Palacio de los condes de Benavente

En Madrid.

Año 1751, 21 de septiembre

El marqués de la Ensenada había accedido encantado a la invitación de sus amigos los condes de Benavente para comer ese sábado en su residencia. Le agradó en especial saber que también acudiría María Emilia Salvadores y su prometido y alcalde de Casa y Corte Joaquín Trévelez.

Aquel grupo era uno de los pocos círculos de confianza que mantenía y, aunque sólo fuera por eso y al estar atravesando uno de los peores momentos de credibilidad en sus deberes de gobierno, vio en ello una oportunidad de disfrutar de su compañía y olvidar sus muchas preocupaciones de Estado.

Además, había sido informado de la pérdida del hijo que esperaba Beatriz de su difunto marido el duque de Llanes, y no había podido dar el pésame a sus padres en persona.

Don Zenón de Somodevilla desconocía, de todos modos, que el verdadero promotor de aquella comida no había sido otro que el alcalde Trévelez. Después del crimen de la monja franciscana, había convencido a Faustina a hacerlo con el fin de abordar juntos algunos puntos, que sólo Ensenada conocía y que podían resultar determinantes para el definitivo esclarecimiento de aquellos asesinatos, sobre los cuales Trévelez estaba casi seguro de su firma masónica.

No había querido atemorizar a Faustina con sus últimas sospechas, que la señalaban como posible objetivo de aquellos locos asesinos, pero había mandado reforzar la vigilancia de su palacio junto a otras precauciones.

María Emilia y Joaquín llegaron antes que Ensenada. Le esperaron en compañía de los condes; ella podía disimular la profunda tristeza que le embargaba por la desgracia de Beatriz y la pérdida del que hubiera sido su nieto.

Aunque el rostro de Faustina testimoniaba su tormento, con esas huellas que nacen de las interioridades del alma, su rotunda belleza seguía emergiendo sin excesiva erosión.

Con una fina copa en sus manos, el conde de Benavente hablaba de ese vino de Jerez y de su rápida aceptación en las islas Británicas después de haber ayudado a introducirlo pocos años atrás. Nadie le escuchaba demasiado, a pesar de su decidida actitud de poner normalidad donde no la había.

Trévelez participó en la conversación con algunos comentarios sin trascendencia, aunque su pensamiento galopaba entre aquella comida, la incómoda reunión con Rávago a la que acudiría después y la cita, antes del anochecer, con su cortejada Catherine en la sede de la embajada inglesa.

Llevaba dos días atormentado e inmerso en una maraña de dudas. En su haber sumaba un comportamiento poco ortodoxo con la mujer del embajador, el espionaje sobre Ensenada como canje de una información que le había prometido Catherine y los remordimientos por su deslealtad hacia María Emilia y Ensenada, cuando se suponía que gozaba de la confianza de ambos.

Aunque señalaba a Rávago como máximo responsable de sus tribulaciones, no podía dejar de pensar que era su débil carácter el que al final le había llevado a tan absurda situación.

En su escala de valores, bastante deteriorada desde hacía unos días, ya no prevalecía su espíritu de lealtad, de disciplina de vida o de amor desinteresado. Ahora, primaba un deber mayor; el de detener a esos asesinos. Y si para ello tenía que enfangarse en vías subterráneas de actuación, sucias estrategias o prácticas irregulares, todas le parecían igual de buenas si resultaban eficaces. Por ese motivo había decidido convocar aquella comida: para obtener de Ensenada cualquier información que por delicada o interesante a Inglaterra pudiera serle útil a Benjamín Keene.

—Ruego me disculpen; acaba de llegar el excelentísimo marqués de la Ensenada.

El aviso del mayordomo produjo en todos un cambio de temple. Dejaron a un lado tristezas y preocupaciones para recibir a don Zenón de Somodevilla con el ánimo distendido.

—Hacedle pasar —contestó Francisco de Borja, conde de Benavente, como anfitrión de la casa.

Somodevilla entró en el gabinete de un modo decidido, aprestándose a dar su pésame a los condes.

—Creedme lo mucho que lamento la penosa noticia. —Besó la mano de la condesa y a continuación estrechó con fuerza la mano de Francisco de Borja Alonso Pimentel—. Aún me resulta más dolorosa cuando pienso en la pobre Beatriz, pues no ha dejado de sufrir infortunios desde que la conocemos.

Tomó la mano de María Emilia y la saludó con afecto. Luego le tocó el turno a Trévelez, al que amonestó en voz baja por no haberle informado todavía del último y brutal crimen, ni de la fuga de los dos gitanos.

—Debéis disculparme; no os falta razón, pero he preferido hacerlo durante esta comida. Lo entenderéis…

—Sería mejor en mi despacho y mañana mismo. —El marqués le miró extrañado. No le parecía el lugar ni la compañía más adecuada para que le diera cuenta de sus investigaciones.

—No pretendo desobedeceros pero veréis como tengo razón.

