta misma mañana he sido informado de que los gitanos Heredia fueron capturados hace dos días en Medina del Campo, y también, que ya han reconocido su responsabilidad en las explosiones del palacio de la Moncloa. He ordenado que los traigan hasta Madrid, para que vos mismo continuéis con sus interrogatorios y reconozcan el resto de los crímenes. —El capitán Voemer disfrutó viendo cómo encajaba el golpe.

—Excelente noticia —se rascó la barbilla—, pero con ella, me acabáis de dar la prueba definitiva; ellos no pudieron cometer el crimen de la condesa de Valmojada, y me cabe pensar que tampoco los otros. Por tanto, empezad a contarme de una vez lo que sepáis sobres esos ingleses.

El capitán se lamentó de su torpeza al no haber tenido en cuenta aquel detalle. No tenía escapatoria.

—¿Me confirmáis la inmunidad que me ofrecisteis en nuestra anterior cita?

—Tenéis mi palabra, siempre que me deis prueba de vuestra honradez.

—Los conozco poco, sólo de verlos en algunas reuniones de nuestra logia. Aunque apenas he hablado con ellos, sé que Wilmore los usaba para realizar acciones, digamos, delicadas. Peligrosos, fríos, firmes en su empeño, hombres duros como el acero; así los veía yo en su momento.

—No acabo de confiar en vuestras palabras, ni tampoco en lo que afirmáis saber, pero os ofrezco una oportunidad para resarciros de mis actuales dudas; ¡decidme dónde podríamos encontrarles!

—Desconozco sus paraderos, creedme, pero daré sus descripciones a mis hombres para que inicien su búsqueda de inmediato. Espero que me entendáis, pues aunque he pertenecido a esa sociedad, las informaciones más comprometidas estaban lejos de mi alcance. En realidad, acudí a la masonería sólo para facilitarme ciertas influencias, contactos nada más. Una vez dentro, me di cuenta que sin pertenecer a los grados superiores, sólo te muestran el lado amable de la asociación, aunque existe otro nivel mucho más secreto, y creo que más tenebroso. Es allí donde se deciden los últimos fines y quiénes serán los miembros clave para alcanzarlos.

—Y los crímenes, supongo; como el que hoy nos compete hablar. —Trévelez empezó a reconocer cierta rectitud en su intención.

—Contadme entonces los detalles de este último suceso; intentaré ayudaros en lo que pueda.

—El escenario ha sido su propio lecho. Encontré su cuerpo tendido boca arriba, con los brazos abiertos y una daga clavada en su corazón. Sin abundar en otros detalles que no poseen mayor trascendencia, me llamó la atención la presencia de dos extrañas heridas más, practicadas sobre las palmas de sus manos, en forma de cruz invertida. —Trévelez no dejaba de observar al capitán Voemer, sin perderse ninguna de sus reacciones—. Una vez más —continuó el alcalde—, vuestros amigos han dejado una señal, o mejor dicho varias…

—¿A qué os referís? —Al capitán le fastidiaba que Trévelez siguiera relacionándole con ellos.

—La primera, el perfecto orden que han dejado; los cabellos esparcidos de un modo regular por la almohada, su camisón bien colocado, sin arrugas, las sábanas estiradas, su postura recta, cada brazo en idéntico ángulo sobre el tronco. Más parecía que la condesa hubiese muerto de forma natural, sin advertirlo.

—¿Se llevaron algo de su cuerpo, como hicieron con los otros? —Voemer pensaba ya en los significados de aquellas señales.

—Esta vez nada… y ése es otro de los detalles que debería hacernos pensar —contestó Trévelez.

—Esas heridas en sus manos, en forma de cruz invertida, tienen un posible sentido… —El capitán se miró las suyas, imaginándose dos cruces boca abajo.

—Explicaos y pronto.

—Esos signos se usan en las llamadas misas negras. Para los seguidores de Lucifer constituyen una forma de rechazo a la figura de Jesucristo.

—Podría ser… —Trévelez se frotó el mentón—. También tenía los brazos extendidos en forma de cruz. ¿Qué os significa todo ello?

—Como os dije, desconozco qué tipo de ceremonias se llegan a practicar por parte de esos altos grados masónicos, pero siempre sospeché que bajo el aparente respeto que dicen tener por todas las religiones, se esconde un profundo odio a las mismas, y sobre todo a la católica. No es de extrañar, entonces, que pongan en práctica secretos rituales, tal vez satánicos, donde se haga mofa de sus principios.

—A partir de la interpretación que me disteis sobre aquella estrella flamígera aparecida en el pecho del alguacil, he conseguido relacionar cuatro de los crímenes con sus respectivos significados. Caridad, fuerza, y sabiduría, se corresponderían con las muertes del jesuita Castro, el duque de Llanes y el alguacil del Santo Oficio, y virtud con la monja franciscana, muerta también hace pocos días. Faltaba la belleza, pero con el asesinato de la condesa de Valmojada, considero que está ya justificada.

—Para vos, ¿tiene alguna explicación la elección de esta nueva víctima? —Ante aquella deducción, el capitán Voemer tuvo que reconocer la destreza de su anfitrión.

—Sí —contestó Trévelez—. Tanto ella como su marido, han sido fieles servidores y amigos del marqués de la Ensenada, al igual que muchas de las otras víctimas. En concreto, el conde ha sido la mano derecha del marqués en muchos proyectos militares del Estado, y junto a los condes de la Mina y los de Benavente forman el reducido grupo de nobles que le han sido incondicionales. Por tanto, considero que, sin menosprecio de otros oscuros motivos, esos dos masones han pretendido herir a Somodevilla a través del asesinato de una de las personas más cercanas y amigas: la condesa, y tal vez sólo a ella por haber estado ausente el conde.

