Iglesia de San Jerónimo el Real

En Madrid.

Año 1751, 12 de septiembre

La reina Bárbara de Braganza se arrodilló para recibir la forma consagrada de manos de su confesor Rávago. También lo hizo el Rey, a continuación, bajo los suaves acordes de órgano que flotaban en el interior del templo. Sonaba una obra de Haendel que, por expreso deseo de los reyes, acompañaba siempre ese momento.

Si cierto era que toda la Corte acudía a diario a esa misa; no se podía decir lo mismo de Joaquín Trévelez, pues en él era algo excepcional. Sin embargo, aquella mañana se encontraba en un banco trasero al haber recibido un aviso de Rávago la noche anterior, urgiéndole a presentarse sin excusas para tratar un importante asunto.

Terminada la comunión, frente al altar y de espaldas a los asistentes, el padre Rávago limpiaba con minuciosidad el cáliz y la patena. Un monaguillo los retiró con respeto, una vez que había terminado de secarlos. Extendió los brazos para rezar en silencio las últimas oraciones, cerró el misal, y se volvió de cara a los presentes para dar la última bendición.

En un entonado latín, dio por terminada la misa.

Se volvió hacia los reyes, inclinándose en respetuosa despedida, e hizo una última genuflexión frente al sagrario.

Antes de salir buscó el rostro de Trévelez, localizándolo sin esfuerzo al final del templo. Con una mueca, indicó que le siguiera a la sacristía.

Joaquín tuvo que esperar a que pasaran los reyes y su séquito para tomar la dirección contraria, hacia la derecha del crucero, donde estaba la sacristía, una amplia estancia con sus paredes ocultas tras varios armarios acristalados, llenos de los más variados y ricos ornamentos destinados a las celebraciones litúrgicas.

Frente a una larga y baja repisa de madera, Rávago se estaba quitando la casulla con ayuda del monaguillo, y rezaba en murmullos frente a una hermosa talla de un Cristo crucificado. Se retiró el cíngulo y la estola, besó esta última con devoción, y se volvió a Trévelez.

—¡Acompañadme a desayunar!

—Me ha preocupado ver el deteriorado estado que muestra la Reina. —Trévelez la vio más delgada y débil—. Parece muy enferma.

—Lo está, y aunque aún no sabemos lo que tiene, no parece nada bueno.

—Lo lamento por el Rey; debe afectarle mucho.

—Aunque sólo fuera para preservar su frágil salud mental, hemos de esperar que no se complique la enfermedad de su mujer; no creo que lo soportase.

Atravesaron un patio rectangular salpicado de olivos, y se adentraron en un edificio anexo que se abría en dos largos pasillos. Tomaron el de la derecha, y entraron en una pequeña sala donde les esperaba un sobrio desayuno.

Se sirvieron ellos mismos el chocolate, y sin dar cuenta de unos aromáticos bollos calientes que por su aspecto parecían recién horneados, Rávago se concentró en el asunto que le urgía tratar con el alcalde de Casa y Corte.

—Lo que os expondré a continuación, además de ser el principal motivo de vuestra presencia, puede resultar tan delicado como peligroso para los intereses del Estado. —Cogió un ejemplar del Diario de avisos, con fecha del mes anterior, entre otros muchos apiñados sobre una mesa, y se lo tiró al regazo—. ¡Leed eso y luego dadme vuestra opinión!

Joaquín echó una rápida ojeada por los titulares de la primera página, buscando cuál de ellos podía ser el que requiriera su atención.

—«El precio de la fanega de trigo se derrumba» —leyó el primero de todos. Rávago guardó un paciente silencio.

—«La constitución de la nueva Academia de Nobles Artes sufre serios retrasos» —continuó.

—¡Pasad a lo importante, por Dios bendito, que no dispongo de toda la mañana!

Joaquín localizó un titular con posibles consecuencias políticas. Pensó que ése era el elegido.

—«Francia y Austria sellan un acuerdo contra Prusia.» —Alzó la vista para comprobar, en Rávago, si ésa era la noticia. Éste le arrancó de las manos el periódico y leyó con voz enfadada.

—«Un hombre aparece muerto por causas desconocidas en una callejuela del viejo Madrid.» —Le miró con gesto contrariado y avanzó con el resto de la información—: «Ayer, en la tarde del veintitrés de agosto, fue encontrado por un vecino de nuestra ciudad el cuerpo de un joven varón, sin presentar signo alguno de violencia. Hasta el cierre de esta edición, aún se desconocen las causas de su muerte y la identidad del mismo. Si alguien puede aportar alguna información sobre este suceso, póngase en contacto con cualquier responsable de la autoridad».

Dejó de leer y le miró unos segundos, sin pronunciar una palabra.

—Estoy al corriente de ese caso, pero debo reconoceros que no le dimos mayor importancia. Una muerte accidental, si me apuráis poco habitual dada su edad, pero sin más trascendencia.

—¡Pues la tiene, y mucha! —sentenció Rávago.

—¿Podríais ser más explícito?

—Se llamaba Mateo Vilche. ¿Os suena?

—El nombre no, pero su apellido desde luego que sí.

—Era sobrino del conde de Valmojada, don Tomás Vilche, y estoy seguro de que fue asesinado.

