Ribera del río Manzanares

En Madrid.

Año 1751, 11 de julio

Recién amanecido el día, unas mujeres que iban a hacer la colada al río fueron las primeras que lo encontraron cerca de la orilla. Aterrorizadas ante el macabro hallazgo, corrieron a buscar ayuda entre los pocos viandantes que a esas horas recorrían el puente de Toledo, atrayéndose de inmediato su atención por los chillidos y aspavientos que las acompañaban.

Una patrulla de guardias de corps, que por rara coincidencia pasaba por allí como recambio de tropas del Palacio de Aranjuez, se acercó hasta ellas para poner algo de orden en aquella algarabía.

Pasadas dos horas, se había cortado el puente al tránsito de personas y carromatos para evitar que aumentase más la ya numerosa cantidad de curiosos que trataban de asomarse desde su borde para ver qué estaba pasando debajo de sus arcos.

El alcalde de Casa y Corte, Joaquín Trévelez, inspeccionaba el cadáver de un hombre de mediana estatura que había aparecido tendido boca abajo y con la cabeza envuelta en una tela ensangrentada y anudada al cuello con un grueso cordel. Cuando le dieron la vuelta, Trévelez, responsable de la Sala del Crimen de Madrid, comprobó que en su pecho se abría un gran agujero lleno de sangre coagulada. Asqueado por su penoso aspecto, ordenó que le retiraran la capucha. Un joven alguacil fue el encargado de la maniobra, entre la curiosidad de todos los presentes, ansiosos por reconocer el rostro de la víctima. Trévelez, al igual que el resto, se echó para atrás al descubrir su espantosa apariencia. Su cara estaba amoratada por completo, deformada y entumecida. Sus ojos, inyectados en sangre, parecían querer estallar desde sus órbitas, y su nariz estaba rota y doblada hacia uno de sus lados. De ella discurría un reguero de sangre negruzca que se había pegado a sus cejas, frente, y buena parte de la cabellera. Debido al lamentable estado que ofrecía, resultaba imposible reconocer a su propietario.

El alcalde observó más de cerca la herida que presentaba a la altura del tórax y comprobó, con espanto, que al hombre le habían extraído el corazón. Su traje estaba sucio y ensangrentado pero, a pesar de ello, no se le escapó que se trataba de un hábito jesuita, lo que convertía aquel asesinato en un asunto de particular significado.

Rebuscó en sus bolsillos por si hubiese algo que ayudara a su identificación, y encontró una cruz patriarcal dorada de buen tamaño y bella talla, que se guardó en su casaca.

Ordenó que examinaran con especial cuidado toda la zona del crimen para buscar cualquier detalle que pudiese suponer una pista, y mandó a tres soldados que llevaran el cuerpo hasta el hospital de San Lorenzo para que le realizaran la autopsia, pues éste era el más próximo a la plaza de Toledo.

Los soldados lo colocaron sobre un carromato, alejando a gritos a los numerosas personas que trataban de satisfacer su curiosidad correteando por los lados del vehículo, ansiosos por entender lo que había ocurrido. El alcalde decidió acudir a la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, sede central de la orden en España, al estar seguro de su afiliación y para tratar de identificar a la víctima.

Joaquín Trévelez era oriundo de Badajoz, hijo de una noble familia de muy honorable raigambre en aquellas tierras, que un buen día había llegado a Madrid para estudiar gramática latina, historia y geografía en el afamado Seminario de Nobles. En él residió como interno durante unos años, y gracias al vasto patrimonio de su familia pudo luego ingresar en la Universidad para estudiar Leyes. Al obtener uno de los mejores expedientes académicos de su promoción, se le abrieron las puertas al trabajo y pronto alcanzó un alta responsabilidad como consejero legal de la Secretaría de Hacienda, Marina, Guerra e Indias, que presidía don Zenón de Somodevilla, con el que congenió desde el principio y gracias al cual fue presentado al mismísimo rey Fernando.

Cuando quedó vacante una de las plazas de alcaldía de Casa y Corte en Madrid, el mismo marqués de la Ensenada le recomendó al monarca y al poco tiempo fue nombrado en el cargo. Siempre estaría agradecido al marqués pues jamás le había dejado de brindar sus favores, y hasta había sido el responsable de facilitarle una interesante relación con doña María Salvadores después de haberla conocido en una recepción en el Palacio Real en la que habían coincidido.

Su refinada formación y su prestigiosa posición en la Corte no constituían para Joaquín circunstancias que le autorizaran a evadir sus propias responsabilidades, ni a poner freno a su férrea voluntad de trabajo. Entre los vagos y maleantes de Madrid su fama empezaba a ser notoria debido a la firmeza con la que actuaba y a los cientos de detenidos que en pocos años ya sumaba en su haber. De rostro severo y diminutos y achinados ojos, mentón roto y hundido, y pómulos picudos, a nadie se le olvidaba su cara, y menos si la había tenido de frente, en la Sala de Justicia, donde celebraba las audiencias y los juicios.

Su caballo resoplaba sudoroso cuando alcanzó la entrada del edificio que albergaba a las máximas autoridades en España de la orden fundada por san Ignacio de Loyola. Sin demoras, Trévelez se presentó al lego que guardaba sus puertas y le preguntó por el general de la Compañía. Éste le invitó a esperarle en una pequeña sala que quedaba en uno de los ángulos del recibidor, tiempo que aprovechó el alcalde para cavilar sobre aquellos detalles del crimen que le resultaban más sorprendentes.

Por su experiencia, sabía que cuando un asesino tapaba el rostro de su víctima solía hacerlo para evitar la presión de su mirada al darle una muerte lenta, o en los casos en los que el agredido conocía a su verdugo, pues esa familiaridad podía entorpecer su negro cometido. Necesitaba el análisis del forense para saber la causa exacta de su muerte, pero si le habían arrancado el corazón, desde luego ésta le habría sobrevenido de inmediato y sin mediar agonía alguna, lo que eliminaba la primera posibilidad y le dirigía a la segunda, todo ello sin haber podido disponer de mucho más tiempo para sopesar otro tipo de consideraciones. De confirmarse su condición jesuita, aquella muerte trascendía en sus fines a los habituales que solían perpetrar los muchos bandoleros y maleantes que infestaban Madrid, y más aún considerando el sadismo con el que se había cometido. Recordó un tratado inglés de psicología criminal, donde se argüía que los autores de asesinatos con extirpación de órganos vitales no sólo pretendían la muerte en sí, sino que ésta se producía como resultado final de un ceremonial, a través del cual el asesino justificaba las razones últimas de su ejecución.

