En Cádiz.
Año 1749, 21 de septiembre
Una persistente y copiosa lluvia se había instalado desde hacía tres días sobre la bahía de Cádiz y azotaba sin misericordia los muelles y atarazanas de la base naval de La Carraca, en la isla de León.
Un poderoso buque de guerra comenzó a arriar sus velas, al enfilar la bocana del puerto por el caño que recorría el muelle principal. Dos gallardas cabezas de águila embellecían el mascarón de proa de aquel navío de setenta y dos cañones, bautizado con el nombre de Firme, uno de los más modernos de la marina de Fernando VI, construido en aquel mismo arsenal pocos años atrás.
Desde otro buque amarrado al muelle, el infante de marina Juan Carrasco, a su vez secretario del almirante González de Mendoza, supervisaba la descarga de la abundante provisión de maderas de roble, nogal y álamo negro que llegaba cada mes desde el puerto de Bilbao para cubrir la intensa actividad constructora del arsenal.
Nada más avistar la llegada del nuevo barco, su exasperado ánimo —bastante perturbado de antemano por las dificultades y problemas que habían surgido en las complejas operaciones del primero—, empeoró de forma sensible al conocer la conflictiva carga que transportaba.
A la vista de las primeras operaciones que se emprendían para facilitar su atraque, hizo localizar a su segundo, al que encargó de inmediato que le reemplazara en sus funciones para dirigirse a toda prisa hacia los edificios principales y transmitir a su superior la noticia de la llegada del navío.
Alcanzó los soportales que recorrían primero las viviendas de los oficiales y los despachos después, hasta llegar al almirantazgo, cuya puerta permanecía siempre custodiada por dos infantes armados. Entró como un relámpago en su interior, dirigiéndose a la segunda planta, a la sala de juntas, donde sabía que encontraría al almirante. Tocó a la puerta con cortesía, hasta que escuchó la voz que permitía su entrada.
Sobre una mesa ovalada de grandes dimensiones se encontraban dispuestos varios planos de barcos y una gran maqueta, que parecía concentrar la atención y los comentarios de los dos acompañantes del almirante González de Mendoza. La entrada del infante no pareció atraer su interés ni ser causa suficiente para abandonar su conversación.
—Con el uso de maderas más ligeras pero firmes, como el álamo negro, conseguiremos aumentar la capacidad de armamento de los navíos y su distancia de tiro sin menoscabo de su maniobrabilidad. —El constructor irlandés Mullán llevaba tres meses entre ellos tras haber sido contratado de una forma un tanto irregular por el marino y científico Jorge Juan durante una misión de espionaje a los astilleros ingleses encargada por el marqués de la Ensenada.
—Disculpad la interrupción, caballeros —el infante Carrasco se decidió a intervenir, vista la poca atención que le prestaban los marinos—, pero me urge informaros de que acaba de llegar el navío Firme con la nueva expedición de gitanos que nos envían desde Cartagena.
—¡Desde hace un tiempo, parece que en este país se han vuelto todos locos! —El almirante tiró un fajo de papeles al suelo, lleno de furia—. Hace sólo tres días llegaron ochocientos gitanos varones, entre ellos doscientos niños, que ni hemos podido alojar, y ahora nos mandan seiscientos más. Por buen amigo que yo sea del ministro Somodevilla, no acabo de entender por qué ha decretado la detención masiva del pueblo gitano. —Se dirigió hacia su mesa de despacho para buscar el último correo recibido del marqués de la Ensenada, localizándolo justo encima de un grueso fajo de correspondencia—. De los doce mil detenidos el treinta de julio nos han asignado dos mil. ¡Jamás antes se vio una redada tan descomunal!
—Miradlo como una aportación de mano de obra barata que nos regala la Corona para que podamos cumplir los ambiciosos proyectos de renovación y ampliación de la flota de guerra que nos ha sido encomendado. —El intendente Varas, como segundo del almirante, pensaba en los cinco nuevos diques de construcción que tenían que estar terminados antes de tres años para acoger el montaje de los nuevos navíos y fragatas.