—Podemos pasar al comedor. —Faustina suavizó el ambiente—. Me encanta teneros con nosotros, y más en estos difíciles momentos.

Una bella mesa de caoba les esperaba dispuesta con cinco servicios. El camarlengo indicó al marqués su asiento entre las dos mujeres, después de haberlas ayudado primero a sentarse. Frente a él lo hicieron los dos varones cruzados con sus parejas.

El conde ordenó al servicial joven que trajese dos botellas de Burdeos.

—Son el mejor descubrimiento de mi último viaje a París —les comentó a todos, seguro de haber acertado en su elección.

—Ahora que habláis de París, y siendo vos uno de los más notables protagonistas de los negocios con los que contamos, desearía saber vuestra opinión sobre el funcionamiento del Real Giro y su nueva sucursal en aquella ciudad. —La ambiciosa idea de tener, por primera vez en España, un banco cuya titularidad era del Estado, se estaba convirtiendo en uno de sus más notables éxitos como secretario de Hacienda.

—No puede ser mejor, mi querido Somodevilla. Desde su fundación se han venido utilizando sus servicios para realizar los pagos de las mercancías compradas en Europa, al encontrar en él unas mayores garantías e intereses más bajos que antes. Como bien sabréis, la sucursal de París ha captado la casi totalidad de las transacciones económicas entre ambos países. Y he de añadiros que posee unos empleados eficacísimos, y si no, sirva como ejemplo el poco tiempo que han tardado en ganarse el respeto y la credibilidad de nuestros más duros socios comerciales franceses. Ha sido una excelente y brillante idea y os felicito por ello. —El conde de Benavente animó a todos a brindar en homenaje de su más ilustre comensal.

—Agradezco el cumplido. Cierto es que estoy muy satisfecho con ese banco. Sólo el año pasado produjo para la Corona casi dos millones de escudos de beneficio. Pero lo más determinante es que los comerciantes puedan ver en él un instrumento útil para pagar y cobrar en el extranjero sin las bárbaras comisiones que solía imponer la banca privada, que si no recuerdo mal llegaban hasta el veinte por ciento.

—En ocasiones se ha pagado hasta más…

—Hemos abierto nuevas sucursales en Roma y Ámsterdam y pretendo ahora llegar a San Petersburgo y Londres.

—También sabréis que el Real Giro os ha atraído nuevas y peligrosas enemistades…

El conde de Benavente ordenó al copero que llenara los vasos de vino; todos lo habían elogiado sin reservas.

—Reconozco que el saldo de los que quieren verme fuera del gobierno resulta cada vez más numeroso. Tengo frente a mí a la alta nobleza, que ve peligrar sus privilegios una vez hechas públicas sus riquezas a través del catastro. A los ingleses, por levantar una nueva y poderosa armada y por los tratados que dificultan su comercio con las Indias. A los masones, por su prohibición y persecución en España. Y a los gitanos, por el intento fallido de exterminio que hemos puesto en marcha. Y ahora, a todos los anteriores, se suman los grandes banqueros españoles y europeos por haber perdido sus lucrativas operaciones desde la entrada en funcionamiento del Real Giro.

—¿No os faltan otros? —intervino Faustina.

—Seguro, pero en este momento no sé a quién os referís.

—Algún que otro embajador, tanto propio como foráneo.

—¡Cierto! No recordaba a Keene ni a nuestros embajadores en Inglaterra y Francia; Ricardo Wall y el duque de Huáscar. Al final, sólo tengo como verdaderos aliados, además del Rey, y más aún la Reina, mi firme dedicación al progreso de España, la eficacia de mis medidas, y los pocos amigos que como vosotros espero mantener hasta mi muerte.

—Perdonad mi intromisión, pero vuestra mención a los masones me anima a sacar un espinoso asunto que entre todos podríamos terminar de enfocar.

Trévelez forzó esa conversación, para informar de sus avances a Ensenada y prepararles para la noticia que tenía que dar.

—Vos diréis cómo y en qué podemos ayudaros —contestó Zenón.

—Creo haber dado un respetable avance a las investigaciones sobre los crímenes que todos tenemos en mente, incluido el último de la monja de clausura, sor Fernanda, acaecido hace tan sólo dos días. —El resto de comensales le miraron intrigados—. Tengo la plena seguridad de que esas pavorosas muertes fueron cometidas por dos masones de nacionalidad inglesa, que al parecer han operado en orden a un sombrío proyecto de su gran maestre Wilmore, por suerte fallecido.

Dos pajes entraron en el comedor con sendas soperas para empezar a servir el primer plato del cocido.

—Con este frío, he pensado que sería reconfortante para todos —apuntó Faustina.

Todos aplaudieron su oportunidad.

—Trévelez, decíais algo sobre un oscuro proyecto. —El marqués de la Ensenada no quiso que fuera pasado por alto aquel comentario—. ¿Podríais explicaros mejor?