—Disculpad esta larga espera, pero resulta que hoy no conseguimos localizar a nuestro superior, el padre Ignacio Castro. —Su secretario se mostraba un tanto azorado por la extraña ausencia que le tenía preocupado desde primera hora de la mañana—. No ha bajado a celebrar misa a las siete, como acostumbra cada día, y no se ha sabido de él desde ayer por la noche.

—¿Queréis decir que nadie sabe dónde está? —Una fuerte sospecha asaltó a Trévelez.

—Ya os digo que ayer era bastante tarde cuando le vimos salir de esta casa, pero a nadie comentó dónde iba.

—¿Reconocéis esta cruz?

Sacó de su bolsillo el único objeto que había encontrado en el cadáver, para que el secretario confirmara lo que para él empezaba a convertirse en una certeza.

El hombre la recogió entre sus manos con expresión de absoluto desconcierto.

—¡Por supuesto que sí! Es el crucifijo que siempre lleva mi superior. Pero ¿cómo es que lo tenéis vos?

El secretario se vio invadido por un estado de nerviosismo que se debía más a lo sorprendente que le resultaba aquella conversación que a sospechar la noticia que iba a recibir.

—Siento tener que informaros que hemos encontrado un cadáver asesinado ayer por la noche en la ribera del Manzanares, y todo me hace pensar que pueda tratarse de la persona del padre Castro.

—¿Cómo? —Se incorporó con brusquedad de su sillón—. ¿Nuestro superior asesinado? —La sangre se le subió de tal modo al rostro que parecía un rescoldo de brasa al rojo vivo—. Pero ¿estáis seguro de lo que decís?

El alcalde Trévelez le ratificó sus sospechas debido a la vestimenta del fallecido y, sobre todo, por la presencia de aquel crucifijo tan peculiar que confirmaba aún más su identidad. Le expuso con cierto tacto las circunstancias del crimen y el mal estado que presentaba el cuerpo, cuando éste tuvo que acudir al lugar de los hechos.

No le resultó fácil obtener respuestas a las siguientes preguntas, ante el aturdido estado que demostraba el secretario, aunque no pretendiese otra cosa que esclarecer la autoría de su muerte. Al parecer, no tenía enemigos declarados, al menos hasta donde él sabía, y tampoco recordaba ningún suceso o detalle que le hubiese hecho sospechar de lo contrario.

—Ayer sólo hizo alusión a un escrito recibido esa misma tarde que, a tenor de su nerviosismo, me pareció que debía contener alguna información de gran importancia. Recuerdo que me comentó lo feliz que estaría el confesor real, el padre Rávago, al saberlo. Como no llegó a enseñármelo ni a darme ningún detalle más de él, nada más supe, ni quién se lo había dado ni a qué se refería. Sólo le vi guardándoselo entre sus hábitos con especial celo. Si aquella nota tuvo que ver con su posterior salida de esta casa y con su horrible muerte, lamento deciros que no puedo saberlo.

—¿Podríais llevarme hasta su despacho para revisar sus papeles por si diéramos con esa nota a que hacéis referencia, o cualquier otra pista que nos sirva para aclarar este terrible suceso?

—¡Por supuesto! —El secretario se levantó y le invitó a seguirle—. Perdonadme que no sea más explícito, pues vuestras noticias me han dejado deshecho.

Su mesa de trabajo sólo contenía algunos papeles relacionados con su condición de presidente del Seminario de Nobles, un breviario y una versión griega de la Santa Biblia.

Aunque buscó con celo en el resto de los armarios y no descuidó los muchos libros que coleccionaba en una sólida estantería, la nota no apareció por ninguna parte. El dormitorio le siguió en su examen, aunque tampoco allí encontró ningún rastro de aquella prueba, que habría podido serle clave en sus investigaciones posteriores. Por eso decidió abandonar la Casa Profesa e ir a notificar el suceso al padre Rávago y, a la vez, a su amigo el marqués de la Ensenada, por encontrarse ambos en los palacios reales del Buen Retiro.

Antes de alejarse a caballo a su nuevo destino, obtuvo del secretario su compromiso de acudir a identificar el cuerpo al hospital de San Lorenzo esa misma mañana, y de notificarle cualquier pormenor que recordara, o pudiese tener algo que ver con el caso.

El alcalde de Casa y Corte, Joaquín Trévelez presumía de haber resuelto numerosos asesinatos, con sus respectivas detenciones y juicio posterior en la Sala del Crimen. A las puertas de las caballerizas del palacio del Buen Retiro, calculaba que el crimen del jesuita le iba a ocupar de lleno por un buen tiempo, como consecuencia de las implicaciones políticas que con seguridad iban a acompañar al proceso, y las presiones que le urgirían a resolverlo con prontitud.

Sabía que partía de una situación bastante compleja, al contar de momento con pocas pruebas y ningún testigo, pero él sólo se animaba al recordar que en otros muchos casos había sucedido lo mismo y, que al final, todos habían quedado vistos para sentencia.

Tuvo que esperar un rato a que el séquito real, que llevaba a los monarcas a una visita al palacio de la Granja, atravesase el patio principal, para recorrerlo en dirección contraria hacia la puerta de entrada. Desde allí, se dirigió al ala este para alcanzar el apartamento privado del confesor real Rávago, al que suponía muy distante de imaginar las malas noticias que portaba.

El arisco carácter del confesor real era tan conocido por todos los que le trataban que rara era la reunión que no terminaba a voces, sobre todo cuando veía claro desinterés en algún encargo que había hecho, o se tenía que enfrentar a una gestión ineficaz de ciertos funcionarios que vivían en la holgazanería, en virtud del exagerado clientelismo que abundaba entre los amigos de los más altos responsables del gobierno.