—Estoy de acuerdo, estimado amigo, pero no os olvidéis que son gente inadaptada y violenta, y que nuestras pésimas condiciones de alojamiento no están contribuyendo a rebajar sus alterados ánimos. De hecho, nos hemos visto obligados a tener que hacer uso de grilletes y cadenas para frenar las primeras fugas y agresiones contra nuestros soldados y empleados de los astilleros. —De un perchero descolgó un amplio gabán que le protegería de la lluvia para acudir a la descarga del navío—. No quiero ni imaginar lo que puede ocurrir con esta segunda partida.
El irlandés, que desconocía los detalles de aquel sorprendente decreto de captura, se interesó por el destino de las mujeres y niñas gitanas.
—Todas ellas —le dio respuesta el intendente— están siendo repartidas por diferentes presidios y casas de misericordia de Sevilla, Valencia y Zaragoza, con la obligación de acometer los trabajos que les asignen para sufragar sus gastos de manutención.
Al extranjero todo aquello le resultaba tan cruel y bárbaro que reconocía un escaso talento en quien hubiera imaginado obtener beneficio alguno de aquella desgracia colectiva.
—¿Alguien puede creer que en esas condiciones, unos u otros van a querer cumplir con lo que se espera de ellos? —Su pregunta, cargada de lógica, y que en el fondo todos compartían, no necesitaba respuesta alguna.
González de Mendoza les invitó a que siguiesen con sus deliberaciones hasta su retorno, y se dirigió con su secretario hacia el puerto, escoltados por una compañía de infantería.
El perfil del navío de línea Firme, con sus dos puentes de cañones de veinticuatro libras cada uno, se iba acercando al borde del muelle con la fuerza de un centenar de marineros que tiraban de cuatro gruesos cabos desde las bitas del buque para amarrarlas en los norays del muelle. A pesar de la intensa lluvia, toda la tripulación se afanaba en distintas labores para facilitar la difícil maniobra de atraque.
Desde la toldilla, los oficiales gritaban las distintas órdenes, mientras vigilaban desde su borda que tanto proa como popa se desplazaran a igual velocidad y en paralelo con la línea del muelle. Un centenar de infantes de marina formaban fila en la cubierta del Alcázar dispuestos a cubrir la escolta de los presos, y varios grumetes se empleaban con ahínco en arrastrar el agua de la cubierta y en limpiarla cuanto podían.
Una vez fue asegurado el buque en sus amarres, dos agudos toques de silbato avisaron a la tripulación que subía al barco el almirante González de Mendoza. Fue recibido a pie de escalerilla por su brigadier, el capitán de navío Álvaro Pardo Ordúñez y sus veinte oficiales, tanto de guerra como mayores. Tras presentarle sus honores, el primero del barco le invitó a seguirle hasta la sala de consejo, a resguardo de la incómoda meteorología, para hacerle entrega de sus órdenes y poder comentar en privado las incidencias del viaje.
Los seis ventanales que daban a los jardines de popa repartían una tenue iluminación que apenas cubría un tercio del recinto, aunque sí a la bella mesa de roble con funciones de despacho, hacia la que se dirigieron. Los dos marinos, viejos conocidos y amigos, una vez solos, rompieron todo protocolo y se dispusieron en cómodos asientos a conversar durante unos minutos.
—No imaginaba verte aún por estos mares; te suponía navegando por las Indias. —El almirante disfrutaba de la inesperada presencia de su antiguo amigo de academia, con el que había compartido aprendizaje e instrucción en la escuela naval de San Fernando.
—En efecto, debería estar más cerca de La Habana que de aquí, pero Cartagena ha retrasado mi partida para acoger la inmensa carga humana que te envían.
