En Madrid.
Año 1751, 7 de julio
Podía resultar impropio de un embajador recibir a una visita en los sótanos de su palacete, entre miles de botellas dormidas en su crianza y dos grandes toneles llenos de whisky de Escocia, pero aquel asfixiante calor que soportaba Madrid por esas fechas apenas cedía pocos grados durante la noche, y para Benjamin Keene, su máximo responsable, la húmeda bodega de la embajada era el único rincón donde encontraba cierto alivio.
Su invitado e influyente amigo, el teniente general Fernando de Silva Álvarez de Toledo, duque de Huéscar y heredero del ducado de Alba, parecía verse poco afectado por las incomodidades de la mohosa estancia, mientras disfrutaba de un nuevo whisky que había sido muy alabado por su anfitrión. Además, aquel recóndito lugar convenía a ambos, como declarados enemigos del marqués de la Ensenada, para proteger la necesaria discreción de los delicados asuntos que iban a tratar.
El duque había llegado hacía dos días desde la embajada de España en París, y apenas una hora antes, con el ánimo contrariado, de despachar con el secretario de Estado Carvajal, responsable de la política exterior del rey Fernando VI.
—Acabo de saber que pasado mañana se producirá un nuevo atentado a los baldíos esfuerzos por conseguir ilustrar esta arcaica sociedad.
El apuesto y joven embajador se jactaba de su estrecha amistad con Rousseau y otros librepensadores franceses, e intimaba desde hacía un tiempo con los más altos responsables de la masonería en la logia del Gran Oriente de Francia de París, reconociéndose bastante próximo a sus principios.
—Nuestro amigo Somodevilla tiene preparado un Real Decreto que prohibirá la masonería en España por motivos religiosos. —Soltó la noticia sin más preámbulos, al tanto de su previsible reacción.
—¡Odio con toda mi alma a ese hombre! —se arrancó Keene, estallando su copa en la chimenea—. ¡Un día, los ingleses le haremos pagar caro sus intrigas! —Ni sus cincuenta y cuatro años ni su excesivo peso parecieron ser suficiente freno para incorporarse de su asiento con la agilidad con que lo hizo—. Hace dos años nos mandó al científico y matemático Jorge Juan a los astilleros de Londres para espiar nuestros proyectos de construcción naval, haciéndose pasar por un estudiante con el estúpido nombre de Sublevant, y aunque a punto estuvo de ser detenido, más tarde supimos que se trajo planos, diseños industriales, y a cerca de cincuenta de nuestros mejores ingenieros y técnicos. Sabemos que los han llevado a trabajar a los astilleros de La Carraca y Ferrol donde se está proyectando una nueva flota de guerra con las seguras intenciones de combatir algún día a la nuestra. —Iba enumerando cada uno de los argumentos, señalándose sus gordezuelos dedos—. Y ahora, pretende prohibir esa noble sociedad, que nació inglesa y sin otra pretensión que buscar el bien de la humanidad. —Su gesto no podía demostrar una mayor contrariedad—. Estoy seguro que ese decreto conlleva motivaciones políticas, que no religiosas, aunque imagino que detrás de ello estará también la mano del confesor del Rey, ese jesuita Rávago.
—¡No lo dudéis! Tanto los jesuitas como el propio Papa llevan tiempo alarmando a las monarquías europeas sobre la masonería —ridiculizó con sorna a los primeros, adoptando un gesto beatífico—. El marqués se sirve de excusas religiosas para frenar una organización a la que en realidad teme, en tanto que puede restarle poder. Bien sabe qué influyentes nobles, militares y científicos la forman, y sé que vive atormentado por las intrigas a que puede ser objeto, pues de esos mismos manejos se ha servido siempre para hacer sus políticas. —El duque apremió su vaso de whisky, para aclarar su garganta—. ¿O, acaso no recordáis la detención de su ayudante de cámara, Rosillón, que instó a ejecutar al Santo Oficio cuando sospechó que pertenecía a la masonería?
—La recuerdo muy bien, tanto como el penoso resultado de la misma, que concluyó con la muerte de su mujer y su posterior suicidio en las cárceles de la Inquisición. Con Rosillón, perdimos a un eficaz espía que nos mantenía al corriente de las andanzas del marqués. —El embajador rellenó el vaso del duque de Huáscar y luego el suyo, después de abrir una nueva botella—. Advertiré al gran maestre de la logia matritense para que dé aviso a todos sus miembros y delegaciones; así evitaremos las detenciones que seguro desea Somodevilla.
Se volvió a sentar, complacido por quebrar los planes del marqués de la Ensenada, y observó al noble duque de Huéscar.
—Llevamos años viéndonos y confiándonos nuestros secretos, y aún me resulta extraño que mantengamos idénticos intereses, vos como embajador de España en Francia, y yo de Inglaterra en España.
—Aunque lo hagamos en otros asuntos, coincidimos sobre todo en nuestra oposición al marqués y lo que representa. Vos tenéis motivos políticos. Yo, además, los tengo económicos.
—¿Por su famoso catastro?
