Posada El Buen Yantar

En Alcalá de Henares.

Año 1751, 19 de septiembre

A los pies de la calzada que comunicaba la capital con Aragón y Cataluña, aquella posada constituía una parada obligada para todo viajero que hiciera esa ruta. Aunque se encontraba a escasa distancia de Madrid, durante la comida se daban cita multitud de comerciantes, funcionarios y clérigos, soldados y artistas, debido más a la fama que le habían ganado las manos de su cocinera que a la propia conveniencia de su ubicación.

Aquella mañana, oscurecida por un manto de frescas nubes, el viento azotaba el rostro y los cuerpos de los que allí acudían en busca de algo de calor y sobre todo de sus reconocidas viandas. En su interior, un aromático guiso de cordero explotaba en matices por todos los rincones del amplio comedor, saturado de hambrientos viajeros.

Frente a dos humeantes platos y recogidos en silencio, Timbrio y Silerio Heredia observaban con discreción a uno de sus comensales, sentado en una mesa próxima, que como tantos otros, daba cuenta de su plato entre sorbos de un vino más fuerte y áspero que recomendable.

Unos días antes, a lomo de dos muías robadas, habían tomado ruta hacia las afueras de Madrid para procurarse un nuevo refugio lejos de sus captores. Alcalá de Henares les pareció un buen lugar para pasar inadvertidos, por su tamaño e intensa actividad de visitantes y propios. Encontraron un discreto cobijo en una antigua casa de labor abandonada a escasa distancia de la ciudad.

Desde aquella casucha las vistas era escasas; apenas unas docenas de olivos desde una de sus ventanas, el límite de la ciudad por otra, y la posada; la única que conseguía entretener sus muchas horas muertas.

Ansioso por recuperar a sus hijas, Timbrio ideó un plan que les permitiría regresar a Madrid sin ser reconocidos: se harían con una de las carrozas que allí paraban, abandonarían a su propietario en aquel discreto retiro, y una vez disfrazados con sus ropas y con sus papeles y autorizaciones, afrontarían cualquier control que hubiera en el camino.

—¿Cómo lo ves? —Los dos hermanos estudiaban a uno de los comensales a pocas mesas de ellos.

—Podría ser el adecuado, Silerio; he comprobado que viaja solo, y su físico se asemeja al mío.

—¿Y cómo lo haremos? Parece que la mitad de Madrid estuviese comiendo hoy aquí. Al menos he contado cuarenta carruajes en la explanada.

—Le abordaremos fuera; nada más se ponga en camino. Tú te harás con el paje y yo anularé al hombre para que no dé la voz de alarma.

—Necesitamos con urgencia algo de dinero. Espero que este comerciante vaya bien servido, pues no nos queda nada; lo justo para pagar esta comida.

—En cuanto rescatemos a mis hijas deberíamos tomar camino hacia el norte. He oído que por allí hay abundante ganado y trabajo para unos buenos herreros. Hasta ahora, nuestra venganza ha producido un daño que algunos no podrán olvidar durante mucho tiempo, pero todavía no ha sido suficiente. Aún podemos herirles más y lo haremos, por peligroso que resulte acercarnos ahora a ellos.

Silerio observó que el hombre estaba pagando su consumición. Avisó a la joven que les había atendido, e hizo lo mismo.

—Yo voy a salir. Te espero fuera. No quiero que se escape.

Timbrio se dirigió hacia la explanada donde un numeroso grupo de pajes cuidaban de los más variados vehículos. A los pocos minutos vio aparecer a su víctima. Tras él, Silerio, sin perderle de vista. El despreocupado comerciante se dirigió hacia el lugar donde se encontraba Timbrio. Saludó a un paje y le ordenó que se preparara para partir de inmediato a Madrid. Se subió a una discreta carroza y sin tiempo de haber cerrado la portezuela, se encontró con el rostro de Timbrio y un amenazante puñal.

—Si queréis seguir vivo, lo mejor es que no intentéis ninguna tontería.

Para su suerte, el comerciante supo entender de inmediato el peligro que corría y se mantuvo en silencio y tranquilo. Silerio había conseguido lo mismo con el paje, y le avisó con tres golpes en el techo. De momento, el plan parecía estar funcionado bien.

A poca distancia de la posada, alcanzaron un polvoriento camino que tomaba una dirección desconocida. Advertido de ello, el hombre empezó a temer por su propia vida.

—Os ruego que no me hagáis daño. Podéis llevaros todo mi dinero. Prometo no denunciaros; tenéis mi palabra. ¿Adónde me lleváis?

—Agradecemos vuestra generosidad. —Sonrió Timbrio—. Estad seguro que haremos buen uso de ella, como también de vuestro carruaje y caballos. Si colaboráis, no os pasará nada.

Los dos hombres fueron atados y abandonados en el interior de la casa sin que sus súplicas fueran tenidas demasiado en cuenta. Timbrio y Silerio sabían que nadie advertiría su presencia. Se vistieron con sus trajes, y tomaron a continuación el camino de Madrid.

Apenas había empezado la tarde y si apuraban la marcha, llegarían a la ciudad bastante antes del anochecer, con más de cinco mil ducados en sus bolsillos, abundante ropa de noble corte y un cómodo transporte para un posterior viaje en dirección norte.

A la misma hora, Amalia acompañaba a Beatriz por la plaza Mayor para recoger unos sombreros de una de las tiendas de más prestigio de Madrid, que abría allí sus puertas.

Sin poder imaginar las intenciones de su padre, paseaba al lado de su señora sin perderse ni un detalle de los muchos escaparates que iban sucediéndose a su paso, pues si había algo que la superaba era su innata curiosidad.

Se detuvieron en una librería. La exposición de sus muchos volúmenes, ordenados por temas, provocó en Amalia el recuerdo de lo ocurrido aquella misma mañana.