—Cada uno de los crímenes, a excepción del atentado en el palacio de la Moncloa, que pudo tener motivaciones diferentes, fueron teñidos con una carga de inusual simbolismo que entronca con una de las máximas que posee esa sociedad.

Me refiero a los cinco grandes valores que al parecer presiden sus más elevadas aspiraciones: la belleza, la fuerza, la sabiduría, la virtud y la caridad. No dimos cuenta de ello hasta que apareció la estrella flamígera clavada en el pecho del difunto alguacil. —Miró con complicidad a María Emilia.

—Disculpad mi ignorancia, pero no os acabo de entender —le cortó Faustina.

—Fue la que despejó los significados del resto. He sabido que esa estrella reúne en sí misma los principios más sólidos de la fe masónica, y por tanto puede ser prueba suficiente de su responsabilidad. Debo decir, que todo lo que sé procede de una circunstancial entrevista mantenida con un mando de la guardia de corps, el capitán Voemer, que resultó ser masón. —Miró al marqués de la Ensenada—. Ya os informaré sobre ello en privado.

El conde de Benavente pidió la palabra, y para sorpresa de todos comenzó a dar más información sobre ella.

—Para algunos antiguos filósofos la estrella flamígera ha sido la forma más completa de la manifestación de la luz; el centro místico, el mismo emblema de la divinidad. Y para un masón, simboliza la iluminación del mundo a través de la razón, como medio y clave para disipar las sombras de la ignorancia. Sus cinco puntas o vértices coinciden con las características que fundamentan la divinidad, o el poder en su máximo exponente. Como decía Joaquín, virtud, belleza, caridad, fuerza y sabiduría son los valores a los que aspira esta secreta sociedad, ahora prohibida, pero además son las representaciones más exclusivas de la deidad, y los masones parece adoran a un dios primigenio; el que precede al propio de los cristianos, musulmanes y budistas. A ese Dios, anterior a todos, lo identifican con la letra G que en hebreo se corresponde con la Yod, una forma abreviada del tetragrama IHVH o Yahvé. Por lo que he podido saber, el masón pretende sustituir lo que ellos identifican como falsas ideas y dogmas sustentados por la religión, para encontrar la auténtica verdad y alumbrar al mundo con el solo uso de la razón.

—¿De qué sabes todo eso? —le preguntó su mujer, tan asombrada como el resto.

—Nunca te lo mencioné, pero en mis frecuentes viajes a París y a través de ciertos contactos, conseguí conocer al gran maestre de Francia. Sin pretenderlo, se estableció entre nosotros una estrecha amistad que me abrió la posibilidad de conocer algunos aspectos de su sociedad que desconocía por completo. En numerosas ocasiones me invitó a sus reuniones o tenidas, tal y como las llaman ellos, que celebran en la logia del Gran Oriente de Francia, aunque nunca acepté. Pero sí hablamos de sus creencias, y sobre todo de este símbolo, debido a la trascendencia que posee para ellos.

—Si os entiendo, esto significa que estamos asistiendo a un preciso ceremonial, cuya liturgia comprende una serie de asesinatos inspirados en los más altos dogmas masónicos y encadenados a esos cinco grandes valores. ¿Estoy en lo cierto? —El marqués de la Ensenada no esperó la respuesta a su pregunta, por aliviar la siguiente cuestión que flotaba por su mente—. Pero de ser así, sólo han asesinado a cuatro, no a cinco…

—Falta uno más —apuntó Trévelez—. Con la muerte del superior de los jesuitas, representaron la destrucción de la caridad, arrancándole el corazón. Con el del duque de Llanes la fuerza; en su caso económica, como representante de la alta nobleza, y en el alguacil la sabiduría, al reventarle el cráneo como centro y eje del pensamiento y conocimiento humano. —Dio un sorbo de vino para aclararse la garganta, seca por la emoción, y continuó—. Dedujimos que su siguiente escenario discurriría por el mundo religioso de clausura, como depósito de la virtud, pero no conseguimos evitar que la pobre sor Fernanda se convirtiera en su cuarta víctima.

—De seguir con vuestro argumento, nos faltaría la belleza —dedujo Somodevilla.

—¡Correcto! Y si pretendemos adivinar sus siguientes movimientos, hemos de entender qué pudo vincular a todas las víctimas. —Les miró con aire de triunfo—. Y hay una que me parece bastante sólida: el proceso de prohibición de la masonería que vos mismo ejecutasteis hace unos años. —Trévelez intuía que la declaración de Ensenada sería crucial en esta fase—. Vos conocéis mejor que nadie cómo se fraguó aquel decreto y quiénes intervinieron de un modo más decisivo. Ya han actuado contra los jesuitas, la nobleza, la Inquisición y la orden franciscana. ¿Existe alguna otra persona o sociedad que no haya estado representada todavía?