—¿Cuántos? —El almirante se retiraba la peluca para poder secarse el sudor que corría por su calva, previendo que cualquier cifra que escuchase le parecería de todos modos superior a sus posibilidades. El capitán Pardo le preparó el golpe ofreciéndole una copa de anís, que él mismo le sirvió para endulzarle la amarga noticia.
—El número total que embarcamos fue de novecientos cuarenta y dos. —El rostro del almirante empalideció de modo alarmante—. ¿Son muchos más de los que esperabas?
—Trescientos más de los que me prometieron. ¡Menudo desastre se me avecina!
Sin permitirles continuar su conversación y tras obtener su permiso, un teniente entró en la sala para notificar el final de los preparativos de la apertura y descarga de las bodegas. De camino a cubierta, el ayudante les explicó que se empezaría por la más pequeña de todas; la más próxima al trinquete, y se continuaría después, por atrás, con las de mayor capacidad con la idea de no abrir ni desalojar una nueva hasta que la anterior no hubiese quedado vacía y sus ocupantes en el muelle, a cargo de los infantes del arsenal. A lo largo del recorrido por el interior del buque se había situado abundante tropa de infantería y de artillería, armados con fusiles, para evitar cualquier intento de fuga o altercado, con orden de disparar a muerte si se hiciese necesario.
El almirante González de Mendoza, y el capitán Ordúñez, se colocaron en un lateral del combés por donde se iba a dar salida a los gitanos.
Tal vez fue el efecto del pútrido y nauseabundo olor que comenzó a surgir desde aquel agujero o quizá el asqueroso y lamentable aspecto que presentaban los primeros reclusos que asomaban al exterior, o la suma de ambos, lo que les hizo retirarse un tanto hacia atrás, no se sabe si buscando un poco de aire puro, o por un instintivo rechazo a lo que sus ojos veían.
Heridas ennegrecidas por la gangrena en piernas, muñecas o en espaldas desnudas. Miradas muertas y ausentes en los más viejos y cuerpos secos y arrugados por la enfermedad en los niños. El oscuro odio que parecía recorrer las venas de los más fuertes se mezclaba con la pálida resignación de los que caminaban abandonados a su fatal destino. Jirones de sucia ropa colgando de todos, y siempre, flotando a su alrededor, ese penetrante olor que desprendían, mezcla de excreciones humanas, muerte y putrefacción. Se escucharon disparos en el interior del barco, donde algunos gitanos quisieron dejar rubricado en sangre su honor, estampado junto a sus vísceras, sobre paredes y suelos. Otros, ya en el exterior, no llegaron a alcanzar la escalerilla de salida al morir atravesados por lanzas o espadas cuando se abalanzaban sobre la tropa, sin más objetivo que terminar con aquel tormento cuanto antes.
Cuando asomaba la tercera remesa desde la última de las bodegas, un teniente de navío les informó que en la primera se habían contado cuarenta cadáveres, tres de ellos niños, abandonados entre hambrientas jaurías de ratas, charcos de orines y una apestosa suciedad.
Pasadas dos horas, los últimos gitanos abandonaban la embarcación dejando a sus espaldas una veintena de cuerpos abatidos en cubierta, y un saldo final de ciento ochenta y seis cadáveres. Sólo setecientos cincuenta y seis, de los novecientos cuarenta y dos que habían embarcado en el puerto de Cartagena, fueron conducidos hasta las instalaciones del penal.
Los dos mandos militares, al igual que los demás espectadores de aquella horrenda función, sabían cuán inútiles resultaban las palabras para poder expresar la atrocidad de lo vivido y sobreponerse de aquel desastre. Un sobrecogedor silencio se instaló en todo el barco durante las horas siguientes.
—Me voy al penal para ver cómo se puede organizar esta catástrofe. —El almirante rompió a caminar mirando a un cielo que, por fortuna y tras varios días ocupado con negras nubes, había resuelto regalarles una cálida tregua de sol. A mitad de su descenso, se volvió hacia atrás para tratar de retener en su memoria una nueva imagen de aquel barco que ahora brillaba por el efecto purificador del sol. De sus maderas se desprendían vapores de humedad acumulada, como queriendo liberar de su ser todo resto de muerte y sangre, y sus mástiles parecían ascender hasta rasgar las nubes con el deseo de evitar que ninguna nueva sombra lograse oscurecer su noble porte.