—Calculadlo vos mismo en cuanto os explique el impacto que podría tener esa medida sobre mis arcas. Hasta que ese intruso llegó al poder, la nobleza jamás había tenido que pagar renta alguna a la Corona, pero ha debido convencer al débil rey Fernando para que ese privilegio sea abolido.
—Algo he oído —le cortó el embajador—, aunque, tal vez vos podríais exponérmelo con más detalle.
—Su idea es que todo el mundo pague de forma proporcional a lo que tiene y de una sola vez a la Hacienda Real. Para ello, Ensenada necesita actualizar todos los bienes y posesiones de los súbditos a través de un faraónico registro. No parece una medida injusta para el que poco tiene, pero no es mi caso. Si tuviese que pagar en proporción a mis bienes, debería poner a la venta una buena parte de los mismos, lo que no estoy dispuesto a hacer, al igual que piensa la mayor parte de la aristocracia. —Cerró su puño con determinación—. Éste es uno de los motivos que me empujan a procurar la desaparición política de Zenón de Somodevilla, pero no es el único…
Una tonante voz de mujer gritó el nombre de Benjamin desde algún lugar próximo a la bodega. El marido pegó un respingo al reconocerla y se disculpó del duque por tener que terminar aquella charla de una forma precipitada, aunque le ahorrara los motivos. Éste, que conocía el agrio carácter de la señora Keene, excusó su presencia al haber olvidado una cena a la que llegaría tarde, facilitándole así una salida airosa del incómodo trance.
La mujer irrumpió en la bodega inundándola al instante con su perfume de azucenas y sus más de cien kilos de peso. Entró recriminándole en inglés algo que no llegó a entender, hasta advertir la presencia del duque cuando éste se le acercaba para besar su mano, lamentándose por no poder disfrutar de su compañía. La mujer le puso una sonrisa bobalicona, y sus mejillas comenzaron a enrojecerse como le ocurría siempre que se encontraba con aquel apuesto joven.
De camino a su palacio de la Moncloa, la carroza del duque de Huéscar recorría la calle de Alcalá entre un bullicioso tráfico de caballos y carretas, en un animado ambiente que parecía asomarse desde sus numerosas tabernas para convertir toda la calle en una fiesta. Aunque faltaban pocos minutos para las diez, el ambiente no parecía menor al habitual de un mediodía. Ordenó al paje que aminorara la marcha para disfrutar de aquel tono de recreo tan genuino de la noche de Madrid y tan diferente del que veía en París.
Le divirtió ver cómo tres mujeres con atuendos de majas, que por coincidencia vieron igualado su paso con el suyo, eran piropeadas, primero por los empleados de un local de alquiler de carruajes, luego por dos animados mozos que salían de un mesón con mal pie y mucho vino en el cuerpo, lo que le hizo dirigir su mirada hacia dos hombres de aspecto gitano que se cruzaron con ellas. A las mujeres las perdió cuando cruzaron la calle, pero se interesó por aquellos gitanos, extrañado de su libertad, cuando sabía que la mayoría andaban en cárceles o arsenales. «¡Otra excelente fuente de enemistades para el marqués de la Ensenada!», pensó, mientras animaba a su cochero a que acelerase el paso del carruaje para no llegar demasiado tarde a su residencia en las afueras de Madrid.
Ajenos a la mirada del poderoso duque de Huéscar, los hermanos Heredia entraron en el mesón de la Encomienda para localizar a un ordinario que, según se habían informado, cumplía el oficio de viajar con cierta periodicidad a Calatayud y Zaragoza y que pasaba por allí dos veces a la semana para llevar correo u otros encargos a esas ciudades por un precio bastante razonable.
Las noticias que habían podido obtener, con no pocas dificultades, indicaban que sus mujeres y las hijas de Timbrio se encontraban recluidas en la Real Casa de Misericordia en Zaragoza desde su detención, hacía ya dos años. En más de una ocasión les había tentado la idea de viajar en su busca, pero les alertaron de la estrecha vigilancia en esa ruta y el alto riesgo de ser detenidos.
Al entrar en el mesón necesitaron hacerse paso a empujones entre la multitud que llenaba el local para alcanzar una barra que atraía a un numeroso coro de hombres, resueltos por hacerse con la atención de un sudoroso mesonero. El que no reclamaba a gritos su bebida, agarraba de la manga al pobre hombre para atraerle hacia él, o blasfemaba entre grandes risotadas por el mal caldo que se servía en aquel local. Entre tanto alborozo, los dos hermanos consiguieron tomar una esquina de aquella barra, haciéndose fuertes en ella con el servicio de algún oportuno codazo. Allí aguardaron un tiempo, hasta tener al mesonero cerca de ellos.
—¡Ponga dos cuartas de vino a estos sedientos amigos! —Silerio pensó que, al servirlos, dispondría de unos segundos para preguntarle por lo que buscaban.
El hombre no gastó más de un par de minutos en traerles las dos jarritas, y en dejarlas frente a ellos.
—¿El ordinario que viaja a Zaragoza?
