Casa palacio del duque de Llanes

En Madrid.

Año 1751, 22 de agosto

El alcalde Trévelez daba las órdenes a su equipo desde el dormitorio principal de la residencia del duque.

—¡Cortad esas cuerdas que lo sujetan al balcón y llevadlo con cuidado al interior! No puedo soportar que siga ahí, expuesto a la morbosa mirada del público.

A su lado, Somodevilla no conseguía disimular su consternación ante la barbarie cometida contra uno de sus más íntimos allegados, don Carlos Urbión, duque de Llanes, con el agravante de no haber pasado casi ni una semana desde su boda. Por fortuna, su asesino se había detenido en él y no en su esposa Beatriz, pues ésta había sido llevada a una cámara contigua, donde quedó inconsciente por efecto de un fuerte golpe en la cabeza.

Los dos acababan de llegar del palacio del Buen Retiro después de haber mantenido un despacho urgente, convocado por Trévelez, para hablar de la posible y sorprendente implicación gitana en los atentados sufridos en el palacio de la Moncloa.

Sin tiempo suficiente para valorar las consecuencias que podría acarrear esa nueva pista ni poner en marcha otras medidas fueron informados de aquel nuevo suceso, acaecido durante la noche y en pleno centro de Madrid.

—Este asunto se nos está yendo de las manos, Trévelez.

Ensenada se tapó la boca con un pañuelo de mano sin apenas conseguir contener sus náuseas.

El desgarrado cuerpo del anciano duque fue introducido por cuatro guardias en la habitación y depositado en el suelo sobre una sábana limpia.

Con un gesto de asco, uno de ellos recogió sus intestinos como pudo para dejarlos encima de su vientre.

—Debo partir de inmediato para informar al Rey en persona —continuó Ensenada—, pero en cuanto terminéis, os quiero en mi despacho para una reunión de urgencia. ¡Esto tiene que acabar cuanto antes! —Observó por última vez el lamentable aspecto del cadáver del duque—. Debo reconoceros que, si no fuera porque estoy viviendo este desastre en primera persona, pensaría que se trata de una horrible pesadilla; la peor de mi vida. Me siento abrumado.

Trévelez observaba con gesto destemplado el cuerpo del noble. Su mirada se había quedado como congelada ante la barbarie cometida. El resto de su equipo se mantenía a la espera, observándole, confiados en su demostrada capacidad y entereza. Su profesión le exigía no perder el temple en esas situaciones, y por ello, como tantas otras veces lo había hecho, consiguió aislarse de aquella cruel realidad convirtiéndola en un mero estudio y restándole de ese modo toda trascendencia.

Recorrió con la mirada las profundas incisiones que se abrían debajo del esternón, hacia ambos lados del abdomen, en forma de triángulo. Su base, unida todavía al vientre por la propia piel, aparecía revertida y vuelta hacia abajo. A través del agujero se podía ver el estómago y un fragmento de hígado, por encima de sus revueltos intestinos. El resto del cuerpo sólo mostraba magulladuras y hematomas, seguramente provocados durante la agresión.

A la vista de las tremendas heridas e imaginándose la violencia que tuvo que acompañarlas, a Trévelez le parecía imposible que nadie de la casa hubiera escuchado ruido alguno, tal y como ya habían declarado a sus colaboradores antes de su llegada. También se preguntaba cómo habría conseguido el asesino llegar hasta ese dormitorio sin ser advertido por nadie.

En la habitación contigua se encontraba Beatriz, acompañada por su madre Faustina, que había llegado desde su cercano palacio nada más saber lo ocurrido. Antes de entrar en el escenario del crimen, Trévelez había estado conversando unos minutos con Beatriz; primero para interesarse por su estado y también para hacerle unas primeras preguntas. La infortunada joven tenía en un lado de la cabeza una estrecha brecha de la que brotaba un fino hilo de sangre. Con una sorprendente entereza y sin ningún ánimo de retrasar su necesaria declaración, le explicó lo poco que recordaba.

—De madrugada me desperté al sentir que alguien se abalanzaba sobre mi cuerpo y no me dio tiempo de ver nada más. Fuera quien fuese, me tapó con una manta y me golpeó con algún objeto en la cabeza, lo que hizo que perdiera el conocimiento durante bastante tiempo. Al alba, cuando desperté, me encontré tumbada en el suelo en otra habitación, y de pronto recordé lo ocurrido. Me dirigí a la carrera hasta mi dormitorio y es allí donde encontré en el balcón a mi marido, asesinado de una forma abominable. Grité con todas mis fuerzas hasta que vinieron las primeras personas del servicio y luego me sacaron de allí.

Mientras Trévelez comprobaba el tipo de cordaje que se había usado para atar al duque a las rejas del balcón, rebotaba en su mente la pregunta que Beatriz había dejado flotando en el aire y en la conciencia de todos los presentes, antes de abandonar aquella estancia e ir al dormitorio principal: «¿Por qué ha de recaer tanta desgracia sobre mí?».

Apenado por la verdad de sus palabras, Trévelez se puso a pensar en los posibles motivos que habrían llevado al asesino a procurar al cadáver una pública exposición. Mientras especulaba sobre ello, miró distraído por el ventanal y vio a María Emilia. Fue sólo un instante, pues un visillo la escondió al saberse descubierta. Aunque sabía que vivía en el palacio de enfrente, no había advertido la proximidad de las ventanas de ambos dormitorios. Al conocer el gran afecto de María Emilia por Beatriz y Faustina y extrañado de que no estuviera todavía con ellas, decidió visitarla en cuanto terminase con los interrogatorios.

De vuelta al interior de la habitación, se concentró en el cuerpo del duque. Su mente evaluaba la notoria coincidencia de aquel triángulo con el del cuerpo del jesuita Castro. No había comparación con el atentado del palacio del duque de Huáscar, sobre todo por su distinta magnitud y otras evidentes diferencias, pero entendió que en este asesinato subyacía la aparición de un símbolo común con el del general de los jesuitas, aunque con una diferencia no demasiado importante que le hizo pensar. En la herida que presentaba el duque, la base del triángulo no era recta como la de Castro; en el aristócrata dibujaba un arco casi perfecto.

Trévelez repasaba los macabros detalles que habían caracterizado al anterior crimen de la ribera del Manzanares, y se sobresaltó al recordar la desaparición del corazón del religioso. Le sobrevino entonces una impetuosa necesidad por comprobar si aquella macabra firma pudiese estar también en aquel cuerpo, pues tras una primera inspección nada había llamado su atención en ese sentido.

Sus ayudantes contemplaron estupefactos los intentos del alcalde por escudriñar hasta el último rincón del cadáver sin saber qué motivaba su búsqueda. Se puso a hurgar entre las vísceras del duque, poniendo a prueba sus conocimientos de anatomía, por si faltase alguno de sus órganos. Pero no extrañó ninguno.

De forma instintiva recordó la conversación que había mantenido con María Emilia cuando dedujeron los mensajes que los asesinos habían querido dejar en el crimen de Castro. Sin evitar el dolor que aquel nombre todavía le producía, recordó sus palabras, cuando se refería a los posibles motivos de la extirpación de su corazón.

«Los asesinos han querido dejar por escrito en este crimen un mensaje que tiene que ver con la Compañía de Jesús, que puede significar su odio hacia la Orden que venera el Sagrado Corazón.» Joaquín se sentó en un sillón, intentando averiguar qué le faltaba a aquel escenario para ser equiparado al del jesuita.

