En Madrid.
Año 1751, 21 de julio
La cámara donde se cumplían las sentencias de tormento se hallaba en el extremo de una larga galería que descendía en profundidad dentro de los subterráneos que recorrían el palacio del Santo Tribunal.
Si había en ella una cualidad que destacaba sobre cualquier otra, era sin duda el repugnante olor que despedía; mezcla de sangre, orines, y carne podrida, que maceraba las piedras y paredes de aquel húmedo y lúgubre ambiente.
Aislada por completo, no recibía la luz del sol o el alivio de un soplo de aire fresco; sin esas curas, aquella estancia iba enfermando sin solución, contagiada de las mismas penas que padecían los torturados.
Su escasa decoración consistía en una sobria tarima con varias sillas en uno de sus laterales donde se sentaban los inquisidores, y en su centro, toda una colección de instrumentos de tortura para conseguir la confesión del acusado. Las ocho antorchas que ardían en sus paredes iluminaban su techo y, al reflejarse en él, repartían algo de luz por el recinto.
Aquella tarde, el médico que solía atender a los presos del Santo Oficio se encontraba examinando el cuerpo de un reo para dictaminar si se encontraba en condiciones de recibir tormento. Aunque estaba en exceso delgado, no lo encontró tan débil como para desaconsejar el uso del cordel y el agua sobre John Wilmore, máximo responsable de la masonería en España, detenido por la Santa Inquisición hacía dos semanas.
El doctor se acercó hacia la tribuna donde los inquisidores aguardaban su dictamen, para dar su beneplácito.
La importancia del acusado había animado la presencia del inquisidor general Pérez Prado, que presidía el acto junto al notario, cuatro ministros de tortura, y una tercera persona que ocultaba su identidad bajo una amplia capucha.
—¡Decid toda la verdad y evitaremos que los verdugos procedan contra vos! —La ronca voz de Pérez Prado retumbaba sobre las mudas paredes de la cámara.
—¡Nada he de confesar, pues nada condenable he cometido! —La expresión del reo parecía tan firme como la convicción de su inocencia.
—Os ha sido dictaminada una sentencia de tormento tras haberse obtenido suficientes evidencias de delito en la prueba de testigos, y no haberse aceptado las alegaciones de vuestro abogado contra los testigos de cargo. —El notario explicaba al acusado la evolución de su proceso y las razones de aquella resolución—. Como todavía no hemos obtenido de vos una completa confesión, nos vemos obligados a aplicaros tortura, no por deseo propio, si no debido a vuestra obstinación. No ejerceremos mutilación sobre ninguno de vuestros miembros ni os provocaremos heridas de sangre, pero actuaremos con ciertos instrumentos que os producirán un agudo dolor, sin detenernos hasta que vuestro testimonio nos disculpe de su uso.
—Por última vez, ¿deseáis confesar delante de este tribunal vuestro delito? —La segunda advertencia del inquisidor general no pareció conmover el ánimo de John Wilmore.
—¡Solicito al ministro de tortura que desnude por completo al reo! —Al no obtener respuesta del encausado, el notario dio la orden para comenzar el procedimiento.
En muchas ocasiones aquella humillante situación, junto a la contemplación de los instrumentos de tortura era suficiente para que la voluntad del acusado se doblase. Sin embargo, el cuerpo seco y acartonado de John Wilmore pareció preferir como destino recibir sufrimiento, antes que atender a sus deseos.
—¡Empléese el cordel con el acusado! —Aquel mandato iniciaba la primera de las torturas a que se le iba a someter.
Los dos verdugos tumbaron al inglés sobre una mesa y ataron sus muñecas a dos cuerdas que iban unidas a unos rodillos. Las ciñeron con tanta fuerza que pronto cedió la piel y empezó a sentir un agudo dolor a cada roce del cordel sobre su carne. Otras dos cuerdas aprisionaron sus tobillos de tal manera que, a las primeras vueltas de tuerca, su cuerpo quedó estirado, sin apenas rozar la mesa. Su negativa a confesar ante una nueva solicitud del inquisidor, hizo que los verdugos recogieran cinco centímetros más de cuerda, produciéndole un insoportable dolor, junto a la sensación de que en cualquier momento alguno de sus miembros se le separaría del cuerpo.
