En Madrid.
Año 1746, 12 de diciembre
Los dos guardias de corps que custodiaban las enormes puertas de hierro del palacio de don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, se aprestaron a permitir la entrada a una decidida comitiva que iba presidida por el temido inquisidor general del reino y obispo don Francisco Pérez Prado y Cuesta y el superior general de los jesuitas, padre Ignacio Castro, después de haberles sido mostrado un mandamiento judicial que justificaba su presencia e intenciones.
La escasa iluminación del empedrado que recorría los jardines de la magnífica finca, acogía el acelerado paso de aquellos nocturnos visitantes, presurosos por la gravedad de la misión encomendada y por hallar rápido abrigo. El temible silencio que les acompañaba, sólo era roto por el tintineo metálico que producían las varas de los dos alguaciles de la Santa Inquisición.
El paje de hacha del marqués, algo adelantado al tenebroso grupo, les iba dirigiendo hasta la puerta de entrada del palacio sin poder imaginar qué empresa les traería a horas tan inusuales. Llamó con firmeza hasta que ésta fue abierta por un mayordomo, que sin mediar presentaciones, les dio paso al recibidor. Después, acompañó solo al obispo hasta la biblioteca, donde aguardaba el marqués, acompañado esa noche por su íntima amiga doña Faustina, condesa de Benavente.
Aunque el máximo responsable de la Santa Inquisición no solía acudir a la detención de los encausados, al tratarse ésta de una delación que afectaba a la casa del marqués su presencia quedaba más que justificada.
Su rostro afilado, enjuto, y aquellos ojos profundos otorgaban a su expresión, además de severidad, la impermeabilidad necesaria para alejarle de cualquier sentimiento; pues a su misión se debía más que a ningún otro impulso que surgiese de su corazón.
Llevaba una capa de grueso paño, en la que destacaba a la altura del hombro izquierdo el escudo que desde hacía trescientos años representaba una de las instituciones más temidas por el pueblo; una cruz verde flanqueada por una espada a su derecha y una rama de olivo a la izquierda; el símbolo del Santo Oficio.
La doble puerta que daba acceso a la soberbia biblioteca del marqués se abrió de par en par. Con una respetuosa inclinación, el mayordomo dio anuncio de su llegada a los presentes.
—Reverendísimo padre, os aguardábamos con ferviente deseo.
El marqués de la Ensenada, que gobernaba como secretario de Hacienda, de Guerra y de Marina e Indias, y primer ministro del rey Fernando VI, se levantó desde su sofá para recibir al inquisidor, besándole a continuación su anillo.
—¡Sed bienvenido a esta casa!
—Agradezco a vuestra excelentísima persona la amable acogida que me dispensáis, aunque mis motivos estén lejos de parecer los propios de una visita de cortesía.
Don Zenón le invitó a aproximarse hasta el sillón donde se sentaba la condesa de Benavente, que respondió al cortés saludo de don Pedro ofreciéndole acomodo cercano a la lumbre y una taza de chocolate caliente. Ambas proposiciones fueron aceptadas con gusto por el religioso, a pesar de la incómoda sensación que siempre le producía aquella dama con su insultante belleza.
Faustina lucía unos redondeados pómulos que parecían haber sido esculpidos por un ángel. Un exquisito mentón se descolgaba en suave pendiente desde unos caprichosos labios que parecían hincharse o menguar al compás de su conversación. Su nariz era fina y algo respingona, pero si de sus ojos se hablase, no había hombre capaz de no sentirse atrapado dentro de su red esmeralda, expresión de la naturaleza más frondosa y salvaje.
La rebosante belleza de la condesa de veintidós años, casada desde hacía seis con el conde de Benavente, era tan notoria que raro era el noble de Madrid que no hubiese puesto empeño en cortejarla, aunque bien era sabido que ninguno había logrado demasiados resultados.
—Os rogamos que sin más demora nos ampliéis los detalles de la detención que nos ha reunido esta noche.
La condesa le retiraba la taza de chocolate de sus manos para dejarla sobre una barroca mesa de mármol de Carrara.
—Tengo todo dispuesto para ejecutarla en cuanto su excelencia dé la aprobación, y me indique cómo dar con él.
Un gesto afirmativo del marqués de la Ensenada dejó resuelto el cortés trámite solicitado por el inquisidor, que siguió hablando.
