Supremo Consejo de la Inquisición

En Madrid.

Año 1751, 13 de septiembre

Lo habían pensado y deliberado hasta la extenuación. Antes, tuvieron que ir descartando una a una las diferentes alternativas que se ofrecían para llegar hasta él, valorándolas desde todos los ángulos posibles. Al final, la única posible, la que llevaba garantizado un mayor éxito, pasaba por introducirse en la misma sede central del Santo Oficio en la calle del Reloj.

La razón que darían para justificar su presencia y posterior acceso al interior del palacio, resultaría suficiente. Hasta ahí no veían demasiada complicación. Ahora bien, el momento más crítico de su plan vendría después; una vez que estuvieran con él a solas. Allí, su acción debería ser rápida, fulminante, certera.

Era muy temprano para que Madrid todavía sintiese el habitual bullicio que solía presidir sus calles, en ese ir y venir de gentes, de caballos, de ruido. El aroma de su aire, por frío, se hacía doloroso cuando penetraba por la nariz; casi cortante, gélido, y desde luego seco.

Protegidos por dos gruesas capas de lana, dos viandantes aceleraban el paso en absoluto silencio. La tensión atenazaba los músculos de sus rostros. El elevado riesgo que acompañaba a su proyecto les mantenía en constante alerta, observando todo lo que acontecía a su alrededor. Una falsa delación podría servirles de suficiente excusa para justificar su interés en hablar con el alguacil mayor de la Santa Inquisición; su más alto representante después del inquisidor general Pérez Prado, verdadero objetivo de su maquinación pero causa imposible debido a su férrea seguridad. A efectos de ello habían decidido atacar a su segundo, para luego…

—Llevo todo lo necesario, pero no se cómo haremos para imponerle el símbolo.

—Clavándoselo.

—Si hacemos demasiado ruido pondremos en aviso a otros.

—He afilado los clavos; entrarán sin dificultad. No necesitaremos usar otros medios más contundentes.

La fachada del palacio se aproximaba a cada paso que daban. Casi habían llegado.

—Ahora, sobre todo serenidad. No deben notarnos intranquilos; levantaríamos sospechas.

Llamaron a la puerta tres veces. Escucharon unos pasos desde el interior. Se descorrieron dos grandes cerrojos y la puerta empezó a abrirse. Un hombre de baja estatura y ojos achinados les miró tosiendo sin parar; parecía que se iba a descoyuntar. Esperaron a que se recuperase sin ninguna prisa.

—¡Perdonadme!, este frío me matará cualquier día. —Se sonó la nariz de forma aparatosa con un pañuelo bastante sucio—. ¿En qué puedo ayudar a tan madrugadores visitantes?

—Deseamos ver al alguacil mayor.

El portero trató de identificar aquellos rostros, medio ocultos bajo las capas.

—¿El padre Aquilino? ¿Tenéis cita con él?

—No, pero debemos verle. Traemos graves noticias que deben ser por él conocidas, y pronto.

—Si pretendéis que os deje pasar, deberíais ser algo más explícitos. —De tanta tos, sus ojos estaban enrojecidos y llorosos, pero su mirada era firme y su expresión decidida.

—Poseemos una información que seguro va a ser de su interés. Venimos de buena fe a denunciar a un alto cargo eclesiástico por su comportamiento aberrante y su manifiesta herejía. Por ser éste un asunto de extrema delicadeza, hemos entendido que sólo debe ser escuchado por alguien que después sepa tratarlo con la necesaria prudencia.

Aquella sorprendente revelación provocó otro acceso de tos en el portero que le dejó sin habla. Les abrió del todo la puerta, dándoles paso.

—Esperad aquí… —Se dobló con otro golpe; esta vez de estornudos—. Iré a buscarle.

El recibidor era circular, con una colosal estatua del arcángel san Gabriel en su centro, con yelmo, armadura, y espada en mano, pisando la cabeza de un dragón.

Su pared más noble, frente a la puerta, quedaba vestida por un enorme tapiz de seda con los símbolos de la Inquisición; la cruz verde, con la espada y la rama de olivo a cada lado de ella. Cuatro arcos se abrían desde allí a unos largos pasillos sin fondo, y en cada una de las paredes que los separaba, continuando el perímetro del círculo, otros tantos tapices con las representaciones simbólicas de los cuatro evangelistas; el hombre, un toro, el león, y el águila.

Al ser conscientes del peligro que suponía esa parte del plan, se miraron para darse tranquilidad.

—Lo único que necesitamos es conseguir que nos lleve hasta su despacho. Luego, una vez allí, todo será fácil.

—Siempre que no tengamos más compañía.

—Confiemos que no sea así.

Al fin aparecieron y, para su consuelo, sólo dos; el portero y el que debía ser el alguacil. Este último los estudió con gesto preocupado. Sin saber la personalidad del denunciado ni la importancia de su cargo, el asunto le pareció de enorme gravedad. Era su superior, el obispo Pérez Prado, el que se encargaba en persona de estos temas, pero en su ausencia recaía en él la obligación de atender ese tipo de declaraciones.

—Arturo Aquilino, alguacil mayor del Santo Oficio…

No sabía cómo proceder; estrecharles la mano con cortesía o mostrarse distante. Su misterioso aspecto no le ofrecía demasiada confianza.

—Queremos denunciar a un hombre de Iglesia, obispo para ser más precisos, por su escandaloso obrar, vida disipada, y en general por el mal ejemplo que transmite a sus fieles.

—Ya veo…

El alguacil no parecía saber qué decisión tomar, y guardó un largo y tenso silencio que provocó la inquietud del resto de los presentes.

La situación rozaba el absurdo.

—¿Podríamos hablarlo en privado? —propuso al final uno de los visitantes, mirando con incomodidad al portero. Éste no pareció demasiado molesto por verse privado de escuchar su testimonio.

—Claro… sería lo más sensato. Seguidme hasta mi despacho; allí podréis expresaros sin ningún tapujo.

Tomaron uno de los pasillos hasta llegar a un recodo que luego se doblaba a la derecha. El alguacil abrió la primera de las puertas que había y les invitó a pasar. Por fortuna, nadie más les había visto de camino, y tampoco se escuchaba actividad alguna en el resto del pasillo.

Actuaron de forma tan rápida como eficaz. Mientras uno le agarró del cuello y le tapaba la boca, el otro lo amordazó hasta comprobar que apenas se oían sus gemidos. Luego acercó una silla y le sentó de golpe, atándole con férreos nudos sus tobillos a las patas.

—Sujétale los brazos mientras le ato.

Le pasaron los dos brazos por encima de la cabeza, dejándoselos anudados a la nuca. Una última cuerda le cruzó el vientre y le ató a la silla, dejándole inmovilizado por completo.

El miedo barría la mirada del alguacil. Sabía que aquello no podía terminar bien. Aterrorizado, veía cómo aquellas personas se movían alrededor con una preocupante determinación. Sin pronunciar palabra demostraban saber lo que querían.

El que parecía mayor de los dos, sacó de su chupa una bolsa de fieltro de mediano tamaño, y de ella, una estrella dorada, como de latón. Le rajó la camisola de arriba abajo y sin pensárselo dos veces colocó la estrella sobre su pecho.

—Sorprendido, ¿verdad? —Sonrió, deleitándose con su cara de espanto—. Esto es nada en comparación con lo que veréis a partir de ahora.

El primer clavo entró fácilmente entre las costillas, hundiéndose sin problemas. Con el segundo y el tercero tuvieron más problemas al coincidir los extremos de la estrella con el hueso. Tuvieron que ir moviéndola hasta encontrar hueco por donde penetrar los afilados hierros. Los dos últimos se introdujeron sin dificultad. Después, se apartaron de él para contemplar el resultado de su obra, a todas luces perfecta, tal y como parecían pensar.