—Para atender vuestra propuesta hemos de considerar que esa causa tuvo dos fases —contestó Somodevilla—: una de deliberación y la otra de ejecución. Viéndolo desde este ángulo, la Inquisición quedaría del lado ejecutor, y los franciscanos y jesuitas, con Rávago como principal impulsor, los que la gestaron aunque no en exclusiva, pues también se implicaron algunos miembros de la nobleza. Por tanto, si tuviera que pensar qué otros actores intervinieron en ese proceso, los buscaría entre aquellos que también lo inspiraron y que aún faltan por salir. De ellos, sólo se me ocurre la monarquía, dado que la participación del rey Fernando y de su hermanastro Carlos fue evidente. Y después pensaría en mí, ya que fui su principal valedor dentro del gobierno y responsable de su impulso final.

En silencio, barrió a todos con su mirada y siguió con su argumento.

—Considero poco probable que los masones supieran los nombres de todos los responsables de su decreto de prohibición; por tanto sólo hemos de tener en cuenta los que han sido de dominio público. No busquemos más lejos; creo que atacarán a la monarquía o a mi persona.

Un aire de preocupación nubló a todos los presentes debido a la gravedad de sus deducciones.

—De ser así, ¿quién podría acreditar un concepto tan poco específico como el de la belleza?

El conde de Benavente lanzó aquella pregunta al aire, adelantándose a lo que todos pensaban.

—¡Desde luego yo no! —bromeó el marqués de la Ensenada, con el ánimo de rebajar la tensión en los presentes—, y la prueba está en mi soltería. Más bien me encaminaría a buscarlo dentro de la monarquía. Pensaría primero en la Reina, o dentro de su Corte en alguna de las mujeres de su confianza.

—O mejor todavía, alguien que pueda compartir ambos entornos; que esté cercana a la monarquía y también a vos.

Todas las miradas se clavaron en Trévelez, curiosas por entender a quién se refería.

—¿Pensáis en alguien en particular? —le inquirió Faustina.

—En vos, mi señora.

Su marido protestó, ofendido por la impertinente ocurrencia.

—Creedme que comprendo vuestro malestar y en general el de todos, como también lamento hacerlo público de este modo. Pero si existe una mujer en la Corte del rey Fernando VI que destaque sobre todas las demás en belleza, no me negaréis que ésa es Faustina. En ella, además, coincide una sólida amistad que todo Madrid conoce; la propia con vos, don Zenón. Meditadlo bien; no creo estar descaminado. —Trévelez, ahora se dirigió a la condesa—: He organizado una excepcional protección en torno a vos con los mejores hombres de que dispongo.

Faustina palideció, aterrorizada de saberse posible objetivo de aquellos desalmados. Pensó de inmediato en su nueva hija y de forma instintiva descargó su miedo con un nervioso llanto.

—Joaquín, lo que acabas de hacer me parece de lo más cruel —le espetó María Emilia.

Se levantó de su silla para consolar a su amiga. El conde hizo lo mismo.

—Pido a todos que no confundamos los sentimientos con la realidad. Trévelez puede tener razón —afirmó Ensenada con seriedad—. No digo que ésta haya sido la mejor manera de exponerlo, pero nos enfrentamos a unas circunstancias demasiado peligrosas como para que nos andemos con tantos pudores. Desde luego, en referencia a sus medidas, ya puede contar con mi más firme aprobación. Además de proteger esta casa, pondré sobreaviso a mis más íntimos colaboradores para que extremen su propia vigilancia. He de reconocer que son numerosos y que, entre ellos, también los hay con bellas esposas.

—Os lo agradezco. He de decir que tengo puestas todas mis esperanzas en poder capturarlos antes de que intenten nada. Por ello confío que toda esa vigilancia se quede en una simple y pasajera molestia.

María Emilia advirtió un detalle que todavía ninguno había establecido y se animó a hablar.

—Antes de que sigas por esa línea y la aceptemos todos como buena, me gustaría preguntarte una cosa. —Todas las miradas se dirigieron a ella, extrañadas. La de Joaquín, que conocía su buen juicio, demostró un mayor interés—: ¿No tenemos ya en el atentado del palacio de la Moncloa, un ejemplo suficiente de ataque a la Corona y al marqués de la Ensenada? —Hizo una breve pausa con intención de seguir hablando—. ¿Por qué nadie lo ha mencionado todavía, cuando resulta evidente? —Sus ojos se nublaron por las lágrimas—. ¿Es necesario que sigamos pensando en nuevas víctimas, si durante esa terrible noche hubo más de doce, entre ellas mi pobre hijo?

—Tiene toda la razón —le apoyó Faustina.

—Yo también lo creo —se sumó el conde de Benavente.

—Estoy de acuerdo en que el argumento expuesto por María Emilia es bastante consistente —intervino Ensenada—, pero de todos modos, lo prudente es que sigamos considerando los potenciales objetivos que nos ha sugerido Trévelez. —Con un gesto, Joaquín le manifestó su conformidad—. Ahora, lo que importa es localizar cuanto antes a esos ingleses. ¿Queréis que os ayude con la embajada inglesa? —Se dirigió a Joaquín—. Tratándose de súbditos de ese país, se supone que deberían colaborar…

Trévelez temió que pudieran leer en su expresión lo mucho que tenía que ocultar sobre sus peculiares gestiones en aquella legación. Con una muestra de hábil cambio de juego, transformó aquella pregunta en beneficio de sus intereses.