—Como es habitual con cada acusado, procederemos a su detención sin darle conocimiento inicial de los cargos por los que se verá juzgado, para evitar, en la medida de lo posible, que pueda reconocer a su delator. Después, será llevado a una cárcel secreta. Allí se le mantendrá en completo aislamiento durante un máximo de ocho días; tiempo suficiente para que pueda meditar sobre sus pecados. Si por beneficio de la inspiración divina los reconociera, podrá pedir clemencia sin que la causa vaya a mayores. De aportar suficientes pruebas de ello, su ayudante de cámara don Antonio Rosillón podrá volver a su vida normal sin ninguna otra consecuencia a los ojos del Santo Oficio, cumpliendo, eso sí, con unas concretas penitencias para que su alma se desprenda de toda mancha de pecado.
—Como ya os expuse hace pocos días —intervino el marqués—, al buen gobierno de esta nación le resultaría muy útil que, de su testimonio y en su santo empeño, se tratase de obtener cualquier nueva información sobre las actividades y fines de la masonería, a la que parece pertenecer este infiel servidor mío. Como bien sabéis, mi empleado fue denunciado por el capellán de nuestra querida condesa de Benavente, el padre Parejas, por la que fui avisado de su delito y a la que estoy del todo agradecido.
La mujer le devolvió la atención con una cálida sonrisa, muestra de su completa lealtad.
—Además de mis ayudantes, esta noche he venido con el superior de los jesuitas, el padre Castro, pues también ellos están interesados en atajar esa peligrosa herejía. Os aseguro que pondremos todo nuestro empeño en ello, Excelencia. —El obispo disponía de medios suficientes e infinita capacidad de persuasión para conseguir, hasta del más resistente encausado, una completa y precisa declaración.
La preocupación que el primer ministro del rey mostraba por aquella secreta sociedad tenía sólidos y justificados motivos. En su vertiente religiosa, el papa Clemente XII había publicado en 1738 una bula condenándola. En ella se prohibía a los católicos la asistencia a reuniones, la pertenencia, o cualquier otro tipo de contacto con la masonería bajo pena de excomunión. Su carácter secreto hacía sospechar a la Iglesia, y también al propio ministro, la connivencia de oscuras intenciones de índole política, pues ambos sabían que bastantes aristócratas y altos mandos del ejército pertenecían a ella.
Unos veinte años atrás, los masones habían establecido su primera sede en Madrid en un antiguo hotel llamado Las Tres Flores de Lys, siendo el responsable de su fundación un noble inglés apellidado Wharton. Junto a otros extranjeros primero, y con la ayuda de los afiliados españoles después, habían difundido con inusitada eficacia su doctrina por diferentes ciudades españolas, en las que se organizaron nuevas logias o casas, donde se reunían para realizar sus secretas ceremonias.
Los rumores sobre el secretismo de sus juramentos, y la crueldad de los castigos a los que se veían sometidos los nuevos miembros de aquella asociación cuando se les descubría desvelando los nombres de sus afiliados o sus últimos propósitos, aumentaron las sospechas del marqués.
Don Zenón había conseguido infiltrar en algunas logias a varios de sus más allegados colaboradores para espiar su objetivo. De sus testimonios, había logrado averiguar ciertos detalles en torno a su cuerpo filosófico y ritos, y empezó a creer que se trataba de una peligrosa organización que tramaba conspirar contra su persona, como primer responsable del gobierno, y contra los intereses de España.
A lo anterior se agregaba ahora la denuncia sobre uno de sus empleados, su ayudante de cámara, de pertenencia a la masonería. De ahí su particular interés y solicitud hacia el Santo Oficio para conocer el grado de implicación e intenciones de la asociación. Si se confirmaba el grave intento de espionaje, la urgencia en neutralizar sus efectos se había convertido para él en todo un asunto de Estado.
—Sin más preámbulos, ruego a su reverendísima que disponga de inmediato la detención del señor Rosillón.
El marqués se levantó para hacer sonar una campana para requerir la presencia de su mayordomo.
—Haré que os acompañen hasta sus habitaciones. Ansío que deis buen fin a este oscuro asunto.
—Santa función es la que tengo encomendada, y creedme que a ella me entrego con total dedicación y devoción y, por qué no decirlo, con bastante satisfacción.
Antes de abandonar la biblioteca, se paró un instante y volvió la vista hacia ellos regalándoles una maléfica sonrisa.
Hasta que el eco de sus pasos no se hubo perdido por los pasillos de la casa, ningún otro sonido se atrevió a romper el tenso silencio que se había adueñado del interior de la biblioteca.
La cálida chimenea distribuía suficiente calor como para que la condesa de Benavente no sintiera la menor sensación de frío, aunque el vigor con que frotaba sus manos hiciera pensar en lo contrario. Un estremecimiento llamó la atención del marqués.