—¿Para qué usar más palabras o formalismos ante tan breve oportunidad?, decidió Silerio.
—Lo tienen al lado de aquel ventanal. —El hombre apuntó con su dedo en una dirección, sin darles tiempo a preguntarle por su nombre.
Vieron a un hombre de aspecto consumido que protestaba y rechazaba un gran paquete que otro se empeñaba en darle por haber acabado su jornada. Tras un largo tira y afloja, el segundo tuvo que desistir y se marchó profiriendo gruesos juramentos. Ellos se acercaron hasta colocarse a la vista del ordinario.
—Necesitamos enviar un paquete a Zaragoza…
—¡No admito ningún otro encargo hasta mañana! —cortó a Silerio Heredia, cansado de volver a poner en juego los límites de su paciencia.
—Os pagaremos bien el trabajo.
—Todos decís lo mismo. —Hasta entonces ni los había mirado, pero cuando lo hizo le parecieron gitanos—. ¡He dicho que no! —Quiso dar el asunto por zanjado.
Timbrio sacó de su faja una bolsita de cuero y la dejó cerca de él.
—¿Cien reales podrían haceros cambiar de opinión?
El ordinario, que no cobraba más de diez por un encargo de ese tipo, les invitó a sentarse con él y se ofreció a pagarles una jarra de vino interesándose por el destino concreto al que debía llevar el paquete.
—¿Podríamos confiaros un favor, aunque éste sea un tanto delicado? —Timbrio Heredia preparaba otra bolsa de dinero, al suponer la respuesta que iba a obtener.
—Si sois igual de generosos sin duda que sí; encontraréis mi mejor disposición. Tengo por lema la discreción, y reconozco que mis mejores negocios nunca han sido transparentes ¡Ya me entendéis! —Recogió el nuevo pago, dispuesto a escucharles con toda atención.
Le explicaron primero el destino del paquete y a quiénes debía localizar para dárselo. Pero lo que le requirieron después, que justificaba su generosa contribución, consistía en averiguar la seguridad de aquella Casa de Misericordia, junto a unos planos de la misma.
El ordinario no puso objeción alguna al encargo, aunque le pareciera un tanto extraño, y tampoco a resolverles un tercero cuando se encontró otra gruesa bolsa con más dinero. Conocía la persona adecuada para falsificar los certificados de castellanos viejos que le pedían para ellos y sus mujeres, aunque eso le llevase algo más de tiempo, nunca menos de un mes.
Las condiciones les parecieron suficientes y correctas a los hermanos, aunque quisieron hacerle entender que, al igual que sabían ser generosos cuando se les hacía un favor, también lo eran para hacer pagar cualquier indiscreción o engaño por su parte, si es que se llegaban a producir. El hombre interpretó el gesto de Timbrio que se pasaba el dedo por su cuello, como muestra de lo que podrían llegar a hacerle.
Quedaron en volverse a encontrar pasadas dos semanas a igual hora y lugar, y se despidieron hasta entonces.
Bastante satisfechos, los Heredia bajaban por la calle de Alcalá en dirección al Prado, para tomar el camino que debía ocuparles casi dos horas a paso ligero hasta llegar al taller, donde además de trabajo les habían dejado instalar un par de camastros en una pequeña estancia aneja.
Dejaron atrás a su izquierda el palacio de Buenavista, cuyo propietario era el marqués de la Ensenada, y juraron, delante de sus puertas, que algún día se cobrarían su venganza sobre éste y todos los que habían sido causa de sus tormentos.
En el interior del mismo, un camarero retiraba los postres de una cena que tenía como anfitrión al marqués de la Ensenada, y de invitada, a la viuda de su amigo el almirante González de Mendoza, doña María Emilia Salvadores.
—Una cena deliciosa. —María Emilia se limpiaba con una servilleta los labios, tras atender a la pregunta del marqués.
—Me satisface mucho saber que vuestra amistad con la condesa de Benavente es cada vez más sólida. Tampoco fue fruto de la casualidad que, cuando decidisteis venir a Madrid hace ya dos años, os buscase casa cercana a la de mi amiga Faustina, pues imaginaba que os llevaríais bien, conociendo su carácter. —Don Zenón saboreaba una copita de mistela con la que solía terminar todas sus cenas.
—Supongo que si os digo que me resultó fácil no os descubro nada nuevo, dada su personalidad. Pero aún es más gracioso, que tanto mi hijo adoptado Braulio como la suya Beatriz hayan congeniado tanto que resulta difícil no verles siempre juntos en alguna de las dos casas.
María Emilia llevaba un vestido de seda rosa con un jubón de color gris perla, tan ceñido, que tras la cena parecía incapaz de recoger su abundante pecho que afloraba con cierto impudor. Al advertirse de ello, su abanico se ocupó de ocultarlo para no llamar la atención del marqués.
—¡Esa pobre niña…! —El gesto del marqués reflejó una brusca consternación.