—¿Asesinado? ¿Por qué lo creéis? —Trévelez se atropellaba en sus preguntas—. ¿Y cómo habéis sabido que se trata de él?

—Mateo cumplía una importante misión que yo mismo le encomendé. Cada miércoles despachaba conmigo para ponerme al corriente de los avances en su investigación, cuyo objetivo os expondré en breve. Sin embargo, desde hace dos semanas no había vuelto a verlo. No empecé a preocuparme demasiado, hasta que por casualidad vi esta noticia. Una campana de aviso sonó en mi mente y me decidí a buscar más información. No pude identificarle en persona, pues llevaba días enterrado, pero ayer mismo conseguí entrevistarme con el testigo que lo encontró y de su testimonio, por las descripciones que me hizo, supe que se trataba en efecto de Mateo.

—¡De acuerdo!, pero de ahí a sospechar un asesinato…

Joaquín rechazaba la idea de enfrentarse a un nuevo caso que se sumase al resto aún sin resolver.

—Os solicito que ordenéis la exhumación del cadáver para que le sea practicada una autopsia; la que no se hizo en su momento. Estoy seguro de que su muerte no fue tan accidental como habéis dado por hecho.

Se sirvió otra taza de café y esta vez sí probó uno de aquellos bollos azucarados.

—Como os he dicho, Mateo estaba cumpliendo una misión; vigilaba la embajada de Inglaterra y sobre todo las visitas que pudiera recibir sir Benjamin Keene.

Joaquín se quedó asombrado ante la noticia.

—No me digáis nada, ya sé que dada mi posición no es demasiado correcto.

Rávago se ruborizó, obligado a tratar esos delicados asuntos y poco entusiasmado por tener que reconocerlo.

—Tras el crimen del padre Castro y más aún con el del duque de Llanes —prosiguió—, recordaréis mi insistencia en que dirigierais vuestras investigaciones hacia los masones y, en general, contra los enemigos de nuestra amada fe. Por aquel tiempo, disponía de ciertas sospechas, no muy contrastadas, que relacionaban al embajador inglés con los máximos responsables de la masonería. Pensé que si intervenía en ese momento, impulsándoos a iniciar una investigación contra el diplomático, habría podido llegar a sus oídos. Por ello, y para no provocar un posible conflicto diplomático, decidí una vía mucho más discreta con la colaboración del joven sobrino de Valmojada. Como es obvio, trataba así de obtener una información más directa y menos comprometedora para la monarquía.

—¿Estaba informado el marqués de la Ensenada o, con más motivos, el ministro Carvajal?

Joaquín imaginaba la respuesta, pero sólo por ver al omnipotente Rávago, al menos por una sola vez, en una situación comprometida, teniendo que humillarse delante de él, merecía la pena.

—¡No juguéis conmigo, Trévelez! ¡De sobra sabéis que no! —Enrojeció de rabia—. Vuestra pregunta está fuera de lugar.

Soltó la taza sobre la mesita.

—¿Queréis que hablemos ahora de vuestros pocos éxitos, o mejor dejamos las cosas como están? —Ahora le disparaba él con su más ácida ironía.

—Disculpadme, reconozco que el hecho de preguntároslo ha sido una estupidez por mi parte. —Le había devuelto bien el golpe, y su mejor opción, ahora, era encajarlo con dignidad—. Volvamos a Mateo Vilche, ¿qué os ha hecho pensar que fue asesinado?

—¿Y a vos que fuera un accidente? —Su ánimo seguía alterado todavía.

—Bien, de acuerdo… Pero, ahora estamos hablando de vuestras impresiones y no de… —titubeó.

—La coincidencia de fechas con el crimen del duque de Llanes, pues también éste participaba en el mismo espionaje aunque de forma indirecta. El joven Mateo fue asesinado pocas horas después que el duque. Curioso, ¿verdad?

Trévelez le miró contrariado. De nuevo, Rávago le había ocultado una información clave que podría haberle ayudado a enfocar la bárbara muerte del difunto marido de Beatriz. Aunque tentado a decírselo, decidió no hacerlo y dejar que siguiese hablando para ver si por una vez explicaba todo lo que sabía.

—Hace un tiempo solicité al duque de Llanes su colaboración para introducir en los ambientes de la embajada a Mateo Vilche, dada su presencia habitual en ella. De ese modo, Mateo podía vigilar quién visitaba a Keene y, con suerte, ponernos en la pista de algún importante miembro de la masonería. Supongo que lo consiguió, tal vez ese mismo día, pero debió de ser descubierto por aquellos a los que espiaba, y lo mataron. —Le clavó su mirada, sin demostrar dudas sobre lo que hablaba—. Así que lo he pensado bien; deberíamos hablar hoy mismo con el embajador Keene. Estoy seguro de que está implicado en este asunto. Por eso os he hecho venir, para que me acompañéis en esa visita.

—Resultaría demasiado arriesgado, padre Rávago. No disponemos de prueba alguna contra él, y eso podría arrastrarnos a tener que justificar los motivos de vuestro espionaje. ¿Qué íbamos a preguntarle sin poner a la luz nuestras sospechas?

—Sé si un hombre me miente con sólo mirarle a los ojos. No nos haría falta abordar el asunto de un modo directo; sirviéndonos de pocas preguntas y con sólo estudiar su rostro me bastarían cinco minutos para confirmar mis sospechas.

