Palacio de los condes de Valmojada

En Madrid.

Año 1751, 24 de julio

Las viviendas del general Tomás Vilche, conde de Valmojada ocupaban una manzana entera entre las calles de la Luna y de la Estrella, pero su fachada principal daba a la calle ancha de San Bernardo, en la zona norte de Madrid.

El confesor del rey Fernando VI, padre Francisco de Rávago, trataba de pasar a través de la procesión de la Santa y Real Hermandad de María Santísima de la Esperanza y Santo Cielo en la Salvación de las Almas, que, con aquel ampuloso e interminable nombre, realizaba una noche más sus ya famosas Rondas del Pecado Mortal, que tenían como objeto reunir fondos y llamar a las conciencias sobre el grave daño moral que acarreaba la prostitución. Como de costumbre, anunciado su paso por un repiqueteo de campanillas, muchos vecinos estaban tirando desde las ventanas monedas envueltas en un papel ardiendo para que fueran localizadas en el suelo.

A sus sesenta y seis años, el viejo jesuita no contaba con la agilidad necesaria para esquivarlas todas, y juró en arameo cuando una le dio en la cabeza, y consiguió prenderle un poco de pelo, aunque dada su escasez no resultó tan grave como el susto que le produjo.

Tuvo que esperar a que terminase la procesión para cruzar la calle de San Bernardo, hasta alcanzar la entrada del palacio de Valmojada, donde le esperaba su propietario, advertido pocas horas antes de aquella misteriosa cita a través de un emisario del confesor.

Entró en el primer vestíbulo acompañado de un indudable olor a pelo quemado, lo que extrañó al paje que recogió su capa tanto como verle subir, con inusitada agilidad, la escalera principal que conducía al despacho del general.

Un retrato de grandes dimensiones del conde y uno más pequeño de su mujer, decoraban la pared a espaldas de la mesa de su despacho. En una vitrina y sobre una peana de madera, estaba un Marcus Marulus, el libro espiritual que usaba a diario el santo Ignacio de Loyola, que conservaba el conde como el más preciado regalo que había recibido de la Compañía de Jesús en reconocimiento a su firme y generoso mecenazgo.

—Tomad asiento, padre Rávago. —Valmojada puso una extraña mueca—. Por cierto, ¿no oléis como a quemado?

—Se trata de mi pelo. —El padre Rávago se tocaba la cabeza calculando la extensión del daño mientras le razonaba la causa.

—Os recomiendo más cuidado, pues no están las cosas a nuestras edades para ir derrochando la poca cabellera que nos queda. —Una risa un tanto contagiosa le asaltó sin ningún ánimo de ofensa. Por el adusto gesto con el que le respondió Rávago, entendió que no estaba allí para perder el tiempo con tonterías.

—Dejemos eso aparte, pues tengo graves asuntos de que tratar con vos y poco tiempo para ello. —Suspiró de un modo cansino—. Desearía saber qué noticias tenéis sobre los efectos del apresamiento de Wilmore, y si creéis que la muerte de nuestro superior Castro ha sido obra de los masones.

—Como bien sabéis, y hablando de Wilmore, me tuve que arriesgar en exceso para dar con su escondite, y sé que desde entonces sospechan de mí. Conseguida su detención, mi espionaje puede haber quedado al descubierto y cerrada toda posibilidad de dar continuidad a mis funciones. Desde entonces me he protegido y no he vuelto a establecer contacto con nadie. De hecho, tampoco sabría cómo dar con ellos. Desconozco, por tanto, quién ha podido cometer ese horrendo crimen. Dicho esto, dado el odio que profesan a vuestra orden, y conocidos sus propósitos, no me parece descabellado que se lo atribuyáis.

—Es cierto que mis sospechas se encaminan en esa dirección, pero salvo la captura de su gran maestre no hemos conseguido ningún avance; ni por vuestra influencia ni por la intervención de nuestras casas provinciales. Debéis saber que aunque he recibido comunicación de todas ellas, en la mayor parte de los casos me confirman lo mismo. Cuando se les ha ido a buscar a sus logias, las han encontrado abandonadas. Nada se ha podido requisar; ni documentación ni listas de miembros. Ateniéndome al escaso éxito conseguido, sólo me cabe pensar que alguien pudo avisarles del decreto, dándoles el suficiente tiempo para escapar. Imagino de dónde pudo salir esa información.