Wilmore no quería gritar ni dar señal alguna de debilidad o de flaqueza de ánimo, pero era tal el suplicio que padecía que empezó a gemir, primero en susurros, y a medida que aquello seguía estirándose, con mayor intensidad. Debió de perder el conocimiento cuando se le descoyuntó su hombro derecho, pues al despertarse le dominaba un agudo dolor en ambos, y sólo recordaba haber notado el descoyuntamiento del izquierdo.
El inglés dirigió la vista hacia los inquisidores con la esperanza de que aquello hubiera terminado ya y le devolvieran a su celda. Su inquietante espera se tuvo que prolongar durante un buen rato, pues aquellos hombres parecían entretenidos en una larga conversación que no alcanzaba a escuchar, hasta que decidieron que se procediera contra él con un tormento de agua.
Tras ser soltado de sus amarres y notar como una parte de su carne era arrastrada con ellos, le empujaron hacia un banco bajo y alargado donde fue tumbado boca arriba. El médico observó la extensión de sus heridas y le palpó los amoratados hombros que iban tomando un aspecto tumefacto, dando sin embargo por bueno su estado y autorizando de viva voz la continuidad del martirio.
El obispo Pérez Prado se acercó al oído del incógnito invitado, asegurándole que aunque el reo había conseguido soportar el primer instrumento, no aguantaría la sensación de asfixia que le iba a suponer el agua y terminaría confesando.
Una gruesa correa de cuero sobre su cuello le inmovilizó la cabeza, y otra, apretada con exceso sobre su vientre, parecía empujar su estómago hacia los pulmones. Le vendaron los ojos con una toca que le cubría hasta la nariz y después la empaparon con agua para dificultarle la respiración. Luego le ordenaron abrir la boca y derramaron en ella un chorro de agua que parecía no terminar nunca. Durante los primeros minutos no le costó demasiado tragarla, pero el cinturón sobre su vientre parecía haberle estrechado de tal modo el estómago, que a medida que éste se llenaba de líquido devolvía una buena parte hacia la garganta donde se cruzaba con el agua que caía sin pausa del búcaro.
El aire no conseguía entrar en sus pulmones, y tampoco encontraba la manera de dejar de tragar para poder inspirar por la nariz. Se ahogaba sin remedio, y sin poder gritar ni explicar a nadie que si seguían un minuto más con aquello iba a morir. Empezó a notar en sus ojos una enorme presión y un mareo frío que parecía la antesala de la muerte. Se detuvieron en el justo instante en el que se abandonó al esfuerzo de tragar más agua para evitar su entrada en los pulmones, y esperaron unos minutos más hasta que dejó de toser y eliminó los últimos restos de líquido.
Por su reiterada negativa a reconocer delito, y después de una nueva inspección del médico, decidieron que conociera el tormento de garrucha.
Unas nuevas cuerdas se le clavaron sobre la carne al quedar atadas sus muñecas a su espalda. Le subieron mediante un sistema de polea hasta el techo y, una vez arriba, le soltaron con brusquedad hasta casi tocar el suelo. El golpe seco de la frenada le provocó tal increíble daño sobre sus hombros dislocados y los músculos de la espalda, que no pudo evitar soltar un desgarrador alarido.
El obispo Pérez Prado ordenó a los verdugos que no probaran una nueva caída por recomendación del médico, pues éste entendía que, con otra, podía llegar a peligrar su vida, y les mandó que se lo llevaran a su celda contrariado por no haber obtenido ningún efecto con aquellos medios.
En cuanto hubo salido el reo, arrastrado por dos de los ministros, el inquisidor general se detuvo unos minutos más en la cámara para comentar sus impresiones con aquel hermético invitado.
—Padre Rávago, ¡os aseguro que esto no va a terminar así! Seguiremos tratando de obtener su confesión, aunque tengamos que emplear para ello nuevos métodos o más contundencia. ¡Mantengo mi compromiso de hacerle hablar!
El confesor del rey Fernando VI había querido ocultar su identidad delante de Wilmore. No quería ser reconocido ni que se llegase a saber que él había sido el responsable de su detención junto al marqués de la Ensenada, por obra de un espía que este último había conseguido infiltrar en la logia masónica de Las Tres Flores de Lys, el conde de Valmojada.
