En Madrid.
Año 1751, 28 de julio
El alcalde de Casa y Corte Joaquín Trévelez se sentía intranquilo por la reunión que iba a mantener esa mañana con los dos hombres más importantes del gobierno de Fernando VI; el secretario de Hacienda, Marina y Guerra don Zenón de Somodevilla, y el secretario de Estado don José de Carvajal y Lancaster.
No había amanecido todavía cuando su carruaje llegó a la entrada del patio principal de palacio, desde la cual dos de los guardias de corps que tenían encomendada la protección de la casa real, le escoltaron hasta los despachos donde trabajaban los ministros.
Su congoja, desde luego, no se debía a la intimidación que en otros podría producir la elevada posición de sus cargos, pues con ambos compartía reuniones de trabajo desde hacía tiempo, pero sí al contenido de ésta, que no podía ser otro que hacer balance del brutal atentado en el palacio del duque de Huáscar, poco más de veinticuatro horas después.
Una enorme bandera con la cruz de San Andrés y un retrato del rey Fernando VI eran los únicos adornos a espaldas de la mesa de despacho del marqués de la Ensenada. El resto de la habitación estaba cubierto de estanterías de roble repletas de libros, salvo en una de sus paredes, donde colgaba un enorme cuadro que representaba una feroz batalla naval.
Sin necesidad de conocer los gustos del marqués, aquel gran óleo con motivos marinos, el viejo timón en una esquina, o las dos bellas maquetas de navíos españoles que presidían su mesa, harían pensar a cualquiera que el mar disfrutaba de una especial posición en su vida. Y poco se equivocaría, porque de todas sus tareas y responsabilidades de gobierno, la que más satisfacciones le producía, sin duda, era la Marina.
Trévelez se sentó en un sillón a la espera de los dos ministros y se hizo un rápido balance de lo ocurrido en las últimas horas para luego poder resumirles lo más importante.
Apenas había dormido en los dos últimos días. La noche del atentado la había pasado en vela trabajando con sus equipos de investigación en el palacio de la Moncloa, y la siguiente, apenas unas horas antes, se había quedado con María Emilia, consolándola por la dramática muerte de su hijo.
Cuando creía estar acostumbrado a ver el rostro más cruel del hombre, aquel que se identifica con la vileza, la infamia, o cualquier otra muestra de la maldad humana, todavía se volvía a preguntar, con demasiada frecuencia, qué podría mover la voluntad de un individuo para destruir una sola vida y, más aún, la de un chico de quince años.
En su profesión se había enfrentado a todo tipo de actos cuyas consecuencias mostraban el grado de degradación a que podía llegar la mente humana, y siempre se preguntaba qué podía motivar a sus autores a abrazar tales desviaciones. En ocasiones pensaba que si el hombre había sido concebido para participar en la creación divina y ayudar a completarla, ¿quién se explicaba entonces que la maldad tuviese espacio en tan magna obra?
Aquellas cuatro explosiones, de momento, se habían llevado doce vidas y una multitud de heridos.
La mala suerte se encargó de elegir sus nombres, sin razones de fortuna, condición personal o sexo, pues además de al joven Braulio destrozó a tres mujeres de noble cuna; dos de mediana edad y una joven de apenas dieciocho años, dos eclesiásticos, cuatro guardias de corps y dos músicos cuyo único delito había sido amenizar la que prometía ser una de las veladas más celebradas del año.
Su situación empezaba a ser comprometida, pues como máximo responsable de la investigación criminal y juez supremo de los delitos de sangre en la Corte, sin haber avanzado en la solución del asesinato del jesuita Castro, se encontraba con una nueva causa de peores consecuencias, al haber puesto en peligro la integridad de los propios monarcas.
Entendía, que éste no sería un caso más de su larga carrera, sino la más dura prueba a la que tendría que enfrentarse si quería dejar sin tacha su capacidad profesional.
—Sentaos. No os cuidéis de formalismos con nosotros; nos conocemos desde hace tiempo.
Zenón de Somodevilla entró como un rayo en la habitación y tomó asiento frente a Trévelez. El responsable de Exteriores, don José de Carvajal le saludó con gesto grave y lo hizo al lado de su colega de gobierno.
—El Rey, que Dios guarde, acaba de expresarnos su urgencia por saber quién o quiénes han podido estar detrás de tan horrible brutalidad, y también, que no entenderá que así no sea por falta de recursos humanos o económicos —empezó Carvajal—. Sabe de esta reunión y quiere que todos los días desde hoy alguno de nosotros le pongamos al corriente de los avances conseguidos. Por ello, nos veremos a esta misma hora cada día hasta que demos por cerrado el asunto.
—Empezaré por el recuento actual de fallecidos, que ya suman doce con el fallecimiento esta madrugada de la condesa de Ribó. Tenemos a cinco víctimas más en un estado bastante grave, si no crítico, y a los demás mejorando en sus pronósticos. —Trévelez tragó saliva para humedecer la sequedad de su garganta—. La masiva afluencia de personas, tanto de servicio como de invitados, convierten esta investigación en una de las más complejas que he tenido hasta la fecha. Para iniciarla, primero nos hemos planteado estudiar el origen de las explosiones, antes de dirigir nuestra atención hacia sus posibles autores, pues lo uno podría llevarnos a lo otro.
Trévelez desdobló un papel donde había dibujado en plano el palacio y los dos lugares donde tuvieron efecto las explosiones.
—Por el momento —siguió hablando—, creemos que se emplearon dos tipos de explosivos. La primera detonación —les mostró con el dedo el punto que afectó a la pared del edificio— debió requerir en torno a cinco kilos de pólvora. Por los restos encontrados, creemos que introdujeron el cebo en un barril de madera, y que debieron emplear en su detonación una mecha corta para dificultar su posible localización. Lo colocaron de espaldas a un pequeño muro del jardín, a escasos metros de la pared del edificio, para que la onda expansiva se dirigiera hacia ese punto y conseguir así un mayor poder destructivo. Este detalle nos ha hecho entender que no nos enfrentamos a simples aficionados, aunque sigo sin comprender cómo pudieron trabajar desapercibidos por la numerosa guardia que protegía el recinto. —Carvajal agitaba la cabeza con gesto desaprobatorio—. Para las tres siguientes explosiones, en la puerta de salida, se emplearon tres cargas que tampoco nadie pudo evitar, debido esta vez a la enorme confusión que se generó entre la tropa por los efectos de la primera.
—¡Excelente seguridad la que nos ofrece la guardia de corps! Por lo que se ve, cualquiera puede acercarse hasta las inmediaciones del Rey con cinco kilos de pólvora sin que nadie se entere. Cuanto menos me resulta curioso, por no decir preocupante…
El marqués de la Ensenada era el destinatario del comentario de su compañero de gobierno Carvajal por su responsabilidad directa sobre los ejércitos y la seguridad de la Casa Real.
Trévelez trató de salir en su ayuda.