—Debe hacer tiempo que no la veis pues Beatriz se ha convertido en una bella mujercita de quince años. —María Emilia sabía que Ensenada había vivido el drama de Beatriz en primera persona, y decidió que no tendría mejor momento para hablar de ello—. Espero que no os incomode mi interés, pero ansío entender qué produjo la orfandad de Beatriz. Os aseguro que por más que lo he intentado con su madre, no he conseguido saberlo nunca.
El marqués accedió a atender sus deseos, invitándola a abandonar el comedor para ir a la biblioteca, donde sus recuerdos parecían seguir todavía allí presentes. Antes de arrancar su relato, se cercioró de lo poco que sabía y decidió hacerlo desde aquella fatídica noche del doce de diciembre, cinco años atrás. Le expuso el motivo que provocó la detención de su padre y le dibujó, con toda su expresividad, la dramática escena que presenciaron al ver a la niña al lado del cadáver de su madre. También le explicó el porqué de su adopción temporal y lo que motivó que se convirtiese en definitiva.
María Emilia se interesó por lo ocurrido en los meses posteriores.
El marqués le habló de los problemas que Faustina había tenido por hacerse con el interés de la niña, tras haber pasado el primer año sin hablar y sin dar ninguna expresión a sus sentimientos. También le explicó que, aunque él había acudido en numerosas ocasiones a visitarlas en su palacio de la puerta de la Vega, siempre se volvía con una amarga sensación al recibir la fría mirada de Beatriz, que parecía no querer abandonarla nunca.
—Perdonad mi ignorancia, pero antes mencionasteis que su padre fue detenido por pertenecer a la masonería y desconozco casi todo sobre ellos. ¿Qué fines persiguen?
Ante la buena disposición del marqués, María Emilia intentó entender mejor el origen de la dramática orfandad de Beatriz.
Al preguntar por ello, el rostro de Somodevilla se transformó de un modo súbito, llenándose de una contenida furia. Le explicó que se trataba de una sociedad cuyos siniestros fines no pretendían otra cosa que la destrucción de la religión y del propio Estado, y trató de resumirle sus doctrinas, enumerando las sospechas más fundadas que tenía sobre ellos.
—Debéis conocer bien al conde de Valmojada, pues también es vecino vuestro. —Ella se lo confirmó—. Os haré una confidencia, pero siempre que me prometáis ser discreta. —Con un explícito gesto, María Emilia dio fe de su firme compromiso de silencio—. Hace tres años conseguimos infiltrar al conde en una de sus logias, y gracias a eso sabemos quiénes son algunos de sus miembros y también parte de sus creencias. Sabemos que hacen juramentos profanando el verdadero nombre de Dios, al que se refieren como el gran Arquitecto del Universo, y desprecian los sacramentos y las leyes de la Iglesia. Maldicen la potestad eclesiástica, y juran matar o dejarse matar por la observancia de su juramento y del gran secreto que les es revelado cuando ascienden a los grados superiores, pues cuentan con veinticinco niveles en su jerarquía. Desprecian la excomunión a la que han sido condenados por la bula del papa Clemente, y mantienen una creencia, que dicen es superior a cualquier otra religión, y causa de que se admita entre sus filas a luteranos, judíos, calvinistas o ateos.
María Emilia Salvadores escuchaba con atención aquella relación de máximas que afectaban a la religión, sin entender cómo podían suponer además un atentado al Estado, y así se lo hizo saber.
—Ni la monarquía ni yo, como máximo responsable de su acción —le respondió con tono serio—, podemos permitir que existan sociedades que operan en secreto y en contra de la religión del Estado, pues no hay buen gobierno cuando sus militares, altos cargos de la administración o sus nobles, ocultan su pertenencia a sociedades de este tipo, de cuya soberanía y principios hay más dudas que certezas. Al parecer, se dicen herederos y portadores de un secreto ancestral que es causa de atracción para sus adeptos y constituye el lazo donde se apoya su fraternidad, a través del cual pretenden cambiar el orden social de nuestras monarquías e instaurar un gobierno distinto, por supuesto dirigido por ellos. —Zenón observó un gesto de cansancio en María Emilia que le animó a terminar con aquella conversación—. Disculpadme si os he aburrido con tan pesado relato, pues no ha sido éste el objeto de mi deseo.
—Os aseguro que no me ha parecido tedioso, sino más bien ilustrativo cuando nada sabía de ellos. Deduzco, de todos modos, que el padre de Beatriz, al tener acceso a las importantes informaciones de Estado que obran en vuestro poder, podría haber sido animado a espiaros por sus superiores. ¿Fue ese el motivo de su detención?
—¡Exacto! Eso mismo pensé yo, aunque no llegamos a poder determinarlo. Por desgracia, su rápido suicidio cerró toda posibilidad de contar con su testimonio.
A María Emilia no le parecía bien cortar su conversación pero, al escuchar las doce campanadas de un reloj que presidía la chimenea, se disculpó al parecerle incorrecta su presencia a tan altas horas de la noche.
El marqués se ocupó de solicitar su carruaje y una escolta armada para su seguridad, y se despidió quedando en volverse a ver al día siguiente; en el concierto a que estaban invitados en el palacio de la condesa de Benavente.