Pocos meses atrás, Rávago había redactado por encargo del rey Fernando una memoria sobre la sociedad de los masones, gracias a la cual se había emitido el edicto de prohibición. En ella, el confesor real recordaba al monarca la bula del papa Clemente XII y la constitución redactada por el actual pontífice Benedicto XIV. Ambas denunciaban y prohibían a todo católico pertenecer o participar en reuniones o juntas de aquella sociedad, quedando excomulgado todo el que contraviniera sus principios. Aparte de aquellos motivos de índole religiosa, el escrito resaltaba los peligros que podría acarrear esa asociación al Estado por su condición secreta y sus misteriosos y últimos fines. Al saber que destacados miembros de la milicia, del mundo de la cultura y del derecho habían sido iniciados en aquella asociación, como era el caso del joven abogado Campomanes o del influyente José Moñino, se preguntaba qué otros motivos reunirían a aquellos hombres de tan alta formación, de no ser algún objetivo importante y oculto. Ese simple hecho le daba a entender que no podía ser considerada como una causa menor la que ocultaban, cuando las penas a que se veían sometidos si se les descubría revelando sus secretos, consistía en cortarles la lengua o extraerles el corazón. Su conclusión era que tanto militar junto con tanto hombre de cultura, tenían que perseguir empresas de una importancia tan alta que justificase el secreto con el que actuaban. Pensaba que lo que perseguían no era sino la destrucción de la religión católica y el deterioro de los actuales estados europeos, para fundar otro sistema de organización más universal y sin ninguna influencia religiosa; toda una revolución frente al poder tradicional.
Aquellos argumentos convencieron al rey Fernando del peligro que la masonería podía acarrear a la monarquía, pues también conocía la influencia que había tenido en la puesta en pie de un sistema parlamentario en Inglaterra, con dos cámaras, lores y comunes, donde se llegaba a supervisar y discutir las leyes y el gobierno de la propia nación, cuando desde siempre ésas eran funciones exclusivas del rey. Por todo ello, tomó la determinación de redactar el edicto de prohibición e informar al Consejo del Santo para que velara por su cumplimiento.
—Me siento muy defraudado, mi buen amigo —decía el inquisidor general al confesor real—. Nuestros intentos por desarticular esta organización diabólica y conocer sus fines y el paradero de sus miembros, se está retrasando más de lo que deseo. Y aunque hayamos tenido la fortuna de detener a su máximo responsable, parece que de nada nos ha servido, a la luz del salvaje asesinato de nuestro querido padre Castro, de cuya autoría masónica tengo fundadas sospechas.
—Podéis tener razón, padre Rávago, aunque me reconoceréis que el solo hecho de tener a su gran maestre encarcelado servirá de ejemplo para el resto de los masones y frenará su peligrosa expansión de la secta, si es que no se demuestra su implicación en la muerte de Castro.
—Como veo en vuestra actitud un cierto espíritu de resignación, quiero que sepáis que no aceptaré ninguna rebaja de nuestros objetivos iniciales. —Su expresión se transformó en una severa amonestación—. Lo que me ofrecéis es una insignificancia al lado de obtener sus estatutos o constituciones; es allí donde deben dirigirse nuestros esfuerzos, y no en pensar que un simple veredicto puede servirnos de alguna ayuda. —Rávago se levantó de la silla con intención de abandonar aquella sala, manifestando su escaso interés por seguir hablando de ello, aunque sí por saber qué nuevas medidas iba a tomar, y para cuándo pensaba lograr más resultados—. Hasta que nos veamos de nuevo, conseguid que hable. Debo informar al monarca sobre este asunto y creo que no os conviene que nuestro Rey llegue a dudar de la eficacia de vuestro cometido. Supongo que me explico bien, ¿cierto?
—Padre Rávago, no tengáis ninguna duda que mis objetivos coinciden con los vuestros y con los del Rey. En ningún caso cesaré en mis esfuerzos por conseguir su declaración. Podéis marchar tranquilo; os avisaré tan pronto como obtengamos cualquier dato, tanto del crimen de Castro como del resto de las informaciones que perseguimos.
La recién inaugurada plaza de toros levantaba su planta en la misma calle de Alcalá, pasado el palacio del Buen Retiro y en un descampado a su izquierda.
El pueblo de Madrid no había conocido un edificio circular como ése dedicado en exclusiva a los toros, pues lo habitual había sido celebrar la fiesta en la plaza principal de las ciudades o pueblos.