—¡Míralo ahora, míralo! ¡Fíjate en sus ojos! —pronunció alborotado el que parecía más joven.

El otro se acercó a su cara con un afilado cuchillo y le cortó una oreja.

—¡Verdugo has sido en vida, y como tal sólo has producido muerte!

Envolvió la oreja en un pañuelo y se la guardó.

—¡Ahora han sido tus víctimas quienes te han elegido, sucia alimaña!

—Deja de hablar —le recriminó el otro—, y acaba de una vez con él; debemos irnos.

El alguacil se retorcía en la silla entumecido por el dolor y el pánico. En su interior imploraba que aquello terminara cuanto antes, y fue en ese momento cuando le vio venir.

Iba con una maza en su mano. Su cabeza recibió el impacto, tan brutal que se hundió bajo el pesado hierro.

Su ejecutor sonrió satisfecho, observando cómo el martillo se había quedado clavado en su cráneo.

—Déjalo ya y vayámonos de aquí cuanto antes —insistió el segundo.

Comprobaron que no había nadie por el pasillo, alegrándose de hallar al portero en el recibidor.

Una puñalada mortal ahogó para siempre el eco de sus toses antes de que cerraran la puerta del edificio.

—Desde que has aparecido esta mañana para despertarme hasta ahora, no has dejado ni un solo instante de canturrear. Noto algo en tu expresión, no sé; desbordas de alegría. ¿Qué te ha pasado para que estés así? —preguntó Beatriz.

—Estoy muy contenta, señora…

Amalia estaba terminando de ordenar su ropero.

—¿Y qué te hace estarlo?

Se dirigió hacia el baúl donde se guardaba la ropa de cama, y eligió un juego nuevo de sábanas para cambiar las actuales.

—¡Ayer vi a mi padre! —Se le escapó una risita nerviosa.

—Pero ¿no me dijiste que estaba encerrado en un arsenal en Cádiz?

—No me contó nada. Iba junto a mi tío y otro hombre por la calle, con mucha prisa, y apenas pude hablar con él. Pero está vivo y aquí…

—No lo entiendo. ¿Cómo no pudo hablar contigo después de tanto tiempo?

Retiró las sábanas usadas y se puso a hacer la cama, ahora con las limpias.

—Señora, os recuerdo que los gitanos estamos siendo perseguidos. Supongo que pudo ser ése el motivo que hizo que no pudiera quedarse más tiempo conmigo. Pero no me importa. Le he visto, y pronto podré hablar con él; me lo prometió.

Por un momento, Beatriz la envidió hasta en lo más profundo de sus entrañas; a ella jamás le podría pasar algo semejante.

Miraba a Amalia. Su piel de color tostado con un suave tono aceituna resaltaba sobre el blanco de su vestido. Una zahína melena empezaba a aflorar sobre los teñidos cabellos. Esa vieja sabiduría, entrañada en la tierra y en la sangre romaní, afloraba en cada uno de sus movimientos y expresiones.

—¡Acércate!

La doncella dejó lo que estaba haciendo y se volvió hacia ella. Su sonrisa iluminaba por sí sola todo el dormitorio. Luego se dobló sentada a sus pies.

—No soy hija de la condesa de Benavente. —Sus dedos empezaron a juguetear con sus cabellos.

Amalia frunció el ceño, extrañada ante tal declaración.

—Mi madre se llamaba Justina y murió asesinada hace seis años; entre mis brazos. Los responsables de su crimen encarcelaron también a mi padre, a mi adorado padre, y me robaron la vida, mataron mi esperanza, mi derecho de volver a verle, pues entre sus muros, preso de su iniquidad, murió al poco tiempo sin remedio.

Beatriz hablaba con toda serenidad, segura de saberse entendida por la joven, cuyos sentimientos podían ser tan cercanos como rabiosos. Todavía la conocía poco, pero notaba una unión entre ellas que traspasaba lo material, que se hacía evidente.

Amalia supo que no debía preguntar; sólo escuchar, compartir.

—Fui adoptada por los condes y cuidada por ellos. Sin ser todavía consciente de que nuestro destino está escrito en algún lugar, éste me llevó a conocer a un gitano; mi mejor amigo primero y mi amante después.

El gesto de sorpresa en Amalia fue pronto respondido.

—Has conocido a María Emilia. Ella lo adoptó cuando su marido estaba destinado en el arsenal de La Carraca, donde Braulio estaba cautivo, al igual que tu padre.

Amalia supo de inmediato que aquel amor se había quebrado por algún grave suceso.

Beatriz se sentía cómoda con ella. Rozó su frente conmovida por la complicidad que surgía entre ambas. Sabía que Amalia podía escuchar las mudas voces que pululaban por su interior. Tenía ese poder, cada vez lo notaba con más fuerza y le resultaba atractivo.

—¿Te has preguntado alguna vez por qué el mal nos mortifica más a unos que a otros?

—Acaso será que algunos le seducimos más —respondió la gitana.

A Beatriz le cautivó su respuesta.

—¿También has sentido su poder, moviéndose a tu alrededor, fascinado por ti?

—Sí. Como algo frío, como una pesadilla que se repite cada noche. En mi caso, siempre está a mi lado; tanto que me he acostumbrado a su presencia.

—Lo sé. Hasta llegas a desear que no desaparezca nunca de ti, y quieres sentirlo más cerca, hasta ser la dueña de sus actos…

Amalia no imaginaba el alcance de sus palabras, pero Beatriz sabía muy bien de qué hablaba. La suma de las tragedias que la habían acompañado a lo largo de su vida fueron adquiriendo poco a poco en ella un nuevo sentido, hasta cambiar la idea que tenía sobre la maldad. O mejor aún, ya no constituía nada temible, pues había sido su más fiel compañera a lo largo de los años. Se había convertido en su norte, en su guía, en su destino.

—Él murió, ¿verdad? —Incapaz de frenar su curiosidad, al instante comprendió la inoportunidad de su pregunta.

—No entiendo por qué me lo preguntas, Amalia. Has penetrado en mis pensamientos y lo has visto todo. ¿No es verdad?

—Sí. Le he visto derrumbado en vuestros brazos. Como en un sueño, mis ojos han sido los suyos por un momento y así, he llegado a sentir lo mucho que os amaba. Había sangre por todos lados, cuerpos, dolor.

—Hace dos meses se celebró una gran fiesta en el palacio del duque de Huáscar. Para entonces, yo ya estaba comprometida con el duque, por supuesto obligada por mis padres, y aquella noche era nuestra primera aparición en público como pareja. Braulio también acudió; él acompañaba a una conocida de ambos. Habíamos discutido unos días antes por causa de una de vuestras leyes, cuando supe que se proponía ser fiel a vuestra tradición de respetar a la persona casada, rompiéndome toda esperanza de dar continuidad a nuestro amor. En un cementerio, lo recordaré siempre, decidí que había terminado con él. En ese momento, no estaba capacitada para asumirlo, ni entenderle, y le cerré mi corazón. —Detuvo su relato, para sobreponerse al intenso dolor que la atravesaba—. Durante el baile, me pretendió, me embelesó como sólo él sabía hacerlo y le volví a rechazar; esta vez, con un beso que debí dirigirle a él y se lo escupí, dándoselo a mi difunto marido. Luego llegó la confusión; un enorme estruendo. Tres más después. Corrí a buscarle, desesperada, intuyendo que estaba muerto. Y terminé encontrándole… —Guardó un largo silencio—. Lo demás ya lo sabes.