—Triángulo equilátero en uno, y un arco en éste…

Empezó a recopilar las similitudes que presentaban ambos sucesos en voz alta.

—La caperuza que ocultaba el rostro de Castro, y ahora una pública exposición del duque de Llanes, simulando una crucifixión. Uno religioso, el otro un importante miembro de la nobleza. Al jesuita le fue extraído el corazón, ¿y a éste…? ¿En apariencia nada?

Cada vez que se veía bloqueado en un caso por no saber cómo interpretar las pistas encontradas, sentía la misma sensación de impotencia, sobre todo cuando se encontraba a escasos metros de la víctima y sabía que en ella yacían todas las respuestas.

Reconocía que era algo ridículo, pero en ocasiones se imaginaba hablando con ellos, preguntándoles por lo ocurrido, obteniendo sus testimonios.

—¡Hablar…! —Aquella palabra retumbaba en su cabeza una y otra vez—. Si pudiesen hablar… si me diesen su testimonio. —La luz al final del túnel se acercaba a toda velocidad.

—Claro, ¿cómo no he caído antes en ello?

De un salto se levantó del sillón y fue hacia el cuerpo del duque. Se agachó y comenzó a desabrocharle el calzón ante el asombro de los presentes, mientras mascullaba las palabras testimonio, testigo. Lo bajó hasta donde pudo y con gesto triunfante exclamó:

—¡Ahí está!

Trévelez, mostró con alivio su descubrimiento; el asesino había seccionado uno de los testículos estrangulándolo con un cordel como era costumbre hacer en las castraciones de bueyes y otros animales de labor.

Si una mutilación siempre poseía una cierta significación en la perturbada mente de un criminal, Trévelez había deducido cuál era la del duque gracias a la etimología de la palabra testículo, o testiculus, cuya traducción era «prueba de testigo». Aunque ya no era una práctica común, en la antigüedad, y para determinados juramentos, los hombres se agarraban sus genitales como signo de veracidad.

Joaquín Trévelez había imaginado una vez más, como solía hacer, aquella irreal posibilidad de obtener del fallecido su propio testimonio. Lo que había sido fruto de una simple casualidad, después le llevó a atar los cabos necesarios para dar al final con ello.

El guardia que estaba a su lado comprobó el limpio corte y la ausencia de uno de sus genitales sin comprender cómo había llegado a deducir aquello. Le miró con admiración. Había que reconocer que sus métodos no siempre daban iguales resultados, pero aquel hombre poseía un don especial, una rara habilidad para encontrar pistas donde los demás no veían nada y una genialidad fuera de toda duda. Le felicitó por el hallazgo.

—Ahora ya pueden ir recogiendo todo esto y llévenselo pronto para que le sea realizada la correspondiente autopsia. Empecemos con las entrevistas al personal de servicio. —Ordenó que le acompañaran tres de sus subordinados.

En cuanto le explicaron el sistema, el mayordomo organizó de forma equitativa cuatro grupos de sirvientes para que fueran entrando a los interrogatorios. En total eran veinte, por lo que les llevaría no menos de una hora dar por terminadas las entrevistas.

La biblioteca se encontraba en la planta inferior, una más abajo del dormitorio. Su espléndido tamaño permitía que cada grupo se pudiese colocar en una esquina sin apenas molestarse.

El alcalde Trévelez eligió al criado de librea y al mayordomo, por ser éstos los que podían estar más al corriente de las visitas que recibía el duque. Cuando entró el primero de ellos parecía la viva imagen del pavor. Pero ni del uno ni del otro obtuvo ninguna información relevante que contribuyera a aclarar nada sobre el caso. No sospechaban de nadie ni imaginaban las causas de aquel espantoso crimen. Le confirmaron que la puerta principal había sido forzada, aunque tampoco fueron demasiado explícitos a la hora de imaginar los posibles responsables o enemigos de su patrono cuando les preguntó por ello. Ninguno de los colaboradores de Trévelez obtuvieron datos de interés del resto del servicio. Al parecer nadie había escuchado el menor ruido durante la noche, ni sospechaban quiénes podrían estar interesados en hacer desaparecer de forma tan brutal a su noble patrón.

Ante la evidente falta de resultados, Joaquín Trévelez aceleró los interrogatorios del resto de su grupo, y en cuanto terminó abandonó el palacio en dirección al que estaba frente por frente, en el que vivía María Emilia Salvadores. Por importante que pudiera parecerle, dejó para otro momento la necesaria charla con Beatriz, en respeto a su terrible situación.

—¿Podría avisar a la señora de mi presencia?

Al paje de hacha le extrañó tanta cortesía, cuando desde hacía meses Trévelez entraba en la casa con bastante asiduidad y sin ser nunca anunciado.

Joaquín se quedó en el recibidor a la espera de María Emilia y suspiró tres veces para conseguir rebajar su estado de nerviosismo. Aquel nuevo crimen, tan cercano a todos, le había afectado de lleno. Pero también y para todavía empeorar más su efecto, lo que menos podía desear aquella mañana era ver a su amada después de la amarga noche que le llevó a la ruptura hacía menos de una semana. Dudaba hasta de su propia capacidad de disimulo en cuanto se encontrase frente a ella. La quería demasiado y sabía de antemano lo mucho que iba a sufrir hasta por el solo hecho de verla. Pero necesitaba su testimonio; saber si disponía de alguna información que le fuera útil. Se debía a su trabajo y, en ocasiones como ésa, su obligación estaba por encima de sus sentimientos.

—Hola, Joaquín. —María Emilia no había tenido todavía tiempo de sobreponerse y sus profundas ojeras hablaban por sí solas—. Perdóname por recibirte de esta manera. ¿Te parece que hablemos en el gabinete o me acompañas a mi habitación mientras termino de arreglarme? ¡Estoy destrozada…!

—Como tú prefieras —contestó—. Lo que me trae por aquí no me llevará mucho tiempo.

Al empezar a subir las escaleras, ella le miró a los ojos sopesando su estado. Joaquín la esquivó y adoptó una fría actitud.

—Lo del duque de Llanes ha sido lo más horrible que he podido ver en mi vida. No puedo dejar de pensar en la pobre Beatriz; una vez más le ha salpicado de lleno la tragedia. Por Dios, si tan sólo llevaba una semana casada… —María Emilia trató de romper aquel tenso silencio, imaginándose que compartían idénticos sentimientos.

—Precisamente de eso venía a hablarte. —Entraron en el dormitorio y María se dirigió a su tocador para terminar de arreglarse el pelo.

—También necesito que hablemos sobre lo nuestro. —María Emilia prefería hablar de su rota relación.

—Sabes que no he venido por eso. —Se acercó al ventanal y observó la fachada del palacio del duque de Llanes—. Necesito saber cómo y cuándo lo has descubierto, y también si has podido observar algo que te haya llamado la atención, esta mañana o en otro momento.

—Sólo he visto al pobre anciano atado al balcón y después me desmayé, angustiada de pensar qué le habría podido ocurrir a Beatriz, aunque luego supe que estaba bien. Siento no poder ayudarte.

—¿A qué hora lo viste? —Joaquín se volvió desde la ventana y comprobó con disgusto el exagerado desorden de sus sábanas. Acongojado, pensó lleno de rabia que sus ojeras podrían deberse a causas distintas que el dolor provocado por la ruptura de su compromiso o la contemplación del sádico asesinato.