Tal vez fuera la novedad de su fisonomía o las ansias de asistir al propio espectáculo, las que conseguían atraer a una multitud de personas de toda clase social en una fiesta que duraba mañana y tarde.
María Emilia Salvadores había convencido aquel viernes a su pretendiente Joaquín para que llegaran al menos a los toros de la tarde, que en general eran mucho mejores que los de la mañana. También animó a su amiga la condesa de Benavente que, como ya era costumbre en ella, lo hizo acompañada, no de su marido, sino de un nuevo galán que pretendía cortejarla como tantos otros lo habían intentado antes que él, sin que ninguno hubiera conseguido mayores favores de ella que el simple hecho de participar en aquel juego de coqueteos sin trascendencia.
María Emilia había combatido con éxito los argumentos en contra que había usado Joaquín para no ir; que al ser la última corrida de la temporada los toros no serían buenos, que el intenso calor de aquel julio no iba a ayudar, o el nulo atractivo que suponía ver un espectáculo tan lamentable como el de los perros cuando les lanzaban a matar a los toros que salían mansos. Cuando María Emilia le aplicó una buena dosis de dulzura, todos sus impedimentos se disolvieron de inmediato como por arte de magia.
Los cuatro se sentaron cerca de la barrera para presenciar la lidia del octavo toro del día, a punto de entrar en la arena, rodeados de las más altas personalidades políticas y eclesiásticas de Madrid.
Antes de iniciarse la lidia, María Emilia observó a su amiga Faustina. A pesar de sus ocho meses de embarazo, nada conseguía mermar su encanto físico. Se fijó en su vestido. La elección no había podido ser más adecuada para la circunstancia; una falda de seda en tono carmesí, y el jubón, adornado con bordados en oro, asemejando los brocados que llevaban toreros y picadores en sus casacas. Había llamado la atención de casi todas las damas de la plaza, como también de su acompañante, que parecía embriagado en su compañía.
Las dos amigas se habían sentado juntas para comentar los preparativos de la boda de Beatriz con el duque de Llanes, pues tan sólo faltaba un mes y aún quedaban un sinfín de detalles por solucionar.
Un enorme toro bragado irrumpió en la plaza resoplando con furia, con la oscuridad de los toriles en sus ojos, cegado con el resplandor de la arena. Un torero lo esperaba en medio de la misma con enorme riesgo para su vida. La plaza se apagó en un contenido silencio hasta que vio resuelto el lance por el joven matador, e irrumpió en vítores por el arreglo. Tras varios pases con cierto estilo, entraron dos caballos con sus picadores para lancear al toro y restarle bravura.
—¿Cómo ves a Beatriz? ¿Llegará a aceptar su nueva condición? —Sin perder de vista la faena, María Emilia se arrancó a hablar con Faustina.
—Espero que sí, aunque no creas que sé muy bien lo que piensa. Durante estas dos últimas semanas he tratado de evitar esa conversación, después de las tremendas discusiones que nos enfrentaron cuando supo lo de su enlace.
El toro acababa de recibir la segunda vara; en la primera había dejado mal herido al equino y ahora trataba de hacer lo mismo con este segundo.
—Sufro viendo morir a esos pobres caballos. ¿No te pasa lo mismo? —preguntó Faustina.
—Deberían protegerlos de algún modo. —María Emilia observaba cómo salía el animal, con media tripa colgando de sus ijares.
—Sigo convencida de que Beatriz —continuó Faustina—, a sus dieciséis años, está en el mejor momento para formar familia. Además, el duque de Llanes la está colmando de atenciones; muchas más de las que serían esperables a su edad. Entiendo que, como hombre, no se le puede pedir más y sabes que sobre ellos he llegado a aprender bastante. —Le hizo una mueca señalándole a su nuevo acompañante, el marqués de Sotoviña.
El toro, que se había llevado diez varas y entre medias había destrozado otro caballo más, ahora se mostraba lento y con menos furia, con las ocho banderillas que le acababan de colocar con bastante buen estilo a juicio del público.
—El caso es que Beatriz ha venido suavizando su postura, y creo imaginar que ha sido el duque el que la ha hecho entender las ventajas y posibilidades que se le ofrecen con su matrimonio.
Un excelente pase de pecho fue alabado por el tendido con una larga ovación.