El almirante caminaba al lado de su secretario en dirección al penal de las cuatro torres, donde le esperaba una complicada tarea. En el pasado, aquella cárcel había sido pensada sólo para acoger a los presos juzgados por delitos de robo o sangre de todo el sur de Andalucía pero desde hacía un tiempo y debido a las necesidades de mano de obra para levantar nuevas defensas en los grandes puertos del Caribe, el Rey había ordenado el envío de todos los prisioneros disponibles hacia las Indias como mano de obra barata.
Mientras recorría los últimos metros que le restaban por alcanzar las puertas del penal, recordaba el último brote de tifus que había diezmado la población de reclusos y las denuncias de los médicos del arsenal por la absoluta falta de higiene y la desnutrición a que se veían sometidos con la escasa ración que recibían. Aquellos problemas le parecían pequeños para los que ahora se le presentaban. Decidió que su amigo el capitán de navío Pardo, de ruta hacia La Habana, podía ayudar a rebajarlos llevándose algunos centenares, aunque tuviese que escribir al mismísimo marqués de la Ensenada para que éste lo autorizara. Pensó, que la mejor manera de exponerle su necesidad sería invitándole a cenar esa noche en su residencia y en compañía de su mujer María Emilia, que seguro apreciaría también su visita.
—¡Carrasco! Vaya usted de nuevo al barco y diga a su capitán que le espero a cenar. Y de camino, ordene de mi parte que acudan de inmediato al penal todos los médicos disponibles. Luego, vuelva para ayudarme. —El infante partió corriendo de vuelta al puerto, jurando en su interior contra el almirante y contra su propio sino, pues ese día él parecía el único que trabajaba en toda la base naval.
Pasada una semana de la llegada de los últimos gitanos al arsenal de La Carraca, una doble hilera de presos salía del penal a primera hora de la mañana hacia un fangoso entrante de mar, al oeste del puerto, donde se trabajaba en una vasta excavación que alojaría dos diques secos, los primeros que vería un astillero en España, bajo las indicaciones del científico y marino Jorge Juan.
Ya hacía tres jornadas que el navío que les había servido de transporte desde Cartagena había levado anclas para dirigirse al puerto de La Habana con la carga de casi quinientos hombres, lo que había dejado al penal con un aforo más cercano a sus posibilidades y algo más satisfecho a su almirante en jefe tras haber logrado la ayuda de su amigo Álvaro Ordúñez.
Timbrio Heredia y su hermano Silerio encabezaban la comitiva, sin dejar de ser vigilados ni un solo segundo por cuatro de los cuarenta guardias del penal que acompañaban a diario a los presos. Su marcado carácter violento y las heridas de dos infantes de marina, encargados de su vigilancia en los patios de la prisión, así lo habían aconsejado.
Habían sido detenidos el fatídico treinta de julio en una población cercana a Madrid donde residían desde hacía más de quince años, dedicados a la explotación de una herrería que gozaba de un asentado prestigio y abundante trabajo. Aunque no permitieron que el arresto se saldase sin el cobro de alguna vida, y fueron dos los militares que no lograron superar sus habilidades en el uso de la navaja, no pudieron regalar con idéntico trato al resto, que se emplearon así con mayor saña contra ellos, inmovilizándolos con cadenas y cuerdas, y moliéndolos a palos y patadas después.