Rávago no tenía a Trévelez entre los segundos, pues sabía de su laboriosidad, pero sí le había sermoneado en más de una ocasión sobre la falta de severidad en las sentencias que dictaminaba, cuando se trataba de causas ya sentenciadas por el Santo Oficio, pues a él le llegaban de forma directa esas quejas desde la Secretaría de Inquisición.

En su espera, Trévelez se entretuvo con una Inmaculada del pintor Ribera que colgaba de una de las paredes de su antecámara, a la vez que meditaba sobre la mejor forma de exponerle la noticia y repasaba las acciones que se proponía tomar para responder a sus más que previsibles preguntas.

—El padre Rávago os espera en su despacho. —Un joven canónigo recogió su capa y le invitó a pasar.

—¿De qué se trata? —le preguntó el jesuita, con sequedad—. ¡Hablad rápido, que no dispongo de todo el día para estar atendiéndoos!

El anciano confesor ni había levantado la vista de los papeles que despachaba. Parecía estar muy malhumorado, así que Joaquín decidió cambiar de estrategia; abandonó su cuidado por rebajarle la mala noticia y la soltó de golpe y sin preámbulos.

—Esta noche ha sido asesinado su general superior, el padre Castro.

El efecto de sus palabras produjo un inmediato cambio de actitud en Rávago.

—¡Válgame el cielo! —Se santiguó al menos tres veces—. Pero ¿de qué me estáis hablando? —Su escasa cabellera se vio asaltada por unas nerviosas manos que parecían buscar posibles agarraderas entre los pocos cabellos que le quedaban.

—Como os digo, a primera hora de esta mañana, se ha descubierto un cuerpo bajo uno de los puentes que atraviesan el río Manzanares, que en un primer momento nos ha sido imposible identificar dado su lamentable estado, pero que después he podido descubrir que se trataba del padre Ignacio Castro.

—¡Por Dios Bendito! ¿Estáis seguro de que es él?

Rávago ya conocía el rigor que solía acompañar al alcalde Trévelez, pero su pregunta se perdía en la esperanza de que estuviera por esta vez equivocado.

—Por completo. Siento que sea así, creedme. He confirmado que desde anoche no se le ha vuelto a ver en la Casa Profesa, y para mayor certeza hemos encontrado en el cadáver este crucifijo —se lo mostró, aunque Rávago no comentó nada al no haberlo visto nunca antes—, que su secretario ha reconocido como de su propiedad.

—Ésta es una horrible noticia para todos, o mejor dicho, una gravísima noticia de incalculable trascendencia. —Un temblor nervioso apareció en sus envejecidas manos—. ¿Sospecháis quién ha podido cometerlo?

—De momento siento deciros que no, pues carecemos de testigos o pruebas que nos ayuden a pensar en alguien en particular. Sólo sé que ayer recibió una nota, cuyo contenido, según le dijo a su secretario, os llenaría de alegría a vos, pues os citó de un modo expreso. Por desgracia, no hemos sido capaces de dar todavía con ella, aunque me inclino a pensar que la debía llevar encima y pudo serle sustraída por su agresor antes de hacer una terrible carnicería con él.

—¿A qué os referís? —El asombro en los ojos de Rávago, le hicieron caer en su olvido a la hora de referirse a los detalles más escabrosos.

—Además de destrozarle la cara, le han practicado un enorme agujero en el pecho, rompiéndole antes las costillas, para extraerle el corazón de una forma brutal, sin que todavía sepamos si eso ocurrió después de su muerte o si fue lo que la causó. Debemos esperar a que finalice su autopsia.

—¡Desfigurado y mutilado! —Rávago se mostraba profunda y hasta físicamente afectado—. ¿No os parece que el escenario que me estáis describiendo podría recordar al de una ceremonia satánica o un diabólico ritual?

—Desde luego es una posibilidad, aunque hay expertos que, al estudiar la causa que empuja a un asesino a extraer los órganos de sus víctimas, defienden que responde a un deseo, a veces inconsciente, por añadir a la fatalidad de la muerte la humillación de dejar quebrada la integridad de sus cuerpos. En resumen, le practican una forma de venganza en alivio de algún mal que pueden haber sufrido en el pasado, y que por determinadas coincidencias guarda cierta relación con su víctima.

—Si atiendo a vuestro razonamiento estaríamos hablando de un demente; alguien trastornado que ejerce una extrema violencia, sin más. —Rávago tocó una campanilla para solicitar una audiencia inmediata con el marqués de la Ensenada e informarle de la gravedad de la situación. Miró con cierto desprecio al alcalde Trévelez, y le conminó a que abandonase esas absurdas conjeturas—: Os ruego que olvidéis esas disquisiciones de tono academicista, y os dirijáis pronto a investigar entre los muchos enemigos que odian nuestra santa religión, pues tengo la certeza que obtendréis más logros ahí que perdiendo el tiempo en buscar a un loco.

No debieron transcurrir más de diez minutos desde que partió el encargo hasta que hizo su entrada don Zenón de Somodevilla con aspecto impaciente, más por la urgente solicitud de su presencia que por imaginar el grave asunto que lo había convocado. Tampoco entendió en un primer momento la presencia de su amigo Trévelez, hasta que le fue explicado el motivo que lo tenía allí.

El superior de la Compañía de Jesús era un viejo y odiado conocido de Somodevilla. Aún recordaba su presencia durante la detención de su ayuda de cámara Rosillón y su abominable resultado. Aun así, la noticia de su espeluznante muerte le asestó tan fuerte golpe que le requirió un tiempo adaptarse a la cruda realidad. Para disimular su normal reacción a esa noticia y no hacer expresión pública de ella, aprovechó para someter al alcalde a una multitud de preguntas sobre los detalles del asesinato.

Desde luego le resultó terrible conocer las atrocidades que habían acompañado al asesinato, pero compartió la opinión que estaba expresando Rávago sobre la autoría y hacia quiénes se deberían dirigir las pesquisas.

