En Madrid.
Año 1751, 15 de agosto
Una alfombra formada por miles de pétalos blancos de rosa desprendía un perfumado aroma desde el lugar en el que se detendría la carroza con la novia hasta la entrada principal del templo.
Aquella boda había suscitado el interés de toda la nobleza de la ciudad, y por la cantidad de curiosos que se arremolinaban en los alrededores de la contigua plaza de Moros, también del pueblo llano.
A su manera, hasta la ciudad de Madrid parecía alegrarse de aquel compromiso regalándoles a los novios una mañana menos calurosa que en jornadas anteriores, hasta impropia tratándose del mes de agosto.
Don Carlos Urbión lucía una espléndida sonrisa, a la espera de la llegada de su prometida, mientras hablaba con unos y otros y recibía las felicitaciones de todos.
Haría de madrina de boda la duquesa de Arcos, encantada por aquel honor y por ver de nuevo casado al duque después de haber sido íntima amiga de su primera mujer. Colgada de su brazo iba en un devenir de sensaciones al recordar su propia boda, sintiéndose un tanto celosa de aquella jovencita con la que iba a contraer matrimonio Carlos.
Reconocía que, en más de una ocasión, había deseado que el duque hubiera puesto los ojos en ella tras haberse quedado viuda, poco después que él. Si por el temor de ser rechazada nunca no se lo había hecho saber, ahora se lamentaba de ello, pues entendía que sus edades eran más adecuadas, y sus exigencias en el amor menores que las que le iba a demandar una joven de tan sólo dieciséis años. Mirándole de soslayo, rememoraba aquellos meses en los que había recibido su cortejo cuando, por estar ambos casados, se quedó limitado a un simple e inocente pasatiempo. Sin embargo, por mucho tiempo que hubiera pasado, como sucedía, ella seguía deleitándose con frecuencia del recuerdo.
Se detuvieron más tiempo con la condesa de Benavente, que acababa de llegar en la carroza de Joaquín Trévelez, acompañada de su amiga María Emilia. Cerca del noveno mes, su embarazo no había conseguido rebajar un ápice su excepcional belleza, aunque sí la gracilidad de sus movimientos. Su rostro se había redondeado y su mirada surgía ahora matizada por un filtro de profunda serenidad.
La condesa besó con afecto al que en breve sería su yerno y bromeó sobre los muchos metros de tela que se habían empleado para confeccionar su vestido y dar cabida a su ya abultado vientre.
El duque de Llanes recibió también la felicitación de María Emilia Salvadores, vestida de riguroso luto, a la que mostró su más sincero agradecimiento por el esfuerzo que le suponía acudir a aquella boda. Comprobó en su rostro las huellas que marcaban su honda amargura. Aunque esbozaba una comedida sonrisa, la tensión de su cara revelaba la verdadera incomodidad que la situación le producía.
Mientras, Trévelez se entretenía en observar a la numerosa asistencia que se repartía por las puertas del templo en forma de pequeños grupos, reconociendo a unos y a otros.
Al cruzar su mirada con el marqués de la Ensenada, entendió la invitación que le hacía para que se reuniera con él. Se acercó, a la vez que lo hacía el confesor real Rávago, que también parecía haber adivinado el motivo principal de aquel fugaz contacto.
—Antes de nada, desearía saber cómo se encuentra su prometida. —Somodevilla se había fijado en el amargo rostro de la que también era su buena amiga.
—Si os dijese que no me tiene muy preocupado os mentiría, y tal vez hoy más, cuando la ausencia de su hijo Braulio le produce mayor dolor debido a la estrecha amistad que le unía con la novia. Creedme que he tratado por todos los medios de excusar su presencia, pues aunque hayan pasado algunas semanas desde aquella tragedia, su suplicio apenas ha menguado desde entonces. Como sabéis, no es mujer de débil carácter y se ha empeñado en venir, para mostrar el profundo afecto que siente por Beatriz.
—Ayudadle en su soledad y manteneos siempre a su lado. Como buen amigo, os aconsejo que hagáis lo que esté de vuestra mano para no perder a esa joya de mujer. No he conocido a muchas que posean tantas virtudes como ella, tanto intelectualmente como en su dulzura y calidez interior.
—Aún no lo sabe, pero tenía la idea de pedirle en matrimonio durante el baile del palacio de la Moncloa, sin imaginar los dramáticos sucesos que determinaron su inesperado final.