—¿En quién pensáis? —se interesó Valmojada, recordando en ese momento un detalle que hasta ahora no le había parecido importante. El, como miembro de la masonería, había sido puesto sobreaviso por un hermano de su logia sin conocer quién les había hecho llegar esa confidencia.

—En el duque de Huáscar. Antes de su publicación, el decreto circulaba por muy pocos despachos. Como me parecía asombroso el escaso resultado que estábamos teniendo, traté de averiguar de dónde había podido salir la noticia y, para ello, me entretuve en hablar con todos los que la conocían. Finalmente, tras descartar cualquier otra posibilidad, ha sido el secretario de Estado Carvajal quien ha reconocido haber hablado con el duque de ese asunto, durante su última visita a Madrid.

La intuición que había tenido Valmojada acababa de verse ratificada por Rávago.

—Huéscar debió hablar con el embajador Keene y éste, de algún modo, avisó a Wilmore —concluyó de modo tajante.

Rávago sintió un escalofrío. Si su visita a Valmojada tenía un único motivo, éste acababa de desvelarse y sin el mérito de haberlo propuesto él.

—¿Qué os hace pensar de ese modo?

—Primero la pública amistad que los une, pero, además, acabo de recordar un detalle, durante una conversación que mantuve con Wilmore, que puede dar por cerradas vuestras dudas. Me refiero a una carta que me enseñó en una ocasión, cuando empezaban a sospechar que tanto vos como el marqués de la Ensenada estabais buscando la manera de acabar con ellos, donde se le informaba de vuestras conversaciones y fines. —Armado con un gesto definitivo y tras un breve suspiro, concluyó—: El escrito llevaba el escudo de la embajada inglesa.

A Rávago se le iluminaron los ojos al darse cuenta de que aquello probaba la vinculación de Keene con el masón Wilmore y su responsabilidad en la trama. Creyó que había llegado el momento de exponer el verdadero objetivo de su visita.

—Necesito vuestra ayuda y una absoluta discreción.

—Sabéis que podéis contar con ello. —Valmojada advirtió una extraña inquietud en su expresión.

—No podemos permitirnos que Keene siga actuando a sus anchas sin estar al corriente de todos y cada uno de sus movimientos, por fútiles que sean.

—¿Me habláis de ponerle un espía?

—Sí, y pienso en vos.

—Yo no sirvo para ese encargo —negó con la cabeza—; sería reconocido de inmediato y además he decidido ausentarme de España por un tiempo. Temo por mi seguridad.

—Buscadme entonces a alguien de vuestra entera confianza que sepa guardar nuestra acción en completo secreto. Como sospecho que el embajador Keene sigue manteniendo estrechos contactos con ellos, si su hombre le vigila de cerca, podría llevarnos hasta alguno de los más altos responsables de la masonería a los que vos conocéis, o a los autores del crimen de Castro, si es que al final llegamos a confirmar que se ha debido a ellos.

—¡Tengo al hombre ideal! —Valmojada dio una resuelta palmada sobre su mesa—: Mi sobrino Mateo. Se trata de un joven muy responsable que vive con nosotros desde hace unos meses. Vino a sentar plaza de cadete y es listo como un zorro. Sé que me profesa gran admiración y que hará cualquier cosa que le pida.

—¿Lo veis tan fiable, como para encomendarle una misión que podría ponernos en un serio compromiso?

—¡Dejadlo en mis manos! Estoy seguro de su aptitud para esta labor. De cualquier modo, y antes de que tenga que abandonar Madrid, me encargaré de adoctrinarle para que sólo se ponga en contacto con vos si averigua algo de verdadero interés. Además, os tranquilizará saber que Mateo, aparte de otras ventajas, es muy hábil con la espada, y no padecerá si se ve en la necesidad de hacer uso de ella.

Aunque a Rávago le convenció su propuesta, consideró que aún sería más efectiva si la ligaba con otra idea que había madurado.

—¿Conocéis al duque de Llanes?

—Poco; sólo de haber coincidido en alguna fiesta. —No entendía por qué había sacado ese nombre, pero estaba seguro de que encerraba una intención—. ¿Qué queréis proponerme?

—Os lo explicaré. No hace muchos meses, tuve que intervenir en un desagradable litigio con don Carlos Urbión, duque de Llanes, por unas tierras vecinas a las suyas, que ocupó a pesar de ser propiedad de la Iglesia. Ante su actitud, y sobre todo por efecto de su influencia sobre el marqués de la Ensenada, fui obligado a cerrar un acuerdo que le beneficiaba en contra del interés de la Iglesia, pero el duque al menos reconoció una deuda hacia mi persona, que ahora pretendo cobrarme.