Miró a Amalia. Lloraba. Secó sus lágrimas entre sus dedos, y por una vez deseó también acompañarla. No pudo.

—El otro día me hablasteis de un libro…

—Todavía no. Lo verás. Confía en mí; lo entenderás mejor más adelante.

Un reloj marcó el mediodía. Amalia le recordó que tenía que salir pronto si no quería perder su clase de latín. Aunque aquellas campanadas les habían quebrado un momento tan especial, casi mágico, la vida seguía su ritmo, ajena a cualquier emoción, en realidad ajena a todo.

Amalia se levantó con rapidez y se puso a terminar de hacer la cama.

Beatriz buscó una basquiña para protegerse del frío, y se fue satisfecha por saber que Amalia ya formaba parte de ella; una importante parte, donde otros habían dejado un enorme hueco.

Iba mejorando su conocimiento del latín, pero todavía no era el suficiente para lo que ella necesitaba…

El cuartel de los guardias de corps, limitado al norte por la puerta del Conde Duque, ocupaba orgulloso un amplio conjunto de manzanas en aquel Madrid de palacios y conventos. Entre sus muros recibía instrucción la temida guardia real; los soldados mejor adiestrados y con mayor prestigio de todo el ejército, responsables directos de la seguridad de la familia real.

Formada por hombres en su mayoría extranjeros y venidos de Flandes, era respetada por muchos y demonizada por los demás; estos últimos, hartos de ver cómo las máximas autoridades del país caían en manos extranjeras desde la llegada de los Borbones.

Aquella mañana, el alcalde Trévelez llevaba una orden expresa para su capitán, firmada por el máximo responsable del gobierno, el marqués de la Ensenada, instándole a poner a su disposición veinte patrullas, de seis hombres cada una, para barrer todo Madrid en busca de dos gitanos de nombre Timbrio y Silerio y de apellido Heredia, por ser éstos los principales sospechosos de los crímenes de Castro, del duque de Llanes, y ahora del alguacil del Santo Oficio, además de las doce víctimas producidas en el palacio de la Moncloa.

Acababa de despachar con Somodevilla, como cada día, poco después de acudir al escenario del nuevo asesinato, en la sede del Supremo Consejo de la Inquisición.

Ensenada se había mostrado más de acuerdo con él en creer que los gitanos eran los verdaderos responsables de aquellos homicidios, a diferencia de lo que pensaba Rávago. Al saber que las investigaciones estaban dando sus primeros frutos y que ya se disponía de sus nombres y descripciones, aunque todavía no hubiesen sido detenidos, el marqués le expresó su total confianza y apoyo para emprender una decidida persecución de los mismos. Ambos eran conscientes de la imperiosa necesidad de ofrecer al Rey algún avance, por más que fuese poco definitivo.

Trévelez veía en el crimen del alguacil las mismas características de los de Castro y el duque de Llanes; el odio desmedido a la víctima, un nuevo símbolo, otra mutilación. Aunque las tradiciones y ritos del mundo gitano eran poco conocidos, Trévelez no dudaba de que pudieran cometer aquellos crímenes, tan brutales y despiadados, cuando sus costumbres y leyes eran tan arcaicas como elementales, casi todas basadas en el derecho de venganza.

Si cada vez que hablaba con Rávago la pista masónica parecía ser la única posible, y hasta se había embarcado en persona a seguir una pista que comprometía al embajador Keene, sin embargo, su instinto le llevaba a considerar la hipótesis gitana como la más firme. Motivos, los tenían tras su intento de exterminio. Y su odio no era de ahora, venía de siempre; era casi inherente a su raza.

Joaquín recordaba la declaración de uno de sus ayudantes, el que había llegado primero al escenario de aquel brutal asesinato.

—No he visto nada igual en mi vida —decía una y otra vez—. Aquello parecía obra del mismo diablo; un mazo incrustado en su cabeza y aquella estrella en su pecho, clavada con puntas, y sin una de sus orejas. ¡Satán, ha sido Satán! —repetía convencido.

Dos guardias le cerraron el paso cuando alcanzó la puerta de entrada. Trévelez iba solo. Les mostró sus documentos y la orden de Ensenada para que le permitieran el acceso. Entró en el patio y se dirigió hacia la primera planta para buscar al capitán. Por su cabeza galopaba el macabro suceso de esa mañana y su relación con los detalles de los anteriores crímenes: ahora una estrella y un mazo; antes, una herida triangular en Castro y una escuadra en el duque de Llanes. En su estado de confusión, se veía incapaz de optar por un camino: ¿gitanos, masones? ¿O tal vez no se trataba de ninguno de ellos?

—Capitán Voemer…

—Alcalde… Sentaos por favor. ¿En qué puedo ayudaros?

Trévelez le mostró la orden de Ensenada. El hombre la leyó con toda atención y musitó algunas palabras en voz baja.

—Somodevilla ordena que ponga a vuestra disposición ciento veinte hombres con absoluta prioridad, pero no explica el motivo. ¿Qué grave asunto puede requerir tamaña fuerza armada?

—Entiendo que estáis al corriente de los últimos crímenes cometidos en Madrid.

—Por supuesto, pero no comprendo en qué podemos serviros de ayuda cuando vos tenéis abundante guardia, y de seguro más especializada que la nuestra. —Se estiraba un afilado bigote que se le disparaba hacia arriba—. Por cierto, supe que ayer hicisteis uso de mis guardias para detener a unos sospechosos. No pretendo conocer todos los detalles, pero me agradaría entender los motivos.

—Sabréis entonces que no pudimos dar con ellos. —Trévelez suspiró algo cansado, pero trató de ponerle al corriente—. Os explicaré a quién buscábamos y por qué. Creemos que las explosiones en casa del duque de Huáscar, que causaron tantas víctimas y una extrema preocupación en el Rey, fueron debidas a dos gitanos de nombre Timbrio y Silerio. Ayer mismo, por una casualidad, supe que trabajaban para la duquesa de Arcos, pero llegamos tarde; se habían esfumado. Puedo aseguraros que el propio monarca está tan interesado en su captura como yo. Por eso os necesitamos. Hemos de actuar con toda rapidez. —Le pasó un informe con sus descripciones y nombres—. También los hacemos responsables de los anteriores crímenes que os he citado antes. Esta misma mañana se ha cometido el último; en la Secretaría de la Inquisición, y no podéis imaginaros con qué crueldad. Como veis, el tiempo corre en nuestra contra.

—¿Tenéis otras líneas de investigación o estáis seguro que han sido ellos?

—Por motivos de cautela ahora no puedo ser mucho más explícito, pero he de reconocer que existe otra segunda vía que considera una posible implicación masónica. —El hombre se mostró afectado al escuchar aquello.

—Permitidme una opinión, aunque sólo sea a título personal. —Hizo una larga pausa, y le miró de un modo extraño, como si estuviera midiendo el alcance de lo que iba a decir—. Veo difícil que los masones sean sus autores. Ellos no actúan de ese modo; atentaría contra su filosofía.

—Me sorprende vuestra seguridad, capitán. No os ofendáis, pero vuestra actitud me hace dudar. Acaso no seréis masón, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Me tengo por buen cristiano —contestó con firmeza.

Trévelez le miró desconfiado.

—¿Podéis razonarme entonces vuestra afirmación y de qué conocéis sus principios?