—Coincido con vuestro análisis, pero veámoslo también desde otro punto de vista. Como bien sabéis, en la masonería, el uso de los símbolos tiene una vital importancia. Cada masón, a través de su interpretación, trata de fijar ideas en su mente que le ayuden a conocer después otras verdades más profundas.

—¿Adonde queréis llevarme con eso? No os sigo —le interrumpió Trévelez.

—A entender qué otros significados se esconden en las marcas de sus manos, en la herida de su corazón, o en esa deliberada disposición de su pelo y cuerpo, porque es seguro que los hay.

—Probad a hacerlo; sólo vos poseéis el privilegio de conocerlos desde dentro.

Voemer quiso demostrar cuán firme era su disposición a colaborar con Trévelez, aunque para ello tuviese que revelar aquellos secretos que había jurado proteger en su iniciación.

—La masonería aspira a destruir los grandes dogmas del pasado para lograr que las motivaciones del hombre sólo se vean dirigidas por la razón. Considero, que es ahí donde debemos buscar todas las respuestas. Para la Iglesia, la cruz, además de ser su principal distintivo, representa el símbolo de un nuevo orden establecido por Jesucristo, a través del cual dio cuerpo a su propia fundación. Esa sociedad pretende romper el actual equilibrio de poderes.

Sirviéndose de una pluma comenzó a dibujar varias cruces boca abajo sin perder la concentración de su discurso.

—No los veáis, tan sólo, como unos peligrosos dementes, esos dos masones actúan desde una perspectiva mucho más compleja. En todos sus asesinatos, y desde luego en el de la condesa de Valmojada, han dejado constancia de cuál es su verdadero concepto del orden, subrayándolo en sus cuerpos en forma de extrañas composiciones criminales. —Suspiró, aliviado por aligerar su conciencia de aquel conocimiento que desde hacía mucho tiempo suponía una pesada carga para él—. Con esas cruces invertidas —siguió hablando el capitán—, están demostrando su desprecio a lo que representa la fe. Y a través de la disposición de sus cabellos, abiertos y extendidos hacia fuera, es como creo que simbolizan dónde debe buscar el hombre la verdadera belleza: a través del raciocinio.

—Interesante y muy revelador, capitán. Llevamos demasiado tiempo hablando sobre sus cábalas mentales, simbologías demoníacas, ritos macabros o de sus motivos filosóficos, cuando, en el fondo, no dejan de ser los que son; unos seres detestables; en mi opinión, lo único que debe ocuparnos ahora es verlos lo antes posible entre rejas para luego ser sentenciados a muerte.

—Entiendo. Me pondré en marcha de inmediato. Os los traeré vivos o muertos y antes de lo que imagináis. Ésta será la mejor muestra de mi compromiso hacia vos, como pago de vuestra indulgencia.

Por fortuna para Anthony Black y Thomas Berry, la protección que se debían los hermanos de una misma logia seguía funcionando, a pesar de la estrecha persecución a que se veían sometidos todos sus miembros por parte de la Inquisición y las tropas del Rey.

Al saber por boca de uno de sus vecinos que la guardia de corps se dedicaba desde hacía días a registrar todas y cada una de las casas del centro de Madrid, pudieron imaginarse cuáles eran sus intenciones y objetivos, de modo que abandonaron su residencia por unos días, con idea de volver en cuanto hubiese terminado la inspección de su barrio.

Sin detenerse más de dos días en cada casa, fueron acogidos por varios hermanos hasta llegar a la que ocupaban en aquel momento, propiedad de un literato de reconocida fama en Madrid que les había escondido por más tiempo que los demás en sus sótanos.

Sentados a una tosca mesa de madera y frente a un fuego, en la cocina de aquel erudito hermano masón, los dos ingleses ultimaban sus planes para concluir el mandato que les había dado Wilmore.

—Con la condesa de Benavente pondremos fin a nuestro encargo. Después, volveremos a nuestra residencia para recoger nuestras cosas y huiremos a Inglaterra para empezar allí una nueva vida. —Anthony hurgaba con una cuchara el fondo de una taza de té para recuperar el azúcar que no se había conseguido disolver.

—Estoy harto de los españoles y de este país —protestó Thomas—. Anhelo ver nuestros verdes paisajes y hasta incluso el negro humo de los talleres de Londres. —Escupió al suelo lleno de rabia—. ¡Sólo deseo volver a probar el verdadero té, y no esta infusión que parece hecha de cañizos y pajas!

—Déjate de historias y concéntrate por un momento en la complicada tarea que tenemos por delante. Todas las precauciones que hasta ahora hemos puesto en nuestras acciones, no nos servirán de nada con esta condesa. Ya hemos comprobado la formidable protección de que dispone fuera de su palacio, y hemos de suponer que la igualará dentro. Como esa vía parece una tarea imposible, deberíamos pensar en abordarla en algún lugar público, aprovechándonos de algún acontecimiento al que ella acuda, o abordándola en su carroza, si es que queremos tener las mínimas garantías de hacernos con ella.

—Se me ocurre una idea, Anthony. Estoy seguro de que esa mujer tiene que ser una devota cristiana, y como tal debe acudir a diario a misa. Como nunca hemos vigilado sus movimientos tan de mañana, opino que deberíamos hacerlo y estudiar el momento más vulnerable.

—Correcto, Thomas. ¡Mañana mismo empezaremos!

Anthony soñaba con poder capturar a esa mujer. Además de ser la última de sus víctimas y dar así por terminada la misión, pretendía servirse de ella como noble ofrenda a su adorado señor de las tinieblas. Sabía que era la más hermosa de las mujeres de Madrid, y por ello el mejor tributo que podría ofrecer a su señor.

Con su cuerpo extendido formaría una estrella flamígera, y en cada uno de sus vértices colocaría los órganos que había ido extrayendo de sus anteriores víctimas.

Se recreó al imaginar la sangre de la noble dama mezclándose con aquellos restos, en esa postrera ceremonia, en la que invocaría al máximo poder de la oscuridad y ante él pronunciaría por tres veces la palabra secreta.