Timbrio tenía mujer y dos hijas, ambas de corta edad. Su hermano, que acababa de casarse con Amalia —la prima más joven que tenía su mujer—, aún no había tenido descendencia. Pudo ser su juventud y belleza o una calculada y cruel venganza, lo que convirtió a la recién casada en destinataria de los abusos de aquellos soldados, que practicaron a la vista de los dos hombres maniatados y de las mismas niñas, con la impiedad de ser invitadas a observar aquello que les podía pasar también a ellas de no obedecer sus órdenes. Las lágrimas que corrían por las mejillas de las niñas contrastaban con la serenidad de la joven víctima, que no perdía el orgullo de su honra y con el odio tiñendo sus pupilas. Si algo les quedó marcado de por vida a los dos hermanos gitanos, aparte del cruento desfile de vilezas a que todos fueron sometidos, fue que ninguno de los vecinos que asistieron al espectáculo trató en ningún momento de asistirles. Allí estaban muchos de sus clientes, incluso más de un noble y algún que otro eclesiástico, y a todos consideraron desde ese momento cómplices del delito, con igual culpa que los primeros.
Supieron después que sus bienes habían sido repartidos entre el corregidor, dos justicias, y el oficial que dirigió la detención. Contra éstos, y contra todos los que presenciaron su deshonrosa captura, se juraron empeñar sus vidas en procurarles una despiadada venganza.
Al subir una pequeña loma se cruzaron con otra caravana, formada por niños pequeños, que también se dirigía a trabajar a los talleres. Algunos parecían cadáveres andantes, a la vista de su extrema delgadez.
—¡Fíjate en esos pobres diablos, los tratan peor que a animales!
Un seco golpe en una de sus cejas le abrió una herida por la que empezó a brotar abundante sangre. El guardia que se había empleado contra él le gritó que dejase de hablar en su jerigonza y que se limitara a caminar callado como los demás.
La mujer del almirante, doña María Emilia Salvadores se dirigía con sus criadas a oír misa de ocho y también se cruzó con los pequeños gitanos, cuando éstos atravesaban la explanada principal en dirección al taller de carpintería y calafatería.
Sobrecogida por el lamentable aspecto que presentaban en general, le atrajo uno que destacaba por su desaliñada cabellera abarrotada de rizos de un vivo color rubio. Podría tener unos trece años. Su delgadez aún era más exagerada que el resto, y cerraba el grupo en un triste y aislado caminar que le hacía parecer más huérfano que los demás.
Se dirigió a una de sus acompañantes, confiándole el encargo de informarse sobre el nombre y situación de ese chico tan pronto como pudiera. Se detuvo hasta verle desaparecer por detrás de una esquina, con una extraña sensación de vacío, y sin entender por qué, ardió en deseos de salir a su encuentro para acogerle entre sus brazos.
La imagen de aquella criatura le acompañó durante toda la misa, y estuvo presente en las consultas a su confesor, aunque éste sólo supo interpretar aquellos impulsos como reflejos de su insatisfecho instinto maternal.
De vuelta a su residencia, María Emilia meditaba sobre aquel suceso con el ánimo perturbado pues, sin saber cómo, el niño le había hecho enfrentarse a aspectos de su vida que no funcionaban desde hacía tiempo, como si él fuera la llave que abriese en ella una puerta sin retorno, por ciego que fuera el destino que la dirigiera.
No muy lejos, su marido se desesperaba al comprobar a pie de obra el escaso rendimiento en el trabajo de los gitanos. Para acometer la construcción de los nuevos diques habían tenido que desviar el curso del caño que bañaba esa zona para poder trabajar en seco, pero el terreno contra el que se enfrentaban seguía resultando demasiado húmedo, cuando no era puro fango.
Los hombres tenían que cavar en un bancal casi imposible, donde sus piernas se hundían hasta las rodillas y los grilletes y cadenas sólo complicaban aún más sus movimientos. Aunque en cada dique trabajaban mil hombres, si evaluaba su avance, éste resultaba tan escaso que parecían contar con menos de cien.
Se quejaban de forma constante, unas veces por la incomodidad de sus ataduras, otras por la poca comida que recibían, y siempre por las duras condiciones de la faena.