—Con tanta charla os estáis perdiendo la faena. —Trévelez amonestó a María Emilia su escaso interés tras haberse visto forzado a ir a los toros esa tarde, con las críticas tareas que le ocupaban.
Las dos mujeres permanecieron en silencio hasta la muerte del toro, para la que a la hábil espada del torero le bastó un único intento, y volvieron a ello cuando sus dos hombres les dejaron para buscar un refresco.
—Me preocupa mi hijo Braulio.
—Supongo que la noticia de Beatriz le habrá dejado entristecido, habida cuenta del estrecho trato que se tienen desde que se conocieron.
—He dudado mucho si debía o no decírtelo. —Su expresión seria despertó la curiosidad de Faustina—. Creo que entre ellos existe una relación mucho más profunda que lo que imaginamos.
—No querrás decir que Beatriz y Braulio son algo más que amigos, ¿verdad?
—Mucho me temo que sí. Cuando le di la noticia del compromiso, Braulio tuvo una reacción desproporcionada. Rompió a llorar sin consuelo, lo cual no me resultó extraño en un principio, sabiendo lo unidos que estaban, pero sí después, cuando adoptó un permanente estado de mal genio que, como sabes, no es muy habitual en él.
—Confieso que no le he notado nada en estos últimos días, aunque reconozco no haber hablado mucho con él, desde luego menos de lo que acostumbraba. —Mientras hablaba, Faustina trataba de recordar algo que delatara aquella oculta relación.
—Hace dos días —siguió María Emilia—, encontré entre su ropa una carta de Beatriz que me confirmó lo que de verdad sienten. Te aseguro que estaba impregnada de una profunda tristeza y llena de declaraciones de amor y de fidelidad infinita hacia Braulio. Al final, tu hija le expresaba la repugnancia que sentía por aquel matrimonio convenido, que le era indeseable por sí mismo y, sobre todo, por separarla de su único amor; mi hijo Braulio.
—¡No lo puedo creer! —Un escalofrío recorrió a Faustina desde los pies hasta la nuca—. Pero ¿cómo es posible que hayamos estado todos tan ciegos para no notar lo que ocurría entre ellos?
—Está claro que lo han querido ocultar, supongo que para evitar que nos pusiéramos en contra de su relación.
Vieron a Joaquín Trévelez y al marqués de Sotoviña acercándose hacia ellas con dos vasos de limonada.
—¡Ya vuelven! —María Emilia puso en aviso a Faustina—. Seguiremos esta conversación en otro momento.
—¡Desde luego que debemos hablar más! —Los pómulos de Faustina habían empalidecido—. Después de lo que he escuchado, me intranquiliza saber que ahora están los dos solos en mi palacio. —Un negro presentimiento recorrió sus entrañas.
—Como no empieces a hacerme un poco más de caso, va a resultar difícil que te traiga más veces a los toros.
Aunque bromeaba, Joaquín se sentía cansado de tener que atender al aburrido acompañante de la condesa de Benavente. A su aparente enfado le bastó un tierno beso en su mejilla para dejarle algo más conforme y, todavía más, cuando escuchó entre susurros algo tan deseado como inesperado.
—Cómo no voy a estar pendiente del hombre al que quiero con todo mi ser.
María Emilia se agarró a su brazo, y se concentraron en el espectáculo de aquel noveno toro que, sin haber recibido más de cuatro varas, había matado ya a dos caballos, que podrían ser tres a juzgar por la violencia de su ataque contra el que acababa de entrar.
Lejos de aquel escenario, en las habitaciones privadas de Beatriz Rosillón y dentro del palacio de los condes de Benavente, se producía otra escena que podría describirse de otras muchas maneras, pero desde luego no de violenta.
Braulio besaba con pasión los labios de Beatriz apretándola hacia él en un atrevido contacto. En aquella dulce intimidad no sólo se expresaba una pasión deseada y contenida desde hacía tiempo; también se cumplían los deseos de Beatriz por descubrir aquellas desconocidas sensaciones que tenía Braulio antes de verse obligada a hacerlo con su futuro marido. Por eso lloraban y se reían, en cada caricia sentían calor y dolor por su imposible vida en común. Nunca antes Beatriz había sentido los efectos de unas manos recorriendo su cuerpo, ni el roce de unos labios erizando su desnuda piel. Aunque viviera con toda plenitud aquel intenso placer, lo que más deseaba en su interior era poder recordar cada segundo de esa tarde, para mantenerlo vivo en su futuro y sobrevivir a él con su recuerdo.