—Me alegra saber esa noticia y entiendo lo inoportuno que tiene que pareceros ahora —le cortó el marqués—. Dadle un poco más de tiempo, pero no dejéis de proponérselo; ningún dolor, por extremo que sea, renuncia a ser curado si se presentan nuevas razones cargadas de ilusión. Y vuestro compromiso será de seguro una excelente nueva en ella.
Rávago se mantenía en silencio pero intranquilo con aquella conversación. Pensaba que tenían asuntos de Estado dolorosamente pendientes y de bastante mayor trascendencia que ocuparse de los tormentos de aquella mujer.
—¿Qué sabemos sobre los enemigos de nuestra fe?
La desconcertante pregunta del confesor real les dejó paralizados unos segundos, hasta que pudieron reaccionar.
—¿A qué os referís? —contestaron al unísono.
—Me parece imposible que las doce muertes del pasado mes y la del padre Castro no estén de un modo continuo en vuestra mente y no sean objeto de vuestro más denodado empeño.
Sus despiadados ojos penetraban como afilados cuchillos en la conciencia del alcalde Trévelez.
Rávago sintió su efecto y aprovechó su desconcierto para asestarle un nuevo golpe.
—¿Tendré que escuchar, una vez más, vuestra habitual falta de resultados o voy a tener la suerte de recibir una sorpresa?
Trévelez inspiró dos veces seguidas para poder tranquilizarse antes de responder.
—En las pasadas semanas hemos interrogado a más de cincuenta taberneros. A la mayor parte de las entrevistas he acudido en persona y con la ayuda de algunos testigos, para facilitar su identificación. —Miró sin miedo a Rávago—. Lamento no poder decir otra cosa, pero todavía no hemos tenido ningún éxito, y explico por qué. Además de los ya investigados, hemos sabido que en Madrid hay multitud de negocios de bebidas que trabajan sin permisos ni licencias, a veces dentro de sus propios domicilios y siempre a escondidas de la autoridad, circunstancia que no habíamos previsto en un principio. Esta extensa vía de investigación nos ha retrasado más de lo que esperábamos. Los motivos os resultarán tan obvios como a mí.
—¡Mucha palabrería pero nulos logros, alcalde Trévelez! —El marqués estaba atónito ante la ácida actitud de Rávago—. No habéis hecho otra cosa que darnos largas a todos con vuestras absurdas pesquisas; planteamiento que por su ineficacia detesto, y que aprovecho para denunciarlo ahora al ilustre marqués de la Ensenada.
—¡No estoy dispuesto a aceptar ningún insulto más de vuestra parte! —El estado de indignación de Trévelez había conseguido superar su habitual paciencia, y se lo espetaba sin moderar su tono de voz.
—¡Exijo de vuestras mercedes moderación! —Somodevilla intervino de un modo contundente—. Estáis consiguiendo atraer la atención de muchos de los presentes, y no considero que ésta sea la forma más adecuada para abordar los espinosos asuntos que nos conciernen. Hablemos, pero de una forma más respetuosa y prudente. —Se dirigió al confesor—: ¡Padre Rávago! Bajo vuestro criterio, pensáis que no estamos dirigiendo nuestras investigaciones en la dirección correcta. ¿Qué evidencias disponéis para manifestaros con tanta seguridad? Si contáis con ellas, en vuestra opinión, ¿hacia dónde deberíamos trabajar?
—¡Hacia los endiablados masones! —Se santiguó de forma instintiva—. Ayer supe que Wilmore falleció hace una semana. —Ambos se manifestaron extrañados de no haber sido informados de ello por parte del Santo Oficio—. El obispo Pérez Prado ha querido guardar secreto sobre su muerte, pues parece que no ha sido del todo fortuita.
Hizo un alto en la conversación para acercarse más a ellos y evitar ser escuchado por alguno de los presentes.
—Ayer mantuve una larga conversación con él; hasta después de manifestarle mi escaso interés por conocer las circunstancias de su fallecimiento no me reveló una conversación de lo más esclarecedora que había mantenido con el preso.
—Aunque acepte con poco agrado no haber sido informado de esos hechos —le cortó Trévelez—, menos todavía me gusta saber que Wilmore ha podido testificar algo que compete a este caso sin que nadie me lo haya hecho saber. ¿Acaso reconoció su participación en los asesinatos?