Beatriz le había enseñado el misterioso libro al que tantas veces había hecho referencia, cuyo nombre le extrañó tanto o más que su contenido. Se trataba de un grueso tratado en latín que versaba sobre la vida y milagros de todos los santos, llamado Martirologio. Sin mostrarse desatenta hacia ella, trató de entender la importancia que aquellas páginas podían tener en su vida, aunque en un principio le pareciesen poco entretenidas.

Beatriz hablaba sin parar de unos y otros personajes, con una ilusión contagiosa, interesándose por sus impresiones a medida que le revelaba los aspectos más curiosos o los detalles más sorprendentes de cada uno de ellos.

Al principio a Amalia le costó seguirla, y no sólo por no entender de religión —como de otras muchas cosas, aunque siempre lo intentaba—, hasta que comprendió cuáles eran sus motivos. Aquello no era más que una cortina de humo que Beatriz usaba para no hablarle de un contenido con mucho más trasfondo, algo esencial para ella. Por eso se empeñó en dirigir sus preguntas hacia otro objetivo, sobre todo al detenerse en la vida de santa Justina, cuando detectó en ella una expresión distinta, cargada de significados, con la clara percepción de que todo lo anterior se encadenaba y terminaba sin remedio en esa mujer martirizada. Recordó haber oído que su madre se llamaba igual, y también aquel secreto cuadro que pintaba Beatriz, dada su notoria similitud con la escena que encabezaba el relato de la vida de la santa en aquel libro.

Mantenía el lienzo escondido con un celo desmedido, como si fuera el más preciado de sus misterios. Nadie sabía nada de él. Tampoco a ella se lo había enseñado, aunque su curiosidad pudo más que su prudencia, y en una sola ocasión, a sus espaldas, logró verlo. Dedujo entonces que estaba pintando el martirio de esa mujer.

Amalia quiso conocer más sobre la santa. Le interrogó sobre su vida y hurgó por donde pudo. Ella le contestaba, pero sin abarcar todos sus significados, sólo le ponía en la pista para que se esforzase en encontrarlos por sí misma. Beatriz le habló de la oportunidad del sacrificio, de la belleza del dolor. Tomaba como ejemplo el puñal clavado en el pecho de la santa, para explicarle cómo veía ella la muerte, cuál era la íntima esencia de la violencia.

Amalia se sintió incapaz de atravesar aquellos extraños dinteles que Beatriz le abría a esos mundos, tan alejados de su pensamiento. Beatriz no se mostró descontenta cuando se sinceró sobre ello; muy al contrario, la invitó a pensar, sin prisas, animándola a iniciar de su mano aquel espectacular camino que se desplegaba ante ella.

—Beatriz…

Una voz familiar les hizo darse la vuelta para entender de quién partía.

—Doña Teresa… ¡Qué grata sorpresa!

La duquesa de Arcos, madrina de su boda, se acercó a besar a la joven viuda del duque de Llanes.

—Os he visto desde la acera de enfrente. Parecíais tan entretenida en el escaparate que no he podido frenar mi curiosidad por saber qué podía atraer tanto vuestro interés. —Miró de reojo. Decepcionada, sólo encontró libros y más libros.

—En realidad íbamos hacia la plaza Mayor a recoger un encargo, pero reconozco que siento por la literatura una especial atracción y me he despistado unos minutos en esta librería.

—Si no os importa os acompañaré hasta allí. —Se agarró de su brazo y se pusieron a caminar. Detrás, las dos doncellas hicieron lo mismo—. Me ha parecido que vuestra doncella es medio gitana. Cuidaos de esa gente; son de poco fiar —le dijo en voz baja.

—No tengo ningún motivo para ello. Mi doncella es una excelente mujer y la mejor en su trabajo.

—Me alegra saberlo, pero no dejéis de vigilarla. De siempre los gitanos han tenido como oficio el engaño.

—Amalia es distinta. Es tierna, sincera, amable. Confío en ella tanto como si la conociese de siempre.

La duquesa la miró, preocupada por la complicidad que mostraba con su doncella, bajo su opinión poco deseable entre ama y sirvienta y menos tratándose de una mujer de esa raza.

—¡Ahora caigo que no os he contado el gravísimo asunto que he protagonizado!

—¿Qué os ha pasado? —preguntó Beatriz.

La duquesa de Arcos aceleró el paso para separarse más de sus sirvientas.

—Resulta, que sin yo saberlo, he tenido trabajando en mis caballerizas a los sospechosos de las explosiones que tuvieron lugar en el baile del duque de Huéscar…

Aquella noticia provocó un respingo de dolor en Beatriz. Volvió a ver los ojos moribundos de Braulio.

—¿Cómo? —Beatriz no estaba segura de querer saber más, o mantenerse en la ignorancia por lo ocurrido.

—Al parecer se cree que fue obra de dos gitanos… —le susurró al oído—. ¡Otra demostración más de que no son gente de fiar!

—Pero, doña Teresa, ¿cómo habéis llegado a saberlo?

—Por una causal conversación con el alcalde Trévelez, no hará ni una semana. Al preguntarle por el curso de sus investigaciones, me explicó que andaba persiguiendo a dos gitanos de nombre Timbrio y Silerio, que por casualidad coincidían con los mismos que yo acababa de contratar.

—¿Habéis dicho que se llaman Timbrio y Silerio?

Una tormenta de horror estalló en su mente. Deseaba con fervor que aquellos nombres no fuesen los mismos que Amalia le había dado: los de su padre y su tío. Se debía tratar de una cruel coincidencia.

La duquesa de Arcos reconoció en su lividez una expresión semejante a la suya cuando supo quiénes tenía trabajando en su casa.

—¿Os suenan de algo?

