Fiesta en el Palacio de la Moncloa

En Madrid.

Año 1751, 26 de julio

-Con este maquillaje, nadie notará esos feos arañazos de tu cara.

Faustina, ayudaba a su hija adoptiva a terminar de arreglarse para aquella fiesta que, además de ser la más brillante de todas las que se celebraban en la Villa y Corte de Madrid, era la primera a la que acudiría junto a su prometido, el duque de Llanes.

—Hoy, cariño, serás el principal centro de atención por más que otras intenten deslucir tu belleza. —Le dio un cariñoso beso en la mejilla—. Cierra los ojos; te voy a poner el capuchón para blanquear tu peluca.

La condesa de Benavente estaba encantada con el cambio de actitud que había demostrado Beatriz durante los últimos dos días. Sin conocer a qué se debía, ni querer preguntar sus causas, parecía haberse transformado en otra mujer. Sin ir más lejos, esa misma mañana, hasta había manifestado alegría por acudir a la fiesta con su futuro esposo.

En su embarazo, Faustina estaba teniendo algunos problemas que la intranquilizaban, aunque al ver que la actitud de Beatriz no seguiría sumándose a sus molestias, se sentía algo más aliviada.

Beatriz se miró una última vez en el espejo y pidió a su madre que le apretara la cotilla para dejar más modelado su busto. Le desabrochó primero el precioso jubón de seda lila que estrenaba ese día, para acceder a los cordajes de su ropa interior. Los apretó con cuidado, hasta que Beatriz comprobó el realce de su figura y, con ello, dio por aceptable el resultado. Volvió a abrocharle, y aprovechó para ajustar también el tontillo que agrandaba sus caderas, disponiendo en mejor caída su falda en tono rosa suave. La observó de nuevo en el espejo y comprobó, con orgullo, que su hija de quince años se había convertido en toda una mujer.

—Para estar perfecta sólo te falta esto… —Faustina le colocaba un collar de perlas—. Los pendientes a juego. ¡Son nuestro regalo, para un día tan importante como éste!

—¡Madre, no tenías por qué hacerlo! —Se abrazó a ella, agradecida.

Beatriz le había ocultado tanto sus sentimientos como su repulsa inicial a acudir a la fiesta. Se sentía herida por el rechazo de su verdadero amor, pero en su desasosiego había encontrado una sutil manera de cobrarse su despecho con Braulio; iría a la fiesta para mostrarse a él bailando feliz con el duque, encantadora, evitando durante toda la velada estar en otros brazos que no fueran los de su prometido.

—Ruego me disculpen, pero acaba de llegar el carruaje del duque de Llanes, don Carlos Urbión, y pregunta por la señorita Beatriz. —El paje aguardó las órdenes de la condesa.

—Dígale por favor, que se encontrará con ella en pocos minutos.

Les cerró la puerta y las dos mujeres se miraron nerviosas.

—Beatriz, muéstrate dulce y tierna con don Carlos. —Beatriz protestó por aquel comentario—. El duque es un caballero, y no creo que pretenda de ti más que algún inocente beso, pero si lo hiciera, manifiéstate pudorosa y presume de mujer honesta.

—¡Espero que ni se le ocurra tocarme! —Imaginar aquellas viejas manos acariciándola le revolvía el estómago, aunque entendiese que más tarde o más temprano se tendría que acostumbrar a ello.

—Bien, tú actúa lo mejor que sepas. Pero sé consciente que te inicias en un nuevo juego, el del amor, que tiene unas reglas precisas. No debes obviarlas ni despreciarlas.

—Lo entiendo, pero te aseguro, madre, que no permitiré que roce ni un milímetro de mi cuerpo. —Beatriz se cubría con una basquiña negra, decidida a enfrentarse cuanto antes al destino que pudiese depararle la noche.

Durante el trayecto hasta el palacio de la Moncloa el duque se mostró correcto con Beatriz, interesándose más por sus gustos y aficiones o en comentar algunos preparativos de la boda que en poner a prueba los límites de su resistencia como mujer.

Al llegar a la puerta de entrada de la residencia del duque de Huéscar, coincidieron con María Emilia Salvadores y su pretendiente Joaquín Trévelez, a los que saludaron antes de entrar.

Beatriz preguntó a María Emilia por el paradero de Braulio, extrañada de no verle con ella, pues anhelaba su presencia por el doble motivo de provocar sus celos, y hacerle así el mayor daño posible, y a la vez, satisfacer sus ansias por tenerle cerca. El inmenso amor que sentía hacia él había hecho que aquellos dos días sin verse le supusieran un auténtico martirio.

—Acudirá en compañía de la hija de los marqueses de Villanueva que, como sabes, son buenos amigos míos. Ayer mismo me preguntaron si a Braulio le gustaría ser su pareja por esta noche, y como él se prestó gustoso, acepté sin más el ofrecimiento.

«¿Inés de Villanueva compartiendo el baile con Braulio?», pensó llena de rabia Beatriz.

