Logia masónica Las Tres Flores de Lys

En Madrid.

Año 1747, 1 de febrero

Un robusto inglés de aspecto empalagoso y voz quebrada había sido el hombre asignado por la asamblea para recibir y adoctrinar a un general del ejército del rey Fernando VI en su ceremonia de iniciación a la fraternidad.

El aspirante, que además de militar ostentaba el título de conde de Valmojada, le seguía en silencio por un estrecho y oscuro pasillo, recién aprobada su hombría de bien por los treinta hermanos que componían aquella primera logia fundada en España por lord Wharton. A su alegría por haber superado ese primer trámite, al conde le acompañaba en esos momentos una viva sensación de vergüenza después de haber tenido que escenificar una ridícula fórmula de presentación que le había llevado a aparecer ante ellos con los ojos vendados, el pie derecho en chinela y una soga anudada al cuello.

Ahora, a las puertas de una habitación en penumbra, el inglés le explicaba cómo debía resolver las siguientes etapas a las que tenía que enfrentarse si quería ser nombrado masón.

—Como candidato a aprendiz vas a pasar por cuatro pruebas que de un modo intuitivo te ayudarán a emprender la búsqueda de tu auténtico ser. En el mismo orden del universo es donde encontrarás las claves que te serán útiles para despojarte de tus errores; así, podrás luego discernir lo verdadero de lo que no lo es. Imagínate que eres una roca sin pulir; debes localizar las herramientas necesarias para ir dándole forma.

—¿Qué espera la fraternidad que haga dentro de esta habitación, que más bien parece una cueva? —preguntó el profano al hermano introductor, desprovisto ahora de la venda.

—En esta cámara de reflexión deberás adentrarte en la tierra, enterrarte y sembrarte en ella para que tu fruto luego ascienda hacia lo esencial. Reflexiona sobre la muerte; haz balance de tu vida. Testamenta de ella la esencia de ti mismo. Entre sus paredes, y en su interior, encontrarás algunos objetos e inscripciones que te ayudarán. No te limites a verlo todo bajo sus formas reales; te producirán sensaciones que debes luego explorar e interpretar.

—¿Debo contaros después lo que he concluido?

—No. Tu viaje debe ser íntimo y tus palabras innecesarias. Recuerda, que el silencio es la primera piedra del templo de la sabiduría.

Sin más explicaciones el hermano le cerró la puerta y se dirigió hacia la logia, donde se concentraban el resto de los asistentes. Tocó a la puerta tres veces, se arregló el mandil y el medallón que colgaba de su cuello, símbolo que le identificaba como maestro del taller o logia, y entró en ella con una amplia sonrisa.

Tras unos segundos el general y conde de Valmojada, Tomás Vilche, observó el interior de aquella pequeña cámara ayudándose de la luz de una vela. Una tosca mesa de madera con un trozo de pan, junto a una jarra de agua y un puñado de sal, constituía su único mobiliario.

Recorrió sus paredes empezando desde su cara norte. En ellas encontró diferentes frases escritas que dirigían al neófito a la reflexión. Leyó en una: «Si la curiosidad te ha conducido hasta aquí… vete» y al lado «Conócete a ti mismo». En la pared del sur, una sentencia le proponía: «Si tienes miedo… retírate», o también «Polvo eres y en polvo te convertirás». En una de sus esquinas, reposaba una calavera con dos fémures cruzados.

Aquel conjunto de mensajes junto al aspecto de gruta sepulcral, invitaban a descender a lo más oscuro, al centro de la tierra, como primer elemento de la naturaleza. El hermano le había dicho que era allí donde debía empezar a conocerse, a despojarse de sus atributos materiales para estar preparado luego a la iluminación de su yo espiritual. Allí debía reflexionar sobre sus deberes hacia los demás, hacia el Ser Supremo, hacia él mismo.

El general pasó una hora a solas en aquel lúgubre recinto, a la espera de nuevos acontecimientos. Era consciente de que, para que su misión fuera eficaz, debía acometer con disciplina y absoluta entrega aquella ceremonia iniciática, y así lo hizo. Meditó sobre sus actos, murió a su viejo ser para renacer más desprendido a una personalidad más elevada, en búsqueda de su otro ser; el trascendente, y escribió un testamento que le fue requerido después.