Beatriz pensó a toda velocidad. Si se lo decía, se arriesgaba a perder a Amalia; que la complicasen de alguna manera en el caso…

—Claro que sí; coinciden con los personajes de un libro de Cervantes, La Galatea.

Se le ocurrió esa salida, pues había caído en ese detalle el mismo día que Amalia le habló de ellos.

—Pues éstos no son de ficción; se escaparon por minutos de las tropas de Trévelez y andan buscándolos por todo Madrid.

—¿Podríais decirme en qué día ocurrió todo eso?

Beatriz recordaba que Amalia se había encontrado con su padre el día doce de septiembre, el mismo día que su madre había dado a luz a María Josefa. Si coincidían las fechas, no le cabrían dudas.

—Esperad que lo piense. No hace una semana de ello… Sí, ya sé; fue la tarde del pasado día doce.

A Beatriz se le cayó el mundo a los pies. Aquella noticia suponía que el padre de Amalia había asesinado a su querido Braulio. ¿Cómo podía afrontar esa terrible noticia? Estaba segura que su doncella no sabría nada. ¿Debía decírselo? ¿Cómo reaccionaría? Flotaba sobre un mar de dudas.

Volvió la vista hacia ella y encontró su dulce sonrisa, siempre dispuesta a complacerla.

—Disculpadme, acabo de recordar algo que me obliga a volver de inmediato a mi casa.

A la duquesa de Arcos le extrañó aquella inminente decisión. Beatriz llamó a Amalia.

—Espero no haberos asustado. Entiendo que no todos los gitanos son como aquellos…

—Mi urgencia nada tiene que ver con eso. Acabo de recordar que tengo una visita y debe estar al llegar. No se trata de nada más.

—Me tranquilizáis. ¡Marchad entonces! Yo seguiré con mi paseo.

Tras despedirse, Beatriz y Amalia tomaron camino de vuelta hacia su casa. A los pocos pasos, la doncella leyó en su rostro una seria preocupación. Entendió que se trataba de algo de enorme gravedad.

—Perdonadme mi señora, pero hay algo en vos que os está turbando y me preocupa. ¿Puedo ayudaros?

—No estoy segura, Amalia. He sabido algo que te podría afectar…

—Como vos decís, dejad que yo misma sea la que lo juzgue.

—No sé… De verdad que es una terrible noticia y…

—Señora, no me evitéis por más tiempo saber de qué trata.

Amalia hizo que se sentasen en un banco de piedra, al lado de la entrada de una iglesia. Beatriz pensó la manera de dar la noticia atenuándole el golpe.

—La duquesa de Arcos acaba de explicarme que conoce a tu padre y a tu tío.

—¿De qué les puede conocer esa mujer?

Amalia empezó a pensar. Se preguntaba qué tendría aquello de desfavorable.

—Han trabajado para ella durante unos pocos días…

—Qué casualidad, parece gracioso…

—¡No! —gritó Beatriz sin contenerse—. ¡Es terrible!

—No os entiendo señora…

—El día que te encontraste con ellos, en realidad huían para evitar ser detenidos.

—Ya os lo conté. Los gitanos estamos siendo perseguidos. No veo nada preocupante en ello…

—Se piensa que fueron los responsables del atentado en el palacio de la Moncloa, en la fiesta en la que murió Braulio. Ellos lo asesinaron…

—Pero… ¡no puede ser! —Los ojos de Amalia se turbaron con un velo de lágrimas—. Mi padre no es capaz de hacer daño a nadie…

—Pues lo pudo hacer, Amalia. Él y tu tío colocaron la pólvora que mató a varios de los presentes y me robaron el amor de mi vida.

Amalia buscó en sus ojos la expresión de sus sentimientos. Beatriz interpuso un tapiz de rencor, tan tupido como imposible de traspasar.

—¿Puede existir alguna duda todavía?

—Parece que no. Poseen serias pruebas contra ellos.

—¡Lo siento, señora! —Acarició sus manos, implorándole su comprensión—. Repudio la acción de mi padre con todo mi corazón, debéis creerme…

—Posees su misma sangre. No sé hasta qué punto eres sincera conmigo. Desde que te conozco, he visto en ti el amargo impulso de la venganza por todo lo que os han hecho. En el fondo, tu padre sólo ha ejecutado lo que también tú sientes por dentro. Digamos que él ha sido más consecuente.

—Pero mató a su Braulio… y a otros, y eso no tiene perdón.

—Por ese motivo le odio, con todo mi ser, con todas mis capacidades y posibilidades, hasta dolerme el aliento. Él destruyó mi esperanza, lo único que me hacía sobrevivir.

Amalia acarició una de sus mejillas con gesto suplicante, implorando perdón para los suyos, reclamándole algo que ni siquiera ella era capaz de lograr. Su piel le pareció áspera, insensible, y sus ojos infinitos; miraba hacia ningún sitio y hacia todos a la vez, perdida en su mundo interior.

—Sois para mí mucho más que un ama, y vos lo sabéis. En todo momento me habéis dirigido con ternura y no con disciplina. Os habéis prodigado en comprensión cuando podíais haberme tratado con indiferencia. También me habéis abierto vuestra alma sin pudor y yo os he correspondido con la misma devoción. Os lo ruego por lo mucho o poco que he supuesto hasta ahora para vos: no puedo seguir viéndoos así, con esa mirada que despierta vuestro dolor más oscuro. Pedidme lo que queráis, por más extraño que sea, lo haré, pero abandonad ese camino que habéis emprendido.

Aquello despertó a Beatriz de su ensueño de angustia, de sus más tortuosos pensamientos.