—Nadie puede negar que ha fallado nuestro sistema de seguridad y control, aunque lo cierto es que nunca antes nos habíamos enfrentado a un riesgo de esta magnitud. En aquella fatídica noche, además de los invitados, que por razones obvias han quedado excluidos como autores materiales o cómplices de los mismos, se reunieron en torno a cuatrocientos hombres en las inmediaciones del palacio. Hablo de los cocheros, pajes de honor, ayudantes, y otro personal vario que trabaja para los muchos nobles, representantes del gobierno, altas figuras del clero y diplomacia extranjera.
—Alcalde Trévelez, estoy conforme con su recusación en tanto a una participación activa de los invitados, pero no de su posible complicidad. En estos momentos no debemos descartar ninguna posibilidad y menos ante un atentado de Estado, cuyo éxito hubiera afectado al gobierno de España y su monarquía. No podemos pasar por alto que en contra de ambas instituciones concurren enemigos exteriores con intereses muy concretos, y no citaré de momento sus nombres, pero también internos; y me refiero a los declarados enemigos de la casa de Borbón que no han dejado de maquinar desde que tomó el poder a comienzos de este siglo. —El marqués miraba su reloj de bolsillo con aire intranquilo—. Pero, vayamos a lo concreto que el tiempo corre. ¿Disponemos por ahora de algún nombre?
—Además de la lista de invitados, estamos elaborando otra con todos los empleados que acudieron esa noche. Ayer se iniciaron los primeros interrogatorios, que me propongo revisar cada noche, aunque debido a la dimensión de esta tarea, he decidido ganar tiempo y utilizar todos mis recursos humanos para terminar la primera ronda en cuatro o cinco días a lo más.
Carvajal elogió la rapidez con la que estaba operando.
—Sin abandonar otras líneas de investigación —continuó Trévelez—, de momento estamos centrándonos en una que nos parece prioritaria. Buscamos con especial interés una pareja de mesoneros que hemos sabido acudieron esa noche para hacer negocio con la venta de vino y otras viandas. Por inexplicable que parezca, nadie entiende cómo se les pudo permitir la entrada cuando la misma guardia de corps había establecido un riguroso control de los accesos y no estaba autorizada su presencia. También entrevistaremos a los guardias que se encargaron de ese control por si alguno pudiese estar involucrado en el caso.
—Hay demasiados mesones en Madrid —atajó Carvajal, pasando por alto la responsabilidad que correspondía a la guardia real—. Supongo que disponéis de alguna descripción de los mismos. ¿Estoy en lo cierto?
—Aquella noche fueron uno de los principales centros de atención; por ello no ha resultado difícil obtenerla. Como un barril de pólvora se puede disimular entre otros muchos de vino, de momento ésta es la pista más sólida que nos conduce a pensar en ellos. En cuanto disponga de datos más precisos, os pondré al corriente de ello.
—Durante estos días no he dejado de acordarme del crimen de Castro. ¿No creéis que ambos atentados podrían tener idéntica autoría? —Las sospechas de Ensenada no procedían de ninguna evidencia; había sido la proximidad de los dos hechos lo que le había llevado a pensar en ello.
—No descarto que así sea —contestó Trévelez, anonadado por la actual carencia de resultados—, aunque reconozco que es pronto para poder daros una contestación más precisa.
—¿Tenéis algo más que comentarnos? —preguntó Ensenada, con ganas de abordar otros asuntos que le requerían con urgencia en su despacho.
—Eso es todo —contestó algo más aliviado Trévelez.
—Volved entonces mañana y a esta misma hora. —Se levantó de su asiento—. Contad en convocarnos antes si obtuvieseis alguna información de importancia. Para nosotros este asunto goza de máxima prioridad.
La celda que ocupaba el acusado Wilmore dentro de la cárcel secreta del Santo Oficio apestaba a enfermedad por sus cuatro húmedos costados. El inglés se acurrucaba en la única esquina que recibía un minúsculo haz de luz, tamizado por la densa suciedad que acumulaba el ventanuco, tensando hasta el extremo las cadenas que le ataban de pies y manos. Gracias a ello, había calculado que llevaba encarcelado una semana, después de haber soportado las peores condiciones posibles. Usaba parte del agua que le daban para lavar sus heridas y conseguir así frenar las infecciones que rodeaban sus muñecas y pies desde el día del martirio a que había sido sometido.
En su reclusión, desconocía todo lo que podía estar ocurriendo fuera de aquellas paredes, pero no por eso dejaba de confiar en la labor de sus dos hombres, seguro de que habrían empezado a cumplir sus órdenes. Sus únicos contactos durante aquellos interminables días eran los carceleros, y con menor frecuencia su abogado, que más que defender sus intereses parecía pretender su confesión, al igual que lo habían intentado los inquisidores con la ayuda de sus verdugos.
Aquella mañana se había despertado con el agudo dolor del mordisco de una hambrienta rata, atraída por el sabor dulzón de sus heridas. La suerte le acompañó después, cuando consiguió cazarla sirviéndose de una de sus cadenas a modo de lazo, y sin dudarlo se había puesto a comérsela con absoluta fruición.
En estas ocupaciones le encontró el obispo Pérez Prado al entrar de forma imprevista en su celda. No pudo éste evitar unas repentinas náuseas, que se resolvieron con un incontrolado vómito que derramó sobre la esquina opuesta a la que ocupaba el inglés.
—Tal vez su reverendísima gustaría de probar tan delicioso bocado…
Le extendió los restos mordisqueados del roedor, sonriendo al comprobar tanto su gesto de asco como la palidez de su cara.
—Os aseguro, que al menos ésta es la única carne que consigo reconocer de todas las que me dais a probar en vuestra caritativa casa. —Wilmore saboreaba aquella oportunidad de revancha a todo su padecimiento.
—Dejad de poner a prueba mi paciencia, pues no la reconozco como una de mis mejores virtudes, y tirad esa porquería antes de verme obligado a tomar una determinación más coercitiva.
El inglés la escondió a sus espaldas para darle continuidad en cuanto volviese a quedarse solo.
—Como parece que hasta la fecha no hemos conseguido obtener el menor testimonio de vos, quiero poneros al corriente de las decisiones que se han tomado sobre vuestro inmediato futuro.
El obispo se sentó en una silla que había traído con él y siguió hablando.
—Sólo dispondréis de dos opciones, y creedme que no contaréis con ninguna más. Hoy debéis elegir la que os parezca más adecuada a vuestros intereses o menos peligrosa para vuestra integridad física, pues me es indiferente la forma en que prefiráis verlo.
La primera que le dio a conocer, consistía en obtener de él una única delación y de sólo tres miembros entre aquellos que hubieran tenido cierta autoridad dentro de la asociación. Si así lo hacía, y sin pedirle ninguna otra cosa más, el Santo Oficio tendría a bien considerarle desde ese mismo día hombre libre. La segunda, terminaba también con una liberación, pero ésta más definitiva y de su alma, pues suponía su muerte inmediata para abandonar al fin aquel sufrimiento sin sentido, prometiéndole una confesión previa de sus pecados para librar su alma de las manchas que la oscurecían con su herejía.