—Serían cerca de las nueve. Estaba en la cama y nos sobresaltó una algarabía que venía de la calle…

—¿Nos…? —Joaquín le cortó encolerizado, acercándose hacia ella—. ¿Supongo tan poco para ti que aun después de lo del otro día has vuelto a sus brazos como si fueras una cualquiera?

Ella le abofeteó con todas sus ganas.

—No te permito que me hables de ese modo. —Caminó hacia la puerta, y la abrió invitándole de inmediato a marcharse—. Desde ese día lo nuestro se acabó. Soy una mujer libre y puedo hacer lo que quiera. ¡Ahora, por favor, vete y déjame sola!

Joaquín le cerró la puerta y sin previo aviso la agarró por la cintura besándola con desbordada pasión. Ella trató de rechazarle pero sus brazos podían más que los suyos.

—¡Déjame! Te lo suplico. —Le empujaba para quitárselo de encima sin conseguir nada.

Le gritó que la soltase de una vez, pero no pareció hacer efecto en él.

—¿Has perdido el sentido? Pocos días atrás rompiste nuestra relación sin dejarme hablar y tan sólo hace un instante tus ojos echaban fuego al saber que había vuelto a ser amada por Álvaro. Me acabas de llamar mujerzuela y ahora, lo único que se te ocurre es ponerte a besuquearme. Me creía loca, pero desde luego no es nada a tu lado.

—Estoy loco, pero por ti —su voz sonó suave, definitiva, profunda—, y te amo. —Se agarró a sus dos manos y la miró con un gesto lleno de súplica, de plena sinceridad.

—Tú no mereces esto… —Al verle, al descubrirle tal y como de verdad era, algo empezaba a temblar en su interior.

—Entiendo que estás atravesando por un momento tan excepcional y trágico que no sabes demasiado bien lo que haces —respondió él—. ¿Loco? Sí, pues estoy destrozado, y sé que tú también. Podría olvidar lo ocurrido si echas a ese maldito marino de tu casa hoy mismo. Te prometo, entonces, que todo volverá a ser como antes.

Ella le clavó su mirada y meditó en silencio sobre todo aquello, sobre los recientes hechos de su vida, y el tiempo se detuvo entre ellos.

De pie, sobre el suelo de mármol, uno frente a otro, María Emilia volvió a conocerse, y también a él, y empezaron a entenderse como antes, sin estorbos ni miedos. Ella le acarició la mejilla y comprendió lo que de verdad era. Aquella humildad en aceptar lo que para otros sería imposible le embelesó como nadie había conseguido nunca. Envidió su fidelidad y odió su debilidad. Rechazó sus bajos deseos ante tan altos y puros sentimientos, y se abrazó a él llorando, rota de amor.

—¡Deseo morir ante ti! ¡No merezco nada! —Sus labios se encontraban, sus miradas se fundían—. ¿Por qué tanto dolor cuando hay tanto amor! ¿Cómo puedo entenderme, y cómo encontrarme de nuevo?

—Apoyándote en mí. Borrando de la mente todas tus dudas. Buscándome en tus tinieblas. —Le acarició el pelo. Le insinuó lo fácil que le resultaría si se dejaba llevar—. Desde lo de Braulio no has sido la misma. Y luego, la llegada de ese hombre a tu casa… Sé que no has sido dueña de tus actos. —Joaquín quería demostrarle que volvía a tener fe en ella, que cualquier problema tenía cura con él.

—Quédate aquí un momento y espérame. —Salió de la habitación.

Joaquín se sintió aliviado, colmado de buenas sensaciones, lleno de tranquilidad, de una paz recuperada. Y supo que de nuevo era suya. De pronto le agobió volver a pensar en el crudo asesinato y recordó que tenía que ir a ver a Ensenada.

Ella volvió a los pocos minutos. Su rostro desprendía serenidad, su boca alegría, sus ojos plenitud.

—Esta misma mañana se irá, y con él la confusión que he vivido. —Se abrazó a él con la absoluta seguridad de que su amor ya nunca se quebraría. De pronto cayó en el verdadero motivo que le había traído hasta ella—. Perdona mi falta de sensibilidad; debes estar muy preocupado por lo ocurrido. ¿Tienes alguna idea de quién ha podido cometer tan horrendo crimen?

Joaquín le contó su fallido intento de captura con los nuevos sospechosos del atentado de la Moncloa, y luego le describió el macabro escenario que se había encontrado en el palacio de enfrente. María Emilia recordó las similitudes con el asesinato del superior de los jesuitas.

—Parecen crímenes con idéntica firma.

—Con toda seguridad. Señales de brutalidad en ambos casos, dos triángulos en sus cuerpos, dos órganos mutilados y una macabra exposición de los mismos; uno abandonado a la vera del río, tapado con un capuchón, y el otro crucificado.

—¿Crees que ambos son obra de esos gitanos?

—Todo puede ser, aunque hasta que no demos con ellos y consigamos que hablen, no estaré seguro del todo.

—Desde luego, los gitanos tienen fundados motivos para despreciar a todos los poderes del Estado. Empiezo por la Iglesia, sigo por el Gobierno y termino con la alta nobleza, pues entre todos se urdió el deplorable intento de exterminio que apadrinó el marqués de la Ensenada, por otro lado nuestro buen amigo.

—Cierto, María Emilia. No te falta razón, y créeme que he pensado lo mismo. Reconozco que hasta la fecha ni se me había pasado por la cabeza considerar su posible responsabilidad.

—Al margen de quién haya sido, haber colgado de ese modo al duque, su castración, y la herida triangular en su vientre, son claros exponentes de un nuevo crimen cargado de simbologías. Falta saber interpretarlas, como hicimos con el de Castro.

Alguien tocó dos veces a la puerta del dormitorio. María le invitó a pasar.

—La condesa de Benavente acaba de llegar. —El paje aguardó hasta recibir sus órdenes.

—¡Hágala entrar!

Joaquín se disculpó ante la obligación de ir a hablar con Ensenada.

—María Emilia… —Faustina se tiró a sus brazos desconsolada—. He dejado a Beatriz con mi marido para venir a verte. No puedo más. Lo que ha ocurrido es tan horrible…

María Emilia miró preocupada a Joaquín, advertida de su apremio por irse.

—Necesito liberar contigo el dolor y la inquietud que siento. Beatriz nunca deseó este matrimonio, lo sabíamos, pero aun así, no acabo de entender el poco efecto que le ha producido la horrible muerte de su marido. Está tranquila; relajada; como si de alguna manera la noticia le hubiese llenado de paz.

—Como puedes imaginar, estábamos hablando acerca de ello, pero Joaquín acaba de decirme que debe irse cuanto antes. Déjame que le acompañe hasta la salida y luego lo hablamos.

Antes de cerrar la puerta, María Emilia miró complacida a Joaquín alejándose a galope. Aunque el fuerte impacto de lo ocurrido aún le provocaba una honda angustia, se sentía feliz por dentro. Gracias a su inesperada presencia, sabía que su corazón volvía a mecerse en aguas ahora más tranquilas. Amaba a ese hombre con locura, sin entender qué firmeza de espíritu era la que él poseía para llegar a correspondería de ese modo tan inmerecido.

El caballo alazán que transportaba a Trévelez casi volaba por las empedradas calles que le separaban del palacio del Buen Retiro, donde le aguardaba otra difícil reunión con Ensenada y de seguro con Rávago.