—Gracias, Amalia —se abrazó a ella indiferente a la curiosidad que producía en los viandantes—, me acabas de demostrar mucho. Te siento tan cerca de mí…

—Odio a mi padre…

—No digas eso —le tapó la boca—, déjame para mí ese sentimiento. No lo hagas tuyo.

—Sois tan buena…

—Vayámonos a casa; éste no es el lugar más adecuado para seguir hablando.

Un fuerte viento, húmedo y racheado, azotó a las dos mujeres durante el recorrido por las calles que las separaban de la plaza de la Vega. La molestia del aire les hacía detenerse a cada poco, a resguardo de algún portal, hasta que éste parecía bajar de intensidad.

A escasas dos manzanas de su palacio empezó a llover con tanta fuerza, que apenas las basquiñas les resguardaban. Los techos de los pocos carruajes que pasaban a su lado sonaban como un coro de tambores, y sus ruedas salpicaban el agua que iba acumulándose en la vía. Con los vestidos empapados llegaron hasta la puerta de su casa. Les extrañó la presencia de una carroza detenida en ella, pero no repararon en más detalles; sólo deseaban llegar cuanto antes al interior y ponerse a resguardo.

—¡Amalia…! ¡Espera! —Esa voz, resultaba tan familiar…

Amalia se volvió atrás, a la vez que Beatriz, y lo que vio le asestó un duro golpe. Su padre bajaba de la carroza vestido con noble traje y le sonreía triunfal. A su lado estaba Silerio, con idéntica expresión.

—Hija, hemos venido a buscarte para irnos juntos, todos. ¡Llama a tu hermana Teresa, y no os demoréis mucho!

Amalia miró a Beatriz, entre el manto de agua que caía con increíble furia sobre sus cuerpos, y descubrió la tensión de sus músculos, la ira en sus pupilas. Luego, todo ocurrió en un instante. Beatriz se lanzó furiosa, gritando, hacia Timbrio.

Le clavó las uñas a escasos milímetros de sus ojos, y sacó de sus entrañas una inesperada fuerza empujándole contra uno de sus caballos. El hombre cayó al suelo, en parte sorprendido por aquella insólita reacción y también por el efecto del envite.

—¡Sucio asesino!

A Beatriz sólo le dio tiempo a pegarle una violenta patada en la cara que le abrió el labio, pues sin más posibilidad de seguir contra él era aferrada por Silerio cuando éste acudía en ayuda de su hermano.

—¡Suéltame si eres hombre!

Beatriz trataba de zafarse de él dándole patadas por doquier, pero el gitano sólo respondía sujetándola con más fuerza. Amalia corrió hacia ellos entre sollozos.

—Tío Silerio, ¡déjala! ¡Dejadla en paz los dos!

Timbrio se levantó del suelo, nervioso por el humillante ataque de la dama, y se dirigió hacia ella con los puños bien apretados.

—¡Ahora vas a saber lo que es la ira, furcia!

No fue suficiente el grito de Amalia, ni sus esfuerzos por detener el brutal puñetazo que recibió Beatriz, primero en su nariz y luego en su bajo vientre. Silerio la soltó, mientras Amalia pataleaba furiosa a su padre, luchando como podía contra él.

La sangre corrió caliente por la boca y la barbilla de Beatriz, sus ojos miraron un momento a Timbrio, cargados de odio, y después se cerraron, cuando perdió el conocimiento. Aquel golpe bajo le había producido un agudo dolor muy superior a sus exiguas fuerzas. Se derrumbó contra el suelo, empapada en agua y ausente. Amalia se lanzó hacia ella, palmeándola en la cara, chillando para despertarla, besándole las mejillas.

Los dos gitanos le recriminaron el tiempo que estaban perdiendo. Gritaban que la dejase, que buscase a su hermana para irse de allí cuanto antes, alarmados por el alto riesgo de que acudieran las tropas en cualquier momento.

—¡Idos de aquí! No sois más que unos malditos asesinos.

—Amalia, hemos venido para llevarte con nosotros. No nos iremos solos.

—¡Padre! —le gritó furiosa—. Desaparece de mi vida. No quiero seguirte a ninguna parte. ¿Lo entiendes?

Varios sirvientes del duque de Llanes aparecieron en la puerta, advertidos por el escándalo, entre ellos Teresa. Se alarmaron al ver a Beatriz en el suelo y corrieron a recogerla. Teresa, al ver a su padre, se dirigió emocionada a abrazarle.

—¡Amalia, es tu última ocasión! ¿Vienes con nosotros o te quedas? —Timbrio había metido en la carroza a Teresa, y Silerio estaba en el pescante, haciéndose con las riendas.

—Ésta es mi casa. No iré con vosotros.

Se volvió hacia Beatriz, que ya parecía haber recuperado el conocimiento, y le sostuvo la cabeza mientras dos pajes la levantaban del suelo para llevarla al interior de la casa. Sus miradas se cruzaron y Beatriz le susurró algo que no pudo oír. Se acercó más a ella.

—Juro que te compensaré por lo que acabas de hacer…

Mojada por completo, con el rostro ensangrentado y dolorido todo su cuerpo, Beatriz se desmayó de nuevo. Amalia, asustada, ordenó a uno de los pajes que fuera a avisar a un médico.

—La señora os espera en el salón de trofeos. Seguidme, por favor.

Trévelez escudriñaba intranquilo todo el recorrido por el interior de la embajada, con la esperanza de no ser reconocido por nadie.

A pesar de ser la primera vez que visitaba aquella sede diplomática, no era capaz ni de admirar los abundantes tesoros artísticos que lucían sus paredes; se limitaba a seguir con pocas ganas los pasos del paje, sintiéndose igual que una víctima que camina al cadalso.

No quería ni imaginar cómo terminaría aquella cita con Catherine, la mujer del embajador. Se había propuesto dejar de pensar en las consecuencias personales que acarrearía su acción, haciéndose a la idea de que sólo se trataba de trabajo.