—Veo signos de venganza que podrían partir de los enemigos políticos de la orden. —El siempre impecable y majestuoso vestuario del marqués, acompañaba en solemnidad a sus palabras—. Cuando el destinatario de este vil atentado coincide con la máxima autoridad de los jesuitas en España, resulta necio buscar otra causa que no sea la de dañar esa institución. —Fijó su mirada en el confesor real—. Vos bien sabéis el intenso odio que genera vuestra función como confesor real, pues hay adversarios que os consideran como un secretario más del gobierno; en vuestro caso dirimiendo sobre todos y cada uno de los importantes asuntos eclesiásticos. Incluso, conocéis que dentro de la misma Iglesia han surgido voces críticas contra el poder que estáis acumulando, aunque con esto no digo que las demás órdenes religiosas puedan llegar a verse enredadas en un asunto de esta seriedad, pero todos sabemos que dominicos, franciscanos y agustinos, por citar algunos, buscan vuestro desprestigio de cualquier forma, a veces con sutileza, y otras con armas de lo menos ortodoxas.

—Nos acusan de jansenistas, de rebelarnos a la autoridad del monarca en el asunto de las misiones de Indias —Rávago se dolía por la muerte de su hermano en la fe, pero también de la incomprensión pública en su ministerio fomentada por muchos de sus hermanos en la fe—, y también, de que orientamos y manipulamos la voluntad del Rey, en este caso por obra de mi persona. Veo, como vos, una clara intencionalidad política que debe ser tenida en cuenta e investigada a fondo.

—Los dos sabemos a quiénes nos referimos —se dirigió a Trévelez—, pero no os adelantaremos sus nombres hasta que terminéis las averiguaciones preliminares y sea resuelta la autopsia por si aparecieran nuevos indicios que nos indicasen otra dirección.

Por las palabras de Ensenada, el alcalde Trévelez intuía quiénes podían ser los destinatarios de sus sospechas, pero reconocía la prudencia de su proceder. Les aseguró, antes de abandonar la reunión, mantenerles al corriente de cualquier avance que experimentase su trabajo.

Una vez que Ensenada abandonó también su despacho, Rávago decidió poner en marcha su propio plan para descubrir a los responsables del crimen de Castro. Estaba casi seguro que el primer rastro lo encontraría con el embajador Keene. Podría tratarse de una falsa intuición, pero era público el odio que aquel hombre profesaba a los jesuitas y su simpatía hacia muchos de sus declarados enemigos, entre ellos los masones. Por su eficaz y probado espionaje, pensó que a Valmojada se le ocurriría algún modo de tenerle bajo control.

Un paseo en carroza por el Prado de los Recoletos antes del anochecer era casi obligado para la clase alta de Madrid y la forma habitual de enterarse de las noticias más importantes del día. También constituía la mejor manera de ponerse al día sobre las tendencias de la moda femenina, ver al pueblo con sus alegres vestidos de majas y majos y descubrir, entre los muchos vehículos de la alta nobleza, quién de sus propietarios había empezado a cortejar a una u otra dama.

Era media tarde, y con el frescor que producía la sombra de los castaños, María Emilia Salvadores iba en un carruaje descubierto propiedad de su pretendiente Joaquín Trévelez, interesada por todo lo que pasaba a su lado, saludando a unos y a otros, decidida a escuchar de boca de su acompañante los detalles del horrendo crimen acaecido aquella misma mañana.

Ella alternaba sus escuchas con fugaces vistazos a los nuevos peinados que lucían una u otra, tratando de descifrar los mensajes que pretendían expresar con ellos, pues estaba de moda que los peluqueros pusieran adjetivos a los arreglos en el cabello; así, había modelos a lo adorable, a lo celosa o a lo sugestiva.

Se arregló un poco el suyo, descontenta de la exagerada altura que había tomado; era obra del peluquero francés de la casa de Benavente, que había acudido a su palacio aquel mismo mediodía.

Su acompañante, que a fin de cuentas, como miembro de la Sala del Crimen era responsable de la persecución y juicio de todos los delitos civiles y penales en cinco leguas alrededor del Palacio Real, se mostraba preocupado por el enorme compromiso que había caído sobre él.

María Emilia parecía estar escuchando, pero se había detenido en averiguar qué noble era el que acompañaba a la duquesa de Arcos esa tarde, incapaz de identificarle a primera vista.

—Supongo que además de la terrible noticia de hoy, son muchos los delitos que pasan por tus manos, a juzgar por las pocas ocasiones en que me regalas con estas salidas.

Aunque no era insensible a las preocupaciones de Trévelez, María Emilia seguía los consejos de su amiga Faustina para atraer su atención, pues la condesa era una experta en recibir atenciones masculinas y entender sus reacciones. Se fijó en que la duquesa de Osuna esa tarde llevaba un llamativo lunar en la sien derecha, señal de que estaba dispuesta a aceptar que la cortejaran.

Aquello de los lunares lo supo de boca de Faustina. Se había instaurado en Madrid desde hacía no mucho tiempo. Las mujeres transmitían mensajes a los varones simplemente cambiando la posición del pequeño trozo de terciopelo que hacía las funciones del lunar natural. Si en vez de en la izquierda, hubiese estado en la sien derecha de la de Osuna, querría decir que la plaza estaba ocupada de momento. Muchos, pequeños y repartidos por todo el rostro significaban un estado caprichoso. Si durante una conversación, el lunar pasaba a la comisura derecha de la boca, es que había que evitar la conversación con el que estuviese en esa misma posición. Todas esas normas y muchas otras las había aprendido María Emilia con rapidez, pues todo Madrid las conocía y usaba. Así, entendió también que cortejar a una mujer casada no suponía infidelidad, pues se trataba de una simple moda, de tono caballeresco y platónico, algo hasta bien visto por parte de los maridos.

Le resultó asombroso comprobar hasta dónde alcanzaba la relación entre la cortejada y el varón. Al poco de llegar a Madrid y de establecer amistad con la condesa de Benavente, ésta contaba con un joven archiduque, recién venido de Austria, que se había prendado de sus encantos hasta el punto que acudía todas las mañanas a despertarla con la máxima dulzura, le abría las ventanas con cuidado de no molestar sus ojos, y le llevaba la primera taza de chocolate caliente con pastas o bollos recién comprados.