La conocía demasiado bien, pues eran compañeras de clase en la escuela de las Salesas Reales y enemigas declaradas. Ella, que había urdido su plan para herirle, ahora se vería pagada con igual o peor moneda, pues Inés, además de ser tan joven como ella, se había ganado una sólida fama de mujer ligera entre los chicos. Para empeorar su ahogo, se preguntaba por qué habría aceptado aquella invitación Braulio, y además con todo gusto, como acababa de decir su madre.

María Emilia, al notar su reacción, corroboró lo que imaginaba sin explicarle que en realidad todo lo habían organizado ella y Faustina para poner obstáculos a su relación.

Las dos parejas saludaron al duque de Huéscar y a su mujer en la amplia recepción del lujoso palacio, momentos después que unos amables pajes les hubieran retirado las basquiñas a las dos mujeres, y las capas a los varones.

El magnífico salón, que servía de cortesía hasta que se abriese el principal, una vez llegasen los monarcas, empezaba a llenarse de gente. Una orquesta de cámara amenizaba la espera, mientras un pelotón de camareros se multiplicaba ofreciendo bandejas con distintas bebidas y deliciosos canapés.

Beatriz, del brazo de su anciano acompañante, se separó de María Emilia y Trévelez, entre saludos a unos y a otros, mientras iba siendo presentada a los amigos del duque, ofreciendo su mejor sonrisa a las miradas de envidia que los más adultos lanzaban a su futuro marido, acompañadas de discretos golpecitos de complicidad y bobas risitas de parte de sus mujeres.

Todos elogiaban la belleza de la pretendida y a él le felicitaban por la excelente elección que había hecho. Beatriz se mostraba encantadora en todo momento, cumpliendo con su papel de la forma más leal que sabía, aunque no dejaba de mirar de vez en cuando hacia la puerta de entrada, pendiente de la aparición de Braulio.

Algunos rostros que se cruzaban en su camino le sonaban; así, determinó que aquella mujer que resultaba demasiado gruesa para ponerse tan ajustado vestido, no era sino la mujer del embajador inglés Keene, que estaba a sus espaldas conversando con un veneciano que conocía de otras fiestas.

Otros asistentes le eran presentados a cada paso que daba aunque de muchos no sabía a qué se dedicaban.

No fue este el caso del confesor del Rey, padre Rávago, pues su influencia en la Corte era tan sabida como notable.

Buscó en el rostro del religioso algún reflejo que contradijese la fama de severidad que arrastraba sin lograr hallarlo. Su mirada se perdía bajo dos prominentes cejas que actuaban como férreos escudos que le aislaban de los peligrosos misterios, secretos regios, o de la sabiduría y experiencia que parecía contener. Era hombre de arrobadora personalidad, de conversación sabia, discreta en adjetivos, bien pausada; capaz de empapar por completo todo su entorno hasta anularlo. Beatriz sintió envidia. Siempre había deseado poseer parecidas virtudes aunque fuera en menor grado, para demostrar a los demás una fortaleza interior que en realidad no poseía.

Mientras el religioso hablaba con el duque de Llanes, la admiración que le produjo aquel poderoso carácter hizo que le estudiara casi con descaro, tratando de apoderarse de sus valores, adentrándose en sus pensamientos, hasta que él reaccionó a su indiscreción con una frase que tan sólo ella entendió.

—Hija mía, no busques fuera de ti riquezas ni bienes; te aseguro que residen en tu interior; sólo tienes que encontrarlos.

Don Carlos les miró desconcertado.

—Así lo haré, padre Rávago —contestó Beatriz cruzando con él una mirada de complicidad—. Recordaré sus palabras.

—Si no encontrases aquello que pretendéis con tanto anhelo, venid a buscarme. Tal vez pueda ayudaros.

Besó con cortesía su mano y se despidió de ambos.

El duque, extrañado, miró a Beatriz. Su expresión le resultó desconocida, y aunque le quemaban las ansias por entender qué había pasado allí, decidió guardar silencio como respeto ante algo que parecía muy íntimo y profundo.

Beatriz reconoció su discreción y valoró su prudencia, aunque no pudo evitar pensar que aquel rostro envejecido y arrugado, de rechoncha nariz y calva salpicada por aquellas manchas comunes a todos los hombres de su edad, iba a ser la persona con la que iba a compartir su vida, cuando ella apenas había abandonado la niñez.

Braulio se sentía abrumado por lo que podía llegar a hablar su acompañante Inés de Villanueva y pensaba, con horror, lo que todavía le esperaba, cuando la noche no había hecho más que empezar. Aunque parecía que la escuchaba, su mente volaba por otros destinos, y se entretenía mirando de vez en cuando por la ventana de la carroza.

A la izquierda, y muy cerca de la explanada que hacía de eje principal en el camino a la puerta del palacio de la Moncloa, Braulio se fijó en los cientos de carruajes que estaban allí. Por un momento, envidió el animado ambiente que parecía reinar entre los muchos pajes y cocheros, alrededor de un carro que hacía las funciones de taberna.