Se sentía confuso, falto de sueño, excedido en las últimas horas de emociones tan intensas como contradictorias. Su pensamiento no lograba centrarse en ninguno de los asuntos que parecían correr descontrolados por su cabeza. Las preguntas se apelotonaban en su interior, sin orden. ¿El asesino que buscaba era gitano o masón? El arreglo de su relación con María Emilia ¿sería definitivo? Aquellos espeluznantes crímenes que debía resolver ¿tenían como responsable a un único autor o se trataba de diferentes personajes?

—El marqués de la Ensenada todavía está despachando con el Rey, pero el confesor Rávago ha dado la orden de que os lleve hasta su despacho. —El secretario de Ensenada le invitó a seguirle hasta las dependencias del confesor real.

Trévelez pensaba a toda velocidad cómo enfocar su información si el destinatario de la misma era Rávago, que con seguridad se mantendría en su teoría masónica, y no Somodevilla, con el que se sentía más libre a la hora de exponer sus deducciones, por peregrinas que pudieran parecer.

—¡No dejaremos de tener nuevos muertos hasta que detengáis a esos malditos masones! —Como recibimiento no estaba nada mal.

Trévelez calculó su grado de tensión por la cercanía de sus cejas, tan fruncidas que parecían a punto de estallar.

Se sentó frente a él sin comentar nada y esperó la reacción de Rávago a su silencio, que no tardó en aparecer, como era previsible.

—¿No tenéis nada que decir?

—Mucho, pero no sé si será agradable a vuestros oídos.

—¡Válgame el cielo, Trévelez, ¿de verdad creéis que puede haber algo a mis años que todavía me produzca sorpresa?

—¿Podría serlo si os digo que los asesinatos y el atentado del palacio del duque de Huáscar han podido ser obra de unos gitanos?

—¡Eso no es una sorpresa; es una valiente tontería! —Exhibió una sonrisa que parecía disimular su absoluta perplejidad—. ¿A qué viene ahora esta increíble conjetura?

—Hace pocos días obtuve una información que nos llevó hasta un taller a las afueras de Madrid, donde al parecer residían dos hermanos gitanos, los mismos que alquilaron a un mesonero el carromato que entró en la fiesta del duque de Huéscar. No conseguimos detenerlos porque habían abandonado horas antes ese lugar, pero creo poder afirmar que en cuanto demos con ellos el caso estará en vías de resolución.

Al terminar, Trévelez miró complacido el rostro del confesor real, a la espera de encontrar un primer atisbo de reconocimiento a su sonoro éxito.

Rávago se rascó la cabeza mascullando en silencio. Luego le miró durante unos segundos, incómodos y desconcertantes para Trévelez, apretó su mandíbula, y suspiró cargado de paciencia.

—¿Sabéis qué funciones ha desempeñado el conde de Valmojada? —De antemano, sabía que aquella pregunta no tendría una respuesta precisa.

—Es general de las tropas del Rey —contestó Trévelez, desconcertado por aquella salida que en apariencia nada tenía que ver con lo que hablaban.

—¿Y además de eso?

—No conozco más detalles.

—No creáis que eso os disculpa de vuestra absurda teoría. ¡Gitanos…! —Balanceó la cabeza con un gesto lleno de desprecio.

—No sé adónde me queréis llevar, pero ya no os hablo de una teoría; tengo sus nombres y apellidos, descripciones, y su posible móvil.

—Olvidaos de una vez de todas esas patrañas. Si no es el cien, el noventa por ciento de los gitanos están recluidos en los arsenales de la Marina. Os aseguro que esa gente no dispone de la capacidad, ya no digo material sino incluso intelectual, para acometer estos crímenes. —Abrió un cajón y sacó una carpeta que dejó encima de la mesa—. Os insisto: ¿Sospecháis qué otro tipo de actividades ha desarrollado el conde de Valmojada?

—Ya os he dicho que no lo sé. —Trévelez tragaba con desagrado la humillación a que le estaba sometiendo—. Tampoco, qué tiene que ver ese hombre con lo que hoy nos concierne, el asesinato del duque de Llanes.

—¡Valmojada entró en la masonería como espía durante un tiempo! —afirmó Rávago de un modo contundente.

—No lo sabía.

—Vos no sabéis casi nada por lo que veo —disfrutó Rávago, manteniéndole en una posición de debilidad.

—Os ruego que me ahorréis este suplicio, y avancemos en el tema.

—De acuerdo. Empezaré por poneros al corriente de lo que hizo Valmojada. Por deseo del marqués de la Ensenada, hace unos seis años recibió el encargo de introducirse en los ambientes filomasónicos primero, para pedir después su admisión en una de sus logias, la de Madrid, con el fin de obtener una información más precisa de sus actividades y objetivos. En esa época ya había empezado a preocuparnos el peligroso nivel de infiltración de la masonería en una parte influyente de la alta sociedad madrileña, y por ello, tanto Somodevilla como yo pensamos que había llegado el momento de conocer más en profundidad a esa secreta sociedad y saber cuáles podían ser sus verdaderos fines. Se nos ocurrió que la mejor manera de hacerlo era infiltrar a uno de los nuestros en sus filas, y decidimos que teníamos a la persona ideal para nuestros objetivos: el conde de Valmojada. Su alta posición en el ejército le convertía en una pieza atractiva para los masones, pues conocíamos su avidez por captar a los miembros más influyentes del poder; el engaño funcionó. Conseguimos que el conde fuera iniciado en el primer grado de aprendiz en la logia de Las Tres Flores de Lys, lo que constituyó un primer éxito, aunque por desgracia de muy corto alcance. —Abrió la carpeta que había dejado sobre su escritorio—. Aquí se encuentra su escueto informe, donde se detallan los extraños ceremoniales de su iniciación y algunos otros datos en torno a su copiosa simbología y rituales. Consiguió también algunos nombres de los allí presentes, así como de otros notables que también estaban adscritos a la sociedad y poco más, pues a los pocos días fue prohibida la asociación por el decreto real que vos conocéis, fueron disueltas sus reuniones, que ellos llaman tenidas, y su espionaje se vio interrumpido. Nuestro fallo consistió en demorar en exceso su ingreso y la coincidencia del decreto, que no pudimos retrasar.

—En resumen, que de poco sirvió su misión. —Trévelez aprovechó aquello para devolverle sus puntadas.

—No os sirváis de ironías conmigo; os aseguro que de nada servirán; sin embargo, yo sí puedo ayudaros de verdad en vuestras investigaciones, si optáis por tenerme de vuestro lado.

Joaquín le observó en silencio. Aunque aquel hombre era de los pocos que conseguían poner a prueba su paciencia hasta sacarle de sus casillas, decidió que tenía razón.

—De acuerdo. Empezaré por explicaros qué me he encontrado en la escena del crimen. Luego, si lo deseáis, podríamos analizar qué aspectos del mismo conducen a pensar en una u otra autoría.

—¡Mucho mejor así! —Rávago palmeó la mesa con gesto de conformidad.

Joaquín le describió al completo el escenario del suceso y las feroces particularidades del mismo, tanto la exposición del cuerpo del duque crucificado en el balcón, como el enorme triángulo que le había sido practicado en el abdomen. Terminó su relato exponiéndole con cierto tacto cómo había llegado a deducir la extirpación del genital del conde, sin entrar en ninguna interpretación del mismo.