—Pero padre Rávago, entended que poner en duda la honorabilidad de un embajador extranjero, implicándole incluso en un posible asesinato, es un asunto gravísimo, y más aún si el que lo esgrime resulta ser el confesor real.

Trévelez prolongó una pausa de forma deliberada.

—Si de verdad Keene poseyera alguna información en relación a este asesinato o a los anteriores, que nos sirviera para localizar a sus autores, jamás nos la facilitaría. Dejadme que os haga otra propuesta menos comprometedora que se me acaba de ocurrir.

—Ya podéis esforzaros porque os va a resultar difícil convencerme. —Aunque Rávago reconocía los peligros que acarreaba su propuesta, tampoco iba a facilitarle el terreno a Trévelez.

—¡Existe otro modo de llegar a él!

El gesto del confesor reflejó una disimulada actitud de sorpresa.

—Ya me diréis cómo.

—Que su mujer nos ayude.

—Ahora no os entiendo.

—Llevo tiempo observándola en varias de las fiestas a las que ha acudido, así como en algunas recepciones donde hemos coincidido, y creo que esa mujer es de fácil cortejo.

—Os recuerdo que estáis delante de un siervo de Dios.

—No nos andemos con reparos. La gravedad de vuestras sospechas justificaría el uso de cualquier procedimiento. ¿No estáis de acuerdo?

—Seguid explicándoos.

—Sé que varios han sido los que la han pretendido, y que no suele poner demasiadas resistencias. Es un rumor del que nos podríamos aprovechar.

—¡Cuánta vida mundana y libertina! —Se santiguó escandalizado.

—Si conseguimos poner a alguien de nuestra confianza cerca de ella, además de abrirnos la entrada a la embajada y espiar los contactos y relaciones del embajador, también accederíamos a sus archivos diplomáticos, lo que podría ser de enorme interés para nuestro gobierno.

—Maquiavélica pero interesante propuesta. ¿Cuándo vais a empezar a cortejarla?

—¿No creeréis que voy a hacerlo yo? —Joaquín se sobresaltó con esa idea.

—¿Y quién mejor? —Sonrió al notar su agobio—. ¿Queréis que me crea que esa mujer se va a dejar lisonjear, así sin más, por un desconocido? ¡Dejaros de tonterías! A vos ya os conoce, y sabe qué cargo ocupáis; os aseguro que eso facilitará el engaño.

Joaquín negaba con la cabeza. Aquello le parecía una locura.

—Como bien sabéis soy hombre de Iglesia y, como tal, nunca he aprobado esas licencias amorosas, aunque se me asegure que el cortejo es sólo un candoroso juego, intrascendente, casi platónico. Su aparente inocencia, en mi opinión, esconde flagrantes adulterios y, por ello, reviste una evidente inmoralidad.

—¿Y cómo es que entonces me lo pedís?

—No siempre son rectos los caminos de la virtud. A veces se hace necesario tomar algún atajo cuando se persigue un buen fin. Y este que ahora nos entretiene, justifica lo que os propongo.

—¡No lo veo claro! —Trévelez rechazaba la idea sin encontrar la forma de escapar de ella—. Yo no tengo por qué llegar hasta esos extremos… ¡Me niego a desempeñar ese papel!

—La idea ha sido vuestra, y si pretendemos discreción y éxito no encontraremos otro mejor que vos.

—¡Os insisto que no lo haré! Buscaré a alguien que sirva mejor para el encargo.

Cuando Rávago tomaba una decisión, era labor imposible conseguir convencerle de lo contrario.

—Alcalde Trévelez —su voz surgió más solemne—, no estamos hablando de un asunto menor. Si por vuestra labor, que ya entiendo os puede resultar un tanto excesiva, hallásemos pruebas que incriminasen a Keene en el atentado del palacio de la Moncloa, de su sospechosa relación con la masonería o de su posible implicación en el resto de asesinatos, también del último que nos ha reunido hoy aquí, sabed que tanto mi persona como la propia Corona estaríamos en deuda con vos. Os recompensaríamos con la suficiente generosidad como para olvidar vuestros actuales inconvenientes. Creo que sobran explicaciones más detalladas. Confiad en mí.

Joaquín le miraba sin ocultar su repudio. Lo meditó durante unos minutos sin encontrar ninguna salida mejor.

—De acuerdo. ¡Lo haré! Pero os pido que jamás nadie se sirva de mi actuación con la mujer del embajador para usarla en mi contra.

—Tenéis mi palabra, mis bendiciones y mi máximo reconocimiento. ¿Cómo vais a hacer para conseguir su interés? —se interesó Rávago.

—Cada tarde pasea en su carroza por el Prado de los Recoletos. No tengo más que coincidir con ella y empezar a cortejarla.

—¡Pues daos a ello cuanto antes, y mantenedme informado!

Una pequeña criatura dormitaba en el regazo de la condesa de Benavente, fruto de un largo y laborioso parto.

El rostro de Faustina reflejaba agotamiento y felicidad al mismo tiempo. Aquella niña, de pelo oscuro y de cuerpo menudo, se llamaría María Josefa. Era la primera hija legítima de los condes y un cierto alivio a las últimas desgracias que habían entristecido a toda la familia.