—No fue tan lejos, pues sabéis igual que yo el inquebrantable silencio que ha mantenido a lo largo de los interrogatorios, por severos que hayan llegado a ser. Pero por lo visto, sí mostró, de una forma sutil, estar al tanto de los atentados que hemos venido sufriendo en los últimos tiempos.
Un murmullo entre los asistentes anunció la llegada del carruaje de la novia.
Advertido Rávago de los pocos segundos que disponía para concluir aquella charla, dejó en el aire una última interrogación, invitándoles a que meditaran sobre ella.
—¿No os parece suficiente causa para los masones provocar un atentado como aquél, en venganza y de un solo golpe, contra todas las altas instituciones del Estado que han conseguido su prohibición? ¡Para mí, sí! —Guardó silencio—. Por tanto, no busquéis sólo en las tabernas —miró de nuevo al alcalde Trévelez—; hacedlo alrededor de sus logias e investigad a sus antiguos miembros.
Al ver a Beatriz caminando con elegancia por aquel pasillo de rosas con su ceñido vestido de seda blanca, del brazo de su padre Francisco, conde de Benavente, y bajo un velo que apenas conseguía ocultar su juvenil belleza, María Emilia sintió una aguda punzada en su corazón, imaginando lo que sentiría su hijo Braulio si la hubiera visto allí, inaccesible ya antes y mucho más ahora. Rehuyó entrar en el templo con el resto de los invitados. Desde el entierro de su hijo no había vuelto a estar con Beatriz y necesitaba expresarle muchas cosas: que le daba todas sus bendiciones, su amistad, su comprensión, aun por encima del inmenso dolor que la hería.
Sus miradas se encontraron. No había mentira posible entre ellas cuando se fundieron en un íntimo abrazo. La pureza del blanco, como símbolo de un nuevo futuro para Beatriz, sobre su negro luto, reflejo del pasado.
Beatriz le dijo, que el auténtico destinatario de su unión no era quien la esperaba en el altar ese día. Nunca lo podría sustituir. María Emilia lo escuchó de sus labios, pero no le reconfortó lo suficiente. Beatriz lloró; nadie lo vio, sólo María Emilia, que levantó su velo para enjugarle las lágrimas con sus besos. Escuchó de ella algo que no supo entender en ese momento, pero que guardó como un hermético tesoro dentro de lo más profundo de su ser.
Se lo dijo muy rápido, en un susurro, muy a solas. Le escuchó que Braulio había perdurado en ella. María no supo entender qué significaba aquello, pero sintió su influjo, y cómo, de forma repentina, aquello las unió mucho más.
La vio irse, de espaldas, menuda de estatura, escueta en años, pero grande y madura en corazón y determinación. Se preguntaba qué era lo que podía empujar aquella voluntad, cuando Beatriz había visto la desgracia en primera persona a lo largo de su corta vida. En sus padres primero; asesinada su madre en presencia suya, muerto su padre en la cárcel después; de desesperación con toda seguridad.
María Emilia se cuestionó qué era lo que poseía aquella joven de tan sólo dieciséis años para haber conseguido superar también la desaparición de su único amor, Braulio, e ir ahora dispuesta hacia un nuevo destino, en su opinión indeseable, sin aparente miedo, lejos de lo que ella se sabía capaz de hacer.
Envidió su cordura. Y en aquellos segundos, que le parecieron horas, se dio cuenta de que a sus treinta y cinco años todavía no había aprendido casi nada. En su resquebrajada vida, desde hacía tres semanas se entregaba a diario, con desmedida pasión, a un antiguo amigo de su marido y amante circunstancial; el capitán de navío Álvaro Pardo Ordúñez. Después de haber pasado varios años sin saber nada de él, había aparecido en su puerta, una semana después de la muerte de Braulio, de repente, cumpliendo una vieja promesa.
El marino, que se vio más sorprendido por el inesperado recibimiento que por redescubrir sus encantos, se dedicó a agasajarla en todos sus deseos y a disfrutar de aquellas semanas con ella.
Desde su llegada, María Emilia no se reconocía. Ni cada vez que se entregaba con todo su ardor a Álvaro, ni por el engaño que aquello suponía hacia Joaquín Trévelez, al que le había negado los mismos placeres que ahora libraba sin freno con el otro.
Por primera vez en su vida había actuado de una forma irracional, sin calcular las consecuencias de sus actos, abandonándose a las directrices de su instinto.
Si la primera vez que se había regalado a él, había sido pocas horas después de haberle abierto la puerta, sin dejarle hablar, sin explicaciones, sin preguntarle qué hacía por ahí, la última había sido esa misma mañana, dejándose vencer en una intensa pelea por evitar que se vistiese para la boda.