—Sólo os diré que tengo buenas fuentes, de intachable solvencia; algunas muy cercanas a mi propia familia. Por ellas he sabido que son estrictos en seleccionar para sus sociedades hombres de bien y sólo de buenas costumbres. Su credo rechaza la violencia y persigue una fraternidad universal, donde no existan distinciones por razón de cultura, religión o posición social. Dentro de su cuerpo doctrinal, tienen como máxima una cerrada defensa de la libertad de conciencia, además de perseguir la igualdad de todos los hombres. Por todo ello, los creo incapaces de hacer daño a nadie, y mucho menos de usar el asesinato para alcanzar sus fines.

Aquel alegato produjo en Trévelez la convicción de que aquel hombre, aunque refiriera sus fuentes, en realidad escondía su afiliación a esa sociedad. En ese preciso momento decidió que podría serle de mucha ayuda.

—No dudo que puedan ser ciertas vuestras informaciones —argumentó Trévelez—, pero pensad que también disponemos de otras que parecen no obedecer a esas nobles pautas que acabáis de apuntar. Como veo que conocéis demasiado bien sus interioridades, ¿vos qué pensáis? ¿No podría existir una segunda organización, más hermética, con fines menos filantrópicos? —Su gesto de complicidad, unido a la ironía en su afirmación previa a la pregunta, puso en aviso al capitán Voemer de que Trévelez había descubierto su adscripción a la masonería.

—Lo desconozco.

—Dejémonos ya de subterfugios. Si os prestáis a colaborar conmigo, a cambio os puedo asegurar una total inmunidad.

—¿Inmunidad? —Adoptó un gesto altivo—. ¿De qué me debo proteger, si nada tengo que ver con ellos?

—¿Queréis que os recuerde la vigencia del decreto real que prohíbe a todo militar pertenecer a esa sociedad, con penas de prisión, retirada de sueldo y expulsión inmediata del ejército?

El capitán se lamentó de su ligereza; sin haberlo pretendido se había puesto en evidencia delante del alcalde Trévelez y ahora no disponía de otra salida a su comprometida situación que reconocer su pertenencia.

—Vos diréis en qué puedo ayudaros —aceptó, ahora del todo entregado.

—El alguacil asesinado esta mañana tenía clavado en su pecho una estrella. Para un masón, ¿tiene algún significado ese símbolo?

—Describídmela con más exactitud.

—Era una estrella de cinco puntas parecida a la de David, pero con algunas diferencias. Parecía estar formada por tres triángulos entrelazados entre sí de un modo peculiar; como dibujados de un solo trazo…

—Es una estrella flamígera —le cortó el capitán—. Para un masón representa los cinco ejes de la perfección a la que aspira; fuerza, sabiduría, belleza, virtud y caridad.

—Interesante… —Joaquín se rascó el mentón, encantado por aquel nuevo descubrimiento—. En los anteriores crímenes aparecieron también otras figuras; un triángulo en el pecho del jesuita Castro, y lo que según interpretamos podía ser una escuadra en el del duque de Llanes. Ambos fueron mutilados; también su última víctima. ¿Encontráis a todo esto algún significado?

—No puedo negaros que sí. El triángulo y la escuadra son herramientas que de un modo simbólico ayudan a entender al masón cómo puede construir su templo interior, imitando a los antiguos maestros que se servían de ellas para levantar las catedrales y otras edificaciones sagradas o templos exteriores.

—Por tanto, no cabe ninguna duda que vuestra fraternidad ha tenido mucho que ver en todos esos sucesos. —Aquel contundente análisis perseguía poner a prueba su capacidad de reacción.

—No del todo.

—Explicaos.

—Las mutilaciones no tienen significado alguno para un masón, pero sí para un gitano.

—Tratáis de confundirme, lo presiento. No os seguiré el juego; sólo pretendéis exculpar a vuestra secreta sociedad —le dijo Trévelez.

—Veréis como no. Conozco bien a los gitanos. Hace años, antes del decreto de persecución, me fue encargada una investigación para mejorar lo poco que sabíamos sobre sus costumbres y tradiciones.

—No os creo.

—Preguntad al marqués de la Ensenada. La orden vino directamente de él.

—Lo haré, pero antes contadme lo que sabéis.

—Los gitanos profesan una religión ancestral, casi se puede decir que primaria, con rituales paganos antiquísimos. Como sabréis, la constitución de clanes y familias son las formas de organización que dan estructura a sus sociedades.

Al parecer, en la antigüedad, para asegurarse la preeminencia de un clan, al que pretendía el liderazgo le era permitida la práctica de la mutilación a sus opositores. Entre todas las que realizaban, los genitales eran los órganos preferidos como mejor forma de humillación del contrario, pero aquéllos no eran los únicos miembros que podían ser amputados. En definitiva, por salvaje que ahora nos parezca, no eran más que primitivas demostraciones del poder de un individuo sobre el resto.

—Al duque de Llanes le fue extirpado uno de sus testículos, a Castro el corazón y a la última víctima una oreja. Si vuestra teoría es correcta, sus autores, gitanos según vos, y masones en mi opinión, ¿sólo lo hacen como demostración de poder? ¿Para qué?

—Sólo lo saben ellos. Pero a modo de conjetura, si hablamos del duque como ejemplo, al haber sido un alto representante de la nobleza, considero que su elección podría significar su particular batalla contra los poderes establecidos. De esta manera, los casos del superior de los jesuitas, padre Castro, o del alguacil de la Inquisición, representarían claros ejemplos de otros sectores que dominan nuestra sociedad. Pensad, además, que para los gitanos, todos ellos fueron los inspiradores de su persecución. Es coherente desde cualquier ángulo que lo queramos ver, ¿no os parece?

—Es cierto, pero para la deteriorada causa de la masonería serviría idéntico argumento.

—Os daré dos razonamientos más que aún apoyarán mejor mi teoría.

—Adelante, probad a convencerme pues hasta ahora no lo habéis conseguido —le retó Trévelez.

—No me negaréis que el pueblo gitano es violento; practican el robo, se sirven de sangrientas venganzas entre ellos, frecuentan el engaño y la trampa. En definitiva, poseen una clara tendencia a lo delictivo. Y segundo, no sé si sabéis que muchos sitúan el origen de su extraña cultura en las remotas tierras de Egipto. ¿No son también las pirámides enormes triángulos simbólicos? —Le miró satisfecho de sus deducciones—. ¿Acaso necesitáis más argumentos?

—Está bien, capitán. He de reconocer que vuestras premisas tienen cierta solidez. Capturadlos cuanto antes y comprobémoslo.

—¡De acuerdo! Nos pondremos en marcha de inmediato. Realizaremos el registro dividiéndonos por barrios, casa a casa, hasta que los localicemos. Descuidad; os mantendré informado de cualquier novedad.

—De todos modos, si la ocasión lo requiere, desearía aprovechar vuestro profundo conocimiento sobre la masonería, siempre que me aseguréis que cuento con vuestra discreción y obediencia. Supongo que no se os ocurrirá hablar de esto con vuestros hermanos masones.

—Alcalde, antes que nada soy militar, y creedme que ya no me une nada con ellos. Contad conmigo para lo que creáis necesario.

Trévelez se sintió satisfecho por su determinación; le pareció sincero. Además, sabía que la guardia de corps debía su alto prestigio a una demostrada eficacia en todas sus misiones. En sus manos, la búsqueda estaba bien encomendada.