La escarcha que dejaban los primeros fríos de otoño sobre la hierba crepitaba bajo el paso de la comitiva que portaba el féretro de la condesa de Valmojada, doña Asunción Robles, al mausoleo familiar del cementerio de San Isidro.

Muchos adormilados rostros le seguían; algunos por la larga vigilia en compañía del marido y ahora viudo, otros, por la temprana hora del mismo, las siete de la mañana del dos de octubre, por el expreso deseo del afligido conde de Valmojada, que conoció la noticia a su llegada de Roma, casi una semana después del crimen, lo que hacía imposible demorar más el entierro del cuerpo.

La importancia del noble apellido junto a sus estrechas relaciones con las más altas esferas del gobierno habían atraído a la mayor parte de la nobleza de Madrid y a buena parte de la clase gobernante. Aunque no asistió el rey Fernando, que por aquellos días estaba aquejado de unas molestias digestivas, sí lo hizo la reina Bárbara y de riguroso luto. A su lado, los dos secretarios principales del gobierno, Ensenada y Carvajal, y detrás el confesor Rávago.

Con miras de mantener el debido protocolo, que apenas pudo ser organizado, les seguían los grandes de España y después unos ochenta títulos nobiliarios que tenían morada en la Villa de Madrid.

Los condes de Benavente acudieron para dar cristiana despedida a una de sus más queridas amigas. Lo hacían en compañía de su hija Beatriz.

Flanqueada la comitiva por un destacamento de guardias valones y otro de corps, disponían sus enseñas y banderas a media altura, en reconocimiento y honra a los presentes y como tributo a la fallecida.

Estando Trévelez ocupado en la seguridad del cortejo fúnebre, María Emilia Salvadores acudió sola, así que se unió al grupo de sus amigos.

Del brazo de Beatriz, a la que no había vuelto a ver desde que ésta perdiera a su hijo, le asaltaban los recuerdos del sepelio de Braulio con un renovado dolor. Tan sólo una mirada les bastó para saber que en las dos anidaban los mismos sentimientos y secretos. Entre ellas flotaba el afecto, la identificación, la comprensión de un modo tan palpable que ni el silencio estorbaba su complicidad.

Beatriz vestía un sobrio traje negro, con capa y guantes de idéntico color, que le daba apariencia de más edad. María Emilia descubrió en sus ojos la huella de las últimas desgracias, sin aquel brillo que constituía su principal seña de identidad.

Tampoco ella era la misma. Desde su estancia en Cádiz, su vida fue repartiéndose entre sucesivas desgracias y esperanzas. Tras la muerte de su marido en el arsenal de La Carraca, apareció una preciosa razón para congraciarse con el mundo; Braulio. Luego llegó su brutal desaparición, y a la vez que ella, un nuevo amor, Trévelez.

Hasta en su estabilidad había jugado con altos riesgos, como con su viejo amigo Álvaro. Si entre esa serie de infortunios y alientos parecía haberlo vivido casi todo, aún faltaban por venirle nuevos acontecimientos, algunos felices, como la aparición de un inesperado nieto en el vientre de Beatriz, pero demasiado breves, por su posterior muerte.

También a ella le había pasado factura todo aquello, y su rostro ya no mostraba la dulzura que en otros tiempos era el mejor exponente de su poder de atracción.

Tres eran los sacerdotes que oficiaban el entierro. Mientras sus plegarias en latín se dispersaban entre el gran círculo de los asistentes, suma de letanías y responsos, María Emilia se arrimó a Beatriz invitándola a conversar unos minutos entre susurros, al abrigo de una breve confidencia.

—¿Qué te ha quedado por dentro, Beatriz?

—Nada —le respondió sin darle demasiada importancia.

—No te entiendo. ¿Cómo que nada?

—María Emilia, en mí, ahora sólo existe lo inmediato. No me imagino nada después, para mañana, o para la semana que viene, y mucho menos en un año. Vivo sólo de hoy.

—Te comprendo. También espero poco del futuro. Cada día veo cómo ser feliz, de hacer felices a los demás.

—No es así como yo lo siento. De hecho ya no percibo las cosas de la misma manera que antes. Mis estímulos han cambiado, y vivo de un único motivo grande, estimulante y distinto, de enorme poder sensorial.

María la miró desconcertada. Sin entenderla, disculpaba aquellas manifestaciones, atribuyendo su rareza a la cercanía de su drama. Decidió cambiar de tema.

—¿Conocías a la condesa?

—Muy poco. Sé más por referencias que por el escaso trato que llegué a tener con ella, aunque era buena amiga de la casa de Benavente e íntima de mi madre antes de su matrimonio.

—Ha sido un crimen terrible y a la vez misterioso.

—Desconozco lo que le ocurrió.

—Le abrieron el corazón con una daga mientras dormía. Además, sus asesinos marcaron en sus manos unos símbolos que parecen obra del mismo demonio.

—¿A qué símbolos te refieres? —le preguntó Beatriz.

—A dos cruces invertidas; la señal de Lucifer.

—O la cruz de San Bartolomé —afirmó con seguridad.

Los oficiantes dieron la señal para que los seis empleados del cementerio introdujeran el ataúd en la fosa. Dispensaron minúsculas gotas de agua bendita sobre él, siseando unas últimas bendiciones para emprender su viaje definitivo a la oscuridad, al descanso eterno.

Terminada la ceremonia, los asistentes formaron una larga fila para dar el pésame al conde. María Emilia separó a Beatriz de los suyos sin ningún deseo de cumplir con la formalidad de las condolencias, y sin embargo ansiosa por indagar los significados de aquel comentario que había hecho Beatriz.

—¿Por qué has dicho que se puede tratar de la cruz de San Bartolomé? —Le miró intrigada—. ¿Qué cruz es ésa?