—Braulio, amor mío. Júrame que nunca olvidarás este día. —Beatriz se acurrucaba sobre su pecho, acariciándole el rostro con ternura.
—¡Te lo juro, Beatriz! —Él la correspondía besándole en la frente y apretando su cuerpo al suyo, arrugando con ella las sábanas de la cama—. Jamás renunciaré a tenerte conmigo. Hace unos años odiaba las circunstancias que consiguieron partir en dos mi corazón; cuando perdí a mis padres por obra de manos salvajes. Pero también gracias a ellas me trajeron hasta ti, para descubrir los sentimientos más puros y bellos que un hombre puede alcanzar. En el futuro he de enfrentarme a una nueva y dolorosa separación causada por otras coyunturas. Estoy seguro de que no sabré superarlas, pues las pasadas siguen estando tan vivas en mí como cuando ocurrieron.
—Durante estos años, lo único que me ha unido a este mundo has sido tú. Antes de tenerte me sentía tan perdida que muchas veces deseaba verme muerta; eres el único que lo sabe. Reconozco, que aunque fui acogida con cariño en esta casa y me ofrecieron afecto y generosidad, ese enorme vacío que queda después de una desgracia como la nuestra es casi imposible de compensar. —Sus ojos se cerraron para esconder el dolor que la atravesaba—. Después de la muerte de mis padres, hasta las cosas que a cualquiera le parecen intrascendentes eran para mí una causa de padecimiento. Llegué a perder el sentido de la proporción, pues cuando me enfrentaba a un hecho, fuera bueno o malo, me parecía siempre horrible. —Las lágrimas escapaban de sus ojos con el recuerdo de aquellos días—. No sé cómo pasó, pero contigo, mi confusión se desvaneció y mis odios se esfumaron. No somos más que dos desamparados que hemos podido sobrevivir todos estos años gracias a compartir secretos y amor. Los mantendré ocultos en mi corazón hasta que podamos volver a vivirlos y, si eso no ocurriese en poco tiempo, antes prefiero verme muerta, como santa Justina o mi madre, que en brazos de otro hombre al que no amo ni amaré.
Cuando Braulio llegó esa tarde a su casa, traía consigo un ejemplar que le había costado tiempo y bastantes dificultades conseguir. Se trataba de una vieja edición del Martirologio romano, donde se describía la vida de los santos y mártires de los primeros siglos de la cristiandad.
Pocas semanas antes, Beatriz había venido una tarde de lo más excitada por haber asistido a un sorprendente hallazgo en una de sus clases de historia de la religión. Le contó que había visto en un libro, un cuadro del pintor Paolo Veronés que representaba el martirio de santa Justina. Por su inquietante parecido con la escena de la muerte de su madre a manos de la Inquisición, se sintió tan afectada que hasta había perdido por unos instantes el conocimiento.
Beatriz le aseguró que desde entonces escuchaba voces en su interior; tan reales como nítidas, mostrándole un nuevo destino a su vida, una misión a la que debía enfrentarse.
Aquel descubrimiento le movió después a demostrar un exagerado interés por devorar todo lo que se había escrito en torno a la vida de la santa y, en especial, las circunstancias que acompañaron su martirio.
Después de escudriñar cada libro de la voluminosa biblioteca del palacio, localizó un drama de Calderón de la Barca basado en la vida de san Cipriano y santa Justina, cuyo título era El mágico prodigioso. Lo leyó más de cuatro veces para empaparse de su historia, y allí descubrió que Justina era una bella mujer que vivía en Antioquía y que de religión gentil se había convertido al cristianismo al escuchar las maravillas de aquella doctrina de boca de un discípulo de san Pedro. Un pretendiente que la amaba y la quería como esposa, fue rechazado por Justina al sentirse ya casada con Jesucristo. El contrariado hombre se puso en contacto con un famoso hechicero de nombre Cipriano que usaba de magias y encantos para conseguir cambiar la voluntad de las personas, con el fin de que actuase sobre ella. El mago trató de cumplir con su encargo, pero quedó tan prendado por la joven que, al ser también rechazado por ella, pidió ayuda al diablo. Éste le atendió, pero le pidió como pago su propia alma. Y como tampoco por obra del demonio Cipriano consiguió nada, renegó de Lucifer y abrazó la misma fe que producía en aquella mujer tan sólidos principios.