Sabía que aquello le estaba destruyendo poco a poco, pero no le importaba demasiado. La presencia de Álvaro le había desencadenado una irracional necesidad de sentir un placer externo, físico, algo que llegase a compensar su dolor interior. Aunque sabía que aquello podía destruir su relación con Joaquín, algo que por nada del mundo deseaba, no podía evitar a la vez sentirse de nuevo viva entre los brazos de su amante.
Sólo su amiga Faustina sabía lo que hacía; le reprobaba su poco sentido, al poner en riesgo una preciosa relación por un fácil consuelo temporal. También le aseguraba que si seguía así se volvería loca.
María sabía que su amiga tenía razón, pero había descubierto en aquella turbulenta experiencia algo excepcional, algo que desencadenó en ella un nuevo equilibrio despejándola de otras incertidumbres mayores. Le resultaba difícil explicarlo, pero sabía que a esa nueva conciencia se llegaba a través de la destrucción de lo que parecía bien fundamentado; de lo fácil. En realidad, entendió que tenía que arriesgar sus actuales sentimientos hasta rozar los límites de lo posible para darse cuenta de lo mucho que poseía.
Se colgó del brazo de Joaquín sin sentir remordimientos.
Él era su realidad.
Sonrió a Beatriz cuando ésta se volvió hacia ella, momentos antes de entrar en la iglesia, como último gesto de comprensión y afecto a la vista del difícil destino que la esperaba.
Una tenue luz que procedía de los faroles de la fachada del palacio del duque de Llanes se colaba por una pequeña rendija entre las pesadas cortinas del dormitorio principal.
Beatriz miraba con tristeza hacia un punto indefinido, acostada por primera vez en su nueva cama. A su lado dormía el duque, extenuado por el esfuerzo que acababa de desplegar con ella.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas con el recuerdo de la repugnante relación a la que se había tenido que entregar hacía poco rato.
Cuando había tenido que acariciar su piel se imaginaba la de Braulio, y cuando éste la había besado sentía aquellos otros labios en los suyos. Sus ásperas caricias le asquearon, y su fuerte sudor más. Beatriz trató de mostrar un falso placer ayudándole a que la hiciera suya, para así justificar su actual embarazo e imputarle después la paternidad.
Los recuerdos de aquel doloroso día no la dejaban dormir. Por un lado se le antojaba que había transcurrido demasiado rápido; la ceremonia de la boda, la comida posterior en su nuevo palacio, las felicitaciones de todos, el baile. Todo le había parecido ajeno. Como si fuese otra persona.
En su imaginación había vivido aquel día, pensando que el hombre que tenía a su lado, con el que había contraído matrimonio, no era el duque de Llanes si no Braulio. Sólo así podía soportar aquel cruel destino.
Entre aquellas sábanas, en casa ajena, se sentía abandonada y confusa ante la que sería su nueva vida como esposa de Carlos Urbión. Ya no podía ser una niña, ahora era una mujer casada, y sus únicos vínculos afectivos habían quedado enterrados bajo tierra, o alejados de ella, como era el caso de su madre Faustina y de su amiga María Emilia.
Poco antes de dormirse, pensó que acababa de empezar un nuevo capítulo en su vida, sin saber si éste sería peor que los ocurridos durante su corta existencia.
Se acarició su vientre con maternal ternura, deseando sentir a través de sus manos aquella nueva vida que fluía en su interior, y cerró los ojos.
Joaquín Trévelez acababa de dar un portazo definitivo a la relación con María Emilia, después de confirmar sus sospechas.
Llevaba demasiados días torturándose con la presencia de aquel marino en casa de su prometida.
Desde su llegada, María Emilia puso en la noble y vieja amistad, que al parecer les había unido en el pasado, la lógica justificación para que residiera unos días con ella, y la alegría que le había supuesto aquella inesperada aparición.
En un primer momento, a Joaquín aquello le pareció de lo más positivo, al menos como contrapeso al delicado momento anímico por el que pasaba María Emilia, y más aún al comprobar la mejora de ánimo que experimentó durante las dos primeras semanas.