—San Bartolomé fue uno de los doce apóstoles de Cristo, al que llamaban Natanael; del que Jesús dijo «He aquí un verdadero israelita en el que no hay engaño». Se llamaba Natanael Bar-Tolmai, el hijo de Tolmai; el hijo del labrador.

—Pero ¿de qué sabes todo eso? —María Emilia no salía de su asombro.

—De un libro. Un gran libro, el mayor de los libros; el Martirologio.

—No lo había escuchado nunca. —María tragó dos veces saliva para poder suavizar la sequedad de su garganta.

—Es el libro de la vida de los santos y de los mártires. En él se cita la vida de san Bartolomé y su apostolado, tanto en las bárbaras tierras del Este como en la India, hasta donde se supo que llegó. Fue martirizado en tierras persas por el gobernador de Albanópolis por predicar contra los ídolos que éstos adoraban. Dos fueron los medios empleados para agotar su vida; le desollaron vivo y luego le crucificaron boca abajo. Por eso, su cruz se dibuja en esa posición, y ha sido al escuchar lo ocurrido a la condesa, cuando de pronto me ha venido a la mente.

—He tenido la fortuna de prestar una cierta ayuda a mi prometido Trévelez en la interpretación de los extraños símbolos que han aparecido en esos horrendos crímenes acaecidos en Madrid. Se sospecha que son obra de dos masones muy peligrosos, sobre los que supongo ya has escuchado algo.

—Sí, pero poca cosa.

—Ahora sería demasiado largo de explicar, pero creemos que en cada uno han escenificado un deliberado ritual, de corte casi satánico. Sabemos que los masones desarrollan en sus logias una liturgia cargada de simbolismos, parte de los cuales coinciden con los descubiertos en las víctimas. Por eso, hemos pensado que las dos cruces tendrían un significado semejante. Desde luego, a nadie se le ha ocurrido verlo desde tu punto de vista.

—No digo que lo sea, sólo lo he recordado de repente.

—La cruz de San Bartolomé… —María Emilia meditó sobre ello unos segundos y a continuación expresó sus pensamientos en alto—. ¿Qué podría significar una cruz de martirio para unos locos asesinos?

—No lo sé, María —contestó Beatriz—; habría que estar dentro de su mente para entenderlo. Pero si te sirve de ayuda, sé que durante varios siglos y en muchos lugares, la gente empleó ese tipo de cruz, grabándosela en sus manos, como amuleto para ahuyentar de ellos los efectos del maligno.

—Eso me suena a superchería.

—Bien, pero ¿no me acabas de decir, que los masones son dados al uso de todo tipo de símbolos y rituales extraños? No me parece descabellado pensar que éste sea uno más, cuando existe la coincidencia de su presencia sobre las manos de la pobre condesa.

—Es cierto… Lo comentaré con Joaquín.

María Emilia la miró preocupada. Habían hablado de los masones, cuando se suponía que Beatriz no sabía que su padre también lo había sido, y que por esa causa había encontrado la muerte, al igual que su madre.

La naturalidad de sus comentarios no daba pie a pensar que estuviera al tanto de aquello, pero aun así, María se quedó intranquila. No acababa de entender qué razones habían movido a Beatriz para instruirse en esos extraños conocimientos, tan impropios de su juventud. De todos modos, se felicitó por haberle hablado del crimen, pues le había facilitado una nueva interpretación a esas dos cruces.

—¿Sabes alguna otra cosa que pueda resultarnos importante sobre san Bartolomé o su símbolo?

—No recuerdo mucho más, pero lo miraré en ese libro. Si sé algo nuevo, te tendré al corriente.

Faustina se acercó a ellas, amonestando a Beatriz por la poca delicadeza de su comportamiento delante de todos los asistentes.

—Te ruego que me acompañes y le des tus condolencias.

—Lo que tú mandes. —Se agarró de su brazo y se despidió de María Emilia con un guiño.

Ya había pasado una semana de la triste pérdida de la condesa de Valmojada, y sin embargo Faustina no conseguía dejar de pensar en ella ni un solo minuto. Como había encargado una novena por su alma en el convento de la Reencarnación, cada mañana se dirigía a escuchar la primera misa en su oratorio, con la única compañía de una docena de monjas de clausura y el oficiante.

De rodillas, asistía llena de piedad al momento de la consagración sin abandonar el luto por su amiga, ni tampoco las sentidas oraciones que ofrecía por ella.

Durante la comunión recordó las dos cruces que marcaron sus asesinos en sus manos y se fijó en la que presidía el ábside, una valiosa talla renana. Le pidió consuelo para el conde y misericordia hacia la condesa, para que la acogiera en Su reino.

Acabada la ceremonia, se recogió unos minutos más en oración antes de abandonar el templo, donde la esperaba su paje y un soldado al lado de la carroza.

Entró en ella, sin advertir la presencia de dos hombres que la vigilaban desde hacía unos días.

Ordenó al paje que se pusiese en marcha sin obtener ninguna respuesta. Le llamó por su nombre, pero tampoco escuchó nada. Cuando se disponía a abrir la portezuela para entender lo que pasaba, un hombre se adelantó y se introdujo en su interior tapándole la boca de forma violenta. Dio una orden y se pusieron en marcha. De reojo, desde su ventana, vio a su paje malherido en el suelo y al soldado con el cuello abierto.

Al fijarse en los ojos de su captor, comprendió, llena de pánico, que podía tratarse de uno de los masones. Se revolvió con furia, pero la fuerza de aquel individuo la tenía inmovilizada. Respiró su aliento y sintió que despedía muerte y odio.

—¡No os mováis o moriréis aquí mismo! —Anthony le recriminó un nuevo intento por zafarse de él. Sus ojos azules la observaron, maravillado de la belleza que poseía—. Sois preciosa; sé que seréis del agrado de mi señor. —Se rió con una cruel carcajada—. ¡Thomas! —le gritó desde el ventanuco—, apura a los caballos; deberíamos desparecer de las calles cuanto antes y llegar a casa.