—¿Acaso creéis que vamos a encontrar en ellos la mínima ayuda?

—Tenéis razón. De los ingleses poco puedo esperar. No digo que los franceses sean mucho mejores pero, al menos, se mantiene vivo el pacto de familia entre las dos monarquías, y con Francia no tenemos el mismo desequilibrio de fuerzas que hoy existe con Inglaterra. Ese intrigante embajador, Keene, sólo busca mi desprestigio. Desconfío de él, como del gobierno al que representa. Sirva como ejemplo, la información que he obtenido hace escasos días sobre una creciente presencia naval inglesa que parece estar tomando posiciones en las proximidades de nuestros puertos de La Habana y Cartagena de Indias. He dado orden expresa a nuestra Marina para que se mantenga en máxima alerta, refuerce sus defensas, y les ataquen sin ningún miramiento si detectan una mayor aproximación a nuestras costas, o ante el menor altercado que se produzca. Si no los paramos ahora, conociéndolos, irán ganando terreno hasta desplazarnos de nuestros dominios.

—Eso podría desencadenar una guerra. ¿Está de acuerdo el rey Fernando, conocida su firme voluntad de mantener a España neutral y en paz? —El conde se temió la respuesta incluso antes de plantear su duda.

—Todavía no lo sabe y prefiero que así sea de momento —le aclaró Ensenada—, pues tengo como único objetivo conseguir un efecto disuasorio con los ingleses. Entiendo que el rey Jorge no se arriesgará a iniciar un conflicto con España simultáneo al que tiene con Francia. De hacerlo, sabe que romperíamos nuestra neutralidad y nos pondríamos del lado francés.

—Pero con esas delicadas órdenes que habéis dado a los hombres allí destacados, ¿no creéis que podría adelantarse el hipotético conflicto, si alguien dejase de administrarlas con la prudencia necesaria?

—La confianza que tengo en mis mandos es plena; ellos sabrán cómo actuar mi querido conde.

Trévelez pensó que aquella información podría ser interesante para el embajador Keene, y hasta suficiente para intercambiarla por los nombres de los dos masones, a los que deseaba un inmediato juicio y una segura sentencia de muerte.

Al hacerlo traicionaría a Ensenada, lo cual no dejaba de ser un acto detestable. Pero obtuvo un relativo consuelo al pensar que podía no serle del todo perjudicial, tal vez todo lo contrario. Como Trévelez compartía con él la misma animadversión hacia Inglaterra, si su espionaje desencadenaba una mayor tensión con los británicos, la monarquía se vería forzada a tomar posiciones más próximas a Francia, que al final era lo que anhelaba Ensenada. No podía negar lo infame de su acto, por supuesto. Pero justificarlo en sus consecuencias positivas sí, y eso terminó por aliviar su conciencia.

El rostro de Beatriz ya no parecía el de una jovencita de dieciséis años; en sólo dos días había envejecido de un modo llamativo.

Amalia se convirtió en su único contacto con el mundo, pues había determinado no ver a nadie más que a ella. Salvo alguna visita de su madre Faustina, a nadie se le permitía entrar a sus habitaciones, de las cuales no había salido desde el grave suceso acaecido a las puertas de su palacio.

La gitana le despertaba cada mañana, vestía y ayudaba; preparaba su comida, atendía a su aseo y hasta le velaba el sueño cada anochecer.

Beatriz apenas hablaba. Para traspasar su lánguida mirada, Amalia tenía antes que deshacer barreras que a veces le resultaban tan nuevas como desconocidas, y sin embargo, la gitana entendía en aquellos silencios los significados que habitaban su interior.

Esa tarde, Beatriz le había pedido que montase aquel misterioso cuadro que guardaba con tanto celo en su caballete.

Elaboró cuatro gamas de blancos, y se enfrascó con un pincel en perfilar unas nubes que consiguieron romper el homogéneo cielo azul en beneficio de un mayor realismo.

Esta vez, y con su permiso, Amalia pudo escrutarlo de un modo más detenido. Admiró la finura de sus trazos, la expresividad del rostro de la mujer en su martirio, la enorme sensibilidad de su mirada, que parecía salirse del mismo.

—Admiro vuestra destreza, pero ¿por qué no habéis puesto cara a los tres varones?

Beatriz no respondió. Recogió una pizca de óleo de color crema y lo difuminó sobre una de las nubes.

—¡Habladme, os lo ruego! Vuestro silencio hiere mi alma.

—No puedo dibujarlos todavía, Amalia. Más adelante lo haré, cuando los conozca.

—No os entiendo…

—Lo harás si me ayudas.

—¿Ayudaros a qué?