Las peleas e intentos de fuga eran tan frecuentes que casi toda la tropa del arsenal se dedicaba más a las tareas de vigilancia para contener sus desmanes que al resto de las habituales labores de la base.
—Por favor, ¡escúcheme, mi señor!
El secretario Carrasco trataba de atraer su interés para que abandonara su estado de abstracción.
—Se están produciendo fuertes altercados en los talleres donde se ensamblan las cuadernas de la nueva fragata Victoria. —Su enrojecido rostro justificaba la prisa que había empleado en localizarle.
El almirante suspiró bastante anonadado. Aunque le pareciera imposible llegar a imaginar peores males de los que ya tenía, la realidad parecía disfrutar regalándole nuevas posibilidades.
—¿Cómo ha empezado todo? —Avanzaba a paso rápido hacia el lugar de la reyerta.
—Esta vez se trata de una docena de gitanos que están encargados de fabricar propaos para las nuevas fragatas. Como andan con yunques, martillos y fuego, nadie pensó que pudieran llegar a darles otro uso que el esperado. Pero así lo han hecho, y sin haber mediado disputa alguna han abierto la cabeza a diez operarios, a otros cinco les han aplastado las costillas y, cuando los dejé, peleaban cuerpo a cuerpo contra quince de nuestros soldados, a la vez que trataban de quemar la abundante provisión de madera del almacén.
—¡Juro que esta vez lo pagarán!
González de Mendoza apretaba con furia sus puños, y aceleraba el paso, sable en mano, para alcanzar el taller, dispuesto a apagar como fuera aquel levantamiento.
Un denso y negruzco humo salía por ventanas y techo de una nave que ya ardía en un tercio de su longitud, mientras por la puerta entraban nuevos refuerzos de infantería y salían otros malheridos.
En un confuso tumulto, una decena de gitanos peleaban de forma furiosa entre espirales y volutas de humo contra una veintena de soldados, sirviéndose de estacas, martillos y barras de hierro que blandían para contrarrestar sus afilados aceros.
El almirante no atendió a las súplicas de su secretario, cuando éste le pedía que dejara a los infantes hacer su trabajo, ni pudo parar su valiente carrera en dirección a uno de los insumisos. Si éste primero, no estuvo ágil para defenderse de su ataque, pues su estómago recibió el sable hasta rozar la empuñadura, tampoco la tuvo el almirante al recibir un fuerte martillazo en su espalda de parte de un segundo, que consiguió romperle de un golpe la columna y hundirle el cráneo a continuación.
El fatídico resultado fue tan inesperado para todos que ambos contendientes se detuvieron unos segundos, entre miradas confusas, antes de volver a enfrascarse en una pelea aún más sangrienta y feroz, que terminó con la muerte de todos los sublevados y de otros diez infantes más.
Delante del marqués de la Ensenada, y a expresa pregunta suya, María Emilia le resumió sus sensaciones desde la noticia de su viudedad.
—Con el aviso de su muerte me sentí destrozada. En su entierro, aturdida por las diez series de veintiún salvas de cañón y la mezcla de olor a pólvora y tierra. Y hoy, extraviada durante su solemne funeral.
—Creedme que siento como propia la pérdida de vuestro esposo. —El marqués tenía la voz quebrada y recogía una lágrima que resbalaba por su mejilla—. Ha sido el más fiel de todos mis colaboradores, además de un buen y leal amigo.
Aquellas palabras de elogio, aunque eran sinceras y agradables a cualquier mujer que hubiese perdido a su marido, y de más calado partiendo de quien las decía, no conseguían mejorar el ánimo de María Emilia.
—Desconozco si habéis decidido qué hacer a partir de ahora, pero os pido que tengáis en cuenta el consejo que os voy a dar; veníos a vivir a Madrid, lejos de estos lugares tan cargados de oscuros recuerdos. Si lo hacéis, al sentirme en deuda con vuestro marido, me encargaré de buscaros casa, empleados, y suficiente renta para que podáis vivir sin estrecheces.