El paje de la condesa de Benavente los vio desaparecer calle abajo, en dirección sur. Se levantó con enorme dificultad del suelo, sujetándose la grave herida de su vientre que sangraba con profusión. Varios viandantes se acercaron en su auxilio, pero él insistía en que sólo necesitaba un transporte que le llevara con urgencia hasta la plaza de la Vega, a la residencia de su señora.

Le subieron entre varios en un carro de mercancías, uno de los muchos que habían parado llenos de curiosidad por el revuelo formado, y de allí partieron a toda velocidad.

Sus entrañas sufrían el traqueteo del empedrado; le parecía que en cada golpe se le iba un fragmento de vida. El mercader que le transportaba, parecía haberse tomado el encargo con tanta observancia que el paje temía verse rodar por el suelo tras volcar en alguna de las curvas, por tal y como las tomaba. Se miró la herida con preocupación. Le pareció ver, entre sus bordes, parte de sus intestinos. Un intenso y agudo dolor le hizo perder el conocimiento durante unos minutos.

Cuando se despertó, se encontró con varios rostros conocidos, todos agobiándole a preguntas en un ambiente de incontenible tensión. Entre ellos el conde, y la amiga y vecina de palacio María Emilia que, nada más saber lo ocurrido, había mandado a uno de sus hombres para que avisara a Joaquín, y otro a Beatriz.

—Explicadnos otra vez qué ha pasado, ¡pronto! —La voz pertenecía a don Francisco de Borja, su señor.

—Dos hombres de aspecto extranjero se la han llevado… —Tosió con fuerza, desgarrándose en dolor. Esperó unos segundos en recuperar el habla, y al hacerlo, miró al conde—. Ha sido a las puertas del convento de la Encarnación; después de oír misa.

—Pero ¿dónde estaba entonces la protección?

—No pudimos verles venir. Nos abordaron en el preciso momento que subíamos a la carroza, al darles la espalda. Al soldado lo mataron en el acto, al igual que lo intentaron conmigo, aunque con menos suerte. Ha sido todo tan rápido…

—Súbanle a sus habitaciones de inmediato. El médico ya está avisado y llegará en breve.

Francisco buscó a María Emilia para debatir qué hacer. Con idéntica expresión de angustia en sus rostros, ambos compartían la misma determinación de no quedarse al margen de la búsqueda.

El conde ordenó que ensillaran dos caballos para acudir a las Salas de Justicia, encontrar a Trévelez, y proponerle que la buscaran juntos. Eran conscientes de que el tiempo jugaba en su contra y que aquellos asesinos no dudarían en cumplir con sus abominables planes.

En cuanto fue informado, Trévelez no lo dudó. La única posibilidad de salvar a Faustina, con suerte de llegar a tiempo, pasaba por ir a la embajada de Inglaterra y conseguir, al precio que fuera, las señas de los masones. Estaba seguro de que allí las encontraría.

Nada más salir del palacio de Justicia se cruzó con su prometida y el marido de Faustina. No fueron necesarias muchas palabras para entender el grado de preocupación que todos compartían por la suerte de la condesa.

Trévelez les contó adónde iba y para qué, sin explicar cómo pretendía conseguirlo. Aunque Francisco se invitó a acompañarle, Trévelez lo rechazó rogándoles que le esperaran en su despacho.

—Informen de inmediato a doña Catherine que necesito verla. —Trévelez había manejado las riendas con destreza para conseguir el máximo rendimiento de su caballo en el recorrido a la embajada. Acababa de alcanzar sus puertas al galope, ante la sorpresa de sus vigilantes. Descabalgó de un salto y se precipitó sobre los dos soldados que la custodiaban.

Le acompañaron hasta el vestíbulo de entrada de la vivienda de los embajadores, y allí aguardó a Catherine, entre nerviosos paseos y sesudas meditaciones sobre cómo haría para conseguir lo que necesitaba. Sabía que Benjamin Keene había vuelto de Inglaterra, también que además de tener que pedírselo y contar con su beneplácito, necesitaba que la mujer actuara con la mayor rapidez.

Catherine apareció con el semblante descompuesto y se le acercó susurrándole al oído.

—Ya os dije que mi marido había vuelto. No puede veros por aquí; sospechará. Haced el favor de iros… —Trató de empujarle hacia la salida.

—¡No! —le gritó en tono desafiante—. He venido a por la dirección de los dos masones.

—Hoy no puede ser, amado mío. —Le acarició la mejilla, asegurándose antes de no ser vista—. Ahora está en su despacho y es allí donde guarda esa información.

—Pues decidme dónde está ese despacho; se la exigiré en persona.

—Esperad, esperad… ¿A qué vienen tantas prisas ahora? Yo misma podría hacerlo, pero si no me atosigas.

—Han capturado a la condesa de Benavente no hace ni dos horas, y aparte de ser una amiga personal, tengo la certeza de que la matarán si no doy antes con ellos. Sabréis lo que le ocurrió a la de Valmojada hace poco más de una semana…

—Sí, lo escuché. Pero de verdad lamento no poder ayudaros ahora. Mi marido se encuentra despachando con sus colaboradores, y jamás permite una interrupción. Mañana por la mañana podemos vernos fuera de aquí, si os parece en vuestra casa. Para entonces, espero daros la información. Esta tarde trataré de convencerle; le transmitiré los planes de Ensenada que me revelasteis a cambio de lo que con tanta urgencia necesitáis.

—¡Imposible! Mañana sería demasiado tarde. Insisto; ¡tiene que ser ahora!

Catherine se empezó a enfadar ante la impertinencia de Trévelez.

—Parece ser que no entendéis nada de lo que estoy diciendo… —Le puso un gesto huraño.