Para cualquiera que estuviese en su lugar, la sola presencia de la encantadora Inés hubiera sido suficiente motivo para recordar aquella noche de por vida. Y si además hubiese escuchado de su boca los mismos ofrecimientos que ella le había hecho de camino, tonto sería el que no se considerase bendecido por la diosa fortuna. A pesar de ello, Braulio añoraba otra compañía para esa fiesta y, al no poder tenerla, ni Inés ni sus licencias le suponían mejor consuelo que el de preferir estar entre aquellos lacayos, disfrutando de una jarra de vino en medio de una intrascendente conversación.

—Estoy encantada al saber que te tendré para mí sola toda la fiesta. —Inés le agarró de una mano para atraer su atención. Él la miró, asombrado de su lance, preparándose para recibir alguna nueva proposición—. Sueño con verme esta noche flotando entre tus brazos; en un baile que no tenga nunca final. —Cerró con entrega sus ojos, aproximando sus labios a los suyos, con la esperanza de recibir un primer beso.

—¡Hemos llegado! —Braulio abrió a toda prisa la portezuela para bajar del carruaje, quedándose a pie de la escalerilla e invitándola a hacer lo mismo.

Se sentía aliviado por haber conseguido detener aquella delicada situación, antes de tener que asumir otros incómodos arreglos.

—¡Me lo debes! —le recriminó Inés, nada más colgarse de su brazo al dirigirse juntos a la entrada del palacio—. ¡Espero que te comportes como un caballero y no vuelvas a despreciar mis favores! —Alzó su barbilla en una digna pose, a la espera de su contestación, sin dejarle más salida que tener que prometerle, muy a su pesar, que en adelante cumpliría como tal.

Beatriz les vio entrar, justo después que lo hiciera el marqués de la Ensenada acompañado de un séquito de nobles y secretarios de su gobierno. Aunque su presencia torció el poco ánimo que la acompañaba esa noche, aún empeoró más cuando comprobó la actitud que mostraba su amiga Inés, mostrándose con orgullo a todos los presentes del brazo de su nuevo trofeo, como si de una pieza de caza se tratase. Tampoco le extrañó el exagerado vestido que llevaba, pues conociendo sus artes de seducción, el generoso escote que lucía no desentonaba demasiado con su habitual falta de decoro. Se volvió de espaldas, cuando calculó la dirección que llevaban que coincidía con la suya, pues se resistía a tener que saludarles tan pronto. Empujó en su retirada al duque de Llanes, que no entendía su urgencia por saludar a no sabía quién, dejando con la palabra en la boca al mismísimo secretario de Estado, don José de Carvajal.

Antes de llegar a un nuevo emplazamiento escucharon la fuerte voz del mayordomo anunciando la presencia de los reyes.

—Sus majestades, don Fernando de Borbón y doña Bárbara de Braganza. —Golpeó con solemnidad el suelo de mármol con un sólido bastón de cobre.

Aquélla era la primera vez que Beatriz veía a los reyes. De la impresión, hizo que olvidase todo lo demás. Le pareció que el rostro del Rey desprendía bondad. Sus labios eran carnosos, y su nariz respingona de terminación redondeada. Aunque su prominente barbilla le otorgaba poder, sin embargo, sus pequeños pero vivos ojos transmitían ternura. A su lado, la reina parecía poseer una personalidad más fuerte que su marido y, desde luego, bastante más peso. Sin ser guapa, la redondez de su rostro, la voluptuosidad de sus labios y sus ojos claros, le conferían un atractivo diferente, lejano tal vez a la estética tradicional, pero en buena parte sugerente. Beatriz decidió que jamás había visto un vestido tan bello como el que llevaba, con sus fabulosos brocados en oro y su pasamanería rica en perlas y piedras de colores. Un manto de terciopelo azul marino, rematado en piel de armiño, colgaba de sus brazos y le cubría media espalda. A su paso, las mujeres se arrodillaban en una reverencia, mientras los hombres se inclinaban llenos de respeto. Detrás de los monarcas iba el cantante Farinelli charlando con el anfitrión de la fiesta, duque de Huéscar, y más atrás las damas de honor de la reina.

Una vez que se abrieron las puertas del salón principal del palacio y entraron los reyes, el conjunto de invitados se animó a hacer lo mismo, ansiosos por que diera comienzo el baile. Beatriz, trató de pasar de las primeras del brazo del duque de Llanes, para no encontrarse con quien menos deseaba hacerlo esa noche.