Fue observando los retratos de los embajadores que a lo largo de los siglos Inglaterra había destacado en Madrid, a cada lado de un ancho pasillo. Entre los últimos, vio el de sir Benjamin Keene. Por motivos obvios se fijó más en él, y si no fue un desliz de su imaginación, creyó ver en su mirada un gesto de desaprobación; como si estuviera al tanto de la deshonra a que iba a ser sometido.

Trévelez decidió borrar de su mente aquellos penosos pensamientos y se dispuso a esperar, ante una bella puerta de nogal, a que le fuera permitida la entrada. Por encima de los requerimientos a que tuviese que enfrentarse, su objetivo último era claro; obtener cualquier información, dato, o testimonio sobre aquellos masones que según Rávago podían tener alguna relación con el propio embajador.

—Podéis pasar. —El paje se inclinó con respeto abriéndole la puerta del salón.

Al menos dos docenas de cornamentas de las más variadas especies colgaban de sus paredes, intercaladas entre varios cuadros con vivas escenas de caza y un verdadero arsenal de armas antiguas. La luz de la tarde entraba, moderada, desde dos peculiares ventanas redondas que, guardando una reducida distancia entre ellas, curiosamente conseguían un efecto extraordinario en la iluminación de la habitación. Antes de localizar a Catherine en una de sus esquinas, a Trévelez se le antojó que se asemejaban a dos grandes ojos, como si la sala tuviera un ser propio que podía ver todo lo que pasase en su interior, espectador de su seguro lance con la dama. Esa sensación hizo que aún aumentase su anterior incomodidad.

—¡Mi querido Trévelez, por favor, acercaos hasta mí.

La mujer estaba espléndida: vestido a la francesa de color salmón, generoso escote, peluca blanca, un aparatoso collar de piedras de colores, y unos pendientes a juego que completaban su arreglo. Sin levantarse, le extendió la mano ofreciéndole a continuación asiento a su lado; en el estrecho hueco que le restaba por llenar aquel sillón.

—Catherine, estaba deseando veros. ¡Estáis bellísima!

Trévelez se acomodó, guardando la mayor distancia posible, sin querer imaginar los alcances de aquel enredo. Aun con el demérito de su excesivo peso, tuvo que reconocer que la mujer estaba atractiva.

—Sois demasiado amable conmigo. —Le cogió ambas manos con una expresión llena de ternura.

—Catherine, mi corazón se inflama con vuestra presencia. He odiado cada hora y cada día que me he visto lejos de vuestro dulce alcance.

Joaquín Trévelez calculó que para entrar en los asuntos que le convenían, tenía antes que ablandarla en romanticismos.

—¡Qué galán…! Siempre os dirigís a mí con bellas palabras. —Su rostro era el reflejo de la más absoluta satisfacción.

Trévelez se extrañó de sí mismo ante la escasa profundidad de su conversación. La estudió en silencio, temiéndose que su capacidad no daría para mucho más.

What have you seen on me…? Perdonadme, a veces olvido hablar en vuestro idioma; me resulta más fácil en inglés. ¿Qué habéis podido ver en mí que tanto os inflama?

—En vos está unida toda la perfección que cabe en una mujer: la suavidad de un cutis tan frágil como sedoso, la profundidad de una mirada sosegada, de un azul casi imposible. ¿Qué fría voluntad habría de tener para frenarme ante vos? —Catherine se ruborizaba ante aquellas palabras, ocultándose detrás de su abanico—. Si sólo pudiera estar de cada día, cinco minutos a vuestro lado, mi vida se vería más llena de felicidad…

—¡Oh! Nunca había escuchado nada igual… Mi corazón estalla de emoción. —Arrastró sus manos hacia su pecho, para que Joaquín sintiera sus latidos.

Ahora, el rubor le abordó a él. Pensó, que si seguía seduciéndola, y ella respondiendo de ese modo, no iba a ser capaz de frenar la situación.

—Pero por desgracia, mi vida tiene otros momentos llenos de tribulaciones y problemas. —Decidió dar un giro a la conversación.

—Imagino no ser yo quien os los produce.

—No, no se trata de eso. Son más bien asuntos de enorme complejidad que ocupan mi trabajo.

—Lo lamento, si yo pudiera ayudaros…

Le acarició con timidez su barbilla, en un acto inconsciente de cercanía hacia él. Él le respondió de igual modo haciendo resbalar la suya por su fino cutis.

—Aprecio vuestra generosidad, pero supongo que no serviría de mucho.

—¿Por tan poco me tenéis? —Se mostró ofendida.

—¡Nada más lejos de mi pensamiento! Lo digo, porque sería demasiado casual que supieseis algo sobre ellos.

Joaquín pensó que su maniobra podía empezar a encajar en ese preciso momento.

—¿Ellos…?

—¿Habéis escuchado algo sobre los crímenes que están atemorizando a todo Madrid?

—Sí, pero no demasiado; lo poco que he hablado con mi marido.

—Creemos que sus autores pueden ser extranjeros, posiblemente ingleses.

—¡Dios mío! —Se mostró incómoda por tratarse de conciudadanos suyos—. ¿Tenéis ya sus nombres?

—Por desgracia no, pero creemos que son masones. ¿Eso os dice algo? ¿Conocéis en vuestra embajada qué súbditos británicos lo son? ¿Sabéis si son muchos?

Aquella sucesión de preguntas provocó el incomodo de Catherine.

—Un momento… Esto se parece más a un interrogatorio, cuando yo os suponía otras intenciones. No estaréis aquí sólo para obtener esa información, ¿verdad? ¿No me estaréis tratando de engañar con otros fines?