A María Emilia le parecía increíble que todo aquello significase un simple e inocente respeto a la amada, y que no llevase a roces mayores, pero parecía que casi nunca terminaba de esta manera. Visto que así obraban todos y todas, esa tarde, al igual que lo había hecho en días anteriores, se había puesto un lunar en la sien derecha, pues eso demostraba al alcalde que su plaza estaba vacante.

—Debes entender —Trévelez le devolvió a la realidad—, que no hay nada que me satisfaga más que tu presencia, reconociendo que cuento con demasiados inconvenientes para frecuentarla más. —A María Emilia no le importó que cogiera sus manos, aunque se cuidase de no ser vista por nadie, pues sería criticada de inmediato—. Como muestra de mi interés hacia ti, me gustaría que supieras que aunque sólo han pasado cuatro días sin vernos desde el concierto de Scarlatti, me ha parecido una eternidad.

Para Trévelez, cualquier oportunidad de mostrar sus rectas intenciones hacia ella era perfecta, pues aquella mujer, aunque no era muy bella, tenía con creces cualquiera de las virtudes que exigía a la que fuese su esposa. Su firme carácter y la gran inteligencia que poseía no la privaban de una fuerte sensibilidad, cualidad que también esperaba en una mujer.

Como buen extremeño, no era hombre de muchas palabras, sólo las justas, pero disfrutaba del comer y de la caza tanto como de la presencia de una mujer de las características de María Salvadores. No se sentía cómodo en el papel de pretendiente, pues poco era el tiempo y la experiencia que había acumulado en esas lides, al estar más atento a sus negocios y pesquisas que a dominar el arte del cortejo. Por eso, además de inexperto, se veía un tanto artificial cuando trataba de conquistar a aquella dama, e inseguro de sus sentimientos hacia él.

—Podíamos acercarnos a la botillería de Canosa, en la calle de San Jerónimo, y tomar un sorbete. Con este calor no sé tú, pero a mí me apetece beber algo fresco —María Emilia se abanicaba con regularidad para mitigar el calor que caía sobre Madrid desde hacía una semana—, y de camino me cuentas quiénes crees que han sido los autores del asesinato, pues sabes lo mucho que disfruto escuchando tus casos.

—De acuerdo. ¡Llévenos a la calle de San Jerónimo! —gritó a su cochero—. Te contaré algo, si me invitas a comer algún día a tu palacio.

—¡Hecho! —contestó ella tajante y con una amplia sonrisa.

La botillería de Canosa podía presumir de ser el lugar predilecto de la alta nobleza de Madrid y de servir los más deliciosos sorbetes y refrescos de la capital. Además de destacar por su calidad, resultaba peculiar la forma de servirlos pues, a diferencia de sus competidores, en aquel establecimiento se ofrecían las bebidas en unas bandejas de mimbre que llevaban los camareros hasta el mismo carruaje, evitando a sus propietarios tener que bajar de ellos.

Después de haber recorrido el Prado de San Jerónimo, que dejaba a su izquierda las caballerizas del Rey y la entrada al palacio del Buen Retiro, giraron a la derecha para subir por la calle donde se encontraba la botillería, ubicada en unos bajos asotanados y a la mitad de la misma.

Pocos metros antes, entre un numeroso grupo de carruajes, localizaron el de la condesa de Benavente, que al verlos les animó a que se aproximaran al suyo. María Emilia observó que su amiga Faustina, que ya no podía ocultar su embarazo, no iba acompañada por su marido, sino por un joven de aspecto impecable, que debía ser aquel nuevo candidato a cortejarla al que había hecho referencia unos días antes.

—¡Buenas tardes! —María Emilia no le quitaba ojo al joven, contrariado por aquella interrupción—. Creo que no tengo el gusto de conocer a tu acompañante.

Joaquín Trévelez saludó con respeto a la condesa.

—Se llama Enzo y es veneciano, pero no os molestéis en tratar de hablar con él porque no sabe ni una palabra de español. —Al escuchar su nombre, el apuesto mozo inclinó su cabeza a modo de saludo—. Es un nuevo ayudante del embajador de Venecia, que conocí en una de las fiestas que acostumbran a dar, y desde entonces no he conseguido que se me despegue.

Faustina se rió y el veneciano hizo lo mismo, sin entender de qué trataba la gracia. La belleza de la condesa se abría con mayor plenitud cada vez que sonreía; se entendía que tan magnífica mujer tuviese tantos pretendientes, pues no existía en todo Madrid ninguna mujer que llegase a ensombrecerla.

—¿Cómo está Beatriz? —Un camarero había tomado nota de su pedido; María, una vez que ya había aprobado con nota al apuesto veneciano, que apenas tendría veinticinco años, se acordó de la extraña reacción que había tenido la niña durante el concierto.

—Entiendo que ya está bien, pero no me preguntes qué le pasó la otra noche, pues no he conseguido que me contase mucho. Sólo me dijo que se había sentido un poco indispuesta y que no me preocupase más. Podrías preguntarle a Braulio; seguro que sabe algo más que yo, pues últimamente los dos parecen uña y carne —respondió la condesa.

—Trataré de enterarme.

—Hablando de Beatriz, tenemos una gran noticia para ella. —María Emilia no pestañeaba, muerta de interés—. Esta misma mañana nos ha pedido su mano el duque de Llanes y se la hemos concedido sin dudarlo. Ella todavía no lo sabe. Es un buen hombre y posee una posición muy acomodada; con él quedará bien asegurado el futuro de Beatriz. Estamos encantados, aunque me apene mucho tener que alejarme de ella.

—¿Estás hablando del mismo duque que conozco yo? —La expresión de María Emilia demostraba un absoluto desconcierto—. ¿Me hablas de algún hijo suyo que desconozco, o del viudo de sesenta y pico años que disfruta de palacio, vecino al vuestro, en la plaza de la Vega?