—La que no parece entenderlo sois vos. —Le agarró de los dos brazos y le clavó la mirada—. Como no vayáis ahora mismo y me traigáis la información que os he pedido, le haré saber qué tipo de relaciones hemos mantenido a sus espaldas, y sin ahorrarle ningún detalle.

—Me parece de lo más innoble. —Catherine le cruzó una bofetada, indignada por la ignominiosa coacción, que le abrió una herida en su mejilla.

—Ya lo sabéis; o venís pronto con lo que quiero, o arriesgaros a perder vuestro honor. Creedme que lo haré, en este momento me dan igual las consecuencias.

Trató de abofetearlo de nuevo asqueada por su bajeza moral. Esta vez, Trévelez consiguió frenarla a tiempo.

—Dedicad mejor vuestros esfuerzos a lo que os pido, y volved pronto. Hoy no tengo demasiada paciencia.

La mujer se alejó furiosa y sin haber pasado ni quince minutos volvió a aparecer con un trozo de papel, doblado entre sus manos. Joaquín se lo arrebató con brusquedad y lo leyó con rapidez.

—Espero no tener que veros jamás, alcalde Trévelez.

Joaquín le dio la espalda sin ninguna cortesía y se dirigió hacia la salida, encantado de no tener que volver a verse envuelto entre sus redes.

—¡Hasta nunca, Catherine! Por fortuna no tendré que seguir fingiendo lo que nunca llegué a sentir por vos.

Las calles y avenidas que iba dejando atrás, en el rápido y forzado galope de su caballo, se le antojaban semejantes a sus ya superados devaneos y deslealtades.

El viento parecía llevárselos a unos y a otros del mismo modo, perdiéndose a sus espaldas y en el pasado. O así quería verlo él, sabiéndose un hombre nuevo, alejado ya de las sucias intrigas y complicaciones a que había tenido que llegar con la mujer del embajador, por el único motivo de conseguir de ella aquella dirección.

De vez en cuando miraba a alguna de las damas que se detenían a su paso, y en todas parecía reconocer a su querida María Emilia; como si sus sentidos fueran incapaces de distinguir nada que no fuera ella. A pesar de la gravedad del momento, y de la necesidad de pensar en cómo resolver lo de Faustina, sólo deseaba verla y estrecharla entre sus brazos para transmitirle su más sentido amor.

A María Emilia le extrañó el efusivo saludo con el que se regaló nada más aparecer por el patio de la Sala de Justicia, donde le esperaba junto al conde y una tropa de élite preparada para entrar en acción.

Todos los presentes notaron la herida en su rostro, sin suponer una causa diferente a las dificultades que habría podido tener para conseguir la información.

Se entretuvo unos minutos en explicar a sus efectivos cómo pensaba liberar a la condesa. La manzana donde podía estar retenida era la doscientos ochenta y cinco, en un edificio anejo al palacio del conde de Torrehermosa, al que se accedía por la calle del Sauce, en las cercanías del nuevo convento de las Salesas Reales.

Les advirtió de la extrema peligrosidad de los ingleses, para que no dudaran en su proceder contra ellos sin poner en peligro la vida de la mujer.

Una veintena de hombres armados seguía a Trévelez por las calles de Madrid, algo adelantados a María Emilia y al conde, a los que le resultó imposible convencer para que se quedaran en su despacho esperándole. El alcalde tuvo que acceder a sus deseos, después de asistir a sus persistentes súplicas y bajo la promesa de que se mantendrían a una prudente distancia de la casa.

El edificio tenía tres plantas y un aspecto bastante deteriorado si se comparaba con el resto de las viviendas que formaban la manzana. Quedaba pared con pared con el palacio del conde de Torrehermosa.

Dejaron los caballos a dos manzanas de distancia y se dirigieron a pie, distribuyéndose a lo largo de todo el perímetro de la finca, pues ésta parecía contar con una huerta en su parte trasera y un alto muro que la rodeaba, por donde podían escapar. Trévelez estudió con detenimiento la fachada, los alrededores, y los posibles puntos de fuga, y dispuso que el conde de Benavente y María Emilia se resguardaran dentro de la entrada de carruajes del palacio anejo, por ser el emplazamiento más seguro y discreto que encontró.

Se armó de una pistola, y en compañía de diez hombres entraron en el interior del portal. A su izquierda nacía una endeble escalera de madera con la mitad de sus escalones carcomidos, cuando no rotos. Aunque entendieron que les sería difícil pasar inadvertidos, empezaron a subir con el mayor sigilo y cuidado hasta llegar a la segunda planta. En ella, había una única vivienda que se correspondía con las precisas indicaciones obtenidas en la embajada.

Trévelez se situó frente a la puerta y comprobó que todos estaban bien dispuestos, a cada lado de la misma y pegados a la pared para no ser vistos. Les lanzó una última mirada de aviso y después usó el llamador de la puerta con fuerza. En pocos segundos escuchó unos pasos al otro lado, sin que ésta se abriera.

—Os traigo un aviso de la embajada. ¡Ruego que me abráis para poder dároslo! —Trévelez intentó ser convincente dándole una cierta entonación inglesa a sus palabras.

—Volved en otro momento. Ahora no puedo recibiros… —La voz les llegaba débil y nerviosa.

—Me manda el embajador Keene, con el expreso deseo que lo tengáis hoy. Parece urgente.

Trévelez pensó que aquel nombre ejercería un efecto por sí mismo. Si les abría la puerta, con el factor sorpresa a su favor, podrían inmovilizarle sin dar tiempo a que pudiese reaccionar.

Con la respiración contenida y los músculos en tensión, todos los presentes observaban la puerta. Si actuaban en absoluto silencio contra él, dispondrían de una oportunidad para encontrar viva a Faustina, pero si cometían el más mínimo error, advertirían de su presencia al segundo, lo cual podría ser nefasto.

—Esperad un momento, os abriré.