Al cruzarse con su madre Faustina, ésta le dirigió un fugaz beso en la mejilla sin abandonar el brazo de su marido, que parecía ensimismado en su conversación con el embajador de Rusia. No supo cómo, pero aquel gesto de ternura la transportó de golpe al pasado, reconociendo aquel olor, aquella suavidad de su piel como la que recordaba de su madre. Aún contribuyó más que aquella noche Faustina vistiera del mismo tono encarnado que su madre llevaba la noche que fue asesinada. Pensó en lo orgullosa que estaría si hubiera podido estar allí esa velada, y no por ir del brazo de aquel anciano, que seguro no sería de su agrado, sino por verla convertida en toda una mujer, introducida en lo mejor de la sociedad de Madrid y con aquel precioso vestido, que jamás hubiera imaginado llevar puesto cuando de pequeña jugaba con las humildes ropas de su madre, poniéndoselas y quitándoselas entre risas.

Volvió a mirar a Faustina, y concluyó, sin ninguna duda, que era la más elegante y hermosa de toda la fiesta. Aunque añoraba el suave rostro de su auténtica madre, no había perfil más perfecto y ojos tan hermosos como los suyos, siempre rebosantes de dulzura hacia ella.

En las inmediaciones del palacio, se producía otra fiesta de menor empaque que la oficial pero no por eso menos animada. Sobre un carro, dos taberneros no paraban de servir vino y comida a los ansiosos clientes que, para animar la espera y combatir el intenso frío de la noche, agradecían poder llenar sus estómagos con algo de comida y un cuartillo de vino. Cualquiera hubiera sido feliz al escuchar cómo se llenaba la caja de madera con el dinero de las consumiciones; sin embargo, a los dos gitanos, aquello no les satisfacía tanto como ver en marcha la empresa que les había llevado hasta allí, aunque la recaudación final fuese fabulosa.

A pesar del incesante tráfico de pedidos, Timbrio no dejaba de estudiar los movimientos de la guardia, analizando la forma de llevar a cabo su plan. Tras sopesar las diferentes posibilidades, se decidió por un punto que apenas estaba siendo vigilado por los soldados. El alboroto que producían aquellos insaciables y sedientos sirvientes devolvió a Timbrio a la faena, y con la misma agilidad que hubiera mostrado un auténtico profesional, llenó de un solo golpe tres jarras de vino sujetando el barril a pulso, para dárselas a un joven paje al que reconoció de inmediato por ser el mismo que había visto el día anterior en la taberna. Mientras recordaba aquella conversación y los deseos de uno de los presentes de acudir a la fiesta, la más importante del año, Timbrio sonrió al pensar que, esa noche, ellos serían los únicos responsables de ofrecer un fin de fiesta que sería comentado durante muchos años.

A escasos metros, dos pajes ingleses conversaban a la vera de una carroza que había transportado a un influyente comerciante.

Observaban la abultada protección armada del recinto con preocupación. Su plan para conseguir un efecto masivo entre los asistentes estaba impecablemente diseñado, pero antes les era imprescindible hallar algún un punto débil en aquella barrera defensiva.

—Con tanta guardia vamos a tener que actuar con mucha más cautela.

—Es cierto, pero no tendremos mejor oportunidad que ésta. Hoy y aquí están todos; el marqués de la Ensenada, el Rey, los más altos representantes de la Iglesia y muchos de esos detestables nobles que han participado en nuestra persecución. Lo haremos más avanzada la fiesta; les asestaremos un golpe que de seguro no olvidarán jamás. Las llamas les consumirán. —Bajó la voz al paso de unos pajes que se les acercaban demasiado—. En cuanto te dé la señal, coge lo necesario de debajo del asiento y nos separamos; después vuelve sin correr para no levantar sospechas.

—Entendido; localizar, actuar y disimular.

—Sí, sobre todo para evitar ser capturados. Como sabes, nuestra acción no puede terminar hoy y aquí. Hemos jurado cumplir las órdenes de nuestro gran maestre, y a eso nos debemos como masones.

—Vamos a tener un rotundo éxito, hermano; el Ser Supremo está de nuestro lado.

—Él guiará nuestra mano.

—El nos señalará el lugar adecuado.

El gran salón que reunía a los numerosos invitados contaba con una acústica tan perfecta que permitía escuchar a la orquesta de una forma nítida desde cualquier ángulo. Los primeros compases sonaron nada más tomar asiento los reyes sobre una tarima algo más elevada, desde la que disponían de la máxima visibilidad.

El difícil arte del baile no solía ser plato de gusto para los varones, aunque ocurría lo contrario con sus mujeres. Ellas gustaban de aprender los complejos pasos que marcaban los nuevos ritmos de mano de alguno de los más afamados maestros de baile, cuando éstos las visitaban en sus propios palacios para tal fin.

Con un embarazo como el que lucía la duquesa de Benavente, no parecía muy aconsejable un baile como el del abanico, donde el hombre sujetaba a su pareja de una mano y jugaba a lanzarla en un giro completo a su vecino más próximo, mientras ella blandía su abanico en un lance de ocultación ante el desconocido y de abierta complicidad hacia su acompañante. Tanto ir y venir, a Faustina le parecía demasiado esfuerzo para sus cargadas piernas, por lo que decidió quedarse sentada conversando con su amiga María Emilia Salvadores. Sus respectivos acompañantes se mantenían a cierta distancia de ellas, en plena charla; el de María con el marqués de la Ensenada y el confesor real Rávago, reunidos los tres en un cerrado corro, y el conde de Benavente con un almirante francés recién llegado a la embajada de Madrid.