Pero su confianza se fue debilitando al descubrir algunos detalles que dejaron de parecerle intrascendentes para transformarse en serias sospechas. Empezó a no considerar inocua la desbordante confianza con la que el tal Álvaro se movía en todo momento delante de ella. Tampoco, la inexplicable y dolorosa distancia que María Emilia había empezado a marcar hacia él. A pesar de todo, su fe en ella se había mantenido firme hasta esa misma noche.
Unos días después de la boda de Beatriz con el duque de Llanes habían cenado los tres. Fue entonces cuando, entre uno y otro plato, captó una cierta complicidad cada vez que se miraban; un flujo sensorial, más propio de los que viven una intensa relación que la de una simple amistad. Ante tal despropósito, sin ser capaz de resistirlo, lo comentó con ella, para ver aclaradas de una vez sus dudas. Como María Emilia no se lo negó, notó cómo el mundo se desmoronaba bajo sus pies. No obtuvo de ella ninguna otra explicación; sólo su llanto cerrado, sin palabras, alejado, sin aparente remordimiento. Su silencio le hirió tanto como saberse engañado, y sólo supo responderle con un adiós definitivo.
—No quiero arrastrarte en mi destrucción, Joaquín, ¡yo te quiero! —Intentaba retenerle a las puertas de su casa.
—Así lo creía yo, María —sus ojos no se expresaban con el mismo calor de anteriores ocasiones—, pero yo no sé compartir el amor como tú. Lo mejor es que dejemos de vernos.
Una vez en su vivienda, aquellas últimas palabras rebotaban una y otra vez en su mente sin dejarle dormir. Por más vueltas que le daba, por más que trataba de justificar su comportamiento en razón del colosal trauma que había vivido con su hijo, no dejaba de imaginarla amándose cada día, cada noche, con aquel hombre y no con él.
Joaquín Trévelez era un personaje duro, un ser habituado a enfrentarse a todo tipo de barbaries; a las vilezas más bajas de la persona humana, a ver de cara el negro rostro del crimen o a recorrer los abruptos recodos de las muchas mentes enfermas con las que se había encontrado en su trabajo. Pero aquella infidelidad era lo peor que le había sucedido en la vida. Y lloró con amargura; tanto y con tantas ganas como no recordaba haberlo hecho en años.
Pasadas pocas horas abrió los ojos y comprobó que aún era de noche. Alguien que estaba llamando a la puerta de su habitación le había despertado, y parecía decidido a seguir en ese empeño todo el tiempo que fuera necesario a la vista de su insistencia.
—¡Podéis pasar! —Se incorporó de su cama y encendió una vela.
Comprobó en el reloj de pared que tan sólo eran las siete de la mañana. Se había dormido muy tarde y le dolía la cabeza como nunca.
—Señor, siento tener que despertaros antes de hora, pero acaba de llegar uno de vuestros ayudantes acompañado de un pelotón de guardias. Me han dicho que tienen urgencia por hablar con vos.
Joaquín conocía bien a su más cercano colaborador y sabía de su proverbial prudencia. Pensó que, si había decidido a ir hasta allí para despertarle, el asunto debía tener una extrema importancia.
Se vistió con rapidez y recogió una pistola de mecha que escondía dentro de un cajón de la cómoda.
Intentó imaginar en qué consistiría el caso. Su instinto rechazaba que se tratase de un nuevo asesinato, sobre todo por no verse de nuevo bajo la atenta mirada de los ministros de la Corte, pero algo le hacía entender que iba a ser así.
Bajó las escaleras de su palacete de dos en dos hasta llegar al recibidor para encontrarse con su segundo.
—Acabamos de recibir una información bastante fiable sobre el posible paradero de los mesoneros que acudieron aquella noche al palacio de la Moncloa.
—Salgamos de inmediato entonces. —Se dirigió a su mayordomo—. ¡Haced que ensillen mi caballo! —Luego se volvió hacia su colaborador—. Y mientras, ¡dadme todos los detalles!
Le contó que aquella pasada noche se había detenido a un hombre que regentaba una taberna clandestina, gracias a la denuncia de una vecina al parecer harta de soportar los constantes ruidos que padecía cada noche y de tener que cruzarse cada mañana con un reguero de borrachos, entre charcos de inmundicias, dormitando enfrente de su casa.
Joaquín le mostró su impaciencia por escuchar algo más concreto, y el hombre decidió avanzar a lo más jugoso del caso.
—Durante su interrogatorio, nadie del turno de noche cayó en relacionarle con nuestras investigaciones en torno a los taberneros sospechosos. Sin embargo, ha sido él mismo quien se ha descubierto al declararse inocente de cualquier tipo de participación, pero nos ha revelado cómo dar con los posibles autores, que al parecer se trata de dos hermanos.