—San Cipriano murió al lado de santa Justina. En este retrato sólo aparece ella, pero la realidad de su martirio fue muy diferente. Antes de convertirse al cristianismo, Cipriano era un mago de reconocido prestigio en Antioquia. Todos veían en su poder la fuerza e influencia de un ser maléfico; del demonio. Deshacía las nubes para evitar la lluvia; a las mujeres embarazadas les impedía parir y dispersaba los peces para que no pudieran ser pescados. Ostentaba un evidente control sobre los espíritus del mal, que atendían sus órdenes ante la sorpresa de todos. Sus hechizos y magias maravillaban a cualquiera, sin saber que su obra procedía del pacto que había sellado con el ángel caído.

Amalia no entendía la relación con su pregunta, pero estaba contenta de volver a escuchar su voz, ya casi olvidada desde aquel fatal enfrentamiento con su padre.

—Cipriano intentó con encantamientos y hechizos doblegar a santa Justina para ganar su amor hacia un joven que la pretendía. Éste había contratado sus servicios para conseguir con engaños lo que ella le había negado. Pero santa Justina estaba protegida por la cruz y nada logró; ningún sortilegio hizo efecto sobre la mujer. Luego, el maligno habló con Cipriano, y le explicó que sus remedios no funcionaban en ella por la protección que Dios le daba a través de la cruz. Y Cipriano abandonó al demonio para abrazar aquel otro poder, superior a todo. Y se convirtió al cristianismo de la mano de aquella santa mujer.

—No comprendo qué tiene que ver todo eso con vos…

—Mi madre se llamaba Justina.

Beatriz estaba decidida a explicarle sus más íntimos significados. Había llegado el momento de que Amalia conociese toda la verdad.

—Murió en idéntico martirio que la santa, y yo lo presencié, como san Cipriano lo hizo también en su momento. Un día, el mal entró también dentro de mí, de igual modo que lo hizo con Cipriano. Por eso, este cuadro me ha indicado el camino para encontrar mi propia redención. Y tú me ayudarás…

—Haré lo que vos deseéis, aunque no llegue nunca a comprenderlo.

—¿Puedo tener entonces tu más absoluta entrega y fidelidad, sin discutir nada de lo que te pida?

—Sí —respondió sin ambigüedad.

—¿Quieres ayudarme a que el mal se desprenda de nuestras vidas para siempre?

—Sí, pero no sé cómo.

—A través de un talismán que obra por sí solo. Ya lo verás. Desde hoy pondremos en marcha un plan que va a transformar para siempre nuestras vidas.

—Estoy dispuesta.

—Empecemos entonces. Ahora acércame tu mano…

El tono de la conversación con Rávago no supuso novedad alguna en Joaquín Trévelez, que asistió esa misma tarde a uno de sus ya tradicionales análisis; faltos de mesura en sus crueles interpretaciones, llenos de afilados comentarios y en un entorno de cierta desconfianza.

En esta ocasión, también fue implacable en sus críticas por la muerte de la religiosa, y pretendió responsabilizarle de ella como de cualquier otra que se produjese en el futuro, debido a lo que de forma literal llamó «su franca ineficacia».

Lo único que atrajo su interés y cierta aprobación, aunque tampoco la tachó como suficiente, fueron sus flirteos con la mujer del embajador. A ello dirigió sus preguntas, requiriéndole todo lujo de detalles. Se felicitó al saber que tras su despacho, acudiría a verla para ganarse de nuevo sus favores.

También escuchó con menor interés, pero con bastante curiosidad, las deducciones a que había llegado Trévelez a partir del descubrimiento de la estrella flamígera en el cuerpo del inquisidor, de la que Rávago había oído hablar, aunque desconocía su trascendente significado para los masones.

Poco antes de caer la noche, Joaquín partía a caballo desde el palacio del Buen Retiro en dirección a la embajada inglesa. Retumbaban en su memoria las últimas palabras del confesor real: «Son muchos los que piensan que es en la razón donde el hombre debe buscar la verdad, y escriben sobre ello, sobre todo desde Francia y Alemania. No aceptan que nuestra santa religión dirija los comportamientos morales y la acción del hombre, en cuanto que no son producto del raciocinio y pertenecen a una esfera diferente; a la de la fe. Y reniegan de todo lo que no nazca de la lógica y el razonamiento. En esa sucia estrategia, veo a los masones como los principales propagadores de esa nueva filosofía; la más herética a la que nos hemos tenido que enfrentar. Por eso ha sido tan importante su extirpación de nuestro país, y es vital que detengamos a esos asesinos; su castigo serviría de escarmiento a todos aquellos que se han visto atraídos por su falsa apariencia benéfica. En cuanto he conocido por vos el importante significado de esa estrella, como símbolo del poder que pretenden conferir a la razón, se han confirmado mis anteriores presentimientos. Si ya antes os conminaba a prenderlos como fuera, empleando para ello cualquier medio que creyerais necesario, incluido el demérito de vuestra propia honra, o incluso de la mía, ahora os lo exijo. Buscadlos, prendedlos, matadlos, hay que destruirlos de raíz».