—Agradezco vuestro generoso ofrecimiento. —María Emilia valoró aquella inesperada propuesta durante unos segundos, hasta que se decidió a hablar—. Puedo adelantaros, que la idea no me desagrada —una nueva vida, en el sugestivo y animado Madrid, le resultaba interesante—, aunque necesite todavía algunos días más para poder madurar mi situación.
—Lo comprendo, y ahora debo dejaros. —Se levantó para tomar de nuevo camino hacia Madrid, donde le esperaban sus habituales asuntos de gobierno—. Pero si os decidieseis a seguir mi consejo, hacédmelo saber por carta y con cierto tiempo, para que todo esté preparado a vuestra llegada.
María Emilia Salvadores se cuidó de llevar luto riguroso y de encargar catorce misas por el alma de su difunto, tantas como años había durado su matrimonio, a las que acudía a primera hora de la mañana para reservarse el resto del día en pensar y organizar la laboriosa mudanza a Madrid. También dedicaba un rato, casi siempre al finalizar la tarde y asistida con escaso ánimo, a escribir numerosas cartas a familiares y amigos, informándoles de lo ocurrido.
Cuando un día supo que iba a salir un transporte a La Habana, escribió unas notas cargadas de nostalgia al capitán de navío Álvaro Pardo Ordúñez, solicitándole con verdadero ardor que la visitara en Madrid en cuanto le fuera posible. Para María Emilia, Álvaro no era tan sólo un amigo. Con él se había dejado arrastrar en una desenfrenada carrera llena de pasiones y secretos durante el tiempo que había estado destinado en el arsenal.
Una de aquellas tardes, mientras calculaba el número de baúles que podrían salir hacia su nueva casa, cuya dirección había sido ya decidida e informada en carta manuscrita del marqués, una de sus criadas le mencionó un asunto que había olvidado por completo.
—Si mi señora recuerda, el mismo día que falleció su marido, que Dios le tenga en su gloria, me solicitasteis una información sobre un chico gitano que ya dispongo desde hace días. He dudado si seguiría siendo de vuestro interés con todo lo ocurrido, pero prefiero que lo decidáis vos.
La evocación de la enternecedora estampa de aquel niño, hizo que María abandonara aquellos papeles que le habían ocupado toda la tarde.
—Por supuesto que sigo interesada. ¡Contadme qué habéis sabido de él!
—Se llama Braulio y de apellido Montoya. El chico dice tener trece años y ser oriundo de Almería, aunque no se imagina lo que me ha costado conseguir que hablara. Como nadie sabía nada de su familia, tuve que dirigirme a él para ganarme su confianza, lo que ha resultado de lo más espinoso por causa de las crueles experiencias por las que ha pasado en su corta vida, que luego os relataré. Antes, he de explicaros la causa del rechazo que padece por parte del resto de los gitanos; es por el color de su pelo.
—Recuerdo que era rubio y con abundantes rizos… —también enmarañado y sucio, pensaba María Emilia—, pero no entiendo qué tiene que ver con la exclusión a que haces referencia.
—Los gitanos no quieren mezclar sus sangres con ninguna otra raza y como el color rubio no es propio de su condición, entienden que el niño ha sido fruto de un matrimonio impío, y por tanto no reconocido por ellos.
—Ahora recuerdo que parecía caminar aislado del resto de los niños. —A María Emilia, saber que estaba desahuciado por los más desheredados de la tierra le resultaba tan cruel como irónico—. ¿Y qué has sabido de sus padres? ¿Tiene familia en alguna parte?
—Eso me llevó más tiempo y espanto, sobre todo cuando supe lo que les sucedió.
La criada le contó lo ocurrido.