—Como veis, se trata de propuestas simples y definitivas. —Se aproximó a él, sin ocultar el asco que le producía el fuerte olor del preso—. Una discreta delación que a nadie más interesará, salvo a nosotros, sin comprometer vuestro futuro, y pudiendo veros libre desde este mismo día, o la muerte. ¿Qué preferís?
—Antes de contestaros, me pregunto a qué viene esta urgencia, cuando he pasado una semana entera sin saber nada de vos. —Wilmore sospechaba que algún suceso debía haber provocado aquella inusual prisa por obtener tan pronto fruto de él—. ¿No será que ha ocurrido algo de tanta gravedad, como para obligaros a venir a buscar mi ayuda?
—Con vuestra pregunta, ya me estáis dando buena prueba de ello.
—¿A qué os referís?
—Hablo de lo que ya no sólo supongo sino que veo como certeza; vuestra intervención en aquel asesinato y en el atentado producido anteanoche, aunque haya sido de forma indirecta o debido a órdenes vuestras anteriores. —Le agarró del cuello estrujándolo sin piedad—. ¡Hablad ahora mismo, sólo así os sentiréis libre!
—Ya veo… Un atentado y un asesinato. No tengo ni idea de lo que me estáis hablando, y mucho menos de quién los ha producido, pero de antemano os digo que si hubiesen sido causados por alguno de mis hermanos, podéis estar seguro que nunca los delataría, por más sufrimiento que me llegarais a producir.
Wilmore sabía, que con aquellas palabras acababa de firmar su sentencia de muerte. Aun así, por si no fuera suficiente su elocuencia y para dejar más patente su odio, todavía le escupió en su cara los restos de la rata que aún mordisqueaba, aprovechando la proximidad de su rostro.
El obispo Pérez Prado le abofeteó enfurecido, y antes de abandonar la celda le despidió para siempre. Se limpió aquellos asquerosos fluidos que resbalaban por su mejilla, mientras recorría los pasillos que le llevaban al exterior, con la decisión tomada y la orden preparada para que nadie volviera a suministrarle más alimento o agua hasta que la muerte le visitase.
En todo Madrid no se hablaba de otra cosa que del atentado ocurrido en el palacio del duque de Huéscar. De tanto correr de boca en boca, cada comentario se veía multiplicado en gravedad y exageración a medida que pasaba de uno a otro. Tanto era así que aquella mañana unas mujeres que compraban en el mercado de la plaza Mayor, afirmaban que la reina había sido herida en el mismo, y que por lo visto más de cincuenta invitados habían muerto.
Una de ellas, la más bromista, afirmaba incluso, entre carcajadas, que hasta el cantante Farinelli, il Castrato, se había salvado de recibir un trozo de metralla en su cuerpo, sólo gracias a su deficiencia.
Para aquel Madrid, alejado del boato y los excesos de la clase noble, la vida diaria ya les regalaba con otros problemas y no menores, como la fuerte subida que acababa de experimentar el precio de los cereales, que también arrastraría al de los alimentos básicos. En general, la política o los acontecimientos que protagonizaban aquellos personajes, a los que poco conocían y en la mayoría de los casos hasta despreciaban por su ostentación y derroche, se encontraban tan alejados de sus necesidades diarias que sólo eran objeto de conversación cuando, como en ese caso, la gravedad superaba a la común monotonía de sus quehaceres.
Muchos ciudadanos rechazaban aquel sistema social por el desigual reparto de riqueza que sufría una mayoría de la población, pues en Madrid de todos era conocido que, sin contar con las propiedades del Rey, casi una tercera parte de sus edificios pertenecía a la Iglesia, otro tercio a unos pocos miembros de la alta nobleza y el resto se lo repartían entre los nuevos burgueses y algunos comerciantes acaudalados. Ante esa situación, al pueblo llano sólo le quedaba alojarse en las viviendas más humildes y, como medio de supervivencia, trabajar para ellos en las tareas de limpieza y protección de sus magníficas posesiones.
Como esos sentimientos se estaban generalizando entre las clases más desprotegidas de Madrid, tampoco resultaba raro escuchar comentarios, en aquel mercado, como «¡ya les toca a ellos sufrir alguna que otra vez!», de boca de algún tendero, o ver reírse a carcajadas a una panadera ante un comentario jocoso sobre lo que iban a subir de precio los polvos para blanquear las pelucas después de lo chamuscadas que debían haber quedado con las explosiones.
Con ello no es que mostrasen una cruel insensibilidad ante una desgracia que nadie hubiera deseado, sino que reflejaban, de modo espontáneo y hasta casi de forma inocente, su despecho por las prerrogativas y ventajas que aquella clase había acumulado a sus espaldas durante muchísimos años.
—Ojalá sus problemas más pequeños pudieran ser parte de los nuestros, pues he oído decir que sólo el duque del Infantado posee doce grandes palacios y propiedades en Madrid y más de treinta y seis mil ovejas repartidas en sus enormes fincas. —Una de las mujeres se lo cuchicheaba a otra, que también parecía querer aportar su información.
—Qué me vas a contar tú a mí, que soy andaluza y sé que entre el duque de Medinaceli, el de Alba y el de Osuna, poseen en mi tierra más de ochocientas mil fanegas de tierra. —Menos discreta que la anterior, sus cometarios se escuchaban por todo el mercado—. Con sólo una mínima parte de esa riqueza podrían vivir cientos de familias enteras, trabajando el campo, vendiendo sus productos. Pero ya ves, la cosa está así de mal repartida.
Dos hombres de aspecto extranjero, próximos a las mujeres, no se perdían detalle de su conversación. Llevaban un tiempo encerrados en su propia casa, sin dejarse ver, pero acuciados por la falta de comida, aquella mañana habían salido por primera vez y escuchaban lo que se decía sobre los efectos del atentado.
Compraron lo necesario para resistir unos días más en su voluntario retiro y, al terminar, se dirigieron de nuevo hacia la vivienda que los escondía, sin dejar de comentar sus propias sensaciones.
—Cuando logremos cubrir los objetivos que nos encomendó Wilmore, ¿qué crees que pasará?
—Sólo puedo suponerlo, pero imagino que ocurrirá lo que tantas veces se discutió en nuestra logia, la verdadera misión que alimenta nuestra fraternidad: se producirá la revolución que abra esta sociedad a un nuevo orden. Entiendo que nuestros hermanos más influyentes, desde su clandestinidad, ya están trabajando para colocar el mayor número posible de hombres afines a nuestra obediencia en los puestos más altos del poder, con la misión de derrocar el actual sistema. Después, nuestra amada sociedad masónica será la que se encargue de dirigir el nuevo destino, bajo los mismos principios y leyes que ahora nos gobiernan.
—De ser así, y sabiendo lo que nos ha sido confiado, tú y yo tenemos un papel clave.
—Seguro que sí, aunque con el revuelo que se ha producido, creo que deberíamos dejar pasar un tiempo antes de actuar. De momento, sería interesante que hiciéramos una visita al embajador Keene por si supiese de dónde partió la delación que ha provocado la prisión de nuestro gran maestre Wilmore.