El arte del cortejo y la urgencia por obtener datos resultaban claramente incompatibles. Trévelez se vio acorralado por aquellas preguntas y decidió afrontar ese trance de otro modo; con un encendido ataque.

Posó sus labios en los de Catherine. Ella le respondió con un disimulado rechazo.

—¿Todavía dudáis de mis motivos?

Catherine le observó algo desconcertada.

—Mirad Joaquín, aunque reconozco que vuestra presencia me halaga, no termino de entender vuestras intenciones hacia mí, cuando es pública la relación que mantenéis con María Emilia Salvadores. Me desagradaría mucho descubrir que os mueven otras razones, y a tenor de vuestras preguntas me temo que las tenéis.

Ella le clavó sus ojos estudiándole por dentro. Joaquín no sabía qué decir. Rávago, con su peculiar don de convicción, le había empujado hacia una ratonera y, ahora, la situación se le iba de las manos.

Su silencio hizo que Catherine comprendiera la verdad. Vio con claridad que su fervoroso y pronto afecto hacia ella tenía como única causa conseguir aquella información como responsable de la seguridad de la Corte, que no sus encantos. Creer lo contrario hubiera sido necio por su parte. Pero a pesar de ello, a Catherine aquel hombre le resultaba interesante, tanto como para no querer dar por finalizada aquella incipiente relación.

Aquella certeza había cambiado las reglas del juego, y Catherine comprendió que tenía las riendas en sus manos. Decidió que empezaría regalándole los oídos con alguna información que le fuera interesante, para luego…

—Mi marido tiene muy buenas relaciones con la masonería…

—No tenéis por qué explicarme nada. —Avergonzado, Trévelez se excusaba como podía.

—No me importa si ello os sirve de ayuda. —Catherine le ofreció una sonrisa como prueba de querer dar por olvidado su desagravio—. Casi nunca me comenta nada de su trabajo, pero hace unos días sé que le visitaron dos hombres cuya conversación le dejó muy afectado e intranquilo. Tanto fue así, que lejos de lo que acostumbra, esa vez me reveló algunos detalles. Creo que podrían ser los mismos que buscáis.

—¿Se refirió a ellos como masones? —Joaquín, algo más tranquilo, decidió abandonar su anterior prudencia.

—Sí. Al parecer han estado trabajando bajo las órdenes directas del ahora difunto maestre Wilmore; al que por cierto conocí de forma íntima y del que guardo un encendido recuerdo.

Joaquín dedujo el alcance de aquel comentario. Seguramente aquel hombre la había pretendido como también lo estaba haciendo él. No pudo evitar sentirse asqueado de su propio comportamiento.

—Wilmore murió en los calabozos de la Inquisición…

—Joaquín, seamos claros; más bien fue ayudado a morir…

—Es posible.

—No lo dudéis. Antes de ser detenido, era un hombre sano y fuerte.

—De acuerdo. Pero abandonemos ese punto y volvamos hacia atrás. ¿Qué más sabéis de ellos?

—Benjamin dijo que eran muy peligrosos, seres desalmados pero eficaces y sobre todo locos. También, que siempre cumplen las misiones encomendadas con una extrema precisión y, como esbirros de Wilmore, han debido desempeñar varias y muy comprometidas. Eso es todo lo que supe; yo nunca les he visto.

—¿Cómo podría saber sus nombres o dónde viven?

—No tengo forma de saberlo —le contestó decidida.

—Si lo intentáis, estoy seguro que se os ocurrirá algo. —Ella entendió con asco lo que le pedía; que espiase a su propio marido—. Catherine, probad a hacerlo. Sospecho que han cometido tres asesinatos y el atentado en el palacio del duque de Huáscar, donde recuerdo haberos visto también. No puedo permitir que sigan en libertad. ¡Necesito esos nombres! —Su excitación iba en aumento.

—¿Qué estaríais dispuesto a dar por ello?

Trévelez la miró desconcertado. Catherine también, aunque serena, con la convicción de que había llegado el momento de hablar del plan que acababa de idear para él.

—Lo que me pidáis. Aunque debéis saber que si no lo consigo a través vuestro, se lo requeriría al embajador de un modo oficial con el consiguiente conflicto diplomático.

—No juguéis a coaccionarme. Yo podría obtener ese dato para vos, siempre que aceptéis tres condiciones.

—¿Cuáles? Haré lo posible para satisfacerlas. —Trévelez desestimó seguir en su estrategia hasta conocer sus propuestas.

—Una declaración por escrito, y firmada por vos, que exima a mi marido de cualquier implicación en este tema…

—¿Acaso la tiene?

—Lo desconozco, pero su nombre no puede verse relacionado en ningún caso con esos asesinos.

—Lo entiendo y la acepto. ¿La segunda?

—Su espionaje…

—¿Cómo? —Trévelez se sobresaltó con aquella petición.

—¿Os extrañáis, cuando vos me habéis pedido lo mismo con mi marido? Imaginaréis que obtener esa información no es tarea fácil, ni tampoco explicarle quién me la pide y bajo qué circunstancias. Aunque sé cómo ablandar su voluntad, dudo que mis técnicas sean suficientes. Sin embargo, si pudiera ofrecerle de vuestra parte ciertas informaciones de Estado, a las que seguro tenéis acceso a través de vuestro amigo Ensenada, entendería mejor mi participación, pues no sería ésta la primera vez que lo hago, y aceptaría el trato dándome los datos que necesitáis.

Joaquín se dio cuenta de lo mal que la había juzgado. De un solo golpe, Catherine acababa de proteger la honra de su marido, y además le estaba pidiendo que traicionara a su patria.

—Comprenderéis que me niegue a vuestra segunda solicitud.