—El treinta de julio del año anterior recibieron en su domicilio de Vera la visita de un alguacil y varios soldados con un mandato de detención. Me contó que en un primer momento su padre se puso a discutir la inoportunidad de aquella orden, al no ser gitano y no afectarle la pragmática, pero no consiguió convencerles y se dispusieron sin más excusas a arrestarles. Al ver la poca eficacia de sus protestas, el hombre se lanzó a un violento forcejeo contra ellos para distraer su atención sobre su mujer e hijo, a los que empujó para que escaparan hacia la iglesia a pedir refugio en ella. Así lo hicieron, perseguidos por tres soldados, hasta que consiguieron entrar y buscaron de inmediato el auxilio del párroco. En un primer momento, éste los recogió movido por la caridad, pero sin haber pasado ni una hora los entregó a las fuerzas militares acogiéndose a la dispensa de obligado refugio que había sido dictaminada contra los gitanos. Los soldados dijeron que habían perdido demasiado tiempo con ellos; ésa debió de ser la causa de su ira contra la madre, a la que asesinaron sin piedad en las mismas escaleras del templo y a la vista del niño. Su padre había corrido idéntica suerte un poco antes, y de no haber sido por la llegada del corregidor él mismo hubiera muerto a manos de uno de los soldados, que parecía decidido a teñir con más sangre sus manos y espada.
La criada acompañaba el relato con lágrimas, sobrecogida todavía por el relato del niño.
—¡Pobrecito! Tan pequeño como es y la vida le ha robado lo que a otros les es dado como normal; tener unos padres, crecer en afecto, jugar con sus amigos. —María Emilia se explicaba, en parte, su instintiva reacción de protegerle cuando le había visto por primera vez.
Una vez sola, pasaron por su mente las sensaciones que había experimentado aquel día y cómo había creído ver en él la llave que podría abrirle una nueva puerta en su vida. Le embargaba la idea de pedir su adopción, pues en sus circunstancias poca discusión le iba a llevar conseguirla, pero se sentía sin la necesaria disposición para cumplir un papel de madre y viuda, en una nueva ciudad desconocida para ella.
Los tres carruajes y su escolta abandonaban la que había sido residencia del almirante González de Mendoza y de su mujer María Emilia Salvadores, para emprender el largo recorrido que separaba las ciudades de Cádiz y Madrid.
Cuatro criadas acompañaban a la viuda del almirante que viajaba en la del medio, con la escolta de cinco infantes de marina y los salvoconductos firmados por el nuevo responsable del arsenal.
Desde su ventanuco, María Emilia observaba cada uno de los edificios por los que pasaba la comitiva, segura de que dejaba en ellos una gran parte de sus recuerdos y muchos sueños entre sus piedras. Lo había meditado despacio y dejaba también atrás la idea de adoptar a aquel niño, aunque ésa había sido una de sus más difíciles decisiones.
Recorrieron la avenida principal de las palmeras hasta la altura de los talleres, sin que María Emilia dejara de grabar aquellas imágenes que se iban sucediendo a su paso. Y allí lo vio; sus ojos se encontraron por un instante. Estaba en el suelo, rodeado de otros niños gitanos que pateaban entre risas su escuálido cuerpo, a la vista del que sabía que era jefe de guardia del arsenal.
Hizo detener el carruaje y bajó corriendo en su ayuda ante la sorpresa del resto. Su presencia asustó a los pequeños agresores que salieron de allí espantados al ver a la mujer y a los dos infantes que la seguían. María Emilia recogió el magullado cuerpo de Braulio y pidió explicaciones al hombre, que no encontró excusa mejor que la de manifestarse del todo desbordado por la sucesión de problemas que se le habían presentado aquel día para tener que atender una inocente riña infantil. Incluyó en su descripción, la fuga de dos peligrosos hermanos gitanos apellidados Heredia y un nuevo motín en uno de los talleres.
Subida en su carroza, María acariciaba con cariño aquellos rizos dorados, embargada por el remordimiento de no haber tomado antes aquella decisión.
Cuando el niño volvió a poner sus ojos en los suyos, entendió que aquella mujer iba a estar presente para el resto de su vida.