—La idea de que Braulio viniera al baile con esa compañía, no sólo ha conseguido el efecto deseado sobre tu hija; hasta parecen haber encajado muy bien. —María observó a la pareja mientras bailaban a escasa distancia de ellas—. ¡Fíjate en la entrega que le demuestra Inés!

—Si no lo viera con mis propios ojos, no lo creería de Braulio —contestó Faustina, al percibir una recíproca expresión en el chico cuando, al seguir el paso del baile, se acercaban tanto que rozaban sus mejillas—. Parece que están disfrutando de verdad y, además, debo decir que la chica me parece una preciosidad. María, ¿te imaginas que, por casualidad, hayamos conseguido separarlos, y encima logremos constituir unas parejas más acordes?

—Algo me hace sospechar, que en Braulio no existe tanta atracción como aparenta, pero ya veremos. Ahora bien, tengo claro que la sonrisa que luce Beatriz cuando mira al duque, es todo lo que quieras menos sincera.

—Aunque no niegue que tu reflexión es acertada, he de reconocer que en los últimos días se ha producido un esperanzador cambio en Beatriz. Démosle tiempo; también hemos de entender que tiene que resultarle difícil acostumbrarse a un hombre tan mayor.

Las dos mujeres comprobaron que en breve se iba a producir un cambio de parejas, y para no perder detalle abandonaron la charla. Aunque seguían con el mismo baile llamado del abanico, en ese paso, la mujer era cedida por su acompañante al hombre que estuviese a su izquierda. Ambos jugaban entonces a cortejarla al ritmo de la música, en una sucesión de encuentros y desencuentros hasta la terminación de la pieza, momento en el que la dama distinguía al mejor bailarín con un beso en la mejilla.

Sin reparar en ello, Beatriz parecía disfrutar de las evoluciones del baile, ignorando la personalidad del bailarín que iba a competir con el duque de Llanes. Con el abanico tapándole medio rostro, se entregó a los brazos del siguiente quedando en los primeros pasos de espaldas a él, tal y como marcaban las normas. Volvió a los brazos de don Carlos para dar dos vueltas sobre sí misma, y tras ello, éste la devolvió al otro, pero esta vez de frente.

—Hola, Beatriz. —Braulio sujetó su mano y se inclinó con cortesía—. Esta noche estás preciosa.

—No más que tu acompañante. —Le rodeaba sin soltarse de él—. Que, por cierto, la he visto muy cariñosa contigo.

—Como ya la conoces, y también a mí, supongo que no creerás que tengo algún interés por ella.

—Te he observado y te puedo asegurar que demuestras lo contrario. —La mano del duque de Llanes la atrajo hacia él, separándoles por un momento.

—Ese joven, ¿no es tu amigo y vecino Braulio? —Al verles hablando, se había fijado más que en los anteriores compañeros de baile y le reconoció de inmediato.

—Sí. Es el hijo adoptivo de doña María Emilia Salvadores, viuda del almirante González de Mendoza. Y es, en efecto, un buen amigo.

Inés estiraba el brazo hacia el duque, para intercambiarse con ella. La mano de Braulio la atrajo de nuevo hacia él.

—Aún me duele tu huida del cementerio. —El movimiento siguiente obligaba a aproximar sus rostros y Beatriz interpuso el abanico entre ellos—. Pero si soy yo el que recibo el beso final de este baile, conseguirás borrar de mí todo lo que dijiste.

Los últimos compases de la música llevaron de nuevo a Beatriz hacia el duque, mientras Braulio recuperaba a una Inés, que no había pasado por alto aquel contacto, resuelta a ocuparle en exclusiva con su beso.

Al terminar la música, la mirada de Beatriz se escapó hacia la de Braulio, pero su beso se lo dedicó al duque de Llanes, mostrándose éste encantado por ser su destinatario.

Desde su posición en la sala, la condesa de Benavente y María Emilia habían presenciado la escena, en todo momento pendientes de cómo se resolvería, pues no era infrecuente que, con aquellos inocentes besos, se llegase a romper alguna que otra relación, y no hubiera sido ésta la primera vez que así había pasado. Al comprobar la decisión de Beatriz, Faustina respiró más tranquila, y así lo reconoció con su amiga.

Ajenos a esos devaneos, el confesor Rávago junto al marqués de la Ensenada, preguntaban a Joaquín Trévelez sobre sus avances en la investigación del crimen del jesuita Castro.

—Estamos muy lejos aún de poder identificar a su autor o autores materiales, pero les puedo confirmar con cierto grado de seguridad, que su principal objetivo ha sido asestar un golpe a la Compañía de Jesús. —Rávago ironizó, por lo obvio que le resultaba aquel análisis—. ¡Lo sé! —le interrumpió Trévelez—, pero vos no conocéis el resultado de la autopsia, donde apareció un detalle que me ha requerido abrir una línea diferente de investigación.