—Que yo sepa no tiene hijos, y ¡claro que me refiero a don Carlos! Ya sé lo que me vas a decir; que resulta algo mayor, pero dado el modesto origen de Beatriz hemos entendido que sería un excelente arreglo para ella. Ya sabes lo mirada que resulta la clase noble a la hora de casarse.

—Sólo te digo, que conociendo un poco a Beatriz la solución no le va a gustar nada.

Aquella noticia apenaba a María Emilia, no sólo por lo que podía afectar a su apreciada Beatriz, sino también por el efecto devastador que iba a tener sobre su hijo Braulio.

Durante la vuelta a su palacio, María Emilia Salvadores no dejaba de pensar en aquella sorprendente novedad y apenas prestaba atención a lo que le contaba Joaquín sobre el robo de unas importantes joyas en la casa de los duques de Medinaceli. Decidió que esperaría a que Beatriz supiese lo de su arreglo matrimonial antes de hablar con Braulio, aunque, de todos modos, empezó a elaborar algunos argumentos que le pudieran servir para consolar su seguro disgusto.

A la mañana siguiente, sor Ángela trataba de atraer la atención de sus diez alumnas de clase de Historia de Religión en la escuela convento de las Salesas Reales. Aunque todas parecían seguir sus explicaciones, Beatriz Rosillón ahogaba su rabia dibujando palabras sin sentido sobre un papel en blanco. De vez en cuando pasaba una página de su libro para simular que estaba siguiendo las explicaciones, aunque su mente volaba tan lejos de allí como si quisiera verse fuera de su horrible realidad.

La noche anterior, sus padres adoptivos le habían hecho llamar para darle una noticia que resultó ser la peor que hubiera podido imaginar. Sus protestas y objeciones no le sirvieron de nada ante la firmeza de la decisión que habían tomado, pues su boda estaba incluso pactada para al cabo de sólo un mes. Lo primero que le asaltó a su herido corazón fue pensar en su querido Braulio, al que amaba con inquebrantable intensidad y del que no podía explicar nada a sus padres por la falta de argumentos: ¿cómo iban a aceptar que cambiase un futuro asegurado por el abultado patrimonio del duque de Llanes, por un matrimonio con el jovencísimo hijo de unos gitanos que en nada podía superar las ventajas del primero? Ni lo intentó, ni quiso que conocieran sus sentimientos hacia él, pues de nada le iba a servir, y hasta podía entorpecer seguir viéndole una vez casada.

Cada vez que pensaba en el duque, al que había visto en sólo dos ocasiones, se le cortaba la respiración al imaginar su vida al lado de un anciano que no poseía ningún atractivo para ella. No había podido hablarlo con Braulio y tampoco sabía cómo se lo iba a explicar; encontrar las palabras adecuadas era un empeño tan complicado como el hecho mismo de su separación.

Uno de sus mayores tormentos consistía en entender la buena fe de sus padres en aquella decisión, pues, si en algo la querían, no encontraba justificación para que le desearan tan cruel destino. Llegó a pensar que el cariño que le habían demostrado a lo largo de esos años, resultaba ser algo tan exiguo y falso como para desearle tal castigo. También calculó —para empeorar aún más su dolorido estado— que aquel primer embarazo de Faustina habría transformado sus sentimientos, y por eso ahora trataba de deshacerse de ella para dedicar todo su corazón al hijo que llevaba en sus entrañas. Recogía con rabia una lágrima que resbalaba por su mejilla, escondiéndose de las demás alumnas, del mundo que nunca le había visto llorar.

—¡Pasad a la página treinta! Vamos a estudiar la ejemplar vida de santa Adelaida, esposa del emperador de Alemania, que murió en el año novecientos noventa y nueve. Como veréis, niñas, en la litografía de vuestros libros aparece su imagen coronada como reina, pues lo fue en vida y llena de ardor divino. Su padre, el rey de Borgoña, murió cuando sólo tenía seis años y la casaron muy joven con el rey Lotario. Este murió también muy pronto y quedó viuda a los diecinueve. Fue más tarde encarcelada por otro rey que pretendía su corona, y pasó muchos meses encerrada y humillada, vestida con harapos, pero siempre mostrándose feliz y bondadosa hacia todos. Este es un buen ejemplo para vuestras propias vidas, pues deberéis parecer siempre felices con lo que el futuro disponga para vosotras…

La monja seguía adoctrinando a las jóvenes, mientras Beatriz reflexionaba sobre sus últimas palabras. En su situación, aquello le parecía un exceso, pues no se imaginaba cómo podía demostrar felicidad en un matrimonio que más parecía un martirio, ni tampoco se veía como una santa, aunque las pruebas que le estaba poniendo la vida pudieran parecer suficiente causa de ello.

Al terminar con santa Adelaida, sor Ángela se entretuvo con santa Catalina de Siena, que por no querer contraer matrimonio con el hombre rico que deseaba su padre para ella, pues ya se había prometido a Dios, tuvo que ocuparse durante largo tiempo de las labores más humildes de la casa, hasta que agotó la paciencia de su padre e ingresó en un convento.

Les explicaba que la santa, desde muy pronto, había destacado por su sabiduría y prudencia, por lo que llegó a ser consejera de príncipes y hasta del mismo Papa, y que a lo largo de su vida había redactado más de trescientas cartas llenas de un sólido peso teológico.

Beatriz, pensó que, una vez más, parecía que aquellas vidas tan ejemplares coincidían en parte con la suya, aunque no pensase, como solución para ella, en romper su futuro matrimonio e ingresar en un convento. Lo del trabajo doméstico no le parecía tan terrible, si con eso lograba evitar su destino.

Le llegó el turno a santa Bárbara, de la que la monja dijo que había muerto mártir, a manos de su propio padre que era pagano, por su negativa a casarse con quien fuera también pagano. La furia del hombre se ahogó, primero cortándole la cabeza a su hija y con su propia muerte después, al caerle un rayo. Les invitó a mirar la litografía que mostraba a la mujer con un cáliz en su mano, sobre un fondo tormentoso. Beatriz pensó que tampoco resultaba conveniente imitar su martirio, aunque reconociera en la santa semejantes causas a las suyas.