—Pero si nadie le estaba imputando cargo alguno sobre el asunto, ¿cómo se consiguió su testimonio? —Trévelez fue avisado de que su caballo esperaba ya a la puerta de su residencia, ensillado y listo para salir.
—El hombre reconoció que había prestado un carromato con bastantes provisiones de vino a dos conocidos, uno de ellos de nombre Silerio, sin saber para qué lo querían, pues le pagaron bien, y aún más al devolvérselo. Aunque no sospechó nada en un principio, ató cabos a medida que se propagaban las sospechas sobre la participación de unos anónimos taberneros como posibles responsables del atentado. La dolorosa carga de aquella culpa, aunque fuera por su colaboración indirecta, le estaba pesando desde entonces, pero no se atrevió a denunciarlo por no poner en riesgo su actividad ilícita. —Montaron en los caballos y se encaminaron hacia las puertas de salida del palacio—. Parece ser ése el principal motivo que le indujo a descargar su conciencia, además de pedirnos como contrapartida la inmunidad por haber regentando un negocio ilegal, claro.
—¡Excelentes noticias!
Trévelez imaginaba las muchas felicitaciones que le llegarían de los más altos responsables del gobierno y las del propio Rey, en cuanto fuesen informados de la detención de los causantes de aquella carnicería.
—¿Hacia dónde hemos de dirigirnos?
—La dirección que nos dio es algo confusa, pero creo que suficiente. Hemos de tomar el camino de Vallecas, y a media legua de Madrid preguntar, en un almacén de grano, por un camino que al parecer parte de allí y conduce hasta una forja. ¡Ahí viven y trabajan los sospechosos!
Las campanas del convento de San Francisco tocaron las medias.
—Salgamos ya, pues calculo que nos puede llevar un buen tiempo.
A horas tan tempranas, las calles de Madrid todavía no tenían su habitual tráfico, y eso les estaba permitiendo atravesarlas o recorrerlas a buena velocidad. En sólo dos cruces tuvieron que abrirse paso al grito de «¡Paso al alcalde de Corte!», y así fueron dejando atrás el centro, para buscar la salida que era, a su vez, puerta de entrada de todo el levante español a la capital.
La ermita del Cristo de la Oliva ponía el límite a la ciudad, y ya desde ella no había más que campo y casas de labor.
La ancha ruta que arrancaba desde ese punto empezaba a llenarse de los muchos carromatos que a diario acudían a los mercados madrileños, repletos de productos procedentes de las huertas que salpicaban aquel paisaje.
Trévelez ardía de deseos de llegar a su destino. Esperaba que el trabajo aliviara, al menos en parte, el dolor de su ruptura.
Poco sabían acerca de los hombres que pretendían detener; sólo que eran hermanos y el nombre de uno de ellos, Silerio, el único que pudo recordar el tabernero detenido esa misma noche.
No conseguían avanzar con rapidez, pues el tráfico iba aumentando por momentos y a veces les obligaba a detenerse. Las muestras de curiosidad eran constantes en los rostros de los conductores ante la patrulla armada, preguntándose todos qué causas les llevarían con tanta urgencia.
Llegaron al almacén y supieron qué camino debían tomar para llegar al taller, que no distaba más de media milla de allí. En el fondo de una suave vaguada se encontraba el edificio, anexo a una modesta vivienda de una sola planta. No vieron ninguna actividad en su exterior.
Dejaron los caballos atados a un grupo de viejas encinas, en las inmediaciones de los edificios, y caminaron en silencio con las armas dispuestas y cargadas. Se repartieron por todas las puertas y accesos reconocibles de ambas estructuras, estudiando cualquier posible punto de fuga. Trévelez comprobó en persona la correcta disposición de sus hombres antes de entrar en el taller, ya protegido por dos de sus guardias.
Las rendijas que se abrían entre las maderas de sus paredes dejaban pasar miles de haces paralelos de luz, formando una caprichosa melena luminiscente en su interior. Un absoluto silencio acompañaba la amplia estancia, llena de bancos de trabajo y un enorme horno apagado en una de sus esquinas. Trévelez hizo un gesto a uno de los guardias para que abriese la única puerta que parecía dar paso a un pequeño cuartucho. No había nadie dentro; sólo dos camastros y un fuerte olor a sudor.