—Explicaos para que lo podamos entender todos. —Don Zenón, a diferencia de Rávago, confiaba sin reparo alguno en las dotes de su amigo.

—Para extraerle el corazón, le practicaron una incisión de forma triangular que pasó inadvertida cuando descubrimos el cadáver.

—¡Interesante! —reconoció sin reparos Rávago—. Y en vuestra opinión, ¿qué puede significar eso?

—Algo ritual o simbólico; tal vez una macabra forma de firmar su trabajo.

—Ya os dije que me parecía un crimen lleno de connotaciones diabólicas. —El confesor Rávago pensaba en las oscuras fuerzas masónicas y en sus intentos de destruir la religión que alimentaba a tantas almas.

—Entendemos que la elección del hombre no ha sido fortuita, ni tampoco la extirpación de ese preciso órgano, pues es en vuestra congregación donde más fervor se tiene por el Sagrado Corazón de Jesús. Dada esa doble circunstancia, me resisto a pensar que se trata de una mera casualidad —intervino Trévelez.

—En términos más precisos, ¿hacia dónde encamináis vuestras sospechas? —Don Zenón de Somodevilla necesitaba respuestas concretas y no sólo conjeturas. El monarca le presionaba a diario, reiterándole su alto interés por ver resuelto cuanto antes el caso.

—Lamento no poder ser mucho más explícito todavía, pero mi atención se dirige ahora hacia todas las organizaciones que hayan manifestado expreso odio hacia los jesuitas.

—Pues podéis empezar por los llamados ilustrados: nobles, algunos militares, casi todos los librepensadores, y seguir por el resto de las órdenes religiosas. O podríais centraros en los muchos amigos de la herejía: alumbrados, judaizantes, masones y gnósticos, por citar algunos. —Aunque proponía otros destinatarios, Rávago ya se había decidido por investigar la pista del embajador Keene con la ayuda del sobrino del duque de Valmojada—. Con toda seguridad, os van a dar suficiente trabajo para no aburriros, mi querido alcalde.

Don Zenón lamentó no contar con ninguna información que le ayudase a salvar las preguntas del rey Fernando, pero no le cabía duda alguna de que Trévelez los resolvería con prontitud. Un camarero despistó su atención hacia otro grupo que conversaba en el lado opuesto del salón, donde el intrigante embajador inglés Keene hablaba con su mayor enemigo público y anfitrión de la noche, el duque de Huáscar. Hubiera dado parte de su cada vez más abultada fortuna por saber de qué charlaban aquéllos, pues, sin llegar a imaginarlo, estaban compartiendo igual asunto de conversación que ellos, aunque desde un punto de vista diferente.

—No han debido de conseguir todavía ningún testimonio del gran maestre Wilmore. —El embajador Keene hablaba en voz baja, para no romper la confidencialidad de aquellos comentarios, con su fiel colega don Fernando de Silva Álvarez de Toledo, duque de Huéscar, embajador de España en Francia, y anfitrión de aquella fiesta—. Confío, que soporte con toda honra y fortaleza la tortura a la que con seguridad está siendo sometido.

—La Inquisición; una más de aquellas abominables instituciones que deberían ser erradicadas de un estado moderno como el que pretendemos para España. —Don Fernando estaba al corriente desde París de todas las acciones contra la masonería por parte del Santo Oficio—. Pretendo que esta fiesta tenga, para todos nosotros, una especial trascendencia, pues he de conseguir del Rey ser nombrado mayordomo real, al haber quedado vacante esa función. Bien sabe, mi querido amigo, que ese cargo es de máxima confianza para el monarca. Si disfruto de ese logro, podré contrarrestar los nefastos efectos de su confesor y de sus primeros ministros y, como entenderá, me refiero al marqués de la «en sí nada», pues así parece que gusta ser nombrado en su falsa modestia. Que el monarca haya aceptado estar en mi casa esta noche me ratifica como uno de sus mejores candidatos a ostentar esa posición.

—Jamás me había hablado de sus deseos de convertirse en empleado de la casa real…

Benjamin Keene observaba con cierta preocupación cómo disfrutaba su mujer bailando con un joven estudiante de español que había tenido que alojar en la misma embajada, obligado por las excelentes cartas de recomendación con las que había venido de Londres, firmadas por uno de los más importantes lores del parlamento. De repente, cayó en su falta de cortesía con el duque y volvió a centrarse en aquel asunto del que le hablaba, que a su parecer rebajaba el enorme peso político que ya tenía su contertulio.

—Reconozco mi corto conocimiento de los entresijos de la corte española y, por ello, las ventajas que puede esperar con ese denigrante oficio. Le tengo a vos como el más aristócrata de todos los nobles apellidos de este país.