El conde de Valmojada atendía con interés sus palabras, sin comprender las posibles vinculaciones con la misión que acababa de encomendarle.

—El duque de Llanes podría favorecer la acción de vuestro sobrino y con ello devolverme el favor. —Rávago guardó una larga pausa para conseguir un cierto clima de intriga.

—¿Cómo? —Con aquella lacónica pregunta, Valmojada trató de quebrar la intencionada tensión.

—Justificándole su entrada en la embajada de Inglaterra. —Rávago se regocijó con la idea—. Sé que el duque de Llanes mantiene unas sólidas relaciones comerciales con Inglaterra que le llevan a frecuentar esa sede diplomática. Si queremos que sea eficaz su espionaje, su sobrino debería disfrutar de una cierta libertad de movimientos, dentro y fuera de la misma. Para ello, pediré al duque que empiece a llevarle con él a las reuniones, presentándolo como ayudante, para que a nadie extrañe su posterior presencia. ¿Qué os parece?

—Ya os dije que el muchacho es inteligente. Considero que vuestra idea puede funcionar, siempre que el duque sepa guardar silencio sobre nuestras últimas intenciones.

—Descuidad de eso; él atenderá lo que yo le pida, y no sólo por razón de su enorme deuda hacia mí; también por su expreso odio hacia la causa masónica.

Una vez que terminaron de discutir los últimos detalles de su plan, y después de abordar otros asuntos de menor cuantía, el confesor real abandonó aquel palacio convencido de sus sólidos avances. Tenía al espía necesario para poder llegar hasta sus peores enemigos, la forma de introducirlo en la embajada y había obtenido una importante prueba que vinculaba a Keene con los masones.

A la hora convenida, y cerca de una de las entradas de la plaza de Santo Domingo, le esperaba una carroza para llevarle hasta el palacio del Buen Retiro, donde podría descansar de aquella larga y pesada jornada.

Al día siguiente, Joaquín Trévelez, sin imaginar los propósitos de Rávago, alcanzaba a caballo, cabizbajo, las puertas de la residencia de María Emilia, con la que se había citado para comer. Según llevaba la mañana, había tenido la tentación de disculpar su presencia, pero pensó que no le vendría mal cambiar de aires para rebajar su tensión, y qué mejor manera que en compañía de aquella mujer tan especial.

La mesa del comedor estaba ya dispuesta cuando llegó. Ella estaba espléndida, feliz, locuaz, y de lo más risueña; muy al contrario del desbaratado ánimo del alcalde. Nada más sentir el caluroso efecto del caldo de ave que abría el almuerzo, se despejaron sus nublados pensamientos y se dispuso, con otro ánimo, a escuchar su animada conversación sobre el acontecimiento que esos días estaba en boca de las clases más altas de Madrid: el baile que iba a dar el duque de Huéscar en su residencia de la Moncloa al día siguiente. El evento estaba acaparando el trabajo de los mejores sastres de la ciudad, que iban y venían de una a otra casa para tomar medidas, elegir sedas, o hacer pruebas y más pruebas en los cuerpos de las nobles damas, pues todas deseaban estrenar vestido. Su cargo de embajador en Francia complicaba su presencia en la capital, y aun siendo escasas las ocasiones en que el duque de Huéscar podía celebrar este tipo de reuniones en su residencia, sus fiestas, sin duda, eran las más espléndidas y lujosas de todo Madrid.

María Emilia le confesó que había confirmado su asistencia, sin remordimiento por no habérselo consultado antes, y empezó a comentarle con gran excitación todos los detalles de su vestido, corpiño, zapatos y peinado, así como el color que predominaría en sus ropas para no desentonar con las que él escogiera.

A Joaquín aquello le distraía, tal vez contagiado por la ilusión de María Emilia, aunque de vez en cuando le asaltaba el recuerdo del terrible crimen que había alterado su trabajo por completo. Mientras se explayaba con los detalles relacionados con la fiesta, María Emilia le había notado un tanto abstraído, sin extrañeza al principio, pues esas cuestiones no solían gustar a los varones. Pero de justificarlo pasó a preocuparse, cuando le descubrió en más de tres ocasiones sin probar bocado y con la mirada entre extraña y perdida.