—Si no la aceptáis, podéis olvidaros entonces de mi apoyo. Probad con esa vía oficial a que antes aludisteis, dudo que consigáis nada; mi marido se negará en redondo. Y además, os vaticino que podría volverse en contra vuestra al menor descuido. —Se levantó del sillón para dar por finalizada la visita—. Sé que os propongo algo doloroso, pero considero que no disponéis de muchas más alternativas.

Joaquín recogió su capa y sombrero, mientras meditaba qué decisión tomar.

—Pensáoslo más despacio; ya me contestaréis en otro momento, pero sabed que desearía ayudaros de verdad.

—Aún no habéis mencionado cuál es la tercera de vuestras condiciones.

Ella le miró de un modo seductor.

—Que con todo este embrollo no evitéis nuevos encuentros conmigo, y espero que más románticos que éste; me defraudaríais.

—¿Cuándo podría veros de nuevo?

—Pasado mañana. Benjamin no volverá hasta dentro de diez días. Aún tenemos tiempo para nosotros… —Se abrazó a él, olvidando la tensión anterior, y le besó con pasión.

—Llevamos vistos más de cinco conventos y todos están vigilados por la guardia de corps. ¿No te parece demasiado raro?

Los dos hombres acababan de pasar por delante del monasterio de las Descalzas Reales sin aparentar un especial interés, y se dirigían, ahora, a otro que quedaba a pocas manzanas de él, el convento de Caballero de Gracia dirigido por las monjas franciscanas.

—Reconozco que esta acción me produce un placer especial. —Se había imaginado una y otra vez la escena, deleitándose en ello—. ¿Sigues pensando en lo de la cabeza?

—Ya lo hemos hablado, y sabes que lo haré.

Caminaron por la calle de la Montera para girar a su derecha por la del Caballero, donde abría sus puertas el convento, hacia la mitad de la misma.

También allí encontraron otra pareja de soldados guardando su entrada. Se pararon a una prudente distancia con cierta desesperanza. Estudiaron acceder desde el tejado de un edificio anejo, pero resultaba demasiado arriesgado dadas las diferencias de altura. Desecharon el enfrentamiento directo con los guardias por peligroso y por no aportarles tampoco mayores garantías de éxito.

Mientras pensaban qué hacer para conseguir burlar aquella protección, un hecho casual consiguió darles la solución: vieron entrar a dos sacerdotes sin que nadie les pidiera documentación alguna. Se miraron sonriendo.

—Podríamos intentarlo…

—Me parece buena idea.

—Lo haremos mañana. Sé dónde podemos hacernos con la ropa adecuada.

A la mañana siguiente, Amalia descorrió las cortinas para que la luz penetrara en aquel dormitorio donde había velado a Beatriz toda la noche. Faustina acababa de llegar muy alarmada, después de haber sido advertida a primera hora del empeoramiento de su estado.

—He hecho llamar de nuevo el médico. Ha pasado la noche sin apenas dormir, con esa fiebre que no acaba de bajarle. Le puse paños húmedos cada poco tiempo, con la esperanza de mantenerla más fresca, forzándola también a que bebiera mucha agua. Al no ver mejoría, os hice llamar.

—Has hecho muy bien, Amalia. Ahora deberías descansar un rato. Vete si quieres, yo me quedo con ella.

—Si me lo permitís, preferiría seguir a su lado. Iré sólo a prepararos un desayuno. ¿Deseáis algo en especial?

—No tengo estómago para nada, gracias. A ella preparadle un zumo de naranja y un poco de pan con vino y azúcar; eso le dará energía y le sentará bien.

Faustina se quedó a solas con Beatriz, mirándola con preocupación. Su rostro estaba pálido y su nariz hinchada y roja por el golpe que había recibido del gitano. Había sido informada por Amalia de lo ocurrido la noche anterior.

Cuando la condesa acarició su mano, Beatriz abrió los ojos.

—¡Hola, madre!

—¿Cómo te encuentras cariño?

Beatriz se puso a llorar.

—¿Qué tienes, mi cielo? —Faustina se alarmó; jamás le había visto una lágrima y ahora parecían desbordarle de los ojos.

—Lo he perdido… lo sé… —musitó dolorida.

—¿Qué has perdido?

—Mi hijo —explotó en un llanto sin consuelo.

—No digas tonterías. Ahora llegará el médico y te revisará. —Enjugó con un pañuelo las lágrimas que bañaban sus mejillas.

—Lo han matado, madre… No lo noto —soltó entre hipidos—. Esto es el fin.

—No pienses en eso. Ahora vendrá Amalia con algo de desayunar; cuando te haya visto el médico te sentirás mejor.

Faustina la besó con cariño en la frente y sintió en sus labios la elevada temperatura que tenía.

El doctor llegó a la vez que Amalia, acompañado por otro sirviente. Faustina salió de la habitación para conversar con él.

—Tiene mucha fiebre, pero me ha dicho algo terrible que os ruego comprobéis. Está embarazada y dice haber perdido al niño.

—¿Sabéis si ha manchado algo durante esta noche?

—No; pero esperad, se lo preguntemos a su doncella. Aguardad aquí un momento, por favor.

Al instante volvió con Amalia. El médico le repitió la pregunta.

—Hace como una hora tuvo una pequeña hemorragia. La verdad es que me asusté al verla, pero la he limpiado lo mejor que supe, tratando de no despertarla para que no lo advirtiese.

—De acuerdo. ¡Vamos a verla!

Entraron los tres al dormitorio y el médico se adelantó hasta llegar a su cama, hablándole de un modo afable. Beatriz le observaba circunspecta. Le tomó el pulso y la temperatura y le inspeccionó la mucosa de la boca, los oídos y las conjuntivas. Pidió que la destaparan para explorarle después el tórax y el vientre. Los tres comprobaron con horror el fuerte moratón que presentaba a escasos centímetros debajo del ombligo, y un fino reguero de sangre que corría por su entrepierna.