—Me parece bien. Sea quien sea, lo pagará, pues con su acto ha perdido todo derecho a vivir.
Al hilo de ese comentario, su acompañante aprovechó para discutir un extraño plan, que éste le había propuesto unos días atrás, con la intención de no sumarse a él.
—No acabo de entender qué pretendes conseguir con esa ceremonia final que te has inventado, una vez terminemos la misión que nos ha sido encomendada. Que yo recuerde, en nuestra liturgia no existe ninguna descripción parecida. —Y siguió hablando sin darle tiempo a responder—: Quiero que sepas que no deseo participar en ella.
—¡Lo harás! Este destino nos ha atado a los dos, y no serás tú el que rompa el efecto final que persigo. Será como una cena, con un invitado insigne; mi Señor. A él le ofreceremos nuestra venganza, y te aseguro que, quieras o no, vas a estar a mi lado.
—Wilmore, no nos lo ordenó.
—Ya lo sé. Es cosa mía.
El padre Rávago no recibía ninguna visita antes del ángelus, pues el poco tiempo que le quedaba entre la misa con los monarcas y el mediodía, lo disponía para resolver los numerosos escritos que llegaban a diario a su mesa.
Aquella mañana había confesado a la Reina como cada martes, y reconocía que, de entre todas sus labores, aquélla era la que más satisfacciones le daba. Y, ¿cómo no iba a ser así, pensaba aquella mañana, si él era el único en toda la Corte que conocía sus intimidades, desgracias y anhelos? Tras la rejilla de confesionario, la Reina le abría su corazón como cualquier mujer, despojándose de su condición regia.
No siempre sus funciones se limitaban a reconfortar su alma pues, en ocasiones, también se le pedían remedios y soluciones que escapaban a una simple dirección espiritual, como había sucedido esa misma mañana, cuando tuvo que animarla ante su decepción por no conseguir dar descendencia al Rey, recomendándole algunas recetas y elixires que pudieran ayudarla en su noble empeño.
En bastantes ocasiones la Reina confesaba, con poco arrepentimiento, el incontenible odio que sentía hacia Isabel de Farnesio, madrastra de su marido, por la satisfacción que a ésta le producía su esterilidad, ya que eso daba todas las posibilidades a su hijo predilecto Carlos, que en ese momento reinaba en Nápoles, de conseguir la corona de España en cuanto su hijastro, y actual rey Fernando VI, muriera sin descendencia.
Conocía el alma de doña Bárbara en todos sus matices. Su dulzura era la cara pública de su profunda inseguridad, consecuencia tal vez de su extranjería, mal aceptada por el pueblo, su infertilidad o la envidia que sentía hacia cualquier otra dama de la corte que pudiera hacerle sombra. En definitiva, para Rávago, poder escuchar los pecados de una Reina o los del Rey, al que confesaba cada miércoles, era un privilegio exclusivo que le aportaba no pocas ventajas.
Las funciones de confesor real le suponían tener acceso preferente a la más variada información sobre los gobiernos y problemas de España, hacer de consejero espiritual en los asuntos del alma y de tamiz en los más variados asuntos de Estado.
Conocía mejor que nadie la personalidad del rey Fernando. Por eso sabía que sus decisiones necesitaban ir siempre precedidas de claras, sintéticas, y la mayoría de las veces, reiteradas explicaciones para que no le resultasen demasiado difíciles de entender. Él mismo había recomendado a su amigo el marqués de la Ensenada, que a la hora de despachar con el monarca, si tenía que convencerle de asuntos de gran trascendencia y complejidad, representase sólo sus líneas generales casi de modo teatral, para hacérselas más sencillas. Si ganaba su interés, el resto del trabajo quedaba en manos de su mujer, Bárbara de Braganza, y de él mismo, hasta conseguir su completo compromiso, elogiando su buen hacer como Rey y su noble empeño como protector de sus súbditos.
En ocasiones, a Rávago se le antojaba pensar que aquel confesionario se parecía más a una cocina que al lugar donde se celebraba un sacramento como el de la confesión. Allí se habían cocinado, entre él y la Reina, muchos de los decretos más importantes que habían asombrado al país, y algunos asuntos del más alto calado político; entre ellos, el que motivaba la visita que esperaba recibir aquella mañana en persona del secretario de Estado del papa Benedicto XIV, el cardenal Valenti Gonzaga, antiguo nuncio en Madrid y amigo personal de Ensenada.
En el palacio del Buen Retiro, el ambiente estaba demasiado crispado por efecto del reciente atentado como para celebrar aquella reunión entre sus muros. Por si no fuera ésta una causa suficiente, aún había otro motivo de mayor entidad para buscar un lugar de encuentro mucho más discreto: evitar, por razonables motivos, que el secretario de Estado Carvajal y Lancaster fuera conocedor de aquel contacto.
El Rey conocía los tratos secretos de Ensenada y Rávago con el cardenal Valenti para formalizar un nuevo concordato con la Santa Sede, aunque de forma oficial se estaban llevando otros en paralelo, también incoados por el Rey, que implicaban al propio secretario de Estado Carvajal, al nuncio vaticano y al cardenal y embajador de España ante la curia romana. Estos últimos desconocían la existencia de la otra negociación, más oficiosa y discreta, que además parecía ir tomando más cuerpo que la suya.
Rávago había convencido a la Reina para que hiciese entender a su marido las ventajas de una negociación secreta, y éste, además de aceptarlo, había asumido la necesidad de guardar una total discreción sobre los pasos y avances que se estaban dando.
Después de rezar el ángelus con los monarcas, Rávago pidió su carroza para dirigirse a la residencia del duque de Llanes, donde con la complicidad de éste se había concertado la discreta reunión con el secretario de Estado del Papa, cardenal Valenti.
El palacio, que comprendía varias viviendas y jardines y hacía esquina con la plaza de la Vega, resplandecía sobre otros por su recientísima restauración tras haber pagado setecientos mil reales de vellón no hacía ni cuatro años de ello, por el rico duque gracias a sus fructíferos negocios.
Sin perder ni un minuto, atravesó los jardines como una exhalación, se adentró en la antecámara de criados de librea y luego pasó a la de criados mayores, donde fue recibido por su propietario, que le llevó hasta un pequeño gabinete donde se vería con el cardenal Valenti nada más éste llegase.
—Os agradezco vuestras últimas demostraciones de generosidad, tanto al ofrecerme esta casa para celebrar la importante entrevista que me ha traído hasta aquí, como por haber aceptado y entendido la compañía del joven sobrino de Valmojada, para vuestras futuras visitas a la embajada de Inglaterra.
—De sobra sabéis el respeto que me merece vuestra persona y la deuda que contraje con vos después de aquel farragoso pleito que tan generosamente solucionasteis. Sabed, que mi casa estará siempre a vuestra disposición.
Rávago notó cierto nerviosismo en el duque y creyó entender qué lo motivaba.
—Os ruego que toméis asiento. —El duque le indicó un confortable sillón de estilo francés—. Haré que os traigan té para entretener vuestra espera.