A la mañana siguiente, dos ingleses de aspecto rudo tocaban a la puerta del antiguo hotel de Las Tres Flores de Lys, sede de la logia central de los masones en España.
Desde un estrecho ventanuco, un hombre les pidió la contraseña antes de permitirles la entrada.
La noche anterior, habían recibido un emisario del embajador inglés Keene con la consigna de que se personasen con urgencia en la embajada. Al acudir a ella, a altas horas de la noche, fueron informados por el propio diplomático de los sucesos que acontecerían en pocos días, y en atención a sus instrucciones, pretendían ahora hablar con el gran maestre para darle en mano un sobre lacrado de parte del embajador.
Les invitaron a esperarle en la sala de asambleas, que seguía decorada con los utensilios propios de una reciente ceremonia. En una plancha, sobre el suelo, destacaban las dos columnas del pórtico del Templo de Salomón, llamadas Jakin y Boaz. Al fondo de la sala de estructura cuadrangular, se encontraba dibujado en la pared un triángulo con un ojo en su interior y, a los lados, la luna y el sol. También un sillón y, frente a él, un pequeño altar con el libro sagrado, una escuadra y un compás. El techo representaba la bóveda celeste con un fondo azul estrellado, ribeteado por un largo cordón de doce nudos, como símbolo de la fraternidad universal en presencia de las doce constelaciones del zodíaco. En el suelo, y en posición central, se veía un gran mosaico de losetas blancas y negras con tres altos candeleros, que ocupaban tres esquinas del tablero, como símbolos de las luces que persigue el iniciado para alcanzar el conocimiento pleno; la belleza, la fuerza y la sabiduría.
Ellos ya habían pasado por las ceremonias de aprendiz y de compañero, y recordaban, allí, su paso al tercer grado, de maestro, en cuyo rito se representaba la muerte del arquitecto Hiram Abif introduciéndose en un ataúd.
—¡Buenos días hermanos! Hacía tiempo que no os veíamos por la logia —John Wilmore entró en la sala luciendo un espléndido aspecto y con intenciones de bromear—, pero os recuerdo que los ágapes se suelen celebrar por la noche. —Los recién llegados se habían ganado la fama de ser unos excelentes comensales.
Con gesto serio le pasaron la carta del embajador Keene, que se dispuso a leer sin imaginar su gravedad. Una sombra de preocupación eclipsó su mirada y sin dar más explicaciones se puso a caminar cabizbajo, dando vueltas y meditando las consecuencias de la información que acababa de recibir.
Los dos hombres aguardaron en silencio la prolongada reflexión que parecía ocupar el pensamiento de Wilmore, hasta que éste se paró para hablarles.
—Hemos sido llamados a realizar una labor en bien de la humanidad, iluminándola, mostrándole la única verdad, pues sólo nosotros sabemos cómo alcanzar la identificación con el Ser, con el Absoluto, para vernos al final como imagen suya. La información que acaba de llegarnos del embajador Keene, vaticina tiempos difíciles para nuestra obra universal. Van a perseguirnos, cerrarán nuestras logias y tratarán de detenernos, cuando no a destruirnos.
—Debemos evitarlo, maestre —le cortó uno de los mensajeros—. Recordad el mito sobre la muerte del arquitecto Hiram Abif, asesinado por aquellos hombres que ambicionaban su poder y sabiduría, y que tantas veces hemos trabajado en nuestras tenidas. Salomón supo reaccionar a su desgracia ordenando la muerte de sus asesinos. Nosotros somos los constructores de nuestro futuro como lo fueron nuestros antecesores en la construcción de las catedrales. Si ahora vamos a ser perseguidos como lo fue el sabio arquitecto, antes de que consigan nuestro exterminio, deberíamos actuar contra ellos y destruirlos.
—Ya sabíamos que estaban tramando algo contra nosotros, pero nunca calculé su gravedad. Hoy mismo mandaré un correo a todas las logias para que se prevengan del inminente ataque del Santo Oficio, pues supongo que éstos serán los encargados de ejecutar las detenciones. Según el embajador Keene, el decreto que prohibirá nuestra asociación se hará público mañana día nueve, por lo que disponemos de muy poco tiempo antes de que los corregidores y justicias de las diferentes regiones de España sean informados y los alguaciles de la Inquisición se pongan en marcha contra nosotros.
—¿Y en qué podemos ayudar nosotros?
—Seguidme hasta mi despacho. Os lo explicaré allí.
Al entrar en él y después de invitarles a sentarse, Wilmore se puso a redactar los escritos que saldrían con urgencia al resto de las logias. Los dos emisarios, a la espera de conocer su misión, observaban un gran retrato de lord Wharton, fundador de la masonería en España, lo que les despertó el recuerdo de su sorprendente vida.