María Emilia sintió cierto alivio cuando Joaquín le explicó que su preocupación se debía a la falta de resultados en su investigación del asesinato del jesuita. Su tranquilidad no procedía, desde luego, de minusvalorar la gravedad de su situación, sino de saber que su apatía no se debía al aburrimiento de ella, como al principio había temido.

Sin detenerse en muchos detalles, Trévelez le resumió todo lo que había sucedido desde el día del crimen, las conversaciones con el secretario de Castro, con Rávago y con su protector el marqués de la Ensenada, y terminó deteniéndose en la visita al hospital de San Lorenzo, donde había presenciado parte de la autopsia.

—He esperado a que terminásemos de comer para adentrarme en este escabroso punto, pues te aseguro que en aquel lugar circula de forma permanente un repugnante hedor que resulta difícil de olvidar. Ese olor a muerte, de tinte acre, desanima a permanecer mucho tiempo en sus cercanías. —Habían pasado a un salón para relajarse con una copa de licor.

Ella se acercó a él y le besó con suavidad en la mejilla, para que su perfume compensara aquel desagradable recuerdo.

—Déjame que te sirva de consuelo. —María Emilia le acariciaba el rostro y se mostraba obsequiosa en cariños.

—No deberíamos… —Sus labios recorrían su cuello—. Nos pueden ver… —Se dejaba hacer, pero evitaba corresponderle—. He de volver a mi trabajo cuanto antes y…

Si cualquier otro día hubiese estado delante de semejante ocasión, no habría detenido aquella deliciosa actividad, más aún considerando las escasas oportunidades que había tenido para disfrutar con ella. Pero Trévelez era consciente de que sus deberes le reclamaban de inmediato y por tanto, aquella tarde no debía abandonarse.

Se levantó para evitar sus reflexiones y volvió a la conversación que, por su crudeza, debía de detener aquellos deslices afectivos.

—Estando encapuchado, fue sumergido varias veces en el río. Como si fuera poco martirio, la fuerza con la que estaba anudado el cordaje que rodeaba su cuello debió aumentar aún más la sensación de ahogo que sufría en cada inmersión.

—¿Cómo puede haber alguien que provoque tanto sufrimiento a un semejante? —El solo hecho de imaginar aquella espeluznante escena le había enfriado de sus anteriores impulsos y lo exteriorizó con un escalofrío.

—Disculpa mi falta de sensibilidad. —A la vista de su reacción, Joaquín pensó que había entrado en demasiados y escabrosos detalles y se levantó, con intención de irse para continuar con su trabajo—. No debería haberte contado nada de esto.

—¡Ni hablar! —Se levantó con gesto decidido, forzándole a sentarse de nuevo a su lado—. Si me lo permites, desearía ayudarte en tus conjeturas. Piensa que cuatro ojos ven más que dos.

Por unos minutos Trévelez la miró dubitativo, sin saber qué camino tomar. Al final, pudo más la solícita mirada de María Emilia que su idea de evitarle tan desagradable relato. Se sumergió entonces en la descripción de la secuencia más tenebrosa de aquel crimen, en una reconstrucción que se alimentaba de los datos obtenidos de la autopsia.

—Después de los intentos de ahogamiento, su asesino debió tumbarle en el suelo boca arriba y, todavía vivo, le diseccionó la piel del pecho dibujando un triángulo a la altura del corazón. Con algún instrumento contundente le rompió las costillas, y si por entonces la muerte no le había llegado todavía, el pobre religioso debió sentir cómo una mano rodeaba su corazón y se lo arrancaba con brutal saña.

María Emilia se tapaba la boca con ambas manos, manifestando el horror que le recorría por dentro, pero le rogó que continuase de todos modos.

—Después, fue arrojado a la orilla del río, ya muerto y definitivamente abandonado, hasta que fue visto a la mañana siguiente por dos mujeres que bajaban a lavar la ropa.

María Emilia rompió su silencio e hizo expresión de sus primeras sensaciones.

—Desde luego no parece obra de un simple malhechor; más bien de alguien que pretende que su crimen no pase inadvertido y desea mandar un mensaje.

Su comentario produjo en Joaquín una enorme curiosidad.

—¿Quién, o quiénes, crees que pueden ser entonces los destinatarios de esa siniestra misiva?

—Tratándose de quien era y de lo que representaba, las más altas autoridades religiosas y políticas de este país —contestó sin dudarlo.