Parecía estar escuchando con atención las razones que el duque le empezó a dar pero, de hecho, seguía evaluando las probabilidades de ser engañado por su mujer con ese joven. El muchacho se mostraba en exceso atento, sin parecer contrariado por las gruesas formas que acompañaban a su mujer.

—… y al estar una gran parte de su tiempo junto al Rey, su mayordomo termina siendo uno de sus más asiduos e influyentes consejeros. —Keene, sólo puso atención a esas últimas palabras y, por prudencia, pensó que hacerle repetir todo lo anterior estaría lejos de parecer correcto por su parte.

Asintió al duque de Huáscar, dándole a entender que ahora ya lo comprendía, pero lamentando tener que detener aquella conversación, al recordar que se debía por un momento a su mujer en un baile que le había prometido de antemano.

—Vaya sin reparos, que yo debo hacer lo mismo con la mía si no quiero que me niegue el saludo. —Aferrado a su manga le frenó unos instantes más—. De todos modos, le ruego que volvamos a juntarnos más tarde, para hablar de la extraña muerte del superior de los jesuitas.

Sir Benjamín Keene rescató con evidente brusquedad a su mujer de los brazos del impertinente joven con aparente satisfacción por parte de ella. Decidió que a ese joven, por más influencias que tuviera, iba a mandarle a alguna academia que estuviera lo más lejos de Madrid; Sevilla podía ser un destino ideal.

En otra zona del salón, Beatriz se disculpaba de su acompañante don Carlos Urbión para ir un momento a los servicios.

Nada más entrar en ellos la vio frente al espejo. Se lamentó de su mala fortuna al coincidir con Inés de Villanueva, con la cantidad de mujeres que había en la fiesta.

—¡Enhorabuena por tu futuro matrimonio! —Su perfecto cutis no podía asumir nuevas mejoras, por más polvos que su dueña se ponía, pero por lo visto permitía disimular la cínica sonrisa que le había acompañado en su felicitación.

—Gracias por tu amabilidad, Inés, pero no se me escapa que te mueven suficientes motivos para ello.

—¿A qué te refieres? —Dudó por unos instantes dónde colocarse un grueso lunar que tenía en su dedo, si en su sien izquierda o en la derecha, definiéndose así como una mujer ya ocupada. Optó por esta última, ante la furiosa mirada de Beatriz. De pronto, Inés se percató del sentido que Beatriz había dado a su comentario—. ¿Lo dices porque consideras que yo también estoy de enhorabuena?

—No juegues con eso, te lo ruego. —Se echó un poco de agua fresca para apagar sus encendidas mejillas—. Además, tú no supones nada serio para él.

—¿Qué me puedes recriminar, si ya has optado por un cómodo futuro en brazos de ese duque con el que vas a casarte? Acepta que las demás podamos recoger lo que tú antes has despreciado, ¿no te parece?

Beatriz se clavaba las uñas de pura rabia, sin saber si tirarse a sus pelos y abofetearla a placer o enfriar sus ánimos refrescándose de nuevo con agua fresca. Pensó que lo segundo era más apropiado.

—No conseguirás nada de él —insistió en el argumento, a falta de valor para recurrir a otras alternativas.

—Pues te aseguro que ha estado muy cariñoso conmigo mientras veníamos de camino, en la intimidad de mi carruaje.

Inés mintió, ansiosa de vengarse de ella para resarcirse de aquellas otras ocasiones en las que Beatriz le había denigrado dándole a entender que ningún hombre la quería por lo que era, si no por lo que les regalaba sin el menor recato.

—Inés, ¡eres despreciable!

Beatriz, aunque estaba segura de su mentira, no podía olvidar la referencia de María Emilia sobre la satisfacción que éste había demostrado por venir con Inés. Arrepentida ahora de su reacción de rechazo en el cementerio, se reprochaba la poca habilidad que había tenido, al haberle regalado a otra el beso que le correspondía. Con aquella serie de despropósitos, empezaba a dudar de si lo que Inés le decía resultaría tan falso como en el fondo deseaba.

No hubo tiempo para ninguna contestación, pues ambas sintieron una enorme explosión que las tiró al suelo. Los dos espejos del baño saltaron en miles de pedazos y, algunos de ellos tuvieron como destino sus brazos y caras.

En un completo estado de aturdimiento, Beatriz empujó el cuerpo de Inés que había quedado sobre el suyo, aprisionándola contra el suelo. Comprobó que estaba viva, pero sin conocimiento. Durante los primeros segundos se estableció un profundo silencio que no tardó en verse roto por un coro de gritos y voces que venían del interior del salón. Se incorporó con dificultad venciendo la rigidez de sus piernas, y pudo recoger entre sus manos un poco de agua fresca para echárselo a la cara de Inés, lo que resultó del todo eficaz.

—¿Qué ha sido eso? —Inés había perdido su peluca, tenía varios trozos de cristal clavados en las mejillas, y le corría un fino reguero de sangre desde la nariz.

—No tengo ni idea, pero deberíamos salir cuanto antes de aquí.