—Por tanto vuelve a aparecer el triángulo que ya vimos en la muerte de Castro, y también una nueva mutilación. —Se detuvo para meditar durante un breve espacio de tiempo—. Gracias al espionaje de Valmojada, sabemos que los masones veneran a un Dios único, primigenio a todos los demás, al que llaman el Gran Arquitecto del Universo o GADU, y lo representan bajo la forma de un triángulo. Gracias al relato del conde, sabemos que esa sociedad posee un cuerpo de doctrina que se enseña al neófito en forma de símbolos o a través de alegorías, que por lo visto no son pocas. A cualquier lego en la materia pueden resultarle hasta absurdas, pero parece que cada una de ellas contiene un significado concreto cuando se emplea dentro de una de sus ceremonias. —Contuvo la respiración y se preguntó en voz alta—: ¿No creéis que el triángulo marcado en el pecho de Castro puede ser ese GADU, que posee tanto significado para ellos, y que ahora han repetido en el cuerpo del anciano duque?

—Abundemos más en su línea —intervino Trévelez, interesado por aquellas informaciones que desconocía—. Me gustaría saber qué otros símbolos son comunes en esa sociedad.

—Además del triángulo, se sirven de la escuadra, la plomada y la maza como representación de los utensilios que eran de uso común entre los antiguos constructores. A nuestro espía Valmojada se le explicó el origen de esos símbolos pues todos arrancan de un mito; el del arquitecto Hiram Abif, el máximo responsable de la construcción del Templo de Salomón. Por lo visto, con esos tres instrumentos mantienen vivo su recuerdo y los entroncan con sus principios más esenciales y con la idea de que cada individuo debe aprender a construir en sí mismo un nuevo hombre, a semejanza del GADU.

—El cuerpo del duque presentaba algo parecido a un triángulo, pero sin estar cerrado por su base…

—¡La escuadra! —Rávago le cortó decidido.

—Podría ser. —Joaquín estaba pensando—. ¿Y qué pensáis vos sobre esas horrendas mutilaciones? ¿Acaso las practican en alguno de sus insólitos ritos?

—Lo desconozco. Pero hemos sabido que emplean un sistema contundente de disuasión para conseguir que nadie profane el sagrado juramento de silencio que los inicia en la sociedad: son amenazados con extraerles su corazón si se les encuentra revelando alguno de sus secretos o delatando a alguno de sus hermanos.

Rávago guardó un momento de silencio, ordenando tal vez sus pensamientos.

—A Castro le extrajeron el corazón y el duque de Llanes ha sido también mutilado… —El confesor hizo una larga pausa para decidir si había llegado el momento de exponer a Trévelez la operación de espionaje que había montado con el conde de Valmojada y la complicidad del ahora fallecido duque. Tras dudarlo, decidió retrasar su secreto hasta hablar con el sobrino de Valmojada. Sin haber sabido todavía nada de él, aquel nuevo crimen podía tener alguna relación con el espionaje del embajador Keene y no deseaba mostrar sus cartas antes de tiempo y menos a Trévelez—. ¿Creéis que sólo son meras coincidencias, o empezamos a considerarlas certezas? —A esas alturas, al confesor Rávago le parecía evidente la respuesta, pero se la propuso a Trévelez, tal vez para que éste se la confirmase.

—Más certezas que coincidencias, desde luego. —Trévelez pensó por primera vez en la solidez de la pista masónica—. Y me atrevo a añadir, que por su prohibición y persecución en España los masones han podido encontrar sobrados motivos para atacar a las más altas instancias del poder: el eclesiástico en el caso de Castro y, si nos centramos ahora en el duque de Llanes, la alta nobleza.

—¡Cierto! —Rávago le dirigió por primera vez una mirada que podía interpretarse como de aprobación y hasta de cierta complicidad—. La elección de Castro pudo no ser sólo debida a su condición eclesiástica; es posible que supieran que había intervenido en su persecución. De hecho, de boca suya, supe que antes de su fallecimiento había estado solicitando informes a todas las sedes de su Orden en España, solicitándoles cualquier nombre que les pareciera sospechoso de pertenecer a la francmasonería, con la idea de actuar luego contra ellos. No llegué a saber mucho más, pero tal vez pudo conseguir alguno y ellos lo sabían.

—Profundizaré en esta línea, os lo prometo. Aun así, reconocedme que el atentado de la Moncloa en nada se asemeja a los otros. Acepto que he podido cegarme tras la pista de esos gitanos sin haber profundizado lo suficiente en la trama masónica. Desde ahora lo haré, no cabe duda, pero sin abandonar la que ya he iniciado con esos romanís.

—Contad conmigo para todo lo que creáis necesario. —Rávago se incorporó de su silla, demostrándole su voluntad de dar por terminada la conversación—. Entiendo que esta charla ha sido necesaria para converger en nuestras opiniones. Yo desde luego me he quedado satisfecho y también esperanzado al comprobar vuestro celo profesional. —Estrechó su mano—. Quedaos tranquilo, pues yo mismo informaré al marqués de la Ensenada de lo que hemos hablado. Ahora ya os podéis marchar. ¡Que Dios os ilumine y acompañe en vuestro empeño!

El portero de la embajada de Inglaterra no recordaba haber visto antes a aquellos dos compatriotas que le exigían les fuera abierta la puerta para ver de inmediato a sir Benjamín Keene. Su rudo aspecto no ayudaba demasiado a que confiase en sus rectas intenciones, y por eso intentaba deshacerse de ellos. Los dos hombres no le creyeron cuando trató de despistarlos con el argumento de que se encontraba de viaje. Desesperado, tuvo que llamar a la guardia para que vinieran en su ayuda cuando no consiguió evitar su decidida entrada al interior del edificio.

Sin haber atravesado el recibidor, no pusieron ninguna resistencia a la acción de la media docena de guardias destinados a la protección del embajador y de la sede diplomática. Fueron inmovilizados primero, comprobándose que no llevaban ningún tipo de armas. El capitán les preguntó por sus intenciones y le contestaron lo mismo que al portero.

—No podéis esperar que sir Benjamín os reciba sin previo aviso. Largaos antes de que se agote nuestra paciencia.

—Decidle sólo que Anthony Black y Thomas Berry necesitan verle.

—¡Ya veo…! ¿Y qué razones me ofrecéis para que lo haga?

—Evitar que os amoneste si llega a saber que nos estáis prohibiendo verle.

La seguridad de sus palabras hizo dudar al capitán. Les volvió a mirar con un gesto de repulsa, pero decidió consultar al embajador, ardiendo en deseos de escuchar la orden de expulsarlos de la embajada. Sin embargo, a los pocos minutos, volvió de lo más contrariado y sin mediar explicaciones les invitó a seguirle.

Sin levantar la cabeza de los papeles que ocupaban su atención, el embajador les recibió de mala gana.

—Os advertí que no debíais aparecer jamás por esta embajada. —Alzó la voz—. ¡Ponéis en riesgo mi propia seguridad!

Sin mostrarse demasiado afectados por su malestar, los dos masones se sentaron frente a su escritorio y no contestaron nada, guardando un deliberado silencio. El embajador alzó la vista ante aquella inexplicable actitud.

—¿Para qué habéis venido? —Les escudriñó a los ojos sin encontrar reflejo alguno de sus intenciones. Los dos siguieron callados manteniendo la tensión.

—Venís hasta mí sin permiso, y ¿ahora resulta que no vais a hablarme?

Keene no pudo adelantarse a su reacción. Uno de ellos se abalanzó hacia él y le agarró del cuello apretándolo con tanta fuerza que no le dejaba respirar.

—Estamos seguros de que vos sabéis quién traicionó a nuestro maestre Wilmore. —Sus enfurecidos ojos escupían tanta rabia como necesidad de obtener respuesta a sus preguntas.