Varios ramos de flores inundaban de fragancias la atmósfera de la habitación, donde también se respiraba una contagiosa ilusión. La sonrisa casi bobalicona del conde así lo atestiguaba; también la de Beatriz, que acababa de llegar desde su residencia nada más conocer la noticia, y las observaba, tumbada a su lado, imaginándose un día en parecido trance.

—Madre, ¡es preciosa! —Le acariciaba su suave cabecita con ternura.

Pocas veces había visto Faustina una mirada como ésa en su hija adoptiva. Nada recordaba en ella el reciente drama vivido.

—María Josefa, te presento a tu hermana mayor Beatriz.

La niña acababa de abrir los ojos y pareció entender sus palabras al dirigir la cabeza hacia ella.

Beatriz le devolvió su primer y fraternal gesto con una sonrisa llena de gratitud.

—¡Es muy rica!

Después de innumerables visitas, además de ella, sólo quedaban acompañando a Faustina su marido y la mejor amiga de la familia, María Emilia Salvadores.

Beatriz aprovechó el feliz momento para darles una explosiva noticia.

—No puede haber mejor día que hoy para que lo sepáis.

Se incorporó de la cama y se acercó hasta un sofá francés que la acogió en su despreocupada caída.

—¡Estoy embarazada!

La sorprendente noticia, habida cuenta de las dramáticas circunstancias que habían dado a término su breve matrimonio, dejó estupefactos a los presentes. María Emilia fue la primera en reaccionar abrazándose a ella.

—¡Qué ilusión! —Le acariciaba la mano con nerviosismo—. Pero ¿estás segura? —calculaba las fechas—; tan sólo hace un mes que te casaste y con lo que ocurrió…

—El hijo no es suyo. —Beatriz afrontó las consecuencias de aquellas palabras sin que variase para nada su alegre expresión—. ¡Es de Braulio!

—No puede ser verdad… —Faustina se sintió desconcertada y en parte engañada ante aquella increíble revelación.

—¿De Braulio? —María Emilia, confusa, no supo cómo reaccionar a la asombrosa noticia.

Alguien llamó a la puerta.

—¡Quien sea, puede pasar! —El conde alzó la voz, y todos dirigieron sus miradas hacia él, molestos al verse cortada su conversación.

Entró muy sonriente el capellán de la familia, padre Parejas.

—¿Puedo conocer a la más jovencita de mis feligresas? —Ajeno al tenso ambiente que había atrapado a los presentes, entró despreocupado, con un gesto bonachón que le desbordaba.

Aquel hombre de Dios, bienaventurado por sus actos y sabios consejos espirituales, se había ganado el corazón de los condes, y ya hacía diez años que los atendía. Se acercó a la pequeña y la bendijo antes de darle dos sonoros besos en su frente con el permiso de su madre.

—La misericordia de Dios ha bendecido esta casa y a todos los suyos. —Extendió los brazos en cruz.

El padre Parejas observó a todos los presentes, extrañado del tenso silencio que reinaba entre ellos. Al ver a Beatriz, imaginó qué la cercanía de su tragedia podía ser la principal causa del mismo. Recordó la petición de consuelo espiritual, antes del asesinato del duque, que le encomendó la condesa para Beatriz, y se acercó hacia ella sentándose a su derecha.

—¿Cómo te encuentras, hija mía? —A Beatriz, aquel hombre nunca le había gustado demasiado.

—Pues bien. —Le guiñó un ojo con picardía—. De hecho estoy embarazada… —La pausa con la que aplazó el final de su frase provocó el terror en los presentes. Rezaban porque no diera fe de quién—… por obra del buen hacer de mi marido, después difunto.

María Emilia sonrió ante su osado comentario.

Faustina le riñó pidiéndole más cuidado.

—No le faltes al respeto. —Su padre se apuntó a la reprimenda.

—He pedido al padre Parejas que siga atendiéndote espiritualmente. Te servirá de consuelo y resulta obvio que lo necesitas. —Faustina le preparó el terreno al capellán, en atención a la expresa petición que éste le había hecho días atrás, preocupado también por la extrañas reacciones de la joven.

—Mi más sincera enhorabuena, Beatriz. Toda nueva criatura de Dios supone en mí la mayor de las alegrías. Iré a verte mañana mismo. Debo acudir antes al convento de las Carboneras, pero no me llevará mucho tiempo. Dispondremos de un buen rato para hablar.

—Pero… —replicó Beatriz.

—Os recibirá llena de ilusión —le cortó su madre, haciendo uso de su autoridad y sin aceptar una negativa por su parte.

Su gesto lo dejaba claro.

—¡De acuerdo! Vale. Resolveré lo que tenía previsto y no pasa nada, romperé todos mis compromisos por atenderos —aceptó con cara de fastidio.

El firme carácter de Beatriz salía de nuevo a relucir aunque sus padres ya estuviesen más que acostumbrados a él. Sin embargo, María Emilia no sólo lo aprobaba si no que, a medida que la iba viendo madurar, descubría nuevas coincidencias con ella.

—Beatriz, ¿quieres acompañarme? —le preguntó María Emilia, ansiosa por saber algo más sobre la sorprendente noticia que acababa de conocer.

Ella accedió gustosa.

—Debo ir al mesón de la Herradura para recibir un paquete que me envían de Cádiz.