—¿Estás preparado para la iluminación? —El rostro del hermano responsable de su iniciación se asomó por la puerta.

—Ahora me siento más libre y dispuesto a formar parte de esta fraternidad —respondió el conde.

—De nuevo te taparé los ojos para que entiendas tu actual falta de conocimiento, tu ceguera que se genera por tu ignorancia y soberbia. Después, te conduciré hasta las tres siguientes pruebas, donde el aire, el agua y el fuego purificarán por completo tu entendimiento hasta permitirte que veas de nuevo, libre ya de tus limitaciones.

Después de un corto paseo, el conde de Valmojada escuchó un violento golpe sobre una puerta, y otros dos después, desde el otro lado de la misma. A continuación, una rápida sucesión de diferentes voces.

—¡Venerable, a la puerta del templo llama un profano!

—¡Ved quién es, hermano! Y sabed por qué osa turbar nuestros solemnes trabajos.

Otra voz parecía contestarle.

—¿Quién se atreve a entrar en el templo? —Alguien, desde el interior, le respondió—: ¡Es un profano que pide ser admitido entre nosotros, libre y de buenas costumbres!

—En cuanto nos abran —le advirtió su acompañante—, mantén la cabeza hacia abajo en señal de humildad, actitud necesaria para que todos entiendan que vienes a ellos desprovisto de cualquier interés mundano, sin privilegios ni posesiones. Dame todo lo que lleves de metal, joyas y anillos; los mostraré a tus futuros hermanos como prueba de tu rectitud. Y sobre todo, mantente en silencio hasta que te pregunten de un modo directo.

—Si es libre y de buenas costumbres pídele su nombre, el lugar de su nacimiento, edad, en qué religión ha nacido, su estado civil y su vivienda actual.

—Se llama Tomás Vilche, nació en Logroño, de cincuenta años de edad, católico de nacimiento, casado y vive en Madrid en su propio palacio, en las inmediaciones de la puerta de la Vega. —En voz alta, su hermano introductor respondió a la pregunta.

—¡Haz entrar al profano!

El ruido de los goznes de la puerta significó que empezaran a caminar hacia su interior. A los pocos pasos, el general recibió una punzada en su pecho izquierdo.

—¿Qué sentís, señor? —El conde guardó silencio—. Con el uso de esta daga, simbolizamos la pena que podríais padecer si negáis a la sociedad a la que pretendéis pertenecer.

—¿Qué es lo que pedís? —le inquirió otra voz que sintió cercana.

—Pido ser admitido masón —contestó con firmeza el general.

—¿Os presentáis ante nosotros por vuestra propia voluntad y sin coacción? —le preguntó el anterior.

—Sí, señor.

Desde el fondo de la sala, una suave voz, que también apreció firme, le advirtió:

—Reflexionad antes sobre la petición que nos hacéis. Vais a pasar por pruebas terribles que requerirán de vos una firmeza heroica. ¿Estáis decidido a sufrirlas?

—Sí, señor. —Su determinación a introducirse en aquella misteriosa sociedad contribuía a dar más seguridad a sus palabras.

Aquel hombre que a continuación se presentó como el Gran Maestre de la logia, le definió varios principios morales necesarios a todo masón, referidos a la libertad, la moral y la virtud.

—Todo asociado tiene deberes que cumplir —siguió hablándole—. Aceptarlos sin conocerlos sería imprudente por vuestra parte. El primero, es demandaros vuestro silencio sobre todo lo que hayáis podido ver o escuchar, o de lo que veréis y sabréis más adelante. El segundo deber, será el de combatir las pasiones que deshonran al hombre, practicar las virtudes, socorrer al hermano por encima de todo, aliviarle en su infortunio, asistirle con vuestros consejos. Vuestros próximos hermanos serán el destino final de vuestra buena obra; rechazarlos es un perjurio, delatarlos la peor traición. Y vuestro tercer deber —continuó el venerable— será mantener una obediencia sin fisuras a todos los estatutos, normas, directrices, leyes y prescripciones que partan de esta logia a la que pretendéis pertenecer. —Hizo una pausa—. ¿Sentís dentro de vos la fuerza y determinación necesaria para aplicarlas como normas de vida de ahora en adelante?