Beatriz le retiró alguno de los cristales, los que resultaban más fáciles de extraer, pero decidió abandonar esa tarea ante los quejidos de la chica. Después, se encaminaron hacia la puerta. Se escuchaba un enorme barullo al otro lado.

Aunque trataron de abrirla poniendo en ello todas sus fuerzas, les resultó imposible. Un gran tumulto de gente corría despavorido, taponando la totalidad del pasillo que les comunicaba con la salida del palacio.

Beatriz oyó gritar su nombre y, al instante, estuvo segura de que se trataba de Braulio. Se empeñaron con más ahínco en empujar aquella puerta y lo consiguieron sólo en parte: lo suficiente para ser vistas por él y escucharle decir que salieran de allí lo antes posible. Los despavoridos asistentes, en su empeño por abandonar el palacio, lo arrastraban todo, también a Braulio, que por más esfuerzo que ponía para llegar hasta ellas nada podía hacer, y así le vieron desaparecer, con la masa humana, por el vestíbulo que antecedía a la salida.

La puerta se les cerró de nuevo, y aunque lo volvieron a intentar con más ahínco, les resultó imposible de abrir. Decidieron esperar a que disminuyera el caudal de invitados.

Tres nuevas explosiones, con escasa separación de tiempo y de menor intensidad que la primera, se sucedieron sembrando en Beatriz una nueva preocupación.

Por la dirección del sonido, calculó que tenían que haberse producido cerca de la salida, y Braulio debía de estar cerca.

Se empezaron a escuchar gritos de pánico que parecían surgir de todas partes. En un nuevo intento consiguieron salir al pasillo sin saber ahora qué dirección tomar; hacia el interior o abandonar el palacio. Vieron a los reyes, protegidos por varios guardias de corps, que volvían desde la salida en busca de refugio. Inés les siguió, pero Beatriz supo que su opción era la contraria; necesitaba buscar a Braulio.

Algo en su interior le hacía presentir lo peor. Se puso a correr con la esperanza de encontrarse con Braulio, para decirle todo lo que de verdad sentía, fuera de los tontos devaneos a los que habían jugado; para que supiera que él era el único dueño de su corazón. Necesitaba besarle, compensarle de aquellos últimos días tan vacíos sin su sonrisa. En sólo unos segundos, decidió que iba a proponerle dejar atrás sus actuales vidas para fugarse juntos a construir una mejor, suya y más verdadera.

—Inés, ¿has visto a Beatriz? ¿Sabes dónde está? —Faustina y el conde de Benavente la pararon en su alocada carrera angustiados por el destino de su hija.

A su lado, María Emilia preguntaba por Braulio.

—¡No me hagáis daño!, ¡no quiero morir! —Inés hablaba sin sentido, con una fuerte crisis de nervios.

—¡Vayamos afuera! —Acababa de aparecer el duque de Llanes, alarmado por no encontrar a su prometida—. No os molestéis más con ella, pues en su estado no conseguiremos nada.

Tras ellos, habían dejado un terrible escenario de dolor y de pánico.

La primera explosión había afectado a una de las paredes del salón provocando numerosos heridos y algún que otro muerto, sobre todo entre los músicos, pues habían sido éstos los que estaban más próximos a ella. Trévelez se había quedado dentro organizando la protección de los propios reyes y de las autoridades allí presentes, mientras ordenaba a todos los soldados que entraban a través del importante boquete que se había producido en la pared, que hicieran venir cuanto antes a todos los carruajes posibles para desalojar primero a los heridos. Comprobó en persona el buen estado de salud del marqués de la Ensenada y del ministro Carvajal, y vio también que todos los diplomáticos extranjeros se encontraban bien. El padre Rávago y otros tres altos eclesiásticos atendían espiritualmente a los moribundos y muchos invitados estaban ayudando a los heridos a levantarse o a llevarles hacia el exterior. Las siguientes explosiones les cogieron desprevenidos a todos. Los reyes habían sido llevados casi en volandas por su guardia personal hacia el exterior del edificio, para tomar su carroza y partir cuanto antes de allí pero, por fortuna, volvían a hacer acto de presencia en el salón ante las nuevas deflagraciones, muy alarmados por sucesos que nadie entendía y que podían seguir sucediéndose.

Faustina fue la primera en localizar a Beatriz entre el amasijo de cuerpos esparcidos por la entrada del palacio. Estaba arrodillada, sosteniendo el cuerpo roto de Braulio. Sorteando varios muertos y algunos otros restos humanos que cubrían su camino, llegaron hasta ella. María Emilia se abalanzó rota de dolor, para recoger el cuerpo de su hijo de los brazos de Beatriz.

Faustina, horrorizada, miró el rostro de su hija. Aquellos ojos, su expresión, su rostro seco de lágrimas, le transportaban en el tiempo a aquella otra noche en el palacio del marqués de la Ensenada, cuando había visto por primera vez a su hija Beatriz aferrada al cuerpo de su madre.