La cena con Catherine en la embajada, pasó de intrascendente en sus inicios a intrigante en los postres, cuando la mujer le propuso un pequeño anticipo de la información si a cambio la compensaba con alguna de Estado que tuviese suficiente trascendencia para Inglaterra.

Sin dudarlo, Joaquín le expuso las intenciones, planes y órdenes dadas por Ensenada contra la Marina Real británica fondeada en las cercanías de los puertos de La Habana y Cartagena de Indias, con la novedad de una posible respuesta bélica frente a ella. También le entregó el documento que eximía al embajador Keene de cualquier responsabilidad, relación o vinculación con los masones buscados.

Catherine memorizó hasta el último detalle de su revelación y valoró su suficiencia dentro del acuerdo a que habían llegado.

—Ayer estuve en su despacho y creo haber encontrado entre sus papeles algo que podría seros útil…

—Ardo en deseos por saber en qué consiste.

—Se trata del libro donde quedan registradas las visitas a esta legación. A falta de poder hablar con mi marido, que como sabéis sigue de viaje, se me ocurrió mirar en él y creo que hemos tenido suerte. Revisé los nombres que se anotaron en la fecha de la que hablamos, y aparecieron dos que podrían coincidir con los mismos que buscáis. Los he apuntado en un papel.

—¡Excelente ocurrencia! —Aplaudió su iniciativa—. Pero no soporto la espera, Catherine. ¡Dádmelos cuanto antes! —Trévelez no ocultaba su ansiedad.

—Acercaos a mí; tendréis que merecerlo. —Le miró con picardía.

Joaquín no dudó en besar con pasión a una Catherine que temblaba entusiasmada. Trévelez, recordaba las palabras de Rávago insistiendo en no dudar en cualquier pago, incluso con su propia deshonra si fuera necesario para obtener la preciada información.

Sentía asco de su propio comportamiento, además de un profundo rechazo por aquella mujer, aunque lo disimulaba como podía.

Ya entrada la noche, al salir de la embajada, Trévelez poseía por fin los nombres de los dos masones en un bolsillo de su casaca; Thomas Berry y Anthony Black. Catherine no le pudo dar ningún detalle más sobre ellos, aunque prometió completarle la información cuando volviera su marido.

Su pensamiento voló hacia María Emilia, lleno de remordimientos. Aquel sacrificio con la embajadora no había llegado todavía a su fin. Aún tendría que volver a verla pronto, pues así habían quedado en hacerlo. Pero en cuanto todo aquello terminase, se lo explicaría y, si conseguía su perdón, se prometió que la pediría en matrimonio.

Dos días después, refugiándose en la oscuridad de una cerrada noche, dos figuras encapuchadas recorrían el perímetro del muro exterior que resguardaba la casa palacio de los condes de Valmojada.

Tras una señal, y en completo silencio, se encaramaron sin ninguna dificultad por su lado más accesible y se dejaron caer sobre una acolchada alfombra de hierba que amortiguó el escaso ruido.

Afinaron el oído para asegurarse de la ausencia de vigilancia y no apreciaron más sonidos que el apagado eco de unas voces que procedían del interior de unos establos, a escasos metros a su derecha. Escrutaron después el resto del recinto sin detectar la presencia de ningún humano.

Desde un rincón, a resguardo, veían un sendero de tierra que unía los jardines con el edificio principal, abrigado en sus laterales por una ancha línea de setos de mediana altura y artística poda, suficientes para ocultarlos hasta que llegaran a uno de los laterales sin que fuera advertida su presencia.

La única luz que atestiguaba cierta actividad, la procedente de las caballerizas, se apagó. Sus retinas se adaptaron en escasos minutos a la luz de la luna. Con ella, el jardín cambió de apariencia transformándose en un escenario más sombrío, sólo festejado por los miles de destellos plateados que rebotaban en las hojas de los árboles.

Se mantuvieron vigilantes durante unos minutos más, en completo silencio, antes de emprender el camino hacia la residencia.

La misión no era sencilla, aunque el destino era muy concreto: matar a la condesa, una mujer de excepcional belleza de sólo treinta años y mujer de uno de los hombres de confianza de Ensenada; el conde de Valmojada.

Sin haber recorrido ni la mitad del sendero se detuvieron de golpe, pegándose contra el suelo, al advertir la inesperada presencia de dos hombres que iniciaron una conversación a escasos metros de su posición.

—Reconozco que la señora nos lo podía haber avisado esta tarde, y no a última hora de la noche como lo ha hecho.

—Tienes toda la razón —intervino el segundo—. Sabía que su marido llega de Roma la próxima semana, y que por tanto la otra carroza no estaba en condiciones para un uso tan inmediato. Pero ya sabemos cómo es; se le ha antojado que la tengamos lista y arreglada para primera hora de la mañana y como lo ha decidido ella, da igual que fueran las once de la noche.