Se levantó y se colgó de su brazo para aliviarle de la incómoda presencia del capellán.

—¿Te parece bien que dejemos disfrutar a los nuevos padres un rato a solas con su niña?

—Sí. Además agradeceré un poco de aire fresco.

Las dos mujeres se despidieron de los condes y del religioso, y se dirigieron a pie hacia la calle de Toledo, a pocas manzanas del palacio.

—No se qué hacer para no ver más a ese capellán.

—Ya sabes que no soy de las que suelen abrir su corazón a un sacerdote, pero reconozco que ahora puede serte útil. Si no hallases consuelo en él, ya tendrás tiempo de hacérselo ver y se irá.

Beatriz se quedó callada, un buen rato, meditando.

María Emilia la detuvo en medio de la calle y se cruzó en su mirada.

—¿No tienes nada más que decirme? —A María Emilia apenas le entraba el aire.

—¿Sobre qué? —respondió Beatriz.

—¿Cómo que sobre qué? —La zarandeó por los brazos, enfadada.

—Lo hicimos una sola vez, una semana antes de su muerte. Él nunca lo supo.

María Emilia, todavía confusa, en un combate de emociones encontradas, no sabía si llorar o reír. Entre tanto barullo mental, el solo hecho de saber que una parte de Braulio perduraba en el vientre de Beatriz le emocionó tanto que olvidó cualquier otra consideración.

—Estás tan loca como yo, Beatriz. —Se abrazó a ella rota de dolor y de ternura al mismo tiempo—. Hasta ahora lo has ocultado a todos, y supongo que pretendíais mantenerlo en secreto en vida del duque.

—¿Te hace ilusión?

—¡Claro que sí! Me acabas de dar una gran alegría, pero a la vez me parece todo tan complicado para ti…

—¿Complicado? Voy a tener a mi hijo y quiero darle el apellido de mi difunto marido; no quiero que sufra el desprecio de ser llamado bastardo. Lo de Braulio, quedará entre nosotros. Creo que es lo mejor.

—¿Lo planeasteis a expensas de saber que ibas a casarte?

—Ambos pensamos que la mejor manera de mantener nuestro amor vivo era ésta: concibiendo un hijo. Luego, la desgracia volvió a enseñarme su oscuro rostro, como ha ocurrido siempre en mi vida. Ahora me alegro de haber tomado esa decisión. Tu nieto está aquí, dentro de mí. —Agarró una de sus manos y la puso en su vientre.

—¡Mi nieto! Me siento tan rara, y a la vez tan feliz… —Necesitaba decírselo, ofrecerle otra solución a su futuro—. Beatriz, yo podría cuidaros a los dos. Huyamos de Madrid, a cualquier otra ciudad donde pueda criarse y llevar con orgullo su verdadero apellido. ¡Déjame ayudarte!

—Lo haces guardando el secreto. Con eso es suficiente. —Le besó en la mejilla, agradecida—. Pondero tu generosidad, pero mi interés está con él y sólo pretendo su bien. Para tener una noble educación y un próspero futuro es mejor que mantenga el apellido del difunto duque. No me importa mantener viva y para siempre esa gran mentira.

—Hasta en eso me demuestras tu grandeza. Me siento orgullosa de ti.

La tarde bruñía de sol los techos de los numerosos carruajes que paseaban por el Prado de los Recoletos. Sus ocupantes lo agradecían tras varias semanas de lluvias, sin apenas tregua, y un frío tan extremo como impropio de Madrid en esas fechas.

Todos los negocios de botillerías y cafés daban gracias a su patrono por ver cómo se llenaban sus locales aquella tarde, con un público tan ansioso de diversión como espléndido en gasto.

Desde la calle de Alcalá hasta las obras de la nueva plaza, donde aquélla se cruzaba con el paseo del Prado, un enorme atasco de vehículos parecía poner a prueba la habilidad y la paciencia de sus cocheros.

En uno de ellos iba la duquesa de Arcos, sola y dispuesta a estudiar con tiempo los nuevos tonos, tejidos y cortes que muchas estrenarían ya en sus vestidos, como anticipo de la moda de invierno.

Desde su ventanilla, vio pasar a caballo al alcalde de Casa y Corte don Joaquín Trévelez, sin escolta y con gesto despistado. Se asomó con descaro por ella, para seguir su andadura, y le vio girar hacia la izquierda. A Teresa de Silva y Mendoza, duquesa de Arcos, aquel hombre le resultaba interesante, tanto por su conversación como por su planta y trato. Le extrañó que no se dirigiera a la derecha de la plaza, a buscar la calle de San Jerónimo, hacia la botillería Canosa, lugar que solía ser su habitual parada con su prometida María Emilia Salvadores.

«Estará en misión oficial», pensó, sin darle una mayor importancia.

Joaquín iba buscando a una mujer, y no a María Emilia, sino a la esposa del embajador británico. Su carroza le resultaría inconfundible, pues llevaría en las portezuelas el escudo de su Estado.

No había preparado estrategia alguna para presentarse a ella, ni había pensado cómo hacer para ganar su interés, sólo deseaba localizarla pronto y cumplir cuanto antes la misión a la que le había obligado Rávago.