—¡Interesante deducción, María Emilia! —Se rascó la barbilla, inquieto y sorprendido de su teoría—. ¿Qué explicación le darías entonces a la mutilación?

—No estoy segura, pero ahí puede residir la clave del asesinato. Haberle dibujado un triángulo para acceder a su corazón, suena a todo menos a un acto fortuito. ¿Tú qué piensas?

—Ese detalle constituye el punto de arranque de mi investigación. Pero volvamos al mensaje que en tu opinión pretenden enviarnos. ¿No crees, que la extracción del corazón del superior de la Compañía de Jesús podría comportar un significado más concreto?

—Debería pensarlo con más tiempo; no consigo seguir tu razonamiento. —María Emilia era una mujer orgullosa y segura de sí misma, lo cual le había empujado desde siempre a querer romper con la esperable condición femenina, típica en aquella sociedad hecha por y para los hombres.

Por eso le reducía verse retrasada en aquellas disquisiciones con Joaquín.

—Lo voy a abordar de otro modo, pues creo que llegarás a idéntica conclusión. ¿Recuerdas cuál es el símbolo que más venera la orden de San Ignacio de Loyola? —María cayó de inmediato en su argumento.

—El sagrado corazón de Jesús… ¡Ahora te entiendo! —Su cerebro volvió a ganar la velocidad que le era común—. A través de esa tétrica mutilación, el asesino está rubricando un mensaje dirigido a la Compañía de Jesús; su odio hacia una orden que, es sabido, idolatra ese símbolo.

—¿Alguien que persiga extirpar su influencia de nuestra sociedad?

Joaquín se iba deslizando por el campo de las posibles conclusiones.

—Podría ser… —María Emilia asumía un relativo retraso en sus deducciones, aunque estaba empezando a recuperar terreno.

De pronto, meditó sobre otro aspecto de la escena del crimen que podía colocarla muy por delante de él.

—Ahora, dime qué puede significar que estuviera encapuchado.

—¿Cómo? —Trévelez se vio sorprendido y reconoció no haber sacado ninguna conclusión sobre aquel hecho, más que verlo como el acto reflejo de un verdugo, en aras de evitar el efecto intimidatorio que le producía la mirada de su víctima.

María Emilia se detuvo en analizar las diferentes facetas de un acto como ése dentro de una mentalidad criminal, sin rechazar la que Joaquín había querido ver en un primer momento, y que consistía en tratar de protegerse de la impresión de mirar un rostro invadido por terribles expresiones de sufrimiento. Aunque primero admitió que había podido deberse a una reacción tan simple como ésa, a continuación pensó que todo dependía de cuándo se habría tomado la decisión de encapucharle. Si su asesino lo había hecho antes de su mutilación, sería sólo para procurarle la asfixia, y con ella la muerte, al añadirse a los efectos de las inmersiones en el río una intencionada falta de aire. Pero si, por lo contrario, se hubiera producido después de extraerle el corazón, se le ocurrían varias explicaciones.

—Producir un efecto macabro para poner su particular sello, diferente al de otros criminales. O quizá pretendiera cortarle la cabeza después de muerto, pues una vez en la bolsa resultaría más fácil de transportar. —Por su gesto, quedaba claro que, a la vez que exponía esa última teoría, la rechazaba por parecerle un tanto absurda y la más improbable de todas, aunque recordase algún caso parecido que Trévelez le había relatado en otra ocasión—. Por último, y me inclino a pensar que ésta es la cierta, que el capuchón tenga el mismo simbolismo de mutilación: ocultar al mundo el rostro como negación de la propia orden jesuita, representada por su máximo dirigente. En otras palabras, destruirla.

—¡Me parece un extraordinario razonamiento, María Emilia! —Trévelez estaba impresionado con su habilidad deductiva—. ¡Nunca me dejará de sorprender tu capacidad! —Ella le sonreía, gustosa de escuchar tanto elogio—. Hay que descartar la asfixia premeditada, pues el capuchón era de un lino de trama muy abierta y demasiado permeable. Estoy por ello, más de acuerdo en su posible significado antijesuitico, lejos de creer que se trata de una brutal representación de un individuo más o menos trastornado. —Se levantó desasosegado por el tiempo que llevaba en el palacio sin dar nuevas instrucciones a su equipo—. Ahora he de partir, pero créeme que has conseguido que me vaya de tu casa con los posibles móviles mucho más claros y, además, con ciertas sospechas sobre su autoría.