—Faustina, ¿queréis que mande avivar el fuego?
Zenón se sentó a su lado para sujetar sus manos con el ánimo de reconfortarla, sintiendo de inmediato aquella especial suavidad que, aunque no fuera consecuencia de un tacto frecuente, tampoco le era del todo desconocida.
—Mi tembloroso estado no se debe a la temperatura de su hogar, estimado amigo, sino a la presencia de este religioso. Son sus insondables ojos, fríos como el carbón, y su negra alma, dura como el acero, los que me aterrorizan. —La mujer retiró con pudor sus manos de aquel indecoroso contacto—. Bien sabéis, mi señor, que he sido causa de su presencia entre nosotros esta noche, aunque no por ello deje de sentir rechazo hacia su figura que, en mi opinión, representa lo peor de la condición humana.
—Comparto idéntica postura. —Su mirada se posó sobre aquellos ojos que nunca dejaban de atraparle—. En otras ocasiones, ya hemos contrastado nuestras impresiones sobre la necesidad u oportunidad de este Sacro Instituto, por tanto conocéis mi opinión al respecto. Aunque he de reconocer, de todos modos, que hoy su cometido me resulta necesario y su testimonio vital, aun con el uso de sus irregulares métodos.
La condesa de Benavente se refugió durante un instante al abrigo de la chimenea con el ánimo de recuperar la temperatura que había huido de ella por obra del lúgubre inquisidor.
—Creo conoceros lo suficiente, mi querido amigo, para notar que concurre en vos un particular interés sobre este asunto, lejos de considerarlo como un simple caso de herejía. ¿Qué es lo que os atormenta?
La mujer se dirigía de nuevo a tomar asiento mientras se estiraba con coquetería los pliegues del jubón, antes del difícil trance de organizar la disposición del tontillo interior, estructura que ampliaba sus caderas.
—Como sabéis, cuento con numerosos enemigos, tanto dentro como fuera de España, y aunque suelo cuidarme tanto de unos como de otros, sospecho que se han unido con el fin de desestabilizar mi posición y la de la Corona. Y estoy casi seguro que en ese complot la masonería desempeña un papel determinante.
—Por vuestras palabras, ¿he de entender, que consideráis posible que vuestro ayudante de cámara, por ser masón, forma parte de una conspiración interesada en vuestro espionaje?
—Eso es lo que pretendo averiguar, mi fiel amiga. En cuanto supe por vos lo de mi sirviente Rosillón, pensé que su delación haría reaccionar al Santo Oficio, ávido como está de obtener pruebas contra la masonería. Uniendo sus intereses con los míos, espero confirmar mis actuales suposiciones y descubrir quién o quiénes están detrás de esta grave conjura.
Dos pisos por encima de la biblioteca, la oscura comitiva se dirigía hacia el fondo de un largo pasillo donde, según se les había indicado, encontrarían a Antonio Rosillón. A su paso, desde algunas puertas, se asomaban los rostros de los sirvientes del marqués. Sus expresiones, marcadas primero por la sorpresa, se llenaban de temor al entender la gravedad de aquella procesión. Tan rápidas como se abrían se cerraban, rogando que no fuera en ellas donde recayese el interés de los religiosos. El aire que dejaban los religiosos a sus espaldas parecía volverse tenebroso e irrespirable, como si les escoltase una neblina de espanto que convirtiera en muerte y dolor lo que tocaba. La agitación producida en sus primeros pasos se transformó en un hueco silencio durante los últimos metros, antes de llegar a la puerta a la que se dirigía su oficio.
Un puño golpeó tres veces la madera. Los dos alguaciles permanecieron a la espera, sujetando la vara con una mano, y en la otra, una corta espada que portaban siempre en previsión de complicaciones. La tenue luz que regalaba una lámpara de aceite en la pared se reflejaba en el rostro del obispo resaltando en su claroscuro el perfil de su acerado semblante. Por detrás de él y cerrando el cortejo, quedaban el superior de los jesuitas, Ignacio Castro, y el escribano.
Una pequeña figura de once años apareció sonriente por la puerta entreabierta, observándolos primero y correteando después entre ellos, en su inocente voluntad de investigar a aquellos desconocidos.
—¡Beatriz…! —Una voz femenina llamaba a la niña desde el interior—. ¡Vuelve adentro y termina de cenar!
La mujer abrió la puerta por completo y observó extrañada a aquellos hombres, mientras la pequeña se le cruzaba, desinteresada ya por aquella situación.