—Por favor, no os molestéis. Existe suficiente confianza entre nosotros como para disculpar cualquier formalidad, lo que incluye que tengáis que procurarme compañía hasta que venga Valenti. Os lo digo porque el cardenal ha de estar al llegar y me ha parecido entender que en vuestros jardines os esperaba una engorrosa tarea.
—Agradezco vuestra comprensión, pues en efecto y ante los avatares de mi próximo matrimonio, me encuentro falto de personal de servicio y hoy me han enviado un grupo que lleva más de dos horas esperando mi revisión.
El anciano duque se sintió aliviado por no tener que guardar más cortesía y se dispuso a abandonar el gabinete, no sin antes comentar que daría las órdenes pertinentes para que nadie les molestase. Antes de cerrar la puerta, recordó un último asunto.
—¡Cuento con vuestras mercedes para probar el más sabroso cocido que se pueda degustar en todo Madrid, gracias a las sabias manos de mi cocinera! —Al percatarse de que Rávago iniciaba un gesto de disculpa, extendió su mano en advertencia de que no iba a aceptar ninguna excusa—. ¡Disculpadme, pero no admitiré vuestra negativa!
—Lo haremos con gusto, pues es plato del que siempre disfruto —contestó Rávago, consciente de la cantidad de trabajo que le esperaba en palacio, pero también obligado, como reconocimiento de la labor que iba a desempeñar el duque de Llanes en el espionaje del embajador Keene.
Ni los altos muros del palacio del duque de Llanes, ni los artísticos setos o los frondosos castaños que salpicaban sus jardines, eran suficientes para resguardarse del tórrido calor que hacía sudar a las cinco jóvenes traídas por el mercader Gómez Prieto para cubrir el trabajo que solicitaba aquella noble casa. El hombre, de reconocido prestigio en las altas clases madrileñas, había tenido que ampliar el rentable mercadeo de esclavos, cada vez menos solicitados por los nobles, con el de la servidumbre doméstica, al disfrutar ésta de una mayor demanda entre la aristocracia y la burguesía madrileña.
El grupo que había elegido para la noble casa de Llanes lo formaban tres jovencitas de unos dieciséis años, dos de ellas hermanas, y una mujer negra algo mayor.
En todos sus encargos solía ofrecer una africana, pues muchos nobles las preferían como amas de cría, a veces sólo para dar un toque de exotismo a sus casas. Por lo que fuera, a él también le interesaban más, pues su baja demanda había hecho bajar los precios de compra y por ello su margen resultaba más atractivo.
—En cuanto lleguen, debéis mostraros amables y educadas, y no dejar de sonreír ni un segundo. —Su gruesa figura revoloteaba entre ellas.
Observó a las dos hermanas con especial detenimiento, dispuesto a comprobar una vez más el eficaz trabajo de su mujer en disimular su condición gitana.
Después del comercio con las mujeres negras, las gitanas eran las que mejores beneficios le estaban aportando, ya que después de la persecución a que habían sido sometidas, la mayoría estaban desarraigadas, y para evitar ser denunciadas y encarceladas de nuevo se prestaban a ser mercadería barata para el que fuera capaz de proporcionarles un sustento.
Aquellas dos hermanas se las había vendido un mercader que trabajaba Aragón, después de haberlas encontrado medio muertas durante uno de sus viajes entre Zaragoza y Madrid. Cuando Gómez las vio por primera vez le costó decidirse, tanto por el lamentable estado que presentaban como por calcular lo mucho que tendría que invertir para engordarlas, hasta conseguir la necesaria mejora de su aspecto.
Al ver que su amigo nada podía hacer con ellas en Madrid, por ser para él un mercado desconocido, y ante su negativa a llevarlas de nuevo a Zaragoza, pues pensaba que no llegarían vivas, se las ofreció por una cantidad tan ridícula que no pudo resistirse y las compró.
Cuando las llevó a su casa, las niñas, que apenas habían demostrado fuerza ninguna, se revolvieron contra ellos de una forma salvaje y, salvo la comida, rechazaron cualquier otro tipo de relación, trato, y menos aún una conversación.
Gómez sabía por experiencia qué tenía que hacer para aplacar esa bravura, pues antes ya había domado alguna que otra de su misma raza, y su técnica siempre le funcionaba. Ya con las primeras se le había antojado que algo había en su sangre que recordaba la que corría por las venas de un toro bravo, tal vez por el mismo rechazo que ambas ponían a ser dóciles o su tendencia a mostrarse violentas. Lo que sí comprobó con todas es que si imitaba los lances del toreo para derrotar su casta y coraje, podía aplacar su temperamento; para ello las iba hiriendo los primeros días sin ninguna misericordia, tanto en lo físico como en su honra, poseyéndolas contra su voluntad.
Las dos hermanas no se comportaron peor que el resto, y a base de alternar ambos empeños vio cómo fueron rebajando su fiereza, al igual que las demás.
Salvada aquella fase inicial, las cosas fueron a mejor, y poco a poco fue comprobando que sus cuerpos empezaban a recuperar un aspecto más sano. Después, fueron las manos de su mujer las que obraron casi un milagro para enmascarar su raza. Primero fueron sus negras y largas melenas, acortadas y luego aclaradas a base de friegas con limón y vinagre. Lo mismo le ocurrió a su piel, que fue perdiendo de forma paulatina su inicial oscuridad, primero por el efecto del jabón y el agua, y después tras aplicarle idéntico remedio que a sus cabellos.
Al verlas ahora en el jardín, bien peinadas y vestidas, parecían dos ángeles; poco recordaban al día que habían sido compradas. Hasta le daba pena deshacerse de ellas, sobre todo de la mayor, con la que seguía disfrutando en cuanto podía despistar a su mujer y se quedaban a solas.
—Caballeros, no van a encontrar en todo Madrid jóvenes más serviciales y trabajadoras como éstas. —El mercader, sorprendido por la presencia del anciano duque, comenzó a elogiar su mercancía con vehemencia.
Los deseos del duque de tener todo dispuesto antes de la llegada de su futura esposa Beatriz, le había animado a acompañar a su mayordomo y participar en aquella tarea de selección, para muchos impropia de su condición. Su empleado se dispuso a estudiar con detenimiento aquellos rostros y cuerpos, tocándolos sin reparos, para comprobar su fortaleza.
—Serán todo lo que decía, pero a la vista de lo poco robustas que las traéis, no están desde luego para presumir mucho de ellas. —El mayordomo, sin decoro alguno pero decidido a conseguir las mejores criadas para su futura señora, levantaba las faldas de las dos hermanas comprobando la poca dureza de sus muslos—. Y si no, mirad vos mismo a estas dos —le animaba a comprobarlo con sus propias manos, sin saber que aquellas hechuras las conocía mucho mejor de lo que se hubiera podido imaginar.
—Aunque os parezcan de constitución delgada, estas dos son fuertes como el acero. Ya me lo reconoceréis cuando veáis qué poco agradecen la comida.