—Me alegra mucho saber que he podido contribuir en algo. Ya sabes que si me necesitas estaré más que dichosa por ayudarte.

El alcalde Trévelez abandonó el palacio a caballo, para dirigirse a la Sala de Alcaldes de Casa en la calle de Atocha, con bastante mejor talante del que tenía antes de estar con aquella fantástica mujer. Sin abandonar su estado de preocupación, se volvía satisfecho por haber mantenido aquella conversación con María Emilia.

Era indudable que le había ayudado más de lo que nunca hubiese imaginado.

—Entonces, ¿dónde deberías estar ahora? —Los dedos de Beatriz Rosillón jugueteaban con sus cabellos—. Porque no creo que tu madre imagine que estás conmigo y menos dentro de un mausoleo, en este cementerio.

—Se supone que ahora estoy en clase de esgrima, pero mi profesor resulta bastante fácil de convencer cuando hay algo de dinero que ganar. De todos modos, es un hombre de palabra y sé que guardará silencio.

—Reconozco que tu nota me causó alegría, hasta que vi el lugar que habías elegido para vernos. Cierto es que resulta de lo más discreto, pero admitirás que la compañía no es la ideal en un romántico encuentro.

Habían conseguido entrar en un panteón que por su estado parecía abandonado.

—No tenemos mucho tiempo, Braulio. He ordenado a mi paje que me espere en la carroza con la excusa de visitar la tumba de mi madre, y si me demoro un poco, nos arriesgamos a que se le ocurra entrar a buscarme y nos encuentre juntos.

Braulio empezó a besarla en las mejillas y labios, advertido del escaso lapso de que disponía.

—Desde hace tres días, no hago más que darle vueltas a la absurda prohibición de no vernos hasta tu boda. Odio tu compromiso con ese hombre, por lo visto más digno que yo a ojos de tu familia. ¿Por qué ahora, si ya se ha descubierto el secreto que protegía nuestro amor? ¿Qué puede impedir que yo sea tu marido?

—¡Porque eres gitano! —Beatriz le miró con ternura, pues sabía el dolor que le producirían sus palabras—. Y aunque hemos vivido creyendo lo contrario, el otro día mi madre me hizo entender que en esta sociedad eso resulta imperdonable. De cara a todos, siempre llevarás marcado tu origen, por excelente que sea la educación que te estén procurando. —Besó con especial ternura sus labios, con el dolor de saber que estaba hiriéndole en lo más profundo de su ser.

—Aborrezco la sangre gitana que corre por mis venas. ¿De qué me ha servido? Sólo para acarrearme las más terribles desgracias, primero a mi familia y, ahora, para perderte a ti.

—Han decidido que tu sangre gitana no se mezcle con la mía, pero te aseguro que nada, ni nadie, nos separará jamás. Aunque tenga que cohabitar y ceder mi cuerpo a ese duque, mi corazón viajará contigo para siempre.

—¡Te suplico que no hables de ello! Ningún otro pensamiento me puede martirizar más que imaginarte entre sus brazos. ¡No lo puedo soportar! —La ira lanzaba hacia delante su barbilla, en un gesto de incontenible furia.

—Mi madre me ha recomendado que esperemos un tiempo a que esté bien casada para, luego, seguir nuestra relación de un modo discreto. Increíble, ¿verdad?

Braulio la miró lleno de dolor, obligado a explicar algo que jamás podría aceptar.

—Eso no podrá ser… —Agachó la cabeza—. Los gitanos respetamos un código moral no escrito muy distinto de algunas costumbres más o menos extendidas en vuestra sociedad.

Ella le cortó, sin importarle el sentido de su comentario, y le recordó el firme compromiso que tenían los gitanos de respetar a los ancianos y a la palabra dada, pues en alguna ocasión lo habían hablado.

—Sí, vale. Eso es cierto —respondió Braulio—, pero también lo es que nuestra ley nos exige evitar cualquier cosa que pueda romper un matrimonio. El respeto a una mujer casada es tan sagrado como el culto a los muertos. Entiendes lo que esto supone, ¿verdad?

—¡No me habías hablado nunca de eso! —Se revolvió horrorizada—. Y además, ¿no acabas de decir que aborreces tu sangre romaní? ¿Me puedes decir entonces con qué te quedas? —Beatriz no estaba preparada para enfrentarse a aquel inesperado cambio.