Los pasos se alejaron de la puerta y aunque retornaron a los pocos segundos, debido a la enorme tensión, pareció que había tardado horas.

Trévelez sintió una punzada en el cuello, como reflejo de su rigidez muscular.

Escucharon descorrer un cerrojo, luego otro. La puerta rechinó y empezó a moverse. Thomas Berry la abrió del todo sin imaginar la avalancha humana que de pronto cayó sobre él.

Sin tiempo de reaccionar, consiguieron taparle la boca e inmovilizarle por el cuello, tórax, cabeza y piernas. La fuerza que ejercían sobre él apenas le dejaba respirar, y era tal, que lo único que conseguía mover con cierta libertad eran los ojos.

Iba vestido con un extraño hábito de color rojo, de una sola pieza, y un mandil con símbolos masónicos. Un ancho cordón de lana con siete nudos le rodeaba la cintura. Comprobaron que no llevaba ningún instrumento cortante u otro tipo de arma, y con él se quedaron cuatro soldados decididos a no permitirle el más mínimo movimiento. Dos dagas apuntaban a sus yugulares, dispuestas a abrirse camino al menor movimiento.

La modesta vivienda se abría desde aquel recibidor en forma de cuadrilátero, a través de tres puertas que permanecían cerradas. Cualquiera de ellas podría ser el lugar donde guardaban a Faustina, o como camino intermedio hacia otras habitaciones.

Joaquín agudizó el oído en cada una de ellas, pero sólo en la del medio escuchó algo de sonido. Los seis hombres restantes se repartieron a espaldas suyas, preparados para actuar. Trévelez abrió aquella puerta con decisión, y armado con una afilada espada se encontró la escena más pavorosa que jamás había visto. Sobre una de sus paredes se encontraba Faustina, con los brazos extendidos hacia arriba y las piernas abiertas, desnuda por completo, y clavada a la misma por sus cuatro extremidades. Anthony Black se encontraba a sus pies, colocando unos vasos para recoger la sangre que goteaba de sus heridas. Al volverse hacia ellos, se incorporó con rapidez y recorrió el suelo con su mirada, hasta localizar una daga. Se abalanzó hacia el metal y lo agarró, mientras profería un alarido que estremeció a todos los presentes. Miró a Faustina y dirigió la daga hacia su corazón, al tiempo que Trévelez corría hacia él. Se interpuso y recibió en su propio vientre el filo que iba camino de la condesa con la suerte de producirle un escaso efecto. El inglés, en cambio, acogió la hoja de su espada que le atravesó de lado a lado, desplomándose en el suelo. Dos soldados le sujetaron por precaución, mientras Joaquín, junto al resto, se apresuraron a estudiar cómo podían soltar de la pared a Faustina. Seguía viva, aunque sin conocimiento. Comprobaron que los gruesos clavos, que atravesaban sus muñecas y pies, apenas cedían en un primer intento.

Trévelez descubrió con asco que en cada uno de los clavos, además de mantener colgada a la condesa, habían insertado los órganos mutilados de sus anteriores crímenes. Allí estaba el corazón del jesuita Castro medio putrefacto, el testículo y una oreja en los otros dos, y la cabeza de la pobre monja, que colgaba del último, atada a su cabello.

Faustina parecía vencida. En su abatido rostro había desaparecido la belleza; sólo lo ocupaba una sombra de angustia y de pánico. Joaquín ordenó a dos de los guardias que la mantuvieran en alto, para evitar que su propio peso siguiera ejerciendo más dolor sobre sus manos y pies. Aquello pareció producir tanto alivio en ella que hizo que despertara. Sus ojos, temerosos por encontrarse con sus verdugos, se iluminaron cuando halló la esperanzadora mirada de su amigo Trévelez. Comprobó con rubor la presencia de otros hombres a su lado, y pidió que le taparan hasta verse separada de aquel cadalso. También pidió un poco de agua.

Trévelez analizó la compleja situación. Ordenó a uno de los soldados que fuese a buscar un médico, a otro, que localizase con urgencia unas sólidas tenazas, y a un tercero le mandó que avisara al conde y a María Emilia ofreciéndoles que subieran. Aunque imaginaba el fuerte efecto que aquello les podría producir, creía en la ayuda que supondría su presencia para Faustina.

—Joaquín, retiradme cuanto antes estos repugnantes restos humanos; no puedo seguir soportando su penetrante olor.

Mientras Trévelez los separaba con su daga, apenas lograba contener las ganas de vomitar. Incapaz de imaginar el tremendo suplicio que habría padecido Faustina, Joaquín no se atrevió a preguntar qué le habían hecho antes de colgarla en tan dolorosa postura. Nada más terminar la desagradable tarea, la miró con afecto y se encontró un limpio reguero de lágrimas que brotaban de sus ojos verdes. Le acarició las mejillas pidiéndole que mantuviera su fortaleza y que tuviera paciencia.

Su marido entró a la carrera en la habitación, pero se detuvo en seco, aturdido. Vio a su mujer clavada en una de las paredes, a medio metro del suelo, y cubierta por una larga sábana blanca que le tapaba casi todo el cuerpo a excepción de los brazos. Un fino reguero de sangre a medio coagular descendía pegado a la pared, por debajo de cada mano. Sus ojos reflejaban la tremenda angustia pasada, y su rostro el agotamiento físico.

Cada poco tiempo sus brazos se agitaban de un modo involuntario por el efecto de los agudos calambres que contraían sus músculos.

Tras unos pocos segundos, apareció María Emilia. Al ver la escena, la mujer no pudo evitar un grito de espanto. Se abrazó a Joaquín para saber cuál era la gravedad de su amiga. En susurros, Joaquín le dijo que si no conseguían bajarla en pocos minutos podría fallecer allí mismo. En un pavoroso silencio, y a la espera de poder hacer algo más útil que estar mirándola, sólo se escuchaba un extraño borboteo a ritmo de la dificultosa respiración de Faustina, lo que hacía temer un peligroso encharcamiento de sus pulmones.