Wharton había llegado a España en el año veintiséis, tres años después de no haber sido reelegido como Gran Maestre en la Logia de Inglaterra, con el despecho de verse apartado de tan alto honor al haber mantenido su fidelidad a los Estuardo, que por aquellos tiempos estaban exiliados en Francia tras haber perdido el poder a manos de los Hannover alemanes. En Madrid conoció a una irlandesa, María Teresa O’Neill, camarera de la reina, de la que se enamoró hasta tal punto que accedió a convertirse a la religión católica sólo para casarse con ella. En el año veintiocho había ya fundado la logia de la calle de San Bernardo, la primera que se establecía fuera de las islas Británicas y pasó, luego, a prestar sus servicios como coronel en las tropas de Felipe V, al que ayudó en el asedio de Gibraltar, motivo por el que fue declarado traidor por la corte británica.
Aunque en sus primeros años de juventud, en Inglaterra, fundó una extraña sociedad llamada el Club del Fuego del Infierno, donde se adoraba a Satán y se organizaban irreverentes actos y escándalos de lo más sonado, Wharton terminó sus días en el seno de la religión católica y vistiendo el hábito del Císter en el monasterio de Poblet, donde fue enterrado en el año treinta y uno.
Una vez hubo terminado con los correos, Wilmore les miró sin esconder la preocupación que le embargaba, cogió un papel en blanco de un cajón del escritorio y empezó a anotar una serie de instrucciones. A continuación, lo introdujo en un sobre y lo selló con lacre.
—Aquí tenéis vuestras órdenes. Sólo las abriréis si se produjese cualquiera de las siguientes eventualidades. —Las fue enumerando con sus dedos—: Primero, si os llegase la noticia de mi detención. Segundo, la pérdida de los documentos con nuestras constituciones que desde ahora vais a proteger vosotros, pues de siempre hemos querido que fuerais los únicos que no estuvieseis inscritos en ninguna relación de hermanos masones y, por lógica, les será más difícil vuestra localización. Y tercero, si llegase a vuestros oídos noticias sobre alguna delación, por parte de cualquier hermano nuestro, sobre otros miembros de nuestra sociedad.
Uno de ellos recogió el sobre y lo guardó en un bolsillo de la chupa.
—Estamos depositando en vosotros una trascendente responsabilidad. Vuestra tarea puede resultar clave para nuestro próximo futuro, y por ello debéis ser estrictos en su cumplimiento.
—Sabremos estar a la altura de lo que nos pedís. Estad seguro de ello.
A esa misma hora, y algunas manzanas más al este, el nuevo convento de las Salesas Reales, que había sido promovido y estaba siendo levantado por voluntad de la reina Bárbara de Braganza para dedicarse a la formación de las niñas de la alta nobleza madrileña, abría las puertas a sus alumnas que acudían en las más lujosas carrozas que pudieran verse por todo Madrid.
La de los condes de Benavente se había detenido una manzana atrás por indicación de su ocupante, la joven Beatriz Rosillón, al advertir los gestos y aspavientos de su amigo Braulio que corría por la calle a su encuentro.
Le abrió la portezuela para dejarle entrar, y el mozo se precipitó a su interior entre risas y con la pronta intención de buscar sus labios, sin resistirse a perder una oportunidad de saborearlos de nuevo.
—¡Braulio, déjalo…! Nos van a ver.
Para su corta edad, Beatriz poseía una belleza inusual que le había llevado a convertirse en el centro de atención más codiciado por los jóvenes herederos de la nobleza de Madrid.
—Pero ¿tú qué haces aquí? ¿No tenías que estar ya en tu colegio?
—No te preocupes, llegaré a tiempo. He venido a caballo, y si lo azuzo me llevará casi volando. —El joven sujetaba sus manos sin dejar de mirarla a los ojos—. Necesitaba verte y animarte la mañana, antes de que inicies tus aburridas clases.
—Pues lo has conseguido, porque hoy me espera una pesadísima hora de teología, otra de música y una más de protocolo que me parecen odiosas. Sólo deseo que llegue la última; la de arte y pintura, pues es la única en la que de verdad disfruto. —Le empujó para que saliera del carruaje—. ¡Vete ya! Al final voy a llegar tarde yo. Esta noche nos veremos en el concierto. Supongo que vendrás, ¿no?
—¡Por supuesto! Ya sabes lo mucho que me gusta la música. —Le puso una falsa mueca de satisfacción—. Dame otro beso y te prometo que me voy.
Beatriz se acercó a él con aparentes intenciones de cumplir su deseo, pero le dio un empujón que terminó por sacarle de la carroza entre risas. Cuando vio que Braulio se alejaba, hizo que el paje reiniciara la marcha para llevarla hasta las puertas del convento. Luego, entró a toda velocidad y llegó a su clase en el momento justo que se empezaba a pasar lista. Como Rosillón era de los últimos, le dio tiempo a sentarse y a esperar con tranquilidad su turno.