—¡Dejadme! —suplicaba Keene, a la vez que trataba de quitarse aquella garra que le aprisionaba—. ¡Apenas puedo respirar!

Anthony le soltó y se sentó de nuevo. La frialdad de su mirada constituía una seria advertencia. El embajador entendió que su vida pendía de un hilo si no llegaba a complacerles en sus deseos.

—¡No sé de qué me habláis! —Esta vez consiguió parar la mano que volvía hacia su cuello con renovada decisión—. Por favor, dadme la oportunidad de explicarme antes de producirme más daño.

Comprobó que la situación empezaba a serenarse y suspiró para rebajar su propia tensión.

—No deja de sorprenderme vuestra afirmación, cuando fui yo mismo el que os hice llamar para advertir a Wilmore del decreto que suponía vuestra ilegalización. —Estudió sus miradas sin encontrar la menor comprensión en ellas—. ¿Cómo dudáis ahora de mis nobles intenciones? ¡Creedme, ahora no os entiendo!

—Al día siguiente de nuestro aviso, Wilmore fue detenido por la Inquisición sin haberse ni publicado la orden de prohibición de nuestra sociedad. Durante nuestra visita, recibimos de él unas instrucciones precisas que ya hemos puesto en marcha, aunque sigamos sin entender cómo pudo ser apresado con tanta rapidez, cuando su escondite era conocido por muy pocos.

—¿No pensaréis que la delación partió de mí?

—Pensar es un acto gratuito, dadnos alguna sólida razón para que no lo hagamos.

—Antes de ello y por mi propia seguridad, preferiría que no mencionéis la naturaleza de los planes que os asignó Wilmore. Y en cuanto a la información que deseáis conocer, he sabido que partió de vuestras mismas filas.

—¡Eso es imposible! La lealtad es una virtud cardinal dentro de nuestra fraternidad —le espetó Thomas Berry, indignado por su infamia.

—No os ceguéis en vuestra ortodoxia. Un importante oficial de la guardia de corps, al que seguro conocéis por ser también hermano vuestro, me aseguró que la captura de vuestro gran maestre se debió a la denuncia de un militar de alto rango de las tropas del rey Fernando, el conde de Valmojada, que al parecer ingresó como masón hace pocos años y que os ha traicionado.

—Le conocemos bien, por ello nos resulta difícil creeros. Tomás Vilche juró delante de todos guardar el secreto y la fidelidad debida a nuestra hermandad. —Anthony le miró con una expresión cargada de seguridad.

—Pudo llegar hasta vosotros como espía. Pensad en ello.

—Espero que no pretendáis confundirnos con esa acusación. —Thomas le miró con una expresión llena de serias advertencias.

—Nada más alejado de mi voluntad —contestó con toda la firmeza que pudo—. Dicho está; a quien habéis venido a buscar tiene nombre y apellidos: Tomás Vilche, general y conde de Valmojada.

Sir Benjamin Keene sabía que se encontraba frente a dos hombres con escasos escrúpulos, cuya presencia en la embajada le resultaba tan delicada como peligrosa. Sin saber a qué empeños estarían dedicados tras recibir aquellas órdenes de Wilmore, suponía que no serían demasiado compasivos. Aunque tenía interés en conocerlos, pensó que si por cualquier causa eran apresados su nombre podría salir encima de alguna comprometida mesa, y aquello no convenía a su carrera en absoluto. Era mejor no saber nada y dejarles ir, sin abundar en sus intenciones ni en sus futuros planes.

—Supongo que habréis puesto todos los cuidados para no ser vistos por nadie entrando en esta sede diplomática.

Los hombres le confirmaron sus precauciones.

—Pues si no me necesitáis para nada más, creo que ha llegado el momento de iros. No es bueno que nos vean juntos, y seguro que os esperan tantas obligaciones como a mí.

A escasos metros de la puerta de salida, los dos masones decidieron confirmar la traición del conde de Valmojada con la ayuda de algún influyente hermano. De ser así, se juraron darle muerte.

Enfundados en sus gabanes, iban a paso ligero, callados, sin haber advertido que un hombre les había empezado a seguir desde las inmediaciones de la sede diplomática.

Se cruzaron con cuatro patrullas de soldados a caballo, en un ambiente agitado donde la tensión se mascaba en cada esquina. Muchos de los transeúntes formaban corrillos, preguntándose qué podría haber pasado en Madrid para producir tanto revuelo en las tropas.

Pararon en una tahona que se anunciaba desde la distancia por su aroma a pan recién sacado del horno, y después lo hicieron en un tenderete de queso para terminar de satisfacer su apetito.

A una prudencial distancia, un hombre joven no dejaba de estudiar cada uno de sus movimientos desde una de las esquinas más próximas al establecimiento.

El sobrino de Valmojada había llegado a la embajada unas dos horas antes para encontrarse en sus inmediaciones con el duque de Llanes. Iban a tener una reunión con el agregado comercial. Durante la para él incomprensible y larga espera, observó la entrada y posterior salida de los dos hombres. Hasta ese momento, ninguno de los pocos visitantes que había visto entrar provocaron en él tantas sospechas como ellos. No los había visto antes nunca, pero su intuición le había animado a seguirles.

Semioculto tras el tronco de un castaño, observaba lo que hacían dentro de aquel comercio.

En su interior, el fuerte olor a queso estaba provocando en Thomas Berry una incontenible emoción, que se trasladó al único momento de su infancia que escondía sus mejores recuerdos.

Entre los astilleros del puerto de Londres y los muelles donde amarraban los barcos de pesca, sus padres habían levantado una humilde vivienda cercana al lugar donde se reparaban las redes y los aperos propios de esas artes. Su familia no tenía otro oficio que dedicarse a esos arreglos, cobrando tan poco por ello que la mayoría de las noches no había nada que llevarse a la boca. En ocasiones, sólo los restos, casi podridos, de algunos peces atascados entre los nudos del sedal.

Junto al olor propio del mar y de la pesca, en sus recuerdos sobrevivía otro más insano, que lo ocupaba todo, el de aquella brea que sellaba las maderas que vestían los barcos. Sus amigos, tan miserables o más que él, no veían más allá que sus interminables juegos y aventuras. Durante ese tiempo, la sensación de felicidad fue muy superior a la evidencia de su triste realidad.

Hasta que no cumplió los catorce años no fue consciente de lo muy pobres que eran, pues nunca le había faltado la comida y, con sus escasas necesidades, no pensaba que hubiera otra cosa más necesaria.

Pero un día sus ojos descubrieron que otros tenían más, bastante más que él. Al ver la ciudad de Londres, sus fabulosas mansiones y casas palaciegas, las damas de la alta sociedad, los coches de caballos lujosamente ornamentados, las tabernas de postín. Y aquello, poco a poco comenzó a reconcomerle.

Envidió hasta el aire que otros respiraban, más sano que el suyo, y su carácter empezó a transformarse hasta llegar a odiar con deliberada intensidad todo lo que veía a su alrededor, todo lo que eran, lo poco que tenían. Culpó de ello a sus padres. Y los tuvo que matar. Él mismo se sorprendió de lo poco que le costó hacerlo, mientras ahogaba en ellos toda su ira con tan sólo catorce años. De hecho, aquello le supuso una liberación, una puerta abierta a un futuro mejor. Y no les lloró; ¿para qué, pensó, si constituían la causa principal de su detestable pasado?

De todo lo que hizo para conseguir su muerte, sólo le quedaron en la memoria sus rostros aterrorizados. Fue la mejor herencia que pudieron darle, con la que disfrutaría para siempre.