—Perdónenla, es una niña muy juguetona y ha sido tan descortés que ni siquiera les ha invitado a pasar.
Los cinco hombres entraron sin mediar palabra al rellano de la habitación, bajo la aturdida mirada de la mujer, que sin entender todavía a qué podría deberse aquella visita, se temía que nada bueno la acompañaba.
—¿En qué puedo serviros? —La ansiedad por saber sus motivos, le produjo una creciente sensación de ahogo.
—Buscamos a don Antonio Rosillón y sabemos que éstos son sus aposentos.
La declaración partió de uno de los alguaciles. El obispo Pérez Prado ocultaba bajo sus oscuros ojos las respuestas que la mujer trataba de encontrar en ellos.
—¿Para qué lo solicitáis, a tan altas horas de la noche?
Con horror, la mujer había reconocido el emblema de la Inquisición bordada en el manto del que parecía ostentar una mayor autoridad y los hábitos del jesuita. Sin tiempo de obtener contestación, siguió hablando ella.
—Es mi marido, pero lamento informaros que ha salido hace un buen rato y no sé cuándo volverá, si es que lo hace esta noche.
La mujer mintió con el ánimo de conseguir lo que imaginaba improbable, dispuesta a evitar la misión que les suponía.
—No pongáis dificultades a nuestro empeño —un grave tono de voz salía ahora de boca del superior de los jesuitas—, y llamadle a nuestra presencia, pues sabemos a ciencia cierta que se encuentra aquí.
Una de sus manos agarró sin delicadeza alguna el brazo de la mujer, administrando tanta fuerza en el empeño que provocó un doloroso gemido en ella. Trató de revolverse y chilló alarmada, sin poder evitar que la otra mano del hombre se hiciera firme sobre su otro brazo, quedando por completo inmovilizada.
Un hombre de unos cuarenta años, rubio de pelo, y de estatura mediana pero robusto, apareció por una de las puertas que daba al rellano, alertado por los gritos de la mujer. Al ver la violencia de la escena, se adelantó cerrando los puños, dispuesto a enfrentarse a aquellos hombres que retenían a su mujer. Los dos alguaciles sacaron sus afiladas espadas para cerrarle el paso y frenar sus intenciones, exigiéndole que se quedara quieto. La mujer se vio liberada de las opresoras garras de aquel religioso, y corrió nerviosa a los brazos de su hombre, que expresaba en sus ojos una contenida rabia y una inexplicable sensación.
—¿Es usted don Antonio Rosillón, ayudante de cámara del excelentísimo marqués de la Ensenada? —La voz surgió de los rígidos y fríos labios del obispo.
—Sí. ¡Soy yo! —respondió con firmeza.
—Escribano Ruiz, os ruego que toméis escritura de todo lo que aquí se diga. Y a vos, alguacil Manrique, os requiero para que le sea leída la orden que obra en nuestro poder contra este hombre.
Los aterrorizados ojos de la mujer cabalgaban desbocados entre uno y otro de los presentes con la ansiedad de entender algo de lo que allí se estaba produciendo. Uno de los presentes desplegó un documento de una sola página, y se dispuso con solemnidad a leerlo.
—En Madrid, a día doce de diciembre del año del Señor de mil setecientos cuarenta y seis, y en la presencia del reverendísimo inquisidor general del reino don Francisco Pérez Prado y Cuesta y del superior general de los jesuitas, don Ignacio Castro, se hace saber a don Antonio Rosillón, vecino de Madrid, de profesión ayudante de cámara del excelentísimo señor don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, que por haber llegado a este Santo Instituto de la Inquisición, y en recientes fechas, una grave denuncia contra su persona, se le hace saber que desde este momento queda detenido bajo la custodia de este Santo Oficio y que, por su mandato, será llevado a prisión de inmediato y recluido hasta que se determine la realidad de su culpa.
La mujer rompió a llorar aferrada al brazo de su marido mientras éste escuchaba atónito, y con un semblante invadido de preocupación, aquellas graves palabras. El alguacil terminó de leer.
—Se os hace saber, así mismo, que desde ahora serán inventariados y quedarán confiscados todos vuestros bienes hasta que el proceso termine.
—¡Exijo conocer de qué se me acusa! —Una altiva expresión en su rostro acompañó su impetración.