El poco tiempo disponible que le había quedado aquella mañana tras la entrevista con el confesor real, lo había agotado leyendo variados informes, que no cabían ya en su mesa, y en despachar con su ayudante para saber cómo iban las investigaciones en torno a los dos hermanos gitanos.

Comió solo en una fonda cercana a las Salas de Justicia. Los que le vieron ni le molestaron, pues parecía estar encerrado en profundos y trascendentes pensamientos. De hecho así era, pero imaginando la reacción de María Emilia, nada más haber atravesado su peor crisis con ella, en cuanto supiese que se iba a dedicar a cortejar a la mujer del embajador de Inglaterra.

Se asombró de la cantidad de carrozas que recorrían el paseo, preocupado por no lograr localizar la suya. Pero al fin tuvo suerte. Debajo de un frondoso castaño se encontraba detenida una, en tonos azules, con aquel escudo que no daba pie a ninguna confusión.

Se acercó para comprobar que no estuviera el embajador con ella, y después bajó de su caballo, se estiró la casaca, y se decidió a poner en marcha el engaño.

Tocó a la portezuela.

—Al ver vuestro carruaje, no he podido refrenar mis ansias por saber de vos.

La mujer se asomó para identificar a quién pertenecía aquella voz.

—¡Oh!, qué alegría veros, míster Trévelez.

Su castellano parecía haber mejorado desde la última ocasión que habían hablado. Joaquín se admiró al escuchar su apellido de un tirón, sin que se le atascase en la lengua como en anteriores ocasiones.

—¿Una bella mujer como vos y sola? —Joaquín consiguió que se ruborizara de inmediato—. ¿Cómo se puede permitir eso en una tarde tan agradable como ésta?

—Mi marido siempre está ocupado. —Le tendió la mano; él la besó con exagerada solicitud—. Y me suele dejar sola en estos paseos.

—¿Me permitís acompañaros entonces?

—Sí, sí. Por favor.

Joaquín entró sin dudarlo, y se sentó a su lado recogiendo entre sus manos las suyas, en un gesto tan atrevido como inusual en él. La mujer le miró desconfiada. Trató de retirarlas un poco acalorada sin lograrlo.

—¡No existe en Madrid mujer que os supere en hermosura, mi querida Catherine! —Asombrada por sus palabras la mujer no parpadeaba.

Su aproximación era de lo más audaz, pero no tenía tiempo y tampoco era un experto en cortejos. Como se había propuesto conquistarla pronto, sería más práctico rebajar después sus ímpetus, si es que ella se lo reprobaba, que tener que prolongar aquello durante más tiempo.

—Gracias, sois muy amable conmigo.

La mujer aceptaba su atrevimiento.

—Desde el día que os conocí, me he convertido en vuestro más secreto admirador.

Ella se humedeció los labios para evitar con los nervios su sequedad, mientras él seguía elogiándola.

—Vuestra blanca y sedosa piel, esos ojos, vuestra dulce sonrisa; todo en vos hace que os tenga siempre presente en mis sueños. —Decidió dar un paso más en su particular frente de batalla.

Catherine seguía confusa ante aquella súbita demostración de interés. Un caballero arrebatado por sus encantos era motivo inmediato de excitantes expectativas para ella. Jamás había rechazado un cortejo, pero suspiró con una expresión cauta.

—Perdonad, pero no entiendo bien vuestros motivos.

Joaquín esperaba conseguir que sus lógicas barreras fueran deshaciéndose.

—Mis intenciones son tan nobles como vuestra hermosura, y mi único anhelo, poder disfrutar de vuestra sola presencia. Vengo a pediros que me permitáis frecuentaros. ¡Abrid por favor el corazón a vuestro más rendido servidor!

Se arrodilló y bajó su cabeza demostrándole cuán firme era su devoción hacia ella.

Catherine le observó complacida. Llevaba tiempo sin que nadie la deseara tanto como aquel hombre, y todavía seguía molesta con su marido por haberla despojado de aquel joven primor que la había seducido unos meses atrás. Sin ninguna explicación, Benjamin lo había echado de la embajada mandándole a estudiar español a Sevilla. Y aquello todavía no se lo había perdonado.

—Levantaos y habladme, míster Trévelez. Aunque me haya sorprendido vuestra determinación, veo sinceridad en las palabras y honor en vuestra persona. La verdad es que no sé qué deciros.

—Si os incomodo, hacédmelo saber, pues no volveré a molestaros con tan nobles intenciones. Pero si me aceptáis, os prometo atenderos como merecéis.

—¡Cuánta caballerosidad por vuestra parte, mi querido amigo! No acostumbro a entregarme en una primera conversación, creedme que no lo hago con nadie, pero veo en vos algo que me interesa, tanto que desde hoy tenéis mi permiso para frecuentarme cuantas veces lo deseéis.

Joaquín se arrimó a su grueso cuerpo, y la miró con tanto ardor como si no existiese mujer más especial que ella.

A pocas manzanas, los hermanos Timbrio y Silerio Heredia estaban preparando unas nuevas herraduras para reponer las ya desgastadas de la caballería de la duquesa de Arcos, en un yunque de su taller. Con unas largas pinzas de hierro, Silerio iba sacando las piezas del fuego y las sujetaba para que Timbrio les diera la forma y el espesor adecuado.