Sin embargo, al abandonar el cuartel, mientras repasaba algunos de los detalles de la conversación que acababa de mantener, las dudas le volvieron a asaltar. ¿Serían suficientes los argumentos esgrimidos por el capitán para hacer recaer toda la responsabilidad de los asesinatos en los gitanos? Su reconocida tendencia delictiva, la coincidencia del triángulo en sus orígenes, o su presencia, bien confirmada, en la noche del atentado, podían llevar a pensar que sí. Pero en su mente parecía hacer contrapeso la imagen de aquella estrella de la que habían hablado, pues cierto era que poseía un importante significado para los masones, tal y como éste había reconocido. El capitán había dicho que representaba el cénit de su doctrina; y sus cinco puntas, las virtudes deseables para todos sus miembros: belleza, fuerza, sabiduría, caridad y virtud.

Su instinto le llevaba a seguir esa pista. Además, estaba casi seguro que ese hombre no había contado todo lo que sabía.

—¡Qué agradable sorpresa, Joaquín! Pasa, no te quedes ahí fuera… —Le besó en los labios—. No te esperaba…

María Emilia Salvadores se percató de inmediato que su presencia no se debía a una espontánea ni amorosa visita. Su gesto hablaba por sí solo. Algo no iba bien y Joaquín no sabía disimularlo.

—¿Te encuentras bien?

—Sólo preocupado. —Joaquín entró en el recibidor con precipitación, sin esperar a que le fuera retirada ni la capa ni el sombrero—. La verdad es que hoy no tenía intención de venir, pero he pensado que podrías serme de ayuda.

María Emilia le observó algo intranquila. Ordenó a su paje que le retirara las prendas de abrigo.

—Necesito una opinión externa —continuó Trévelez—; de alguien que no esté dentro del fenomenal embrollo en el que me he metido.

—Bueno, no sé si sabré…

Le invitó a seguirla hacia su gabinete.

Al estudiar su rostro, María Emilia descubrió a un hombre desesperado; alguien desbordado por los acontecimientos.

—Han vuelto a hacerlo, ¿verdad?

—Hace pocas horas y con mayor crudeza si cabe.

—Antes de que sigas, voy a pedir que nos pongan un chocolate. Creo que te vendrá bien.

A la espera de la inmediata aparición de la doncella, decidieron guardar un prudente silencio. De todos modos, María Emilia no dejaba de observarle. Nunca le había notado tan tenso como aquel día; andaba de un lado a otro del salón y sus labios se movían sin parar, como si estuviese hablando consigo mismo. Parecía ausente, intranquilo, ansioso. Se empezó a poner nerviosa.

—¡Me estás preocupando, Joaquín! ¿Qué te ocurre?

—Tengo demasiados problemas para resolver y toda la Corte pendiente de cada uno de los avances o fracasos que produce mi investigación. Tan sólo hace unas horas, estuvimos muy cerca de detener a los posibles autores del atentado, pero se nos escaparon por segunda vez; ¡y en ambos casos por poco tiempo! —exclamó, irritado.

Se podía pensar que aquello era razón suficiente para que Joaquín se sintiese así, pero además, coincidía en él otra circunstancia que también le martirizaba. La proximidad de María Emilia le hacía recordar de un modo doloroso el vil cortejo con el que pretendía ganarse los favores de la mujer del embajador inglés. Por un momento pensó explicárselo todo, pero decidió no hacerlo; ahora sus prioridades eran otras aunque de todos modos aquello le hacía sentirse muy mal.

Los brazos de María Emilia le pararon en seco. Ella trató de tranquilizarle de la manera más convincente que pudo, pero nada parecía ser suficiente.

Aunque Joaquín acababa de tomar la determinación de dejar para otro momento explicaciones, allí, de cara a ella, mirándole a los ojos, los remordimientos le vencían.

¿Cómo podía explicar que había quedado con Catherine para un encuentro, más íntimo que el que ya había tenido, en la embajada y cuando no estuviese su marido presente? Se le antojaba difícil de aceptar por ella, aunque no hiciese demasiado tiempo de su distracción con aquel marino y él lo había tenido que asumir…

Le besó en la mejilla para tranquilizarla, y trató de centrar sus pensamientos en el asunto que le venía a proponer.

Con bastante oportunidad la doncella apareció con dos humeantes tazas de chocolate. En cuanto hubo terminado de servírselos, preguntó si necesitaban algo más de ella.

María Emilia le despidió con una negativa y a continuación invitó a Joaquín a explicarse.

—Lamento tener que contarte estas horrendas novedades. Si lo hago es porque confío en tu intuición.

—Descuida, Joaquín. Estoy preparada para escuchar cualquier cosa. —Sintió un poco de frío y le pidió que le acercase una toquilla de lana que tenía a su lado.

—Como te decía, han vuelto a cometer otro crimen esta misma mañana.

Trévelez hizo una larga pausa para calcular la manera más suave de exponer la brutalidad de lo que había presenciado.

—¿Y…? —María Emilia se mordía el labio a la espera de que se arrancase.

—Esta vez, el macabro albur ha recaído en la Secretaría de la Inquisición, en la persona de su alguacil mayor. Su cadáver apareció sentado y atado a una silla, los brazos anudados a su nuca por las muñecas. Su cráneo había sido aplastado por una maza de hierro que aún permanecía clavada en él, le habían seccionado una de sus orejas, y tenía una estrella de latón clavada en su pecho. También asesinaron al portero del palacio, tal vez para evitar que los identificara.

—¡Santísimo Dios! —María Emilia sintió primero asco; luego un respingo que recorrió todo su cuerpo.

—Es terrible, lo sé. Y el atrevimiento con el que operan es evidente, pues no han dudado en cometer su asesinato en la misma sede de la Inquisición.

—Antes he entendido que has podido estar muy cerca de capturar a los autores del pasado atentado. ¿Sigues pensando en aquellos gitanos? ¿También los haces responsables del resto de asesinatos?

—No tengo ninguna seguridad, pero lo cierto es que constituyen la única pista real con la que de momento cuento.

—¿Y en qué piensas que puedo serte de ayuda, si apenas sé lo que ha ocurrido? —María Emilia no quería defraudar sus expectativas, pero veía muy lejana su posible utilidad.

—Eso es justo lo que busco de ti; una visión sin antecedentes previos, limpia de influencias como las que padezco de parte de unos y otros.

Trévelez le resumió primero toda la información que disponía sobre los distintos crímenes. Luego, buscó un papel y en silencio, dibujó una extraña estrella con cinco puntas. Sobre cada una de ellas escribió cinco palabras. Al terminar, se lo pasó para que diera su opinión.

—Belleza, virtud, fuerza, caridad, sabiduría —leyó María Emilia—, en una estrella, cuyo diseño jamás he visto antes. Supongo que es la misma que ha aparecido en el pecho del alguacil. ¿Adónde quieres llevarme, Joaquín?

—Mi intuición me dice que de todas, ésta es la pista clave; la que puede hacernos entender el resto. Te explicaré por qué. Esta misma mañana, he estado conversando con el capitán Voemer de la guardia de corps. Mi único objetivo era pedirle, por orden de Ensenada, parte de sus tropas para buscar a los gitanos por Madrid, pero cuál ha sido mi sorpresa cuando he descubierto que era masón.

—¿Se definió como tal?

—No al principio, pero luego tuvo que reconocerlo. Por él he sabido que esta estrella posee un poderoso significado para la masonería.

—¿Crees entonces, que los masones son los responsables de este último asesinato?

Joaquín negó con la cabeza al notar que aquello no iba por buen camino.

—Querida María Emilia, necesito que tu cerebro actúe sin condicionantes; intenta no sacar conclusiones demasiado precipitadas, y ahora, ruego que te concentres sólo en esas cinco palabras. A primera vista ¿qué te dicen? ¿Hacia dónde te dirigen?

Ella recogió el papel y empezó a meditar en sus posibles significados.