—Ya lo sé, y desde luego no te falta razón. Pero no puedo renunciar a lo poco que me ata a mi pasado. Si lo hiciera, estaría traicionando la memoria de mis padres y a mi propia sangre. Tiene razón tu madre, todos tienen razón. ¡No soy más que un gitano! —Su rostro expresaba una extraña serenidad—. Por duro que te parezca, sé que lo entiendes, pues los dos hemos vivido experiencias paralelas que han marcado nuestro destino.

—Pero ¿eso quiere decir que no te entregarás a mí una vez que esté casada? —Mientras caían, sus lágrimas brillaban con el reflejo de la escasa luz que entraba a través de un pequeño ventanuco—. ¡Dime por favor que nada de lo que está pasando es real!

—Quise decir que te guardaré el respeto debido, como lo haría con cualquier otra mujer casada. —La sensación de sequedad de su garganta no se aliviaba, por más saliva que intentaba tragar—. Pero no dejaré de quererte ni un solo segundo de mi vida.

—¡No lo entiendo!

En su interior, Beatriz libraba una difícil batalla al no aceptar que se había agarrado a una esperanza irreal para sobrellevar aquel odioso matrimonio.

—¡Me acabas de romper el corazón! —Rechazó las caricias de sus manos—. ¡Necesito irme de aquí!

Braulio la sujetó tratando de retenerla.

—¿Para qué quieres que sigamos aquí, si acabas de enterrar todas mis ilusiones?

—Sé que te resultará difícil, pero espero que algún día me entiendas, Beatriz.

—Eso no es verdad, ni tampoco que necesite más tiempo para comprenderlo. Acabo de saber que te importa mucho más tu conciencia que lo que soy para ti. Ahora veo, con absoluta claridad, que por seguir un arcaico código moral lo que pretendes es rechazar mi amor. —Dolida hasta el extremo, no medía ninguna de sus palabras, ni el efecto que en él producían—. ¡No me engañes más! —Sólo deseaba irse de aquel mausoleo—. ¡Te ruego que me sueltes de una vez y dejes que me vaya!

—Pero Beatriz, ¡yo te quiero!

—¡Ya sé que no te cuesta decirlo pero también que no eres tan hombre como para demostrarlo!

Con una última mirada llena de desprecio, Beatriz salió a la carrera, con el corazón roto. Abandonaba el cementerio en un estado de total desorientación. En su desesperada huida, las piernas sólo parecían responder a un estímulo inconsciente más que obedecer a su voluntad. Sin reconocer ninguno de los paseos por los que atravesaba, iba en una alocada carrera chocando con todo: setos, verjas, piedras. Sentía los latidos de su corazón entremezclados con el sonido de sus pasos, en un ronco concierto que luego se transformaba en un ahogado eco a sus espaldas. En su angustiosa fuga, hasta escuchaba fantasmagóricas voces que surgían de las lápidas, algunas gritando su nombre y otras riéndose de ella, como si conocieran y a la vez disfrutaran de su desgracia. Con la cercanía de tanto difunto, recordó el rostro del jesuita Castro, aquel que había sido verdugo de su madre, por fortuna ya muerto. Por un momento, su rostro se iluminó dentro de la mente de Beatriz como una llamarada.

Junto a aquel fugaz alivio, verse a escasos metros de la salida hizo que no reparara en una anciana de pequeña estatura que estaba arrodillada frente a una tumba. La mujer, al incorporarse al paso de la chica, hizo que ésta tropezara y se cayera de bruces, desgarrándose falda y medias, y causándose bastantes arañazos, tanto en sus manos como en la mitad de su cara. El paje que le aguardaba se quedó tan sorprendido de su lamentable aspecto y, aunque trató de informarse de lo que había ocurrido, sólo obtuvo de ella la orden de alejarse de allí cuanto antes.

Un día después, casi todo Madrid sabía que esa noche del sábado veintiséis de julio se iba a celebrar una distinguida fiesta a la que acudiría lo mejor de la aristocracia, de la Iglesia, y del gobierno de España.

Hasta los mismos reyes, Fernando VI y Bárbara de Braganza habían aceptado la invitación, e irían acompañados de su protegido, el cantante italiano Farinelli.

Los dos hermanos gitanos, Timbrio y Silerio Heredia, afinaban sus oídos para no perder ni un detalle de la conversación que mantenía un animado grupo de mozos de caballerías, sentados a una mesa contigua, mientras almorzaban en uno de los mesones que recorrían la calle llamada de la Cava Baja, en pleno centro de Madrid.