Aquella sucesión de vidas ajenas le estaban empezando a resultar divertidas, e incluso estaban ayudándole a pensar que tampoco lo suyo era tan infrecuente, y por lo tanto resultaba más llevadero. Pero todo cambió al pasar a la siguiente página del libro, cuando vio el nombre y la litografía de la siguiente santa.

—Vamos a terminar ya la clase de hoy con una última santa. Me refiero a santa Justina de Padua. Ojead en vuestros libros el bello retrato de su martirio, pintado por el magnífico Paolo Veronés…

Beatriz observaba aterrorizada aquel dibujo que mostraba una escena en la que la santa aparecía de rodillas, con un puñal a punto de atravesar su corazón, mientras dos hombres a su izquierda la contemplaban apoyados en dos varas, y a su derecha, otros dos —uno de ellos parecía un alto cargo eclesiástico—, asistían a la macabra escena con el rostro imperturbable. Pensó que si hubiese un cuadro que pudiese dibujar el asesinato de su madre lo tenía delante de sus ojos, pues aquella escena parecía tan semejante a la que había vivido que casi podía imaginar a su autor a su lado y a los pies de su madre muerta, trazando idénticas líneas.

Algo en su interior no funcionaba bien cuando empezó a sentir las primeras náuseas. Si no podía creerse lo que estaba viendo, todavía le resultaba peor escuchar a la monja repetir el nombre de la santa, que coincidía, por una cruel coincidencia, con el de su madre.

El recuerdo de su imagen desplomándose delante de ella, los ojos y la expresión de absoluta entrega a la muerte en el rostro de la santa, el puñal clavándose en la delicada piel de ambas, el cruel rostro del inquisidor Pérez Prado cuando lo había reconocido en aquel concierto, las varas de los alguaciles del Santo Oficio resonando por el pasillo… Todos sus sentidos parecían en ese momento participar en una alocada carrera hacia el vacío. Beatriz notó que la clase, la profesora, y el resto de las alumnas empezaba a girar a su alrededor y le empezó a faltar la respiración poco antes de caer sin sentido al suelo.

Para los dos gitanos Heredia, aquel carromato, que todos llamaban galera, había sido el penoso medio que los había transportado de Madrid a Zaragoza, a falta de dinero para ir en una cómoda silla de postas, como hacían los nobles y funcionarios.

Una semana antes habían quedado con el ordinario que les sirvió de correo entre ellos y sus mujeres. Así supieron que no estaban encerradas en la Real Casa de Misericordia de Zaragoza, aunque iban a ser llevadas en breve a ella, sino en el antiguo palacio de la Aljafería, convertido en prisión a falta de instalaciones disponibles en la otra.

En cuanto el hombre hubo terminado su último encargo, y recogieron los falsos documentos que los acreditaban como hombres de bien y castellanos viejos, emprendieron el viaje para liberar a sus mujeres e hijas de la tiranía de los payos.

La Real Casa de Misericordia estaba regida por el arzobispo junto a otros cargos eclesiásticos, y el marqués de Terán, viejo amigo del marqués de la Ensenada y valedor suyo en aquella institución.

Sus funciones, antes de la gran redada contra los gitanos, habían consistido en recoger a los muchos pobres que vagabundeaban por Zaragoza para darles cama, comida, y, en alguna medida, un oficio. Con frecuencia salía de la Casa una galera, que todos llamaban el carro de pobres, para recoger de la calle a aquellos individuos inadaptados que pululaban sin gracia ni oficio, sobre todo después de una leva general, o cuando la densidad de indigentes tomaba proporciones alarmantes para el resto de la población.

Aunque la Casa tuviese como principal tarea la recogida de indigentes y no fuese un reformatorio, tampoco desterraba el uso del castigo cuando lo consideraba necesario. Azotes, cepos, y postes con argollas, eran herramientas comunes en el calabozo y servían de escarmiento para aquellos individuos que entorpecían la buena marcha de la institución.

Unos días antes de la llegada de los hermanos Heredia a la ciudad de Zaragoza, unas ciento setenta gitanas con sus hijas fueron trasladadas desde la Aljafería hasta una nueva nave de la Casa de Misericordia, donde les esperaban otras quinientas que acababan de ser remitidas desde Málaga. Con aquella cantidad de mujeres, su capacidad se había visto desbordada y muchas tuvieron que ser alojadas en los patios, faltándoles comida, ropa, camas y en general lo mínimo para sobrevivir.

Las gitanas, hartas y ofendidas por aquel trato, se enfrentaron a sus carceleros durante días con piedras, palos y sus propias uñas, organizándose tal revuelo que nadie se atrevía a entrar para resolver la peligrosa situación. En aquel ambiente, muchas andaban desnudas a falta de recibir la nueva ropa prometida, mientras otras lavaban como podían las suyas bajo la escandalizada mirada de sus guardianes.

En ese entorno insalubre, algunas enfermaban del pulmón o del vientre y, en general, todas empezaban a manifestar un evidente estado de desnutrición.

A Timbrio Heredia y a su hermano Silerio, no les resultó difícil dar con el bello edificio donde debían encontrar a sus mujeres, pues se habían informado que estaba al lado de una plaza de toros con el mismo nombre. También habían sabido que las características del edificio no permitían una fuga sencilla, por lo que decidieron recuperarlas de un modo más directo; preguntando por ellas a sus responsables, a quienes mostrarían los documentos falsos de su limpieza de sangre y razonarían el carácter ilegítimo de su apresamiento.

La galería que bordeaba uno de sus cuatro patios interiores estaba acristalada y se asomaba a su planta baja, donde al menos un centenar y medio de mujeres y niñas gitanas se encontraban apiñadas en uno de sus ángulos en sombra. No eran más de las once de la mañana, pero el intenso sol de Aragón llevaba ya unas horas castigando la ciudad con toda severidad. Ése era el comentario del portero mientras les llevaba hasta el despacho del alcaide de gitanas, máximo responsable de las mismas en aquella casa.

Timbrio se presentó como comerciante de lanas de la ciudad de Toledo, y Silerio como su ayudante. Los dos dijeron ser primos de aquellas mujeres, y denunciaron su desaparición por una posible confusión en iguales fechas que la redada de los gitanos. Habían decidido que hablaría Timbrio, pues él dominaba mucho mejor el castellano y apenas se le distinguía el acento caló.