—Desde hace un rato, llevo observando a un hombre que parece estar siguiéndonos. —Anthony le forzó a volver de sus recuerdos.

—¿Quién? ¿Dónde está?

—En la acera de enfrente. No te vuelvas ahora. Disimula un poco.

Thomas recogió medio queso de oveja y pagó al empleado. Al salir del puesto le vio.

El joven captó su mirada, pero ésta fue tan fugaz que no le dio importancia y se dispuso a seguirles de nuevo.

Se adentraron por unas callejuelas cercanas ya a su domicilio, donde aprovecharon la discreción de su escaso tránsito para esperarle ocultos en un saliente.

A Mateo Vilche aquellas calles no le parecieron seguras, pero tampoco aumentó su cautela; le urgía más descubrir quiénes eran esos dos hombres. Giró a la derecha de la siguiente esquina, y se sobresaltó al verse de frente con los rostros de los hombres a los que seguía.

—¿Qué queréis de nosotros? —Anthony le inmovilizó contra la pared aprisionándole el cuello entre sus manos.

El joven advirtió de inmediato su acento inglés.

—Nada en absoluto. ¡Dejadme en paz!

—Os hemos visto seguirnos desde hace un buen rato. No nos mintáis. ¡Decidnos quién sois y qué pretendéis! —Thomas empezó a mirar a ambos lados de la calle para comprobar que se encontraban solos.

—Repito que no sé de qué me habláis. Sólo estoy paseando, sin más.

La reacción que siguió a sus palabras fue violentísima: dos fortísimos puñetazos en el vientre, que le hicieron escupir pero no cambiar de actitud, como ellos pretendían.

—¿Para quién trabajáis? —Thomas sabía que una presión continuada en el esternón dejaba sin respiración a cualquiera. Lo mantuvo así un buen rato, hasta que su cara empezó a tomar un tono azulado.

—¡Déjalo, que se nos va a morir! —Anthony retiró el puño que lo atenazaba.

—Hablaré…

Se dobló para poder recuperar el aliento. Antes de ello, todavía recibió un bofetón que le partió el labio. Mateo pensó que si no hablaba, aquellos animales le matarían allí mismo. Buscó su puñal.

—Cumplo un encargo del padre Rávago.

—¿El confesor del Rey?

Los dos ingleses se miraron sorprendidos por aquella noticia, momento que aprovechó el sobrino de Valmojada para asestar una puñalada a Anthony en el muslo y escapar.

Thomas fue tras él. Su buena condición física le ayudó a atraparle tan rápidamente como a romperle el cuello un segundo después.

Mateo Vilche no tuvo tiempo ni de gritar. Su cuerpo cayó al suelo, y ellos se alejaron a toda prisa de allí para no ser vistos.

Anthony iba herido.

—¡Señora!, ¿deseáis que ponga más sales de baño?

—No hace falta. Ya tengo suficiente espuma. Gracias de todos modos, Amalia.

Tras haber sobrevivido a las numerosas y agobiantes visitas de aquel cruento día, y después de haber rechazado las incitaciones de su madre Faustina para que no se quedase sola en aquel palacio, Beatriz disfrutaba de un relajante descanso, inmersa en la cálida bañera que presidía su cuarto de aseo.

En sus tres días de casada había descubierto que aquellos momentos, cuando el día iba llegando a su fin, eran el mejor ejercicio de toda su jornada, cuando saboreaba su más íntima soledad.

Acompañada del tenue sonido del agua en sus frágiles turbulencias, su vida se detenía y transcurría mansa. Las desgracias que desde siempre acompañaban su vida, como si las llevase adheridas a ella, se lavaban también allí, a la vez que su piel.

En el interior de aquella barca de hierro, agua y jabón, sus dolores se licuaban, se perdían por un tiempo. Luego, al salir de ella, todo volvía a ser igual que antes. La realidad seguiría mostrándose con su verdadero y crudo rostro. Como lo sabía, nunca veía el momento de terminar.

—Tráeme más velas, por favor, y ve calentando agua para preparar el baño de mi hombre. El vendrá pronto.

Su doncella la miró primero asombrada, aunque poco después disculpó sus palabras, suponiendo el enorme trauma que acababa de sufrir. Beatriz estudió a su doncella mientras recogía su ropa del suelo y le acercaba una toalla seca.

—En cuanto termines, vuelve para ayudar a secarme.

La joven gitana, que tendría su misma edad, se estrenaba ese día en aquellas labores con su señora, pocas semanas después de haber llegado a esa casa.

Beatriz se hundió por completo en el agua. Sus manos acariciaban su vientre y, a través de su piel, a su hijo. Braulio permanecía en ella, siempre en su corazón, y ahora creciendo en el fruto de ambos. Sus lágrimas brotaron y se repartieron entre la espuma, su piel, y el agua cálida que lo envolvía todo. Aguantó la respiración hasta el extremo. Se le antojaba que aquello era como abandonarse del mundo poniendo en riesgo los límites de su propia vida, aislándose de la cruel fortuna que siempre había acompañado a su existencia. Su cuerpo le pedía salir, llenar los pulmones de aire, pero su mente le impulsaba a no hacerlo.

—¡Señora! —Llevaba demasiado tiempo dentro del agua.

Las manos de la joven doncella se agarraron a sus brazos y tiraron de ella con fuerza, arrastrándola hacia la superficie, sin que pudiera oponerse.

Tosió, y expulsó el agua que había empezado a entrar en los pulmones. Un ligero mareo nubló su vista, y sin apenas escuchar lo que le decía, buscó el borde de la bañera para apoyarse en ella. Pasó un brazo por encima y fijó su vista en una loseta del suelo. Después de unos segundos, pareció recuperar la consciencia.

—¿Os encontráis bien, mi señora? ¿Qué os ha pasado? —Su inquietud era sincera—. Permitidme que os ayude a salir.

La abrazó por la espalda y tiró de ella para sacarla de la bañera. Beatriz no podía andar, sus piernas no le respondían. Se dejó en sus manos y terminó tumbada sobre el suelo, acomodada sobre la toalla, mirando el rostro asustado de la doncella que frotaba todo su cuerpo tratando de reanimarla.

—Gracias Amalia, ya me encuentro mejor. —Beatriz sintió frío en su desnudez y dio un respingo.

La joven buscó otra toalla para cubrir el resto de su cuerpo. No se atrevía a preguntarle por qué, pero comprendió que aquella mujer padecía un terrible dolor, por encima de su reciente viudedad, un sufrimiento indecible, superior a lo imaginable.

—Te ruego que no cuentes a nadie lo que has visto.

Beatriz le cogió de una mano y consiguió que fijase su atención en ella.

—Me gustaría que fuera nuestro secreto. —Le apretó la mano.

—Mi obligación es obedeceros, señora.

—No te estoy pidiendo eso. Pretendo algo más. Quiero que lo compartas sólo conmigo.

—Entiendo.

Hay sensaciones difíciles de explicar y aún más de razonar, pero Amalia supo en ese instante que su relación con ella iba a ser especial y mucho más estrecha que la propia de una simple sirvienta.

—Me tenéis a vuestra entera disposición para todo lo que necesitéis.

—No te vayas ahora. Ayúdame a vestirme. No quiero que mi amor me encuentre así, sin estar bien arreglada para él.

Beatriz se levantó del suelo y se apoyó en ella para caminar hasta su habitación. Amalia no se atrevió a decir nada ante aquella nueva referencia a su marido, creyendo entender su absoluto estado de confusión.