Así supieron que la citada fiesta daría comienzo a las nueve de la noche en el palacio de la Moncloa, propiedad del ducado de Huáscar, y que dos de los mozos trabajaban para la duquesa de Arcos, a la que llevarían en carroza junto al duque de Olite, que sería su acompañante.

Desde que habían vuelto de Zaragoza con la noticia de la muerte de sus mujeres, y ya había pasado dos semanas de ello, habían decidido que los dos únicos propósitos que les ocuparían en cuerpo y alma serían encontrar a las hijas de Timbrio y, sobre todo, vengar la muerte de sus amadas haciendo pagar por ello a los autores intelectuales del intento de exterminio del pueblo gitano. A ello se habían entregado ya.

Desde el día en que habían sido detenidos y separados y la mujer de Silerio violada por unos soldados a la vista de todo el pueblo, se juraron ese castigo. Seguían teniendo en mente que la Iglesia les había negado su protección, sin olvidar el brutal comportamiento de los soldados ni la responsabilidad del gobierno, con el apoyo de la nobleza, al haber desencadenado aquella tropelía. Esos tres estamentos se había convertido en los destinatarios de su odio. De entre todos, habían elegido como primer objetivo al marqués de la Ensenada, que identificaban como máximo responsable, aunque no se les ocultaba la dificultad de esa empresa debido a las grandes medidas de seguridad que siempre le acompañaban. Pensaron que de no actuar sobre él, lo harían sobre alguno de sus más íntimos allegados, pues aunque eso no compensase la justa pena que merecía su crueldad, al menos le supondría una amarga parte del correctivo que merecía.

—Apuesto a que se reunirán más de doscientos carruajes en las inmediaciones del palacio, y un destacamento entero de guardias de corps para proteger a sus majestades.

El más joven de los vecinos de mesa se mostraba emocionado por haber sido designado aquella noche como paje de compañía por su encargado de caballerizas, al estar enfermo el que por oficio debía haber ido.

—Y con suerte podrás ver a los reyes —le respondía otro, que no tendría más de veinte años—. Envidio tu fortuna, pues allí se reunirán las más bellas mujeres de Madrid, engalanadas con joyas y magníficos trajes; a nosotros sólo nos quedará contemplar los montones de estiércol que se acumulan cada día en los establos.

Después de abandonar el local, los hermanos Heredia idearon una forma de introducirse en aquel evento que les pareció bastante viable. Imaginaron que entre tantos pajes y conductores que acudirían esa noche, serían muchos los que agradecerían la presencia de un carro más que viniese con una buena provisión de vino y comida para aplacar la larga espera que les ocuparía. Sin ser invitados, pensaron que a nadie le extrañaría la presencia de aquella taberna ambulante, y ellos sabían dónde podían hacerse con todo lo necesario. Conocían un mesón, cercano al taller donde trabajaban, que les prestaría con gusto carro y bebida, si ellos lo devolvían a la mañana siguiente con una buena parte de sus ganancias. Timbrio ideó un retorcido plan que, si tenía éxito, acarrearía un severo daño a los muchos invitados.

Animados por la idea, partieron de inmediato hacia el lugar, para tener todo hablado con su propietario y dispuesto su contenido antes de que cayera la noche.

Aunque tuvieron que poner casi todos sus ahorros como señal para terminar de convencer al tabernero, salieron del local conduciendo un carro que llevaba siete barricas de vino, una buena provisión de pan negro, una docena de quesos de oveja y el doble de embutidos curados. Desde allí se dirigieron a otro punto más alejado donde supieron dar con los útiles necesarios para conseguir el efecto que deseaban.

Lejos de aquel remoto paraje y a la misma hora, dos masones de origen inglés convenían con un destacado comerciante de su misma nacionalidad y hermano masón como ellos, la hora a la que estarían en su residencia para conducir su carruaje y llevarle hasta la fiesta del palacio de la Moncloa, a la cual había sido invitado por el duque de Huáscar.

—Vos no os preocupéis por nada; nos cuidaremos de no comprometeros —decía uno—. En cuanto estemos allí, actuaremos con la máxima discreción, aunque os aseguro que el efecto de nuestra acción va a resultar muy contundente.

Los tres se despidieron poniéndose la mano en el cuello, con aquella señal que identificaba su juramento masónico.