—¡Pueden pasar! —La puerta del despacho del alcaide estaba entornada.

—Estos dos caballeros son de Toledo, y vienen preguntando por vos. —El portero abrió del todo la puerta para facilitarles la entrada.

—Ya veo. Pueden sentarse si lo desean. —Les observó sin apreciar nada extraño—. ¿En qué les puedo ayudar?

—Venimos buscando a dos mujeres; Remedios y Amalia Heredia y a dos niñas que las acompañan. Somos familiares suyos y sabemos que fueron detenidas por equivocación hace casi dos años. —Timbrio sacó los documentos que certificaban sus nombres y fe de castellanas, mostrándoselos a la vez que seguía hablando—. Las hemos buscado por todas las demás ciudades que tienen casas como la suya, sin ningún éxito. Por eso, creemos que tienen que estar en su venerable institución.

El hombre ojeó aquellos papeles y llamó a su escribiente.

—Ahora mismo lo comprobaré en los registros, aunque confieso que me resulta extraño imaginar una equivocación tan grave. Todas las mujeres que están concentradas en esta casa de caridad son de raza gitana, o eso nos ha parecido a todos. —Al hombre le llamó la atención las pobladas cejas y patillas que poseía el que más hablaba—. ¿Decís que sois primos de esas mujeres y de Toledo?

Observó con más detenimiento al pequeño. Le pareció que estaba muy nervioso.

—De una población cercana a Toledo llamada Mora. Allí tenemos nuestro negocio de venta de lana, y su casa si alguna vez tenemos el placer de contar con su visita. Nuestras primas, una viuda con dos hijas y la otra soltera, trabajaban en nuestro negocio y vivían a dos cuadras de nuestra vivienda. Desde su desaparición, hemos estado muy preocupados por su destino. La verdad es que hemos realizado un largo viaje hasta llegar acoí, con la esperanza de poder volverlas a ver y resolver en la medida de lo posible su equívoca situación. ¿Podremos contar con vuestra ayuda?

—Perdonad. Me ha parecido escucharos la palabra acoí y, por lo que sé ése es un término muy común en la lengua caló. No seréis también gitanos, ¿verdad?

—Ni sé lo que significa acoí. Creo que he dicho aquí, pero he podido confundirme.

Timbrio se mostraba lleno de serenidad y convicción en lo que decía, pero el alcaide daba muestras de estar dudando sobre sus identidades.

—¿Me podéis enseñar vuestros documentos? Los necesito para cumplir con los trámites necesarios en estos casos.

Timbrio sacó sus papeles, y se los mostró sin demostrar ninguna tensión.

—Veo que también sois Heredia. —Las dudas del alcaide iban creciendo por momentos—. Es un apellido bastante habitual en los gitanos.

—Es cierto que resulta frecuente entre esa calaña, pero ya ha visto que somos de sangre castellana y nada tenemos con esa raza de vagos y maleantes.

Entró su ayudante al despacho y se acercó al alcaide para decirle algo al oído, pasándole un papel que contenía una larga lista de nombres. El contrariado gesto que apareció en su rostro, presagiaba malas noticias.

—¿Me necesita para algo más?

El escribiente cerró tras de sí la puerta, con la negativa del alcaide.

—Créanme que lamento informarles —se puso a leer el papel que tenía entre sus manos—, que su prima Remedios Heredia falleció hace cuatro semanas de una neumonía, como también Amalia Heredia, aunque ésta hace apenas una semana y de unas fiebres malignas.

El alcaide les miró algo avergonzado pues conocía las lamentables condiciones de alojamiento de aquellas mujeres, y su conciencia sufría por la larga relación de fallecidas que no dejaba de crecer cada día.

Silerio Heredia no pudo resistir su silencio por más tiempo, y preguntó por el paradero de sus dos sobrinas; las hijas de Timbrio, con un marcado acento caló. También empuñó la larga navaja que ocultaba debajo de su fajín.

—Por fortuna, sus nombres no aparecen en esta lista. —Al escuchar al más pequeño, concluyó que aquellos hombres eran dos gitanos en toda regla y que debía andarse con cuidado—. Mi ayudante me ha señalado que tampoco están en ninguna otra donde tenemos registradas las que aún siguen hospedadas en esta Casa.

—Estamos seguros que estaban todas juntas. No puede ser que hayan desaparecido.

Timbrio se tragaba la rabia y el dolor que traspasaba sus entrañas con la muerte de su mujer, aunque se mantenía en la esperanza de encontrar vivas a sus dos hijas.

—Sólo se me ocurre que hayan escapado. —Un cierto aire de alivio recorrió por un instante el ánimo del gitano—. ¡Me explico! El mismo día que llegó el grupo de mujeres desde el palacio de la Aljafería, se produjo una numerosa fuga que protagonizaron unas quince mujeres, entre las cuales supimos que había cinco que eran bastante jovencitas. Sus nombres los desconocemos, y nada se ha sabido de ellas después. Siento no poder darles más información; eso es todo lo que sé de sus familiares.

Le pareció que una nube de peligrosa ira recorría aquellos dos rostros.

—Vuelvo a insistirles, que lamento haberles dado tan malas noticias. No dejo de imaginar los malos momentos por los que deben estar atravesando.

Timbrio Heredia y su hermano Silerio cerraron la puerta del despacho del alcaide de gitanas y abandonaron con rapidez el edificio que albergaba la Casa de Misericordia, ahogados de ira y confusión.

La inesperada y terrible muerte de sus respectivas mujeres, que jamás imaginaron que llegara a ocurrir, y la desaparición de las dos niñas, con la dolorosa incertidumbre que suponía no conocer su suerte, despertó en ellos un instinto de venganza que les impulsó a un ataque de singular violencia contra el alcaide. Ellos no los contaron, pero seguro que su cuerpo recibió antes de morir más de cincuenta navajazos y una parte del agudo odio que seguiría fluyendo por su sangre gitana durante mucho tiempo.