—Sí, señor. ¡La tengo!

—Antes de seguir, requiero de vos un juramento de honor con la ayuda de una copa sagrada. Si sois de verdad hombre recto bebed, pero si en vos habita la falsedad y la mentira no juréis, pues el efecto que os producirá será tan terrible como letal. ¿Deseáis iniciar vuestro juramento?

—Sí, señor.

—Haced que el aspirante se aproxime al altar. —Una mano le agarró del brazo y le hizo caminar a ciegas hasta otro punto de la habitación.

—Hermano sacrificador, presentad a este profano la copa sagrada; aquella que no debe beber si pretende traicionarnos.

El general sintió el metal sobre una de sus manos. Acercó los labios a su borde y bebió.

—Señor, si vais con engaño, aún podéis retiraros sin que notéis su perjuicio. Os quedan pruebas muy difíciles. Si no tenéis la fuerza suficiente para soportarlas estáis a tiempo de iros. ¿Persistís?

El conde de Valmojada afirmó con rotundidad.

—Hermano terrible, conduce a este profano a realizar su primer viaje y vigila que no padezca en demasía.

El mismo brazo que lo sujetaba hizo que caminara alrededor del perímetro mientras escuchaba un estruendo como de sables chocando entre sí. Tras ello, oyó la voz del venerable.

—Este primer viaje es el propio de la vida humana, suma de pasiones, de obstáculos. Os lo hemos figurado a través del ruido y de la desigualdad de la ruta que acabáis de recorrer. ¿Queréis afrontar un segundo viaje?

—Sí, señor.

Otra vez el hermano terrible, sujeto a su brazo, le desplazó hasta otro punto donde alguien preguntó:

—¿Quién va?

—¡Un profano que persigue ser masón! —contestó el que le guiaba.

—¿Cómo pretende eso?

—¡Porque es libre y de buenas costumbres!

—Puesto que es así, que siga para ser purificado por el agua.

Tuvo que pasar por dos trances parecidos en sus siguientes desplazamientos, purificándose con el aire y el fuego. Una vela quemó su piel, y el aliento de otro de los presentes le renovó el aire. Tras ello, el venerable volvió a dirigirse a él.

—Cada profano que desea ser masón deja de pertenecerse para convertirse en un miembro más de nuestra fraternidad. Para que en cualquier logia seáis reconocido como tal, se os marcará con fuego un sello, conocido sólo por los masones. ¿Consentís en recibirlo en vuestro cuerpo?

—Será un honor —respondió el general. Así lo hicieron.

—Pido a todos los hermanos que se pongan en pie. Vamos a asistir al sagrado juramento de un nuevo miembro. ¡Profano, repite conmigo! —Se dirigió al conde—: «Juro y prometo por mi libre voluntad, en presencia del Gran Arquitecto del Universo y de esta respetable asamblea de masones, solemne y sinceramente, no revelar jamás nuestro gran secreto y ninguno de los misterios de la fraternidad masónica que van a serme confiados, no escribirlos jamás, ni trazarlos o grabarlos bajo pena de que se me corte la garganta, se me arranque la lengua y sea desterrado al más lúgubre de los destinos».

Dio tres golpes con algún instrumento contundente, y ordenó que se le retirara la venda. El conde de Valmojada comprobó la presencia, a ambos lados, de un grupo de hombres armados con espadas, dirigidas hacia él.

—Observa profano; esas espadas estarán siempre listas para atravesar tu pecho, si alguna vez violarais nuestros juramentos.

Con otro golpe, ordenó que le vendaran de nuevo.

—¡Hermano primer vigilante! Tú que te proteges bajo una de las dos sagradas columnas, símbolos de la dualidad universal, del bien y del mal, del blanco y el negro ¿le juzgas digno de ser admitido entre nosotros?