De manera involuntaria, su atención se centró en la palabra caridad. Cerró los ojos y comenzó a notar que aquel término rebotaba en su cabeza, sin querer abandonarla, buscando una conexión que pudiera tener algún significado lógico. Joaquín la observaba con inquietud y también con esperanza.

A los pocos minutos empezó a hablar, con los párpados cerrados, desde un mundo de aparentes penumbras.

—La caridad es una acción propia del corazón. También es la virtud que se espera de un buen cristiano. Surge del ser humano al mezclarse la voluntad, o querer hacer, con el amor; desear el bien a los demás. Los religiosos encarnan como nadie esa virtud.

—El jesuita Castro lo era —apuntó Trévelez.

—Por eso le fue extirpado un órgano como el corazón —concluyó ella de un modo espontáneo.

Joaquín la miraba sorprendido.

—Fuerza. Esta es la segunda palabra que ha llamado mi atención. Puede originarse como consecuencia de una disciplina física, y tal vez sea ésta la respuesta más lógica a lo que buscamos. Pero también es propia del que posee abundantes riquezas. Hablo de otro tipo de fuerza; la del dinero. Si buscásemos quién la representa mejor, deberíamos pensar en un noble. —Esta vez se adelantó al comentario que imaginaba iba a hacer Joaquín—. Y mi vecino lo era. Al duque de Llanes le fue mutilado su órgano genital; la fuerza masculina.

María Emilia abrió los ojos para recoger la siguiente palabra. La saboreó durante unos minutos más, antes de volver a hablar.

—Sabiduría: la virtud más deseada por el hombre en su anhelo por parecerse al Creador. También se dice que es más sabio el que escucha y no el que habla mucho. Al alguacil le aplastaron su cerebro, donde reside el saber. También le seccionaron una oreja; por tanto la puerta de la verdadera sabiduría —concluyó María Emilia.

—¡Asombroso! No imaginé que pudieras llegar a tales conclusiones por evidentes que ahora parezcan. —Trévelez le besó en la mejilla encantado, hinchado de orgullo—. Si las correspondencias que acabas de hacer son ciertas, faltaría entender las dos últimas; belleza y virtud. Y con ellas, quiénes podrían ser sus destinatarios —apuntó Joaquín.

María Emilia le miró complacida. Lo pensó, y sin prisas se dejó arrastrar de nuevo por sus primeras sensaciones.

—Joaquín, volverán a matar. Tienen que completar su obra. Lo harán sobre otras dos personas que de algún modo encarnen los atributos que nos faltan; la belleza y la virtud. También les mutilarán, robándoles algo que pueda simbolizarlas.

Joaquín se felicitó por haber decidido implicarla en aquel juego.

—Me faltaba la piedra angular que soportara el resto de las pistas y tú has conseguido su encaje. Ahora, creo que he de buscar a los culpables entre los masones. No sé quiénes son, ni por dónde se mueven, pero me siento más cerca de ellos, y además, sus futuros movimientos empiezan a ser un poco más predecibles.

—Me alegro. Tampoco yo había imaginado poder llegar tan lejos —sonrió María Emilia.

—Hasta ahora —Joaquín quiso sumarse a sus deducciones—, sus víctimas representan las tres instituciones más responsables de su decreto de prohibición; inspirándolo, como es el caso de los jesuitas y la nobleza, o en su ejecución, y aquí encajaría la Inquisición, representada por el alguacil asesinado esta mañana. Podríamos prevenir sus futuras acciones si consideramos quiénes más han tenido un importante papel en la génesis de ese decreto, y después buscar su posible relación con los conceptos de virtud y belleza. La tarea no parece fácil, pero si lo logramos, dos vidas pueden depender de ello. ¿Quieres intentarlo conmigo?

María Emilia no puso objeción a ello, pero le instó a invertir los papeles; ahora le preguntaría ella.

—¿Qué te dice la palabra virtud?

—Mérito, entrega, eficacia. —Joaquín improvisó lo primero que le vino a la mente. Ella adoptó un gesto de decepción, recriminándole su insuficiencia—. También moralidad, honradez, sinceridad, integridad, castidad. —Joaquín declamó algunas actitudes humanas, que llevadas al extremo podían ser buenos ejemplos en la definición de aquella palabra.

—Correcto. Y ahora, ¿quién crees que podría simbolizar la práctica de la virtud?

—Un buen artista, por ejemplo el cantante Farinelli o Scarlatti, o cualquiera de los pintores de mayor fama de la Corte. Pero también cabrían, en igual consideración, ciertos religiosos; aquellos que practican la vida de clausura.

—Coincido contigo —acotó ella—. Supongo que no te sería difícil procurar una buena protección a los primeros, por su escaso número, pero con los segundos la cosa se complica; creo que en Madrid hay censadas más de tres mil monjas de clausura y otros tantos frailes. Poner vigilancia a todos es una tarea imposible.

—De acuerdo, pero ese número podría reducirse sólo con saber qué órdenes han influido más en la prohibición de la masonería. Si fijamos como autores definitivos de los asesinatos a los masones, debemos asumir que hasta ahora han actuado de un modo selectivo, a excepción del atentado en el palacio de la Moncloa. —Joaquín se detuvo, para continuar en voz alta lo que acababa de pensar—. Lo consultaré con Rávago; es el hombre más adecuado. Seguro que él conoce todos los vericuetos que condujeron a la firma del real decreto. Desde luego, si pudiéramos centrarnos en sólo una o dos órdenes, el problema sería más sencillo.

—Sigue entonces, Joaquín. Háblame de la belleza. Trata de ponerte en la mente de esos asesinos y piensa qué te sugiere esa palabra, y sobre quién fijarías tu atención. —María Emilia se reconocía bastante falta de ideas.

—Belleza es sinónimo de hermosura. Es una palabra que me arrastra a pensar en vosotras, las mujeres; sus máximos exponentes. Hasta ahora no han actuado sobre ninguna, pero podría ser… —Miró pensativo hacia un punto aleatorio de la habitación—. Por otro lado, también puede expresar otros conceptos como el de grandeza, esplendor, perfección…

Miró a su prometida buscando su ayuda. A María Emilia le resultaba igual de complicado casar ese atributo con alguien en concreto, y más si tenía que buscarle alguna relación con la batalla emprendida en contra de la masonería.

Callaron.

—Belleza, bello, bella… ¡Qué difícil!

Joaquín se puso a caminar por la habitación meditando. Miró a través de un ventanal hacia la calle, como si la respuesta estuviera escondida en algún lugar de ella. Le despistó el vuelo de una paloma, y rompió su silencio exponiendo en voz alta sus pensamientos.

—Si fuera uno de ellos y quisiera llevarme conmigo una muestra de la belleza, elegiría una mujer, la más perfecta de todas. Luego desollaría su rostro para robarle su don, y perdóname por la brutal conclusión a la que llego.

—No te preocupes, desde luego ellos tampoco se cuidan en sutilezas —le disculpó María Emilia—. Lo malo es que mujeres bellas en Madrid hay muchas.

—Lo sé; me encuentro delante de un notable ejemplo y de los mejores, por cierto —le sonrió.

—¡Dios me libre de ser su candidata!

—Sería lo último que permitiría… Descuida que no te faltará protección por si acaso. No tengas miedo. ¿Quiénes podrían tener más sentido, dentro de sus planes?

—¿La Reina? —se le ocurrió a ella.

—¿Bromeas?

—¿No te parece guapa? —preguntó María Emilia con toda malicia.

—Sabes que ése no es uno de sus mejores atributos.

—Ya, pero cumple con el resto de tus definiciones; esplendor, grandeza… Puede parecer descabellado, pero no lo descartaría de principio, Joaquín. Han demostrado que se atreven con todo, por arriesgado que nos parezca.