—No digáis tonterías; no son ninguna joya —intervino el duque en persona—, pero dado que pronto esta casa va a disfrutar con la presencia de mi futura mujer, ya decidirá ella con cuáles quedarse. Os compro todas. Pasad a ver a mi secretario para que os pague, pero vigilad no excederos de precio si deseáis continuar haciendo negocios con esta casa.
Al ver que estaba llegando la carroza que debía traer al cardenal Valenti, el duque de Llanes ordenó a su criado que acompañara a las nuevas a la zona de servicio para que les fueran explicadas sus funciones, mientras él se dirigía en persona a recibir al diplomático.
Antes de ser elevado a la secretaría de Estado del Vaticano el cardenal había sido nuncio de su santidad en España y buen amigo del duque de Llanes. En aquel tiempo, habían sido numerosas las ocasiones en las que habían compartido mesa y conversación, casi siempre en compañía del marqués de la Ensenada, y en ocasiones con su amiga la condesa de Benavente.
El cardenal le saludó con la alegría del que vuelve a encontrarse con un buen amigo y le siguió después hasta el gabinete donde le esperaba el confesor real Rávago. Una vez que estuvo seguro de no serles de utilidad, el duque les dejó solos y se dirigió hacia la planta superior para supervisar un importante contrato de madera que estaba tratando de cerrar entre la Secretaría de Marina y Guerra y un empresario de la ciudad inglesa de York.
—Desde que me llegó la noticia del atentado, no he parado de preguntarme quiénes han podido desear tamaño efecto. —El cardenal empujó desde sus hombros una pesada capa púrpura que dejó resbalar hasta el sillón—. ¿Podrían ser los mismos que asesinaron al superior de los jesuitas?
—Es pronto para ser más contundente en mis sospechas, pero en ambos sucesos, y sin disponer de pruebas más solventes, algo me lleva a pensar que ha sido obra de la masonería.
—¿Como respuesta al decreto de prohibición?
—Es posible. Pensad que tenemos en prisión a su máximo responsable bajo la custodia del Santo Oficio, y aunque de momento no se ha logrado ninguna confesión de él, ayer mismo rogué al obispo Pérez Prado que insistiera en ello, pues a Castro le fue practicado un salvaje ritual simbólico que presenta ciertas coincidencias con alguno de los signos habituales en sus ceremonias, como por ejemplo el triángulo que le abrieron en el pecho para extraerle el corazón.
—Entiendo. El triángulo que ellos identifican con su Dios; al que llaman el Gran Arquitecto del Universo. En confianza, yo creo que esa gente está inspirada por el mismo demonio. No descarto que tengáis razón, y no sé si sabéis que también desde Nápoles nos han llegado historias parecidas con horrendos crímenes que podrían llevar también su firma. De todos modos, el papa Benedicto está muy satisfecho de la obediencia que los dos reyes y hermanastros, Fernando VI y Carlos, han demostrado a la bula papal que recomendaba la prohibición de esa organización. ¡Por desgracia no todos los príncipes católicos europeos han seguido tan fieles pasos!
—Como es lógico, me debo en obediencia al Papa y por tanto comulgo con cualquiera de sus indicaciones, ya sea de palabra o por escrito, pero en mi opinión, la masonería no sólo debe ser perseguida por su herejía, aunque esa faceta de su cuerpo filosófico sea la que más nos afecte como hombres de religión que somos.
—No entiendo adonde queréis llegar. —El cardenal Valenti sabía que Rávago era un hombre de notable inteligencia, pero no siempre le resultaba fácil seguir sus razonamientos.
—Espero poder exponeros mis conclusiones sin llevaros a una mayor confusión, pues reconozco que parto de sospechas, no de evidencias. Por un lado, sabemos que admiten en sus sociedades a miembros de cualquier religión, lo que ya de por sí nos parece aberrante. Pero si a lo anterior, le sumamos que al parecer, desde su misma admisión, cada miembro pierde su anterior condición, rango, o prerrogativa, para ser un hermano más, sin distinción de clase, creo que nos enfrentamos a un problema de consecuencias mucho más graves para nuestra sociedad y ordenamiento actual.
—¿Hasta dónde creéis que llega esa hermandad a la que aspiran? ¿A una igualdad total?
—Es ahí donde puede encontrarse la clave de su cuerpo filosófico. Si lo llevan hasta las últimas consecuencias, ese espíritu de igualdad atentaría contra nuestro actual orden social. La nobleza, la monarquía, o la institución religiosa que ilumina el comportamiento humano, pero también el gobierno de las naciones, se desmoronarían para dar paso a otro nuevo concierto.
—Eso suena a una verdadera revolución con gravísimas consecuencias.
—De ahí mi preocupación. Hasta su prohibición, supimos que consiguieron la adhesión de notables miembros de nuestros ejércitos, también de altos representantes de nuestra cultura, de algunos políticos, y sospecho que también de eclesiásticos. ¡Demasiada concentración de poder para permitir que siga fuera de nuestro control!
—¿Cómo os explicáis que unos individuos que ya ostentan poder e influencias, puedan llegar a renunciar a sus privilegios para hermanarse de una forma tan utópica? —Valenti no sabía interpretar esas concesiones gratuitas.
—A esa pregunta, que también me la hago yo, sólo cabe una respuesta, y es ahí donde puede residir el auténtico núcleo de su estrategia más oscura: quieren cambiar el ordenamiento actual de nuestra sociedad para luego dirigirla ellos. Simple y llanamente. Y, desde luego, visto su proceder, no dudarán en usar la violencia si lo consideran necesario.
—Por tanto, la bula del papa Benedicto a la que nos referíamos, ha podido ser no sólo oportuna, sino también sabia, en tanto que pretende frenar su expansión y fines.
—Cierto, estimado Valenti. Por cierto, ¿cómo está de salud nuestro querido Papa?
—Fuerte como un roble, os lo puedo asegurar. ¿Y el rey Fernando?
—Siempre que no le falte su mayor soporte, la reina Bárbara, yo mismo como su confesor, y sus ministros, se puede afirmar que sigue en su misma línea. ¿Qué otra cosa os puedo decir de él, si vos mismo lo conocéis tan bien como yo?
—¡Entiendo! Para su bien y el de España, se mantiene bien aconsejado y apoyado en la fragilidad de su carácter.
—Veo que no os ha abandonado vuestra particular sutileza, mi buen amigo.
—¿Cómo me lo podría permitir, si ahora formo parte activa de la muy complicada política vaticana? —Se retiró el capelo para estar más cómodo—. ¿Sigue nuestro monarca, preocupado por la opinión que el Papa tiene sobre él?
—No ha dejado de estarlo ni un solo día, pues cree que Benedicto XIV hace más honores al resto de los príncipes europeos que a él, y lo peor es que ve en ello una señal de desprecio hacia su persona. Creedme que, así como los asuntos internos de gobierno los delega sin problemas en sus ministros, en lo referente a las relaciones exteriores se cree un ungido; un ser superior que la divinidad ha elegido para decidir sobre los destinos universales que España debe tomar dentro del conjunto de las naciones. Por este motivo, pienso que contempla este nuevo concordato que nos ha reunido hoy no sólo como un acuerdo para fijar unas relaciones más estables y equilibradas entre dos estados, sino como una valiosa herramienta que le ayudará a mejorar su posición, que cree deteriorada, delante del Santo Padre.