El libro de Calderón terminaba con la muerte en martirio de ambos por pertenecer a la religión de Jesucristo y no renegar de ella. Tampoco esta pieza literaria llegó a colmar las ansias de Beatriz, en parte por su falta de detalles y también por su ficción, hasta que pasados unos días supo por su confesor que existía aquel otro libro que su buen Braulio le había conseguido al final.
Como los dos habían empezado a estudiar latín hacía poco tiempo, todavía no poseían suficiente soltura para leerlo con comodidad, pero comprobaron que daba bastante información sobre la vida y el martirio de la santa.
Aquella misma tarde lo estuvieron ojeando, en parte frustrados por la impotencia de una buena lectura, pero convencidos de que en él encontrarían lo que deseaban saber sobre ella.
Beatriz había memorizado el cuadro de Veronés y, debido a su habilidad con los pinceles, llevaba un tiempo reproduciéndolo en un pequeño lienzo. Aquella tarde era la primera vez que se lo mostraba a Braulio. Lo había escondido para proteger su secreto. Sólo lo pintaba cuando tenía la seguridad de estar la casa vacía. Braulio lo miró lleno de respeto, y comprobó que, en sus iniciales pinceladas, sólo se distinguía una figura femenina, de rodillas, con las manos extendidas en actitud de clemencia y, por detrás de ella, una presencia que apenas era todavía una sombra y el perfil de cuatro personajes más, repartidos a cada lado.
—Fíjate en su rostro, y dime qué encuentras en él. —Beatriz había dibujado la cara de su madre.
—Veo bondad y resignación, también un gesto de entrega a su destino. Pero, tal vez, lo que más me sorprende es su mirada; parece dirigida hacia un punto externo al cuadro, como si estuviese fijándose en un espectador externo a la obra.
—¡Me mira a mí! —Beatriz agarró su mano con fuerza, expresándole la intensidad que sentía con aquel hecho—. He dibujado el rostro de mi madre. Estoy frente a ella. Me siento presente en ese cuadro, aunque no se me vea.
Braulio la abrazó al verla llorar, y fue entonces cuando reconocieron en el consuelo físico un grato alivio a sus amarguras, y la forma más íntima de expresar su rechazo al destino que les habían deparado.
Apenas hablaron, pues descubrieron en el roce de sus cuerpos la fórmula de aliviar su cruel condena sin la necesidad de mediar palabras ni otro tipo de comunicación. Fue esa misma tarde cuando decidieron encadenarse para siempre, buscando un fruto que perdurara en el tiempo como testigo vivo de su amor.
—Braulio, falta menos de un mes para mi matrimonio, y sé que hoy puede ser nuestra última oportunidad. —Los ojos de Beatriz lucían con una especial serenidad—. ¡Desearía de ti un hijo; un fruto vivo de nuestro amor!
A la mañana siguiente Beatriz negaba de forma rotunda su relación sentimental con Braulio, aunque Faustina insistía en saberlo.
Pensaba que si revelaba aquella relación no volvería a verle en el futuro, pues por más que el hecho fuera ocultado por su familia, de un modo u otro el duque de Llanes llegaría a enterarse y eso podría llevarla a un odioso destierro en Asturias. Éste le había manifestado que deseaba llevarla a vivir allí, en una de sus posesiones, y lejos del mundano Madrid, aunque ella había conseguido convencerle por el momento de lo contrario. Si el duque llegaba a conocer su amor por Braulio, nada podría objetar si él quería alejarla de su amante.
—De mi relación con Braulio nada debes temer. —Mentía con un gesto lleno de sinceridad—. Para mí es como un hermano. Hemos vivido tragedias semejantes que nos han hecho madurar y compartir sentimientos y angustias. Reconozco que le quiero, pero no del modo que supones.
—Parece ser que hay alguna carta tuya… —Faustina ya había leído el escrito que su amiga María Emilia había encontrado—, que parece significar lo contrario.
—¿De qué carta me hablas? —Beatriz trataba de ganar tiempo para encontrar algún argumento consistente.
—¡De esta carta!
Sacó de su corpiño el mismo sobre que la tarde anterior le había dado su amiga, al volver de los toros.