Abandonaron el taller dirigiéndose a continuación hacia la vivienda, cuya chimenea sí daba muestras de actividad en su interior. La rodearon por sus cuatro costados, y dos guardias se apostaron a los lados de la puerta, antes de que Trévelez la aporrease con decisión.
Un hombre de mediana edad salió a abrirles. Su sorpresa no fue mayor que el miedo al ver tanto soldado apuntando a su pecho.
—¡Al suelo! —La orden provenía de un hombre de rostro seco, mentón roto y pómulos picudos que le resultó muy amenazante.
Sin dudarlo obedeció la orden, preguntándole qué querían de él.
—Identifíquese al alcalde de Casa y Corte de Madrid. —El ayudante de Trévelez pisó su espalda para inmovilizarle.
—Mi nombre es Claudio y soy un humilde herrero que sufre por no entender cuál puede ser el interés que os ha traído hasta mi casa.
—Os buscamos como sospechoso de asesinato. ¿Dónde está vuestro hermano Silerio? —Sin esperar su respuesta Trévelez ordenó que entrasen en la vivienda para localizar al segundo.
—¿Asesinato? —La sequedad de su boca le dificultaba hablar con claridad. Necesitaba ganar un poco de tiempo para pensar—. ¡No tengo ningún hermano!
El hombre que le aprisionaba contra el suelo le propinó una dolorosa patada en las costillas.
—Los gitanos se han ido esta misma mañana —añadió al golpe, entre un coro de toses.
—¿De qué gitanos habláis? —Aquello no tenía ningún sentido para Trévelez—. Buscamos a dos hombres y vos debéis ser uno de ellos. No os resistáis más y escupid todo lo que sabéis.
—¿Podría incorporarme?
—Si no intentáis nada extraño.
—Os lo prometo.
El asustado herrero se puso de pie, doblándose de dolor al sentir un tirón en su costado.
—Hasta hoy he tenido contratados en mi casa a dos hermanos de raza gitana, de bastante mejor calaña que la que vos mostráis. —Recibió un bofetón de uno de los guardias.
—¡Hablad con más respeto delante del alcalde!
—¡Explicaos mejor! —Trévelez ordenó al guardia que contuviese su violencia—. ¿Cómo es que se han ido? ¿Adónde?
—Lo desconozco. Sólo os puedo decir que ayer aparecieron por la tarde y me dijeron que se iban a Madrid y que por ello, desde hoy, dejarían de trabajar en mi taller.
—¿Estáis seguro de que son gitanos? —Trévelez pensó que a nadie se le había ocurrido hasta ahora aquella posibilidad. Recordó la reprimenda del confesor Rávago durante la boda de Beatriz. Deseaba encontrarse con él para tirarle por los suelos, y a la cara, su teoría, y así rebajarle los humos.
—¡Por completo!
El herrero sabía que la complicidad de asesinato estaba fuertemente penada, como también que el asunto tenía que ser grave, tanto como para requerir la intervención del propio alcalde.
—¿Podría saber qué han hecho?
—¡Limitaos a decirnos lo que sepáis sobre ellos! El resto no os compete.
Claudio calibraba qué decisión debía tomar en aquellas circunstancias. Podía mostrarse colaborador explicando dónde los podrían encontrar, pues suponía su nuevo paradero, o guardar silencio. Decidió que si los alguaciles no le daban ninguna razón de su interés por encontrarles, con el aprecio que sentía por los gitanos, tampoco él les regalaría tan gran ayuda.
—Hará unos dos años que aparecieron por aquí pidiendo trabajo y techo. Responden a los nombres de Timbrio y Silerio, y de apellido Heredia. Les conocía de antes, de la época en la que regentaban un negocio propio en otra población cercana a la mía. Con sus buenas referencias no dudé en acogerles en mi casa, en la que han estado hasta la fecha de hoy.
—Sabréis, que acoger a un gitano sin denunciarlo a la autoridad supone un grave delito.
Trévelez tampoco quería presionarle demasiado para evitar que se cerrase, pero pensó que una seria advertencia allanaría su voluntad.
—Lo desconocía. —Mintió—. Comprended que sólo actué como buen cristiano, acogiendo al desamparado.
—Conmigo podéis ahorraros vuestras muestras de caridad. Centraos mejor en explicarnos cómo y cuándo han abandonado vuestra casa, o cualquier otra pista que nos ayude a determinar su nuevo destino.