Trévelez se dio cuenta del excesivo tiempo que había ocupado su conversación, y le dio a entender la necesidad de darla por terminada.

—Avisaré a la guardia de corps para que estrechen aún más su vigilancia. Ahora se me hace tarde. Debo resolver otros asuntos. En cuanto hable con Rávago, pondré en marcha un plan de protección para todos aquellos que lo requieran. Te ruego que sigas meditando sobre lo que hoy hemos hablado.

Trévelez se levantó del sillón decidido a despedirse ya de ella. La besó con más pasión que nunca.

—Salgo contigo. He quedado con Faustina.

—Gracias de corazón, hoy has sido mi lazarillo. Además de sentirme enamorado, estoy orgulloso de ti.

Aquella era la primera vez que el capellán Parejas acudía al palacio del duque de Llanes.

Como responsable espiritual de la noble casa de los condes de Benavente, conocía bien las circunstancias que habían llevado a que Beatriz Rosillón formara parte de esa familia. Él había sido responsable de la delación de su padre a la Inquisición, cuando supo que formaba parte de aquella perversa asociación que llamaban francmasonería.

Beatriz no lo sabía, y él confiaba en que nunca lo supiera, pues no beneficiaría en nada su acción pastoral.

Desde el primer día que había hablado con ella, años atrás, las dificultades por penetrar en su interior se le hicieron insalvables; en realidad nunca la había llegado a conocer bien. Su alma no era transparente, y su voluntad esquiva a sus indicaciones y consejos. El celo de su ministerio a duras penas había logrado escalar el alto muro que Beatriz había decidido interponer siempre entre ellos.

El padre Parejas era un hombre santo, justo y benevolente, paciente hasta el límite. Jamás le había importado la espera, aunque los frutos no llegasen. Él se aferraba a su fe, aun en sus más hondas tribulaciones, porque sabía que la mano de Dios actuaba a su manera, sin contar con la lógica humana; nunca le había defraudado.

No hacía demasiado tiempo, la condesa de Benavente le había encomendado que siguiera atendiendo a su hija Beatriz. Dijo estar preocupada por su comportamiento desde la muerte de Braulio, y más aún con la del duque de Llanes. Le pidió que no diera por cumplida su misión espiritual con ella por haber dejado el domicilio paterno y que retomara el hábito de confesarla y confortarla con su acción pastoral y su valía e influjo espiritual.

—La señora vendrá en breve. —Amalia le acomodó en la biblioteca del palacio.

Observó con disgusto la presencia de algunos títulos prohibidos entre aquellas estanterías, y le pareció reprobable la falta de cuidado que muchos nobles ponían al respetar las listas que publicaba la Santa Inquisición.

—Padre Parejas…

—Mi querida Beatriz… —Ella besó su mano.

—Sentaos padre, os lo ruego.

El hombre esperó a que lo hiciera la joven y buscó una posición próxima a ella. Esa tarde no venía con cortas pretensiones, y pensó que la cercanía le daría una posición ventajosa.

—¿Deseáis tomar alguna cosa, padre?

—No, gracias. —Buscó en su bolsillo un rosario y jugueteó con él para camuflar su nerviosismo. Descubrió a una Beatriz más fría, indiferente.

—Pues vos diréis…

—Bien… —Carraspeó intranquilo—. La verdad es que no sé cómo empezar… —En su gesto, desde luego no encontró ningún apoyo—. Bueno… he venido para ofrecerme. Han pasado varias semanas desde tu última confesión y me gustaría que no abandonásemos esa santa costumbre…

—Ahora no lo necesito —le repuso con sequedad.

—No quiero decir que sea hoy; me refiero…

—¡Esperad, no sigáis hablando!

Beatriz se había preparado para recibir esa u otra propuesta y acudía con la idea de afrontarlas de una sola vez, sin que le quedase ninguna duda.

—No pretendo rechazar vuestra presencia de mi casa y no por eso dejaré de conversar con vos, pero no quiero seguir abriéndoos mi corazón, ni en confesión ni de ninguna otra manera. Me gustaría dejarlo muy claro, padre.

—¿De dónde sale esa severidad hacia mí? No te he conocido nunca así.

—No tiene causa en vos; supongo que surge de mí y que viene de hace tiempo. Lo único que ha cambiado es que ahora lo afronto tal y como debería haberlo hecho en su momento.

—No acabo de entenderte, pero en vista de ello, ahora sí me tomaré un chocolate, por favor. —Parejas entendió que aquello no tomaba el rumbo esperado.

Beatriz llamó a Amalia y le encargó dos tazas y algo dulce para acompañarlas. Miró al capellán y sintió una cierta lástima; era un buen hombre al que no podía culpar de su situación, y además sabía que era un cabezota; eso se lo había demostrado en el pasado, en innumerables ocasiones. Para contrarrestar su obstinada voluntad, no le sería suficiente decir que ya no quería su dirección espiritual.

Mientras el padre Parejas decidía qué argumentos le serían más útiles para conseguir que Beatriz se abriera a él, ella hacía lo contrario; elegía excusas para evitar aquella conversación que estuvieran bien fundamentadas, pues no le sería fácil derrotar sus intentos de ablandar su firmeza.

Amalia apareció con una bandeja y la dejó cerca de Beatriz. Antes de salir, le lanzó una mirada de complicidad pues sabía la incomodidad que le producía a su ama aquella visita.

—Entiendo que tu matrimonio no fue feliz. Más aún sabiendo cómo amabas a Braulio.

Parejas intentó abrir cuanto antes la herida, dejando a un lado su primer argumento sacramental.

—Estáis muy equivocado, padre. ¿Por qué no había de serlo?

—Entiendo que no sentiste ningún amor hacia él.

—Me duele vuestra suposición cuando no recuerdo haber mantenido conversación alguna con vos donde hubiéramos tratado mis sentimientos. ¿Qué mujer no hubiera deseado verse en igual situación que la mía: casada con un noble adinerado y respetada?

—Entiendo que muchas, pero algo me dice que tú no.

—¿Qué es ese algo…? Si yo os contesto de una forma específica, me repele que no hagáis vos lo mismo.

Parejas se percató que la orientación que había querido dar a la charla se le escapaba. En un entorno de pura dialéctica, Beatriz se manejaba con habilidad y soltura.

—Me refiero a la pérdida de Braulio, por ejemplo.

—Las personas entran y salen de tu vida, sin más. Aunque también he perdido a mi marido, he de reconocer que algunas me han dejado mayor huella que otras. —Nada parecía reducir su cerrada actitud.

Beatriz empezó a considerar la posibilidad de terminar aquella conversación sin dar más explicaciones. No entendía qué razones le estaban empujando para preguntar si su matrimonio había sido el ideal, ni por qué escarbaba en sus heridas.

—Beatriz, ábreme tu corazón; te dará paz.

Le agarró de las manos. Ella se soltó con un gesto de rechazo.

—¿Abrir mi corazón…? ¿Para qué? —Su mirada era afilada, destructiva.

—Para ayudarte a entender. Para que penetre la luz de Dios en él. —El religioso mantuvo un largo silencio, mirándola muy despacio, pidiéndole en pensamiento que se dejase hacer—. Tu vida se ha visto acompañada de desgracias, de infortunios, de penas. Soy tu confesor, y como pastor espiritual tuyo, conozco tanto tu necesidad de consuelo divino y humano como tu decidido rechazo a dejarte ayudar.

Beatriz le miraba sin ninguna intención de abrirse a él. El sacerdote siguió hablando.