—Pues su santidad sólo ve en la propuesta una descarada manera de perder gran parte de la recaudación que obtiene de España y ver todavía más reducido el escaso poder que hasta ahora tenía en los nombramientos de los altos cargos eclesiásticos.
—Admito que el concordato toca dos asuntos de perfiles demasiado afilados para que el Papa los llegue a aceptar de buena gana, pero la generosidad del Rey sabrá compensárselo.
—Mi admirado padre Rávago, no os discuto la buena voluntad de nuestro monarca pues desconozco sus términos, pero habéis de entender que para que el Papa acepte la pérdida económica que se le propone y la reducción de poder que lleva implícita, ha de ser muy generosa la cifra para que entre todos consigamos su bendición. ¡Y ya sabéis que estoy de vuestra parte!
—Las arcas de la corona se encuentran ahora mucho más llenas que antes. Nuestra neutralidad en los conflictos europeos y la paz que disfrutamos desde hace unos años, están contribuyendo a que donde no había nada, ahora se disponga de suficientes medios para justificar una gran aportación.
—Me alegra saberlo, porque todas estas gestiones que estoy desarrollando en Roma a título personal, por voluntad vuestra y de Ensenada, me están costando una pequeña fortuna. No creáis que los favores se regalan en la curia vaticana.
Hasta ese punto, Valenti no se había atrevido a mencionar sus posibles honorarios, pero creyó que había llegado el momento de hacerlo.
—Mi fiel cardenal, no debéis dudar, que nuestra generosidad sabrá reconocer vuestro esfuerzo. De hecho, el propio marqués de la Ensenada ha ordenado que se os envíe, de momento, cien mil escudos para compensar vuestros actuales gastos, y otros más os esperarán a la firma del concordato.
—Espero que no os parezca mal mi actitud, pues no me mueve en ningún caso la avaricia sino saber que cuento con suficiente financiación. Creedme que esta información me ha dejado más tranquilo. —Respiró aliviado tras saber que también a él le iban a llegar los agradecimientos con los que solía compensar Ensenada a sus colaboradores—. Redoblaré mis esfuerzos por conseguir que el Papa apruebe el patronato universal que pretende vuestro Rey, para nombrar a todos los altos cargos eclesiásticos de todos sus dominios, aparte de los que ya disfruta en las Iglesias de Granada y las Indias, aunque la última aprobación tenga que ser rubricada en último término por su santidad. En cuanto a su otra petición, y os hablo de conseguir que la Iglesia pase a ser un contribuyente más del Estado, no parece tarea fácil. Sólo si conociera qué cifra ha previsto como compensación, creo que dispondría de un arma más para conseguir apear al Papa de su actual negativa.
—Dos millones de escudos romanos y un jurista de nuestra confianza, que os mandaré para ayudaros en los aspectos legales. Me refiero a Ventura Figueroa, al que conocéis bien. Irá con un encargo que despistará a todos sobre su verdadera misión. Como sabéis, el Rey ha querido que esta negociación corra en paralelo con la oficial que encabeza el ministro Carvajal, pues pensamos que hay aspectos que deben tratarse con mucha más discreción, si queremos evitar que determinados asuntos, y hablo sobre todo de los pecuniarios, tengan necesariamente que aflorar en una negociación más formal.
—Confesor Rávago, descuidad, ¡vais a tener concordato! La fecha la desconozco todavía, pero tenéis mi palabra que lo conseguiré.
—Me agrada escuchar vuestra determinación, y así se lo haré saber al monarca. —Rávago, daba por buena y terminada aquella conversación, pero recordó la oferta que le había prometido el anciano duque—. ¿Os gustaría ahora probar el excelente cocido madrileño que nos tiene preparado nuestro anfitrión?
Tan sólo dos días después, Beatriz recorría aquel mismo palacio, que sería en apenas dos semanas su nueva casa, cuando tomara como esposo al duque de Llanes. Nadie consiguió que desistiera en su firme determinación de acudir aquella mañana, como si nada hubiera pasado, para revisar los últimos arreglos de su nuevo dormitorio y algunos cambios en la decoración de los dos salones donde haría la vida de casada. Antes de encaminarse a la planta superior, le fueron presentadas las que serían sus criadas. De ellas reparó en una que respondía al nombre de Amalia; más bien, se fijó en sus ojos, al reconocer en ellos una fuerza que la atrajo de un modo extraño, sin entender la causa.
La tarde anterior habían enterrado a Braulio. María Emilia no había parado de llorar durante toda la ceremonia, su rostro era la pura imagen del dolor. Beatriz sentía incomodidad cada vez que recibía su mirada, pues sabía que sus ojos buscaban en ella aquella comprensión que se hace común en las personas que están pasando por igual trance. Le tentó en más de una ocasión manifestársela, e incluso acompañarla con sus lágrimas, pues se le apretaban en sus párpados sin encontrar una salida fácil. Ella sabía cómo controlar aquel dolor y deseaba hacerlo así, sin que se le notase. No era la primera vez que lo había conseguido y eso la hacía sentirse mejor, aunque nadie la entendiese.
Mientras el cuerpo de Braulio iba descendiendo hasta su definitivo y térreo hogar dentro de su cubierta de madera, se le clavaban decenas de miradas; todas atentas a que cumpliera con el esperable papel en una mujer lacerada por la desgracia; que llorara por el amigo muerto.
Ella entendía que eso les hubiera dejado más tranquilos, pues la gente se relajaba mucho cuando por fin veían a las personas más cercanas al fallecido explotar de incontenible pena. Seguro que les defraudó, porque su mirada se mantuvo limpia y seca, con el único empeño de tender su última despedida no a su amigo, como muchos creían, sino a su amor más verdadero y al padre del hijo que, acababa de saber, estaba ya creciendo dentro de su vientre.
—Señorita Beatriz, os he traído este muestrario para que podáis elegir mejor las telas de las cortinas y de vuestro dormitorio. —Un afeminado empleado de un conocido comercio de tejidos la distrajo de sus pensamientos por un instante.
—¿Qué me aconsejáis? —No quería hacer muy evidente el escaso interés que le producían esas nimiedades, y en algo tenía que participar.
—Por vuestra juventud y belleza yo escogería unos colores alegres y con muchas flores —abría los brazos en abanico como si recogiera un enorme ramo de margaritas silvestres—; algo que dé un toque de vida a este oscuro y lúgubre dormitorio. No sé, yo me decidiría por esta seda que, como veis, viene salpicada de sugestivas flores de la pasión. —Le guiñó un ojo con picardía—. En fin, algo adecuado tratándose de unos fogosos recién casados.
Beatriz le miró dudando si aquello era una broma de mal gusto o era que el joven no conocía al duque de Llanes. En cualquiera de ambos casos, aquella situación le estaba distrayendo de sus amarguras y hasta le estaba resultando divertida.