Apenas habían pasado cuatro semanas desde su contratación por parte de aquella mujer, pero el abundante trabajo que requería mantener en condiciones aquellas instalaciones les había tenido tan ocupados que apenas abandonaron el recinto de aquella casa palacio durante ese tiempo.

Estaban satisfechos de haber dejado atrás su vida en el taller. Había mejorado su salario, la comida era abundante y sabrosa, y sus aposentos nada tenían que ver con el sucio cuartucho y los pobres camastros de antes.

En ocasiones, en la intimidad, discutían qué nuevas acciones podían acometer para resarcirse del dolor que todavía sobrevivía en sus corazones, confiados y orgullosos por lo que hasta ahora habían conseguido. Sopesaban una y otra posibilidad, las pensaban, soñaban cómo devolver en castigo las heridas abiertas que infectaban sus vidas.

Una espesa nube de vapor de agua ascendió al contacto de la herradura, todavía al rojo vivo, con el agua de un pozal. Timbrio aprobó su aspecto final. Tras ello, descansó unos minutos apoyado sobre una paca de paja.

—Silerio, ¿has pensado cómo justificar nuestra siguiente acción? A veces pienso que podría ser demasiado arriesgada.

—Todavía no, pero ya encontraremos una buena razón para entrar en aquel lugar.

—Hemos hecho bien en cambiar de vivienda y trabajo, Timbrio. Ahora estamos más cerca de ellos, les vemos, conocemos quiénes son y dónde viven. Ahora, nuestro efecto podrá ser más severo, más letal.

Catherine estaba nerviosa por volver a la embajada. La grata compañía de Joaquín Trévelez había conseguido abreviar su rato de paseo con tanta gracia que, en su distendida conversación, olvidó la visita que los embajadores de Austria tenían previsto hacerle aquella tarde en su residencia.

Preocupada por la hora y bastante turbada por su urgencia, se disculpó de él invitándole a que acudiera a la embajada a la semana siguiente. Su marido programaba un importante viaje a Londres y estaría fuera unos cuantos días.

Joaquín le despidió desde la acera, devolviéndole un beso con la mano mientras veía alejarse el carruaje. Sin haber tenido ni tiempo de meditar sobre aquello, una voz familiar le saludó; la de la duquesa de Arcos.

—Me sorprende comprobar las buenas relaciones que parecen existir entre ambos países.

Joaquín perdió su capacidad de palabra, por rabia o por no encontrar rápidos y creíbles argumentos a ese comentario.

—Duquesa…

Buscó su caballo, y rienda en mano se acercó hacia ella.

—Alcalde…

Ella se asomó.

—La política. Ya sabéis…

—Descuidad, seré discreta con vuestra prometida. —Echó por tierra la excusa con la que pretendía justificarse.

—Os lo agradezco y confío en vuestro silencio.

—Seré fiel a ello, pero, decidme, ¿qué habéis encontrado en esa gruesa mujer?

—No puedo explicaros mis motivos. Lo siento; son demasiado complejos.

Ella le miró, demostrándole que disponía de todo el tiempo necesario, pero sintió lástima por él y cambió de tema de conversación.

—Aunque nos vimos en la boda de mi difunto amigo el duque de Llanes, no encontré el momento adecuado para preguntároslo: ¿sabéis ya quién pudo atentar contra todos nosotros en el palacio de la Moncloa? ¿Podrían ser los responsables del horrendo crimen de mi querido Carlos Urbión?

Trévelez le agradeció el gesto.

—Analizamos dos posibilidades.

—¿Podríais ser más específico?

—A falta de nuevos datos, estamos detrás de unos gitanos. De momento sólo contamos con sus nombres.

—¿Gitanos? ¿No estaban todos recluidos en los arsenales?

—Se suponía que sí, pero sabemos que muchos se han ido dando a la fuga. Hemos puesto carteles de búsqueda por varios puntos de la ciudad con sus descripciones y nombres.

—¿Cómo se llaman?

—Timbrio y Silerio Heredia.

—¿Cómo decís?

Le repitió los nombres, extrañado de la fulminante palidez que se había adueñado de su rostro.

—Trabajan para mí… —Le temblaban las manos—. Los contraté no hace ni un mes. No sabía que eran gitanos. Son mis nuevos encargados…

—¿Estáis segura?

—Por completo.

Joaquín montó a caballo sin despedirse y se alejó al galope en dirección a su palacio. De camino se cruzó con un grupo de guardias de corps, ordenándoles que le siguieran en ayuda para detener a los dos gitanos. No creía en el factor suerte, aunque por una vez, las casualidades parecían estar de su lado.

La sorpresa de ver a ese hombre allí, su expresión de urgencia, y su paso decidido, puso fin a la conversación que entretenía a Timbrio y Silerio Heredia.

—¿Qué os trae por aquí, amigo Claudio? —Los dos hermanos gitanos detuvieron su trabajo.

Su anterior patrón en la herrería no parecía estar allí para corresponderles con una atenta visita.

—Llevo semanas buscándoos por todo Madrid. Creí que estaríais en otro sitio, no en esta casa. —Suspiró agitado—. ¡Os quieren detener!

—Guardad más cuidado, os lo suplico. Podrían oíros. —Timbrio gesticulaba con las manos señalándole que bajase su tono de voz.