Ella se había empeñado en mantener sus apellidos, aunque sus padres adoptivos habían tratado de convencerla de las ventajas de los suyos, pues entendía que era la única manera de honrar la memoria de sus verdaderos progenitores. Por más que estuviera agradecida por el constante cariño y las delicadas atenciones que había recibido, sobre todo de Faustina, no olvidaba de dónde procedía ni bajo qué circunstancias había llegado a su nueva casa. Todos pensaban que lo que presenció aquella horrible noche en la residencia del marqués de la Ensenada se había borrado de su memoria, pues a excepción de Braulio, a nadie más había hablado de ello. Pero no era cierto, y eran pocas las noches que no le asaltaban aquellas imágenes, todavía tan reales como cuando las había vivido en primera persona.
Mantener un silencio total durante el primer año le había parecido un juego de lo más divertido, aunque viese la preocupación que causaba a Faustina y su marido Francisco. Al principio no había sido esa la única razón de su aislamiento, sino más bien los efectos del terror que había vivido. Al ver a su madre muerta, tan cerca de ella, sintió que su lengua se volvía más pesada y vaga para hablar, y decidió no ponerle resistencia. Pero después, pasados unos días, encontró ventajas a su silencio; se imaginaba que estaba en una isla desierta a la que podía acudir cuando lo desease, y en ella se instaló durante mucho tiempo.
Al año siguiente, el mismo día que decidió dejar atrás aquel mundo íntimo para embarcarse hacia otro más interesante, pensó que sus primeras palabras debían asomar en forma de pregunta, pues deseaba saber cuándo volvería a ver a su padre. Cuando lo hizo, Faustina rompió en sollozos. Beatriz, imaginando que éstos no se debían sólo a haber descubierto que volvía a hablar, no quiso llorar como ella y se propuso guardar ese nuevo dolor al lado del de su madre, dentro de su abatido corazón.
Sin saber los motivos de la muerte de sus padres, recordaba dos cosas con total nitidez. La primera, los rostros de dos altos cargos religiosos que parecían capitanear al grupo de los hombres que mataron a su madre. Y lo segundo, la seguridad de que Ensenada, además de haber sido el patrón de su padre, era también responsable de su desgracia. Durante un tiempo insistió en querer saber más de lo que le habían contado, intentándolo con todo aquel que, por llevar tiempo al lado de los condes de Benavente pensase que podría aportarle nuevos datos. La falta de resultados, le hizo pensar que todos estaban confabulados para ocultarle la verdad, que jamás la sabría y que tendría que buscar otras fuentes, ajenas a su entorno, para saber lo que había ocurrido.
Cuando cumplió los trece años apareció Braulio y su madre María Emilia Salvadores, lo que supuso un relativo alivio a su monótona vida. De su llegada desde Cádiz, recordaba la imagen de un niño muy delgado, débil y de aspecto más bien triste. Su pelo era rubio y con abundantes rizos, y su piel lucía un inusual tono moreno que resultaba bastante chocante. Tuvieron que pasar varias semanas hasta que empezó a recuperar su salud y, con ella, aquel particular brillo en sus ojos, que luego resultó habitual en él y una de las características que más le definían.
Pronto se conocieron, animados por sus respectivas familias, y empezaron a compartir, primero inocentes juegos, y al ir creciendo, sus vidas. Con Braulio descubrió que la tristeza no era patrimonio exclusivo, pues éste había padecido iguales o peores experiencias que las suyas. Sus almas parecían tan iguales que el flujo de vivencias, sentimientos, e historias, brotaron de forma natural.
Beatriz supo que en la sangre de Braulio se habían mezclado dos razas y que la mitad era gitana. También, que a esa causa se debía su orfandad y el desprecio que le habían manifestado los miembros de su misma etnia. Envidió de él que al menos supiera los motivos que habían provocado su dolor, por extraños e injustificables que le pudieran parecer. A diferencia de ella, Braulio tenía un destinatario claro de su odio.
El fuerte alarido de la profesora de teología, devolvió sus pensamientos a la realidad aunque, casi al momento y sin haber pasado dos minutos, ya estaba pensando en la ropa que se pondría aquella noche para el concierto que iban a celebrar sus padres en su residencia, donde se había invitado a una gran parte de la aristocracia madrileña.
El palacio de los condes de Benavente constaba de varios pabellones, amplias cocheras y caballerizas y un frondoso jardín con viejos robles y dos bellas fuentes. Los diferentes estilos de sus edificios se debían a las sucesivas adquisiciones de casas anejas a la primera vivienda de la familia, comprada a principios del siglo anterior, ahora reunidas, y rodeadas por un alto muro que ceñía su perímetro.
La vivienda principal lucía granito en sus zócalos, esquinas y jambas, y guardaba el ladrillo para el resto de la fachada y su estructura interna; en altura se dividía en planta baja, principal, segunda y desvanes.
Doña Faustina y su marido Francisco se encontraban a pie de las escaleras, recibiendo al innumerable desfile de nobles, eclesiásticos y políticos, que iban siendo anunciados por su mayordomo coincidiendo con la llegada de sus carruajes.