Ya en el dormitorio, su imagen se reflejaba en el espejo. Sentada en una butaca, Beatriz se miraba en él.

Observaba su cuerpo, joven, ahora inaccesible a quien nunca debería haberlo poseído.

Amalia iba y venía con las distintas prendas que iba sacando de un armario, esperando la aceptación de Beatriz. En cuanto hubo terminado la selección, ordenada toda ella sobre una percha de pie, comenzó a vestirla.

Beatriz siempre había sufrido. El resto del mundo no lo sabía, pues ella se había encargado de que así fuese, pero su vida seguía transcurriendo sin dejar de sentir, ni un solo día aquel agudo dolor que abrasaba su corazón.

Se dejaba hacer por aquellas delicadas manos.

Amalia le ponía una camisola de fino algodón egipcio, le ceñía por encima una cotilla de raso con adornos en hilo de plata, emballenada de juncos. Aquel nuevo material, el junco, creaba una estructura igual que la madera, pero menos pesada y molesta para la mujer, con el mismo efecto de sujeción sobre los pechos, que realzaba por el escote. Beatriz se levantó para que le subiera y le anudara a la cintura los calzones de seda bordada, y sobre ellos una falda de terciopelo negro, ribeteada en brocados de oro y plata.

—Cuéntame algo de tu vida. Sé que eres gitana, pero ¿de dónde eres? —Beatriz le ofrecía su pierna, estirándola para que Amalia pudiera cubrirla con una media blanca de hilo.

—Mi señora, no desearía aburriros con mis historias. —Le colocó la otra media sobre la segunda pierna—. Además, no creo que os resulten demasiado interesantes.

—Déjame que lo juzgue yo misma. ¿Dónde naciste?

—En un pequeño pueblo, en las afueras de Madrid.

—Háblame de tus padres. ¿Siguen viviendo allí?

—No, señora. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Mi madre murió hace pocos meses en Zaragoza y mi padre no sé muy bien dónde está. Creo que en un arsenal de la Marina, cerca de Cádiz.

Beatriz se apiadó al comprobar la tristeza que arrebataba su dulce expresión.

—Lo siento de corazón. —Acarició su barbilla con especial ternura—. ¿Qué hacía tu madre en Zaragoza?

Amalia estudiaba cómo conseguir que el corpiño se ajustase. Le pidió que se irguiera para anudárselo con más fuerza desde su espalda, comprobando que no quedase ninguna arruga y que el efecto en el escote no fuera excesivo.

—Supongo que la señora sabe que hace poco más de dos años todos los gitanos fuimos apresados por orden del Rey, que nos separó a hombres y mujeres y nos repartió por toda España.

Amalia medía sus palabras; no había superado todavía la desconfianza que le inspiraba Beatriz.

—Sí, estoy enterada. Aquello fue una barbaridad.

—Yo y mi hermana Teresa, junto con mi madre y mi tía, fuimos encarceladas en una prisión de Zaragoza, en una antigua fortaleza árabe llamada la Aljafería.

Empezó a peinar sus cabellos. Su imagen también se reflejaba en el espejo a espaldas de Beatriz. Ambas se observaban cada poco. Amalia sopesaba con precaución las reacciones que iba reflejando el rostro de su señora.

—Mi padre y mi tío fueron enviados a trabajar a los astilleros navales de La Carraca y no he vuelto a saber nada de ellos.

En la mente de Beatriz volvía a surgir Braulio. Recordaba que también él había estado en ese astillero.

Gitano como su doncella, por él sabía las atrocidades que se habían cometido contra aquella raza durante los días de las detenciones generales, y después, en sus confinamientos.

A él le esperaba esa noche, cada noche. Era su único amor.

—¿Cómo fue vuestra captura?

Beatriz recordó el doloroso secuestro de su padre y sus consecuencias. Estaba casi segura de que no había nada que pudiese superar sus dramas.

—Me cuesta tener que hablar de ello. Os ruego que me evitéis ese martirio. —Recogió su pelo y le puso una peluca de amplia caída.

Beatriz se volvió hacia ella y le brindó toda su comprensión.

—Puedes contármelo o no. ¡Siéntete libre! —Amalia seguía incómoda, por más que ella trataba de brindarle toda su confianza—. Pero si lo haces por evitarme la crudeza del relato, has de saber que, al margen de lo ocurrido hoy, he padecido tantos sufrimientos que nada me ha de producir peor efecto; tanto de los míos, que algún día te contaré, como de gente que he querido más que a nada en el mundo.

La doncella buscó unos pendientes en el joyero. Le gustaron unos que engarzaban una sencilla perla. Recibió su aprobación y comenzó a ponérselos.

Calló por unos minutos, pero luego decidió que su interés parecía noble y sincero.

—De aquel día recuerdo el amargo sabor que dejó en mi boca el verdadero rostro del terror. La separación de los míos. La violencia de los soldados. Pero también la larga vejación a que sometieron a mi tía varios de ellos, con mi hermana y yo de espectadoras. Tan cerca tuvimos que estar, que parecíamos sentirlo sobre nuestros propios cuerpos. Fue espantoso.

Beatriz no dejaba de observarla. Sus rasgos no se asemejaban a los de Braulio, pero sin embargo se fundían en su recuerdo.

—Después, todo fue a peor. —Siguió más relajada—. Tuve que madurar de niña a mujer a golpe de opresión, de injusticia, viendo cómo mis iguales morían de infecciones, de extrema miseria.

Extendió un fantástico collar de perlas rodeando su cuello y fijó su broche por detrás.

—Mi madre y mi tía no lo pudieron aguantar; enfermaron y murieron en el verano del año pasado. Acabábamos de ser trasladadas a un nuevo edificio que por irónico que parezca se llamaba Casa de la Misericordia. Os aseguro, señora, que poca se gastaba allí.

—¿Cuándo os liberaron de aquel encierro?

Beatriz comprobó el resultado final ante el espejo y se dio por satisfecha.

—No fue nada organizado. Mi hermana y yo huimos junto a un numeroso grupo, aprovechando un descuido que se produjo al llegar una numerosa expedición de gitanas, que venían de Málaga. Después fuimos recogidas, o más bien capturadas, por un mercader sin escrúpulos, que nos llevó hasta Madrid y nos vendió a otro con el que hemos estado todo este tiempo.

—¿Se trata del hombre que os revendió a mi difunto marido?

Amalia comprobó una vez más la poca reacción que producía en su señora la muerte del duque.

—Sí. Ese repugnante individuo, lejos de tenernos por simples objetos de su negocio, violó nuestros cuerpos tantas veces como quiso; muchas más de las que pueda incluso recordar. Y ha conseguido, al menos en mí, que considere al género masculino la especie más inmunda de la tierra.

Beatriz notó un flujo de afecto imposible de disimular. Amalia se dio cuenta de ello.

Sus miradas franqueaban una simple relación de criada y ama y se hacían más íntimas, como hermanadas.

Amalia estaba sorprendida por haberse abierto de tal manera ante aquella mujer, pero no arrepentida. Sus últimas palabras todavía le dieron mayores motivos de ello.

—Amalia, pronto sabrás todo lo necesario de mí. Ahora no. La muerte de mi marido me da mayor libertad para cumplir mi misión.

Su mensaje rezumaba misterio. Sus palabras le llegaban pegadas en el aire y las respiraba, sin importarle su sentido.

—¡Tú y yo conoceremos cuándo…!

Beatriz se levantó y la besó en la mejilla.

—Después leerás conmigo el libro.