Beatriz desplegó su contenido y la leyó con bastante detenimiento. Se sentía furiosa por ver al descubierto su secreto, e indignada consigo misma por no saber cómo explicar aquellas explícitas declaraciones de amor. Sus mejillas se enrojecieron de rabia y sus ojos se nublaron de lágrimas antes de reconocer su mentira.
—Admito que amo a Braulio, pero…
—¡Ni pero, ni nada! Esa relación es inadmisible y sólo me culpo de no haberme dado cuenta antes, pues de ningún modo debía haberse producido. —Beatriz nunca había visto a Faustina tan alterada y furiosa—. Estás a menos de un mes de tu boda con el duque de Llanes y resulta que ahora descubro que te has enamorado de un chiquillo que es un don nadie, sin ningún futuro por delante y además gitano.
—¡A mí me da igual que sea gitano o noble! El amor no distingue condición. —Aquello la había ofendido y no quiso pasarlo por alto.
—¡Pues a mí no, y no te permito ni una sola impertinencia más! —Faustina la abofeteó, sin poder contener su enfado.
—Estoy enamorada de él, y no querré a nadie más que a Braulio —gritaba sin pudor, ofendida por el bofetón.
—¡No digas más tonterías! Te hemos buscado un buen hombre, de inmejorable clase y políticamente bien situado entre los más íntimos del marqués de la Ensenada, para que tengas una vida cómoda y feliz, y tú nos lo pagas con la tontería de estar enamorada de un mequetrefe. Pero ¿qué te crees? ¿Que yo estaba loca de amor por mi marido Francisco, antes de casarme con él? —La natural belleza de Faustina parecía haber disculpado su presencia con un feo rictus que transformó su gesto y aquel color de sus ojos, de su normal verde esmeralda a un rojo lleno de furia.
—No sé lo que sentiste ni me importa. Lo que no quiero es verme revoloteando entre cortejos como tú ahora.
—¡Basta ya! —Le agarró Faustina por los brazos—. He escuchado más de lo que soy capaz de soportar. Te vas a casar con el duque te guste o no, y desde ahora te prohíbo volver a ver a Braulio. ¡Es mi última palabra! —Su mirada expresaba tanta determinación como rabia—. Y también, debes jurarme que no hablarás nunca de esto con tu futuro marido ni con nadie más. Hablaré con María Emilia para que se lo transmita a su hijo.
—Pero madre, no puedes obligarme a eso… —Beatriz se sentía destrozada al imaginarse separada para siempre de su amor.
—¡No sólo puedo, sino que te lo exijo!
—¡Prefiero morir a perderle! —La angustia que sentía le impedía casi hablar.
Faustina trató de rebajar su cólera, aunque dominaba la indignación, al ver el dolor que manifestaba su joven hija.
—Beatriz, créeme que todo se olvida con el tiempo, y aunque al principio no sientas amor por tu marido, luego llegarás a quererle; y verás cómo Braulio sólo habrá sido para ti un pasajero amor de juventud—. La abrazó decidida, aunque tuvo que superar el rechazo que mostraba Beatriz.
—Madre, ¿de verdad me pides que no le vea nunca más?
Beatriz sabía que Faustina se doblaba de placer cuando la llamaba así, pues desde el principio lo hizo por su nombre; calculó que si dejaba de expresar rebeldía y se mostraba más dócil y afectuosa, conseguiría mejores resultados.
—Supongo que la palabra nunca te resultará tan insoportable como imposible de asumir, y créeme que lo entiendo. Piensa que lo que hemos acordado servirá para no hacer peligrar un matrimonio que te conviene. Pero dicho esto, hablaré más como amiga que como madre: entendería que más adelante, una vez estés bien casada y más asentado tu matrimonio, os volvierais a ver. —Le acarició la frente como le hacía cuando era más pequeña—. Pero hija mía, aunque te permitas alguna licencia con Braulio, y por raro que resulte lo que digo, debes siempre proteger tu honra y el respeto público que se le debe a un marido.
—Lo entiendo, madre. Sólo debo esperar unos pocos meses para tener a Braulio de nuevo conmigo.
Beatriz no podía imaginar la detestable proposición que le acababa de hacer su madre adoptiva, pero pensó que si tenía que dejar de verle durante un tiempo, con tal de poder seguir amando a Braulio, tampoco le resultaba tan mala solución. De forma instintiva se tocó el vientre, deseando tener en su interior al hijo de su único amor.