Dejándose la piel de sus manos, Francisco trató con todas sus fuerzas de aflojar uno de los clavos que la sostenían por los pies. Le pareció que iba cediendo, lo que animó a los presentes a hacer lo mismo con los otros tres restantes. Aunque llevaban cuidado de no rozar las heridas abiertas de Faustina el empeño resultaba casi imposible, y aquello producía intensos dolores en la condesa, que no dejaba de retorcerse en su exiguo margen de movimiento.

Ante la premura de una actuación rápida, Joaquín alternaba su atención entre la puerta, a la espera de las necesarias tenazas, el proceder de todos hacia Faustina, y el estudio de la extraña indumentaria del masón que había dado muerte. Al igual que el de la puerta principal, vestía un largo hábito rojo con un mandil en cuyo centro estaba el dibujo de una estrella flamígera ribeteada por una abundante cantidad de extraños símbolos, letras en hebreo, triángulos, serpientes enroscadas, ojos, balanzas, un macho cabrío.

Al verle muerto a sus pies, le recorrió por dentro un sentimiento de profunda satisfacción; al fin había conseguido adelantarse a las intenciones de aquellos monstruos y gracias a ello Faustina seguía viva.

Mandó que se llevaran su cuerpo de allí en el preciso momento que aparecía un soldado con unas enormes tenazas, facilitadas desde las caballerizas del vecino palacio.

Con la ayuda de dos hombres cerraron sus afilados dientes por debajo de la cabeza del primer clavo, con la intención de cortarlo a esa altura. Si lo conseguían, podrían luego arrastrar hacia fuera las manos y pies de Faustina con cuidado.

El primer hierro se dobló a la presión de la herramienta, y saltó al segundo intento. Continuaron con los tres restantes con igual eficacia, a la vez que Trévelez y Francisco sujetaban el cuerpo de Faustina para recogerla en cuanto estuviese libre de aquella brutal costura. Cuando estaban terminando con el último clavo apareció el médico. Valoró de inmediato la gravedad de la situación y se dispuso con toda rapidez a organizar las primeras curas y a detener la hemorragia de sus heridas.

Faustina se derrumbó sobre los hombros de su marido, y entre él, Trévelez, y dos más, la depositaron en el suelo, donde la esperaba un blando lecho. De inmediato, las manos del médico se pusieron a trabajar sobre ella después de haber analizado sus dificultades respiratorias. Limpió sus heridas y las taponó con gasas limpias, impregnadas en un óleo que conseguiría evitar que siguiera sangrando. Luego las vendó por fuera, y le suministró un brebaje que iba a mitigar sus dolores.

—¿Beatriz sabe algo de lo ocurrido?

—Sí. Pero sólo tu secuestro —respondió María Emilia.

—Pobrecita. Estará muy preocupada por mí. —Miró a su marido—. Pensar en nuestras dos hijas, y sobre todo en nuestra pequeña me ha mantenido viva. No podía imaginar dejaros solos.

—Ahora no habléis más y descansad —le recomendó Trévelez—. Os llevaremos pronto a casa. Cuando recuperéis fuerzas, comentaremos lo ocurrido. Por suerte, la pesadilla ha terminado.

—¿Habéis dado muerte al otro?

—No ha sido necesario. Debe ir de camino de los calabozos donde espero que se pudra. Esta misma tarde iniciaré su interrogatorio.

—Ruego a todos que me dejen solo.

El médico empujó a los presentes hacia la salida y se volvió hacia ella. Le retiró la sábana que ocultaba su desnudez y comenzó a observar el resto de su cuerpo. De inmediato descubrió unos extraños puntos rojos que formaban una estrella a lo largo de su bajo vientre, además de algunos arañazos por los brazos, y varios hematomas en sus muslos.

—No pude ver lo que hacían, pero sentí que me clavaban algo punzante en el estómago.

—Parece como si le hubieran querido dibujar una estrella. Desconozco qué significado puede tener… —Sin acabar la frase, el hombre se mostró muy incómodo por la siguiente pregunta que tenía que hacerle—. Os pido disculpas de antemano señora, pero debería saber si han intentado forzaros.

—Estoy segura que lo hubieran hecho, pero por suerte han llegado a liberarme a tiempo. Poco antes de que entrasen en mi ayuda, uno de ellos estaba invocando al mismo demonio y le ofrecía mi cuerpo para que se hiciera con él. Ha sido horroroso… —Faustina se tapó la cara y estalló en sollozos.

—Pensad en otra cosa. ¡Ya ha terminado todo! —le consoló el doctor—. Como no os veo ninguna otra lesión de importancia, ordenaré que os lleven a vuestra casa para que podáis descansar. Allí olvidaréis mejor esta terrible pesadilla.

Beatriz les esperaba en los jardines del palacio. Había estado un rato dentro del mismo, otro por las calles que rodeaban el recinto, también se vio tentada de montar un caballo para ir a su encuentro, pero no lo hizo.

Al escuchar el sonido de varios carruajes acercándose a las puertas del palacio, corrió hacia la entrada para comprobar que se trataba de ellos.

Desde la segunda carroza apareció la cabeza del conde, indicándole que con él iba Faustina. Beatriz descubrió en su expresión una mezcla de serenidad y de agotamiento. La joven se acercó al carruaje para recorrer con él los últimos metros que les separaban de la escalinata del palacio.

—¿Cómo está madre?

—Muy cansada, pero tenemos la suerte de poder tenerla entre nosotros. De haber llegado un poco después, la hubiéramos encontrado muerta.

Francisco se extrañó al ver las manos de Beatriz; las llevaba vendadas igual que Faustina.

—¿Qué te ha pasado ahí, hija?

—Nada importante, padre. Sólo intento protegerme.

—¿Protegerte de qué…?