—No te he visto nunca llorar. Resultas tan impermeable a la hora de mostrar tus sentimientos, que a veces he llegado a pensar que no tienen cabida en tu interior. Perdona mi sinceridad, pero creo que te casaste por despecho, mostrando a todos una alegría donde no la había, haciéndonos ver que habías superado la muerte de tu verdadero amor, Braulio, cuando no era cierto. ¡Te engañas! No sólo nos engañas a los demás. Creo que dentro de ti vive un resentimiento permanente, que mantienes oculto pero siempre vivo; un odio que surgió a partir de lo que les ocurrió a tus padres, aumentado después con la muerte de Braulio…

Beatriz no había escuchado nunca impresiones tan agrias sobre ella. Se sintió herida, por un momento, vulnerable.

—En otras palabras; a vuestros ojos sólo soy una mala mujer.

—Hoy he venido en tu ayuda para que cambies. No lo eres, pero debes liberar de ti ese mal que te atormenta, esa zozobra que te domina. Vengo a abrir ese corazón tuyo que se ha cerrado de dolor y no deja que nada entre en él.

Beatriz suspiró dos veces, o tal vez tres. Aquel hombre era obstinado, pero competente en su influencia espiritual. Nada de lo que dijese le serviría, nada, hasta que consiguiese sus propósitos.

Le miró a los ojos, escudriñando en su interior, y por algún motivo inexplicable tomó una decisión.

—¡Quiero confesarme ahora!

—Aquí no podemos… Mejor en una capilla o en un templo. —Aquello le pareció insólito.

—¡No! Os mostraré por una sola vez todo lo que vive en mi interior; lo que nunca antes habíais conseguido. Pero debe ser en este momento. De no ser así, jamás os daré otra oportunidad. Vos decidís, padre.

—Arrodíllate a mi lado y empecemos.

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida. —El padre Parejas se santiguó.

—Con esta confesión no busco perdón pues acudo a ella sin arrepentimiento.

—Pero Beatriz, eso no se debe hacer…

—El mal habita en mi corazón. —No le dejó hablar—. Al principio de barruntar su presencia, empeñé toda mi voluntad en alejarlo de mí, en expulsarlo lejos. Fracasé una y otra vez; era imposible. Pasado un tiempo, comprendí que debía convivir con él y, no sólo eso, también entenderle; cuando te ha elegido y ha puesto la vista en ti, de pronto descubres que no puedes luchar contra él.

Aquella declaración hirió en lo más hondo el alma del capellán. Jamás había escuchado algo parecido de nadie. Le impresionó la serenidad que demostraba Beatriz.

—¿A qué llamas el mal?

—Al que acompaña mi vida. A mi más noble amo; el que no me confunde y del que soy su fiel servidora.

—Beatriz, me asusta lo que dices. ¿Acaso estás hablando del diablo?

—No sé ponerle un nombre. Trataré de explicarme de otra manera. En otras personas, el bien acude de una manera o de otra a sus vidas, les acompaña, les dirige, preside su comportamiento, y ven sus frutos su presencia. Ése puede ser también su caso. En la mía, lo estuvo, pero sólo hasta el día de la muerte de mi madre. Después ya no ha vuelto a entrar; ha dejado su hueco y el mal lo ha ocupado. La desgracia, la pena, el dolor o la tristeza son los hijos naturales del mal. Todos ellos han querido protagonizar mi vida. Se dice que el mal es oscuro, frío, pero no es verdad, yo he llegado a sentir su poder de seducción hasta abandonarme a sus encantos, entregándome a él hasta el extremo. Creedme, el mal atrae; y con más fuerza que el bien.

—No digas tantas barbaridades, por Dios bendito. Él te puede ayudar; lo puede todo. Pídeselo con fe.

—Dios ya me ha dado la libertad de elegir, y sabe que lo he hecho. Ahora no he de pedirle nada más.

—Beatriz, hija mía, vives en un mundo interior lleno de confusión. La maldad no existe como tal, sólo aprovecha el espacio que deja la falta de bien. El mal vive de las acciones o de las intenciones, y tú eres sólo una joven que jamás ha cometido daño alguno. Has sufrido, más que nadie, mucho, pero no te abandones a esas ideas que no son reales, créeme, enfermarán tu mente y no te traerán felicidad.

—¿Felicidad? —gritó indignada—. ¿La que proviene de qué? ¿De ver cómo te van arrebatando, sin ningún sentido, todo aquello que amas, una y otra vez? ¿La que uno experimenta cuando tienes entre tus brazos el cuerpo roto de tu ser amado, provocado por no se sabe quién ni para qué, o el de tu propia madre muerta sin sentido?

—Lo sé, aquellas muertes no parecen tener lógica ante nuestros ojos de hombres; pero sí ante la mirada de Dios, aunque resulte imposible de entender. Neutraliza con buenas obras, con bondad, aquellos lugares de tu conciencia donde creas que habita el mal. Si llenas de amor tus actos, bañarás con ellos el odio. Aférrate a la esperanza, a la caridad, si es que te asaltan el ánimo de venganza o de ira en tu vida.

Beatriz se rió en su cara.

—Bellas palabras, padre. Lúcidas y sensatas para cualquiera; en mí se vuelven tenues y sin efecto. Nada conseguirá que me desvíe de mi decisión última. —Su mirada era cáustica, definitiva—. Hace muy poco descubrí mi verdadera misión, y creedme que la cumpliré. ¡Sé que en ello reside otro tipo de felicidad!

—Háblame sobre esa decisión, no sé a qué te refieres. Te recuerdo que estás embarazada…

En aquella increíble revelación a la que acudía el atónito padre Parejas, creyó entender una posible reacción autodestructiva. Temió por su suicidio.

Beatriz captó su pensamiento y volvió a reírse de él, con descaro. Al religioso, aquella expresión le resultaba histriónica, salvaje, cruel, y le taladraba su herida conciencia, como si de ácido se tratara.

—El ser que vive en mí está aislado, bien protegido, nada malo le llega, lo sé. Es el único resto de bien que se mantiene en mi ser, y no debéis temer por él. Hasta que no viva fuera de mí nada he de decidir. Será después…

—¡Confiésame tus intenciones! —exclamó en un tono excitado—. No permitiré que te pierdas; eres parte de mi rebaño, he de cuidarte y protegerte… —Un agrio sudor resbalaba por su frente, preso de una angustia y un dolor insoportable. Rezaba por ella, le imploraba a su Señor que le regalara su amor, que curara su alma.

—Jamás lo haré. Cuando llegue el día lo entenderéis. Ahora absolvedme ya o terminemos cuanto antes esta confesión.

—No puedo… —el hombre lloraba de impotencia—, sin tu arrepentimiento y tu deseo de perdón.

—Pues dejémoslo así porque nada de eso está presente en mis intenciones. Sólo os recuerdo vuestro deber de secreto de confesión, y por tanto nada, repito, nada de lo que os he revelado debe salir de esta habitación.

—Es mi deber como sacerdote, pero también pedir por tu alma, lo que haré sin desfallecer hasta conseguir tu conversión.

—Haced lo que creáis conveniente. Pero, en adelante, id pensando en dejarme en paz y enfocar vuestro fervor hacia otra destinataria. —Se incorporó y lo primero que comprobó fue la desesperación que reflejaba su rostro—. Mi criada os acompañará hasta la salida.

—Beatriz… lo que me has contado ha herido mi alma. Mi corazón siente un profundo dolor que me abrasa.

—Aprended a convivir con ello. —Volvió a reírse con desprecio—. En ocasiones, así es como el mal avisa de su presencia; puede que sea el signo de su primera visita.