—De verdad que trato de encontrarle la gracia a este dormitorio, pero me cuesta… —El joven se levantó todo decidido, y se dirigió a la pared de la chimenea, señalándole indignado el retrato que la presidía—. Fijaos si no, en este rancio cuadro de algún vetusto antepasado. No pretendo herir su recuerdo, ¡pero es que se come toda la habitación con su tristeza y oscuridad! —Sus aspavientos no dejaban dudas de lo poco que le gustaba—. Yo lo quitaría de inmediato, y pondría otro con unas hadas corriendo por un bosque, entre halos de bruma, como ninfas en búsqueda de un etéreo amor, o algo de ese estilo.
No hacía falta ver el cuadro para imaginárselo, a tenor de sus gestos que parecían estar representándolo a la perfección.
—Ese retrato es el de mi futuro marido que, como podéis apreciar, ya pasa de los sesenta años.
El joven detuvo su baile por la habitación anonadado por el ridículo que acababa de hacer. Por suerte, la tensa situación cambió con la irrupción en el dormitorio de una bellísima mujer embarazada, que absorbió de inmediato la atención de su dienta y transformó su agobio en una envidiosa expresión ante tan increíble hermosura.
—Madre, no te esperaba por aquí. —La hija tenía a quien parecerse, pensó el comerciante—. Así me ayudarás con estas complicadas labores.
—No tenías por qué hacer esto hoy. —Se sentó a su lado sujetando con cariño su mano.
—Aunque no lo creas, me lo estaba pasando muy bien. —El joven sonrió al verse aludido con su mirada.
—Cada vez te entiendo menos, pero admiro que encuentres ánimos suficientes para hallar diversión, teniendo tan cerca la muerte de tu Braulio.
El empleado no quería parecer indiscreto, pero tampoco podía hacer nada para no escuchar aquella conversación. Su confusión iba en aumento, pues si el que sería su marido, Braulio, había fallecido tan recientemente, ¿por qué no acababa de hablarle de su futuro esposo? —Recordaba sus palabras—. ¿Con quién se iba a casar entonces aquella joven? ¿Por qué no le había dejado quitar aquel horrible cuadro de encima de la chimenea?
Aquel equívoco le parecía de lo más interesante. Sin saber cómo, también imaginaba que en breve iba a obtener respuestas a sus dudas.
—Preferiría que no mencionaras nunca más su nombre. Ahora he de ser la mujer de don Carlos y a él, y con toda mi alma, me he de entregar.
El nombre de Carlos debía coincidir con el del verdadero duque y propietario de esa casa. Podía ser que el otro, el tal Braulio, hubiese sido su amante y la chica se había tenido que decidir bajo tristes circunstancias por el hombre del cuadro —calibraba el joven—. Sin conocer el aspecto ni la edad del fallecido, le parecía penoso que aquella jovencita se tuviese que casar con ese vejestorio.
—Beatriz, aunque me parezca admirable tu postura, creo que deberías liberar tu dolor. No te hará ningún bien guardártelo sin exteriorizarlo. Tú misma, dijiste que era el amor de tu vida. ¡Tu único amor! —Faustina sabía tensar la cuerda lo suficiente como para conseguir el efecto deseado, al creer que le convenía más.
«Confirmado, Braulio era su amante», pensó el comerciante, mientras manoseaba las telas del muestrario sin saber qué hacer, si salir de la habitación o quedarse a escuchar el resto. Optó por lo último, ante la indiferencia de las presentes y la curiosidad que le quemaba.
—¡No lo conseguirás, madre!
La jovencita le quitó de las manos las telas, con intención de abandonar aquella conversación. El se vio aún más desprotegido sin sus textiles excusas.
—Aunque mi matrimonio se produzca en fechas tan próximas a la muerte de Braulio, lo deseo más que nunca, para así cerrar los capítulos anteriores de mi vida e iniciar otros con nuevas esperanzas. —Escogió el tejido que le había recomendado el vendedor con las flores de la pasión y se dirigió a él—: ¡Éste será el que vais a poner en cortinas y sillones!
—¡Como la señora prefiera! —Aquel tenso ambiente había conseguido anular toda su inspiración—. Creo que quedará perfecto.
—Os ruego que volváis mañana para tratar con más tranquilidad del resto de los detalles. Ahora ya os podéis ir. ¡Gracias por vuestros acertados consejos!
El joven se levantó y besó con cortesía las manos de las dos damas con deseos de salir de allí de inmediato. Al encontrarse más próximo a la madre, cayó en las redes de aquellos ojos de color esmeralda que deslumbraban por sí solos. Le dejaron paralizado y confundido. Jamás había visto una belleza igual, y al salir de aquella habitación, no conseguía rebajar su fuerte estado de turbación al confesarse rendido por ella. Para su mal, tenía que reconocer que si se hubiese cruzado una mujer como ésa en su vida, no estaba tan seguro de haber preferido los hombres a las mujeres.
Salió a la fría tarde de las calles de Madrid deseando volver a ver aquella hada, a la ninfa de sus sueños.
Ajena a las sensuales ráfagas que experimentaba aquel joven por ella, la condesa de Benavente no dejaba de provocar la reacción de Beatriz.
—He pensado que lo más adecuado sería retrasar la boda. Yo me encargaría de hablar con el duque…
—¿No deseabais tanto este matrimonio? —Beatriz le cortó; empezaba a sentirse desbordada con su presión—. ¿A qué viene tanto tacto ahora?
—¡Menuda pregunta! ¿Te parecería mejor que me mostrase insensible a lo que debes estar pasando por dentro?
Faustina se preguntaba, qué podía pretender su hija adoptando tan inhumana postura.
—Dejémoslo así, madre. Ya te he dicho con toda claridad lo que quiero y lo que pienso. Ahora, he de irme a clase de latín.
—¿Latín? —Aquella noticia superaba cualquier otra posibilidad de sentir un mayor asombro—. ¿Desde cuándo estás recibiendo clases de latín por las tardes? Hija mía, cada día descubro algo nuevo de ti.
—Llevo unas semanas asistiendo a unas clases especiales. No le des más importancia; deseo poder manejarme en esa lengua algo mejor que lo que he conseguido en la escuela.
Beatriz abandonó la habitación dejando a su madre anonadada, con un cúmulo de confusas sensaciones.
Faustina decidió que hablaría de ello con su capellán para ver si él podía asistirla desde otro frente. Jamás se habría imaginado que, si Beatriz deseaba mejorar su conocimiento del latín, no era por otro motivo que leer la vida completa de santa Justina de Padua en el libro que Braulio le había regalado hacía unos meses.
Mientras Beatriz iba caminando en dirección a la casa del maestro de lenguas clásicas, la sombra que arrojaba sobre ella la ausencia de Braulio no la abandonaba; tampoco la de su madre, pero se sentía feliz; sólo ella sabía por qué. Nunca antes había sentido con tanta claridad lo que el futuro le iba a deparar.
—¡En el Martirologio se encuentra todo el sentido que he de dar a mi vida! —pensó en voz alta, antes de entrar en el portal al que acudía cada tarde.