—Pero ¿de qué se les acusa? —probó por última vez al alcalde para decidir qué opción tomar: callar o contárselo todo.
—Repito que no debe preocuparos eso. Colaborad con nosotros explicando todo lo que sepáis y olvidaos del resto. Lo conoceréis a su debido tiempo. —Sin saberlo, Trévelez le acababa de empujar hacia la primera opción.
—Han salido al alba a caballo con sus pocas pertenencias. Tomaron dirección a Madrid y, como os he dicho, no me explicaron nada más. Debéis creerme. Con su marcha, me han dejado sin la mano de obra que necesito para atender los muchos encargos que tengo pendientes. Y aunque se lo recriminé con toda severidad, después del favor que les había brindado en su momento, no cambiaron de opinión, y se fueron sin casi despedirse. Además de sentirme defraudado, desconozco su paradero.
—De acuerdo. Pero os advierto que si tenéis cualquier noticia de ellos, ahora o en el futuro, y no nos avisáis de ello, caeremos sobre vos como perros carroñeros.
El acalde ordenó que registrasen a fondo todas las estancias para buscar cualquier pista que les ayudase a localizar a aquellos hombres. Luego, montó su caballo y mandó a cuatro de sus ayudantes que lo acompañaran hasta Madrid. Su primera parada sería en palacio, para ver a Rávago y Somodevilla.
De camino, Joaquín consideraba la pista de los gitanos como una esperanzadora noticia que podía cambiar el actual curso de sus investigaciones, cerraría otras líneas y le centraría para alcanzar una pronta conclusión. Al menos tenía sus nombres, y eso le ofrecía más posibilidades de localización. También le asaltó el áspero recuerdo de su ruptura con María Emilia. Había tenido que afrontarla sin remedio. Sabía que era lo correcto, pero su corazón se resistía a perderla para siempre. Trataba de imaginar cómo se sentiría también ella después de aquella amarga noche.
—¡Sal de mi cama! —María se revolvía entre las sábanas escapando del cuerpo de Álvaro, que acababa de entrar en su habitación y se había colado a su lado—. Ayer te dije que esto se había terminado. ¡Déjame sola y vuelve a tu dormitorio!
Trató de levantarse, pero las manos del marino la agarraron de la cintura sin permitirlo.
—¿Cómo quieres que lo haga si ardo en deseos por ti? No te atormentes más, verás como consigo que olvides todos tus problemas.
La apretó hacia él y empezó a besarla por el cuello.
—No, esto no puede ser… De verdad… —Sus bocas se encontraron, y ella se opuso con menor rechazo—. Estamos cometiendo un error, Álvaro.
Él levantó su camisón hasta sacárselo por la cabeza, sin atender a sus palabras.
—El más dulce error que he conocido.
María Emilia cerró los ojos entregándose una vez más a aquella locura. Álvaro había despertado su parte más irracional como mujer, y conseguía vencer cualquier reflejo de su cerebro. Adoraba verse amada por él, lo ansiaba a diario, aunque sabía a qué precipicio la llevaba.
A la vez que su cuerpo se abría al placer, su conciencia se rompía en pedazos y crecía una herida que la partía en dos.
En aquel inicio de la mañana, rendida por entera a él, vio el rostro de su amado Joaquín y le lloró. Las lágrimas salpicaban sus mejillas y se mezclaban con el sudor de Álvaro. Aquella locura no tenía ningún sentido. Lloraba a su verdadero amor sin dejar de disfrutar de ese hombre.
Su pasión fue larga, decidida y ajena al mundo exterior, hasta que un coro de gritos que venían de la calle les despertó de su narcótico estado. María Emilia salió de la cama y sin cubrir su desnudez descorrió las pesadas cortinas para saber qué motivaba aquel alboroto.
Frente a ella, en uno de los balcones que recorrían la fachada del palacio donde vivía Beatriz desde su reciente boda, se encontraba la causa de aquel alboroto.
Álvaro llegó a su lado, le pasó por encima la sábana que lo tapaba, y la abrazó protegiéndola de la espantosa imagen que parecía ser la obra del mismísimo diablo.
—Por Dios Bendito; es el duque de Llanes…
María Emilia, horrorizada, apartó la vista de aquel cuerpo semidesnudo y crucificado a los barrotes de forja del balcón, y cayó desmayada al imaginar a Beatriz ante parecido destino.
Las tripas del anciano duque colgaban de forma obscena, desbordándose desde una larga herida triangular que presentaba su vientre.