Faustina lucía una casaca con brocados de seda malva, abierta en todo su escote hasta la cintura y por encima de un peto triangular, en tono más oscuro, que además de resaltar su natural belleza ocultaba bastante bien su avanzado embarazo. Aquella noche, ambos derrochaban una exultante felicidad, pues pretendían celebrarlo con todos los reunidos, después de haber pasado casi once años de matrimonio sin haber conseguido descendencia. La reina Bárbara de Braganza había excusado su presencia y la del Rey, pero había cedido con gusto a su músico Domenico Scarlatti para que presentase una nueva sonata de cámara en el palacio de su amiga.
—¡El obispo Pérez Prado, gobernador de la Secretaría de la Santa Inquisición! —El mayordomo anunciaba la presencia de aquel detestable hombre, que el conde se había empeñado en invitar contra la expresa voluntad de su mujer.
—El duque de Huáscar, embajador de España en Francia.
Aunque entre ellos existía una manifiesta rivalidad y conocía su postura contraria al marqués de la Ensenada, el conde había decidido invitar a Fernando de Silva Álvarez de Toledo como representante de la familia de más poder en España.
Después de él llegaron los duques de Medinaceli, los condes de Valmojada, la duquesa de Arcos y los duques de Castro; sus más allegados amigos y, a continuación, otros destacados nombres del ampuloso Madrid, así como varios embajadores: los de Francia, Venecia y, el último de todos, el de Inglaterra, sir Benjamín Keene.
Cerró la comitiva el secretario de Hacienda, Marina, Guerra e Indias del rey Fernando VI, don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, que se detuvo en el saludo unos instantes más que el resto, en agradecimiento a sus amigos por aquella invitación.
La amplia galería que iba a acoger el concierto disfrutaba de una generosa iluminación que distribuían cuatro grandes lámparas de araña. Sus paredes estaban recubiertas de madera, con grandes paneles de tela, cuyos ángulos estaban enriquecidos por molduras doradas con una gran cantidad de finas figuras talladas.
Las mujeres permanecían sentadas sobre las más de cincuenta sillas de estilo inglés, y sus maridos, en corros de animada conversación, degustaban un delicioso vino dulce.
Beatriz y Braulio habían escogido una discreta esquina, donde soportar con escasa disposición de ánimo la que para ellos sería otra aburrida audición, para poder charlar sin molestar al auditorio.
Al hacer su entrada el músico Scarlatti, todos los varones se aproximaron hacia el lugar que ocupaban sus mujeres, para atender el comienzo de la sonata a solo para clave.
Los virtuosos dedos del artista jugaban con los primeros arpegios en un admirable cruce de manos; dibujando una contraposición de los distintos movimientos, grave y allegro, bajo la atención de un público que, nada más escuchadas las primeras notas, se entregaron a su indudable calidad.
Aunque todos parecían estar concentrados en la pieza, algunas miradas se dirigían hacia otros puntos. Unas, advirtiéndose de la incómoda presencia de algún personaje. Otras, con el sencillo motivo de saludarse. Y el resto, deleitándose en la contemplación de las muchas y bellas damas.
El inquisidor general Pérez Prado cuchicheaba con el superior general de los jesuitas padre Ignacio Castro y con el confesor del Rey, también jesuita, padre Rávago. Viéndoles juntos y ante la evidente apariencia de satisfacción que mostraban, el diplomático Keene se imaginó el asunto que ocupaba su conversación, que no sería otro que la sorprendente detención del gran maestre de la masonería española Wilmore aquella misma tarde. Keene, que había recibido la noticia poco antes del concierto, meditaba preocupado las consecuencias de la misma, tanto hacia su persona, como hacia alguno de sus conciudadanos.
Desde otro ángulo del salón, el marqués de la Ensenada, si bien había seguido con atención los primeros movimientos de la sonata, estaba decidiendo quién de los presentes podría merecer su posterior conversación. Al descubrir al joven duque de Huáscar, resolvió que aquél no iba a ser uno de los elegidos. Antes prefería al embajador inglés, que también había localizado entre los invitados, y luego se dirigiría al padre Rávago para comentar qué planeaba hacer con el masón Wilmore, tras su captura gracias a su espía el conde de Valmojada.
Cuando Scarlatti estaba terminando el último movimiento con un vivo en estilo fugado, Braulio se alarmó al notar la palidez que estaba invadiendo el rostro de su amada Beatriz. Su mirada se había clavado sobre dos de los invitados; el inquisidor general y el superior general de los jesuitas, mientras sus recuerdos volaban a toda velocidad hacia un momento de su vida, cinco años atrás.
Beatriz, al empezar a sentir las primeras arcadas, se levantó de forma precipitada de su silla para iniciar una sonora carrera que le alejara cuanto antes de aquella galería. Ante el estupor de todos los presentes, Braulio hizo lo mismo en persecución suya, hasta que la alcanzó cerca ya de su dormitorio.
—No sé qué te pasa, Beatriz, pero necesito que me lo cuentes. —Ella se echó a sus brazos, y tardó unos segundos en poder hablar, costándole respirar.
—Les he visto… —repitió por tres veces, sin explicarse más.
—Pero ¿a quiénes has visto? —le cortó Braulio ansioso.
—He visto los rostros de la muerte.