Pidió agua caliente y jabón para limpiarla y así ver cómo se encontraba su interior. Beatriz rompió a llorar de nuevo. Sentía aquella humedad en sus muslos y sabía que no podía ser nada halagüeño.

El médico le sangró una muñeca para rebajarle la fiebre mientras esperaba que vinieran con el agua. Amalia apareció con un búcaro y una palangana humeante. Bajo las protestas de Beatriz el doctor la exploró con detenimiento, luego ordenó que la lavasen con cuidado. Su mirada no daba lugar a dudas. Faustina suspiró, con la pesadumbre de la triste noticia a la que tenía que enfrentarse. Se acercó a Beatriz y trató de decírselo con la máxima ternura.

—Cariño mío…

—Estaba en lo cierto, ¿verdad?

—Me temo que sí. El médico piensa que has tenido un aborto producido por el fuerte golpe que te dieron.

—¡Maldita vida! —gritó con furia—. Idos todos de aquí y dejadme sola. ¡No quiero ver a nadie!

—Pero cielo… estamos todos contigo y te queremos…

—¡Me da todo igual! ¡Todos me dais igual! —repetía sin cesar, una y otra vez—. ¡Fuera de aquí!

Amalia salió corriendo de la habitación llena de dolor y rota en lágrimas. Su padre había sido el responsable de aquella desgracia y por ello lo odiaría el resto de su vida, con todas sus fuerzas. Había destrozado la poca esperanza que quedaba en Beatriz y se sentía tan culpable como él. Se martirizaba al pensar que de no haber ido a trabajar a esa casa nunca le habría pasado aquello. Ella era parte de su castigo y por tanto responsable también de su padecimiento.

Faustina trató de calmar a Beatriz sin ningún éxito y por consejo del médico salió también, poco después de Amalia, a la que encontró acurrucada en el suelo, rota de angustia. Tras despedir al doctor y hacerse cargo de todas sus recomendaciones, se dirigió hacia la doncella y le rogó que se levantara para, abrazarse después a ella. Lloraron juntas, como queriendo compartir la misma pena.

El cuerpo de la monja permanecía de rodillas sobre un reclinatorio en actitud orante, las manos entrelazadas sujetando un rosario, como tantas otras veces en su celda, pero en esta ocasión le faltaba algo: la cabeza.

Trévelez estaba furioso. A las puertas de la celda de la asesinada profería órdenes y gritos a sus ayudantes y escupía insultos a los dos guardias de corps, encargados de la custodia del convento de Caballero de Gracia.

—¿Cómo es posible que permitierais esta barbaridad? —Daba vueltas alrededor de ellos con paso nervioso—. Claro, no habéis caído en solicitar la identificación a aquellos dos sacerdotes. Han entrado y salido con toda impunidad y con vuestras bendiciones. ¡Esto es increíble! Si fuera vuestro superior, os mandaba fusilar ahora mismo. Ya veremos lo que os espera…

Los guardias le miraban con unos temblores más propios de niños que de aguerridos soldados.

—¿Quién podría imaginar que dos religiosos llegasen a hacer esto?

—Aparte de inútiles, ¿qué sois, unos descerebrados? —Las venas de su cuello parecían ir a explotar de cólera—. No eran sacerdotes; sólo venían disfrazados. ¡Seréis estúpidos!

Trévelez ordenó que se los llevaran de allí y entró en la celda. La observó de frente. Habían buscado la cabeza por todo el convento aunque supuso que no la encontrarían. Los guardias habían visto salir a los religiosos con un bulto envuelto en una manta. Se asombraba, que ni eso hubiera llamado su atención. Armado de valor, inspeccionó el cuerpo por si hubiese alguna otra muestra de su abominable crueldad. No vio nada más. Estudió el corte del cuello y descubrió con espanto la precisión de su sección. Por el estado de los tejidos, decidió que habían usado un cuchillo bien afilado y algo de paciencia, para después de cortar arterias, esófago y tráquea, ir abordando las partes más duras, abrirse espacio entre dos vértebras cervicales, y aislar y cortar finalmente la médula espinal.

Se acercó al ventanuco enrejado por el que entraba algo de aire puro, y lo inhaló con una ansiedad casi enfermiza, para apartar de sí aquel olor a muerte.

—Han completado el cuarto significado de la estrella; la que representa la virtud —exclamó en alto, ante la incomprensión que sus palabras producían en el resto de los presentes—. ¡Aunque esta vez lo sabíamos, lo han vuelto a conseguir!

—Señor… La superiora del convento pregunta por vos.

Uno de sus ayudantes le tocó en el hombro con prudencia.

—Dígale que no quiero hablar con ella, o mejor, explíquele usted mismo lo que crea conveniente. En estos momentos no me siento con fuerzas para consolar a nadie. Yo ya me voy de aquí; no me queda más que ver. Tomad declaración a esos estúpidos guardias; al menos que nos den sus descripciones.

Trévelez montó en su caballo, a las puertas del convento, con una única obsesión, sin poder dirigir su pensamiento hacia otro destino que no fuera la última punta de la estrella flamígera; la que respondía a la belleza.

«¿Quién podía ser su máximo exponente y que hubiera influido, además, en la ruina de la sociedad francmasónica? —se preguntaba—. ¿La Reina, tal y como le propuso María Emilia? o ¿se trataría de otra…?» Se alejó meditando sobre ello. A varias manzanas del convento le asaltó una preocupante idea. Azuzó al caballo hundiéndole las espuelas. Su pensamiento se centró en Faustina, la condesa de Benavente; la más bella entre todas las mujeres de Madrid y aliada conocida del marqués de la Ensenada, responsable último del decreto de prohibición de la masonería junto al rey Fernando VI.