—¿Quién decís que nos quieren prender? —preguntó Silerio.

—Los soldados —respiró fatigado—, y un tal Trévelez, el alcalde de Casa y Corte. Menos mal que os he encontrado a tiempo.

—Explicaos y tomad aliento primero, que os va a dar algo. —Timbrio se alarmó al ver su congestionado rostro.

—¡Debéis huir de inmediato, salir de Madrid y esconderos durante un tiempo!

—¡Tranquilizaos, Claudio!

Silerio le ofreció un poco de agua. El hombre la bebió de un solo trago.

—Vinieron pocas horas después de vuestra salida, hace ya unas semanas. Preguntaban por vosotros. Os acusan de asesinato. No les dije nada, pues poco sé si dicen la verdad o no, y menos me importa. Os considero mis amigos y no permitiré que os suceda nada malo. Sólo tuve que informarles de vuestra condición gitana y de vuestros nombres; me estaban moliendo a palos.

—No os preocupéis; vuestra lealtad hacia nosotros está más que demostrada. No esperábamos tanto de vos. ¿Cómo habrán dado con nosotros?

Timbrio pensaba a toda velocidad. El consejo de huir no le parecía desacertado. Si ya sabían casi todo sobre ellos dos, no les sería difícil encontrarlos. Muchos nobles acudían a esa casa escoltados por guardias armados y más tarde o más temprano alguno podría reconocerles.

Decidió que debían hacer caso a Claudio y salir de allí a toda prisa.

—Nos iremos ahora mismo, Silerio. Tienes razón; este lugar puede ser una ratonera si vienen por nosotros. Más vale que huyamos a tiempo.

Recogieron lo poco que poseían de sus aposentos y se dirigieron de nuevo al taller donde les esperaba Claudio.

—Para no comprometer vuestra seguridad, no os diremos dónde vamos a escondernos. Hemos de abandonar Madrid durante unos días, pero no antes de terminar un asunto que nos ha ocupado demasiado tiempo como para abandonarlo ahora.

—No confiéis en nadie —les aconsejó Claudio—. Mirad siempre a vuestras espaldas. De ahora en adelante, pensad que puede haber alguien persiguiéndoos. Sed muy cautos, os lo ruego.

—Descuidad, mi buen amigo, lo haremos.

Con todo sigilo buscaron la protección del muro interior de los jardines y caminaron por él hasta alcanzar la puerta de salida, procurando no ser vistos por nadie desde dentro. Llegaron hasta un frondoso seto que los escondía bien. Escucharon algo que los detuvo: eran los ecos de unos cascos de caballo. Parecían ser muchos y se acercaban hacia la casa a toda velocidad. Como precaución, se refugiaron tras las ramas de un inmenso laurel que consiguió ocultarles por completo.

Alguien golpeó la puerta de madera al grito de «abran a la autoridad». Los tres se miraron con aguda preocupación. Timbrio les animó a salir corriendo en cuanto lo ordenase, sin mirar atrás, sin perder tiempo. Con suerte, extremando las precauciones, dispondrían de unos pocos segundos para huir si esperaban a que el último de los guardias hubiese doblado la esquina del invernadero central, el cual haría de pantalla hasta que la patrulla se hubiera repartido por todo el recinto.

Timbrio contó diez hombres, y delante de ellos, a uno que por su vestimenta debía ser el alcalde. Fue consciente de que, en ese momento, estaban tan cerca de verse detenidos y sentenciados a muerte como de seguir disfrutando de su libertad si eran cautos. Su corazón parecía haberse vuelto loco; las palpitaciones le alcanzaban hasta las sienes.

Observó al último de los caballos perderse detrás de las vidrieras y les avisó. Salieron sin hacer ni un solo ruido, pero a toda velocidad. Temían escuchar un grito, algún aviso de un guardia, la orden de su persecución. Pero no ocurrió nada. Por fortuna no habían dejado ningún retén en el exterior, y la calle parecía tranquila. Ya nada les impedía ponerse a correr, con menos cuidado, para alejarse lo antes posible de allí.

Timbrio iba el primero; rompía el orden para adelantarse a cualquier contratiempo que pudiera salirles al encuentro, agarrado a su navaja por si tuviera que hacer uso de ella.

Y de golpe la vio. Había crecido. Le pareció mucho más mujer, pero sin duda se trataba de su hija Amalia. Venía de frente a ellos, caminando con un cesto de mimbre, absorta en sus pensamientos. El ruido de sus pasos la alertó, y ella también le vio. Ahogó un grito de sorpresa cuando su padre le tapó la boca.

—¡Amalia, mi niña!

—¿Padre?

—Nos persiguen. No puedo quedarme aquí. ¡Rápido!, dime dónde vives; te iré a ver en cuanto pueda.

Miraba constantemente hacia atrás, nervioso y feliz por aquella inesperada coincidencia, por haber visto al fin a su hija, después de creerla muerta.

—Trabajo en casa del duque de Llanes y también está conmigo Teresa.

La hija lloraba de emoción. Estaba viendo a su padre y a su tío después de muchos años de ausencia.

—¿Teresa, también? ¡Qué alegría me das, hija!

—¡Debemos irnos de inmediato, Timbrio —le recordó Claudio.

—¡Ahora no puedo quedarme, pero juro que te veré muy pronto!