—Sí, venerable maestro —contestó.

—¿Qué pides entonces para él? —añadió el venerable.

—¡La gran Luz!

—Retiradle la venda. —El conde comprobó que todos los presentes habían bajado sus espadas, dirigiendo sus puntas ahora hacia el suelo—. ¡Que la luz le sea dada a mi tercer golpe! —concluyó el venerable.

Luego le pidió que renovara su juramento, como así hizo el general. Le mandó acercarse. La espada que portaba en su mano izquierda fue apoyada sobre su cabeza, una vez que éste quedó de rodillas frente a él.

—A la gracia del Gran Arquitecto del Universo, en nombre de la Gran Logia de Inglaterra, en virtud de los poderes que me han sido conferidos por esta logia, os creo, recibo, y constituyo como aprendiz masón, primer grado, y miembro de la logia de Las Tres Flores de Lys.

Golpeó la hoja de la espada con un mallete tres veces y continuó.

—Hermano, de ahora en adelante, no recibiréis otro calificativo distinto que el de masón. Acércate a mí para recibir el primer beso fraternal.

Tras ello, le ciñó un mandil de piel blanca.

—Llevad este mandil. Es un símbolo de trabajo y os dará derecho a estar con nosotros. Mantenedlo con su reborde levantado.

Recogió unos guantes blancos y se los entregó.

—Recibid estos guantes de parte de vuestros hermanos. Son símbolo de limpieza ante el vicio y la corrupción. Vuestras manos deberán permanecer siempre limpias. —El conde y general se los puso, y miró el rostro del venerable, un inglés que luego supo se apellidaba Wilmore.

—Sólo resta que conozcáis nuestros signos que nos identifican, y después el toque —continuó el inglés—. Cuando te lleves la mano derecha a la garganta, con los cuatro dedos juntos y el pulgar formando escuadra con los demás, estarás recordando el juramento que acabáis de hacer y el castigo que lleva ligado su infracción. Si quisieras darte a conocer a un hermano, que sospechas es masón, presiona con la uña de tu pulgar la primera falange de su índice, dándole a continuación tres golpes iguales. Con ello, le estarás pidiendo que te revele la palabra sagrada, que es Jakin. La deberéis dar al guardián del templo cada vez que queráis entrar en él. —Le señaló con el dedo la dirección que debía tomar—. Id ahora a presentaros, con los toques y signos que acabáis de aprender, a los hermanos vigilantes.

El conde se dirigió hacia las dos columnas que tenían como nombre Jakin y Boaz y saludó a sus dos hermanos con los símbolos aprendidos.

—Las palabras, signos y toques del nuevo hermano son justos y correctos —declararon ambos.

—¡En pie y al orden, hermanos! —proclamó el venerable—. En nombre de la Gran Logia inglesa, en virtud de los poderes que me han sido conferidos, proclamo al hermano que veis entre las dos columnas, aprendiz masón. Os animo a reconocerle a partir de ahora como tal, socorrerle en toda ocasión, pues jamás dejará de cumplir las obligaciones que acaba de contraer con nosotros. —Levantó los brazos invocando algún poder trascendente—. ¡A mí, hermanos, por el signo, la batería y la aclamación! ¡Huzzé! ¡Huzzé! ¡Huzzé! ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!

Todos los presentes corearon aquella soflama.

El venerable ordenó al maestro de ceremonias que le diera asiento al conde y general en su nuevo puesto dentro de la logia, y a continuación se sentó en su trono.

—¡El hermano Orador tiene la palabra! La siguiente tenida versará sobre los peligros que nos acechan desde la perniciosa orden jesuítica que, como sabéis, nos persigue desde nuestra fundación, y también sobre alguna información que poseemos del maldito marqués de la Ensenada, que por lo visto está decidido a conseguir nuestro exterminio. —Al dirigir su mirada hacia un joven, éste se levantó desde su asiento con una carpeta llena de papeles—. Pase por favor a leernos su escrito; servirá de inicio a nuestra siguiente reflexión.

Desde su sillón el conde de Valmojada sonrió.

Por el momento, su farsa estaba funcionando.