—Mujeres… —El hombre pateó una piedra que cayó a escasos centímetros de su escondite.

—Dejemos el tema y vayamos a dormir; se nos ha hecho demasiado tarde.

En cuanto se alejaron y escucharon cerrarse la puerta que daba acceso a las dependencias del servicio, se incorporaron y siguieron camino hasta alcanzar el extremo del seto. Desde él hasta las paredes del edificio les separaban unos quince metros.

Conscientes del peligro que acarreaba esa maniobra, ya que quedaban a la vista, corrieron con la máxima precaución pero a toda velocidad hasta llegar a la esquina del palacete. Luego, y apoyándose en su pared, recorrieron una corta distancia hasta dar con un ventanuco a ras de suelo que les pareció bastante endeble y un inmejorable acceso al interior.

De un seco empujón, se abrió sin problemas hacia dentro, permitiéndoles su entrada. Permanecieron unos segundos hasta que se adaptaron a la oscuridad que reinaba en su interior; tras ello, comprobaron que estaban dentro de una pequeña habitación que servía de despensa. En su recorrido hacia la única puerta que parecía tener aquel cuarto, no supieron esquivar algunas piezas de jamón y se golpearon en varias ocasiones con ellas.

—Me alegro que no esté el conde; todo será más fácil. ¿Llevas la daga a mano?

—Sí. Espero no tener que utilizarla antes de llegar a la condesa.

—Descuida, iremos sin prisas y con el máximo tiento. Debemos encontrar unas escaleras que nos lleven a la primera planta; allí estarán los dormitorios de los condes, como ocurre en todas las casas nobles.

Abrieron la puerta sin hacer ruido, y como vieron despejado el pasillo por ambos lados, se decidieron a salir caminando con extremo sigilo hacia uno de sus extremos.

Un arco lo separaba de un amplio recibidor, desde el cual, y a su izquierda, ascendía una impoluta escalera de mármol cubierta por una suave alfombra de lana.

Tras comprobar el espacio y las distintas puertas que se abrían a él, tomaron la dirección del piso superior. La alfombra apagaba totalmente el sonido de sus pisadas.

La puerta que se correspondía con el dormitorio de la condesa no dejaba lugar a dudas, si se comparaba el adorno de sus marcos y molduras con el resto de las que había en la planta.

En absoluto silencio, consiguieron abrirla y entrar en su interior, conscientes de que aquél era el momento de mayor riesgo. Cualquier descuido o tropezón que coincidiese con el sueño ligero de la dama podía poner en pie a todo el palacio.

A los pies de una amplia cama, y con la rítmica y profunda respiración de la condesa como único sonido, se miraron y decidieron su forma de actuación entre susurros.

—Tú abórdala por el lado derecho de la cama. Encárgate de taparle bien la boca y que no se mueva; empléate en ello con todas tus fuerzas. Yo, desde el lado izquierdo, buscaré su pecho con rapidez y le clavaré la daga en el corazón. Morirá pronto, pero debemos resistir sus espasmos hasta que eso ocurra.

—Empecemos entonces; no perdamos más tiempo.

La condesa se despertó sobresaltada, al sentir la presión de una mano en su boca y otras que le empujaban contra el colchón. Al abrir los ojos apenas pudo ver nada, pero intuyó la presencia de dos cuerpos, uno a cada lado, y notó el tacto de unos dedos sobre su camisón, buscando uno de sus pechos. Trató de gritar en vano y se revolvió furiosa, advertida del peligro que corría, pero aquellas sombras no la dejaban apenas moverse.

Sintió cómo penetraba en su pecho un mortal filo, entre las costillas, y cómo éste se le clavaba muy dentro, hasta sentir un dolor último y agudo. Ahogada de angustia, supo que la vida se le escapaba sin entender por qué. Miró hacia aquellas sombras buscando una explicación, y sólo pudo apreciar un tenue reflejo en sus ojos, frío y calculador, sin compasión alguna.

La muerte le sobrevino rápida. Una vez que terminaron sus temblores, le extrajeron la daga y con ella le marcaron un símbolo en cada palma de sus manos, dejándolas luego hacia arriba y con sus brazos extendidos.

Antes de salir del dormitorio, sus verdugos se entretuvieron en ordenar la escena: le extendieron su melena sobre la almohada, arreglaron su desordenado camisón tapándola por entero, juntaron sus piernas y le introdujeron de nuevo la daga en la misma herida que la había matado.

Después de tomar todas las precauciones posibles para abandonar la casa sin hacerse notar, una vez en la calle, y al abrigo de la solitaria noche, se confesaron lo que sentían.

—Aún siento el sabor dulce de la venganza; el mismo que me invadía cuando la sujetaba contra su cama mientras mis brazos resistían sus postreros esfuerzos por vivir.

—También hemos respirado el aire que ha transportado su último aliento, antes de que la muerte lo enfriara todo. Con él he absorbido su fuerza, aunque lo único que lamento es no haber podido ver la expresión de su rostro mientras moría…