—Exijo, exijo… —ironizó el obispo—. Os aseguro que ahora no estáis en situación de demandar nada, y menos, una explicación. Mejor sería que os concentraseis en revisar vuestra conciencia. Nuestra clemencia os alcanzará siempre que declaréis vuestro delito, pero esmeraos, pues nuestras dudas os acompañarán si no vemos en vos una sincera rectitud de intención.
—¡Esto es un atropello! —Alzó aún más la voz—. El marqués debe ser informado de inmediato de esta infamia.
—Si queréis hallar alivio a vuestra causa, confesad pronto pues, como podéis comprender, antes de llegar hasta vos el marqués ha sido informado de nuestras intenciones, y no ha puesto objeción alguna. —En contra de la angustiosa expresión del acusado, la risueña mirada del inquisidor reflejaba un especial y cruel disfrute—. ¡Procedamos a la prisión del acusado! —espetó a sus ayudantes—. ¡Iniciad de inmediato la inspección de sus bienes! —Se dirigió hacia el receptor.
Los dos alguaciles se adelantaron hacia él preparados a usar la violencia ante la menor oposición del acusado, acostumbrados a ver que no había reo que se entregase sin mediar protestas y forcejeos. Como ambos le ganaban en corpulencia y altura a Rosillón, juzgaron que les resultaría poco laboriosa su reducción en caso de tener que bregar con él. Pero no calcularon la reacción de la mujer, que con una agilidad casi felina se abalanzó hacia el primero, cuando éste se disponía a agarrar de un brazo a su marido, disparándole sus uñas hacia el rostro con tanta rabia que consiguió rajarle la mejilla en tres finas líneas, tan cerca del ojo que a punto estuvo de recibir éste los acerados apéndices. Estuvo más rápido el segundo al esquivar las mismas intenciones de la fémina, para descargarle una brutal bofetada que la disparó al suelo y a buena distancia de ellos. Tuvo este segundo que abalanzarse a continuación sobre ella, inmovilizándola con todo su peso sobre sus costillas. Por más rabia y empeño que Rosillón ponía en desembarazarse de los tres hombres que se habían lanzado de inmediato a sujetarle, sus esfuerzos resultaban vanos, al verse fuertemente atado y con su cuello aprisionado y retorcido por el musculoso brazo de uno de ellos, lo que apenas le dejaba respirar.
—¡No permitiré que se lleven a mi marido!
Desde su incómoda postura, la mujer no detenía sus pataleos y gritos, y lanzaba las uñas hacia aquel monstruo que apenas la dejaba moverse. Aunque se estuviese entregando a inútiles reacciones primarias, sus pensamientos atravesaban una alocada sucesión de amargas sensaciones, donde predominaba, sobre todas, la sombría visión que el inminente futuro podría deparar a su marido y a su propio destino. Atragantada en la humillación a que se estaba viendo sometida, nada había peor que el tormentoso pensamiento de imaginar el suplicio y la conmoción que su pequeña Beatriz padecería si les veía en esa cruel escena. Notó cómo le retorcían uno de sus brazos sin piedad, hasta pensar que se le iba a descoyuntar del hombro. Las lágrimas le resbalaban, más de rabia que de dolor, aunque parecía ir ganando terreno la segunda sensación sobre la primera. Un vasto cordaje le empezó a ceñir hasta quemarle las muñecas, y otro, por los tobillos, reducía al mínimo sus posibilidades de movimiento.
—Estando bien atada, esta zorrilla dejará de molestar.
La ronca voz de su opresor insultaba la sensibilidad del marido, que apenas podía poner más oposición que expresar una humillante protesta.
—Ruego a sus señorías que sea sólo yo el objeto de sus empeños y eviten esta deshonra a mi mujer que nada le debe a vuestro Santo Instituto.
—De buen agrado lo haríamos si estuviéramos seguros de sus rectas intenciones —respondió el jesuita—, aunque la prudencia nos anima más bien a seguir reteniéndola por un rato.
—No sois más que unos sucios perros carroñeros —apostilló la mujer, antes de recibir un violento puñetazo sobre su rostro que le hizo perder el conocimiento.
A diferencia de la inconsolable impotencia que Rosillón sentía en su anulada capacidad de respuesta ante tamaña tropelía, ni al obispo Pérez Prado ni al jesuita Castro parecían incomodarles demasiado los excesos que acompañaban a aquella detención, hasta que descubrieron el frágil rostro de la pequeña, que atraída por el revuelo acababa de asomarse desde una de las puertas que les separaba del resto de la vivienda. Cuando sus inocentes ojos se cruzaron con los del inquisidor, éste sintió una incómoda sensación de compasión que le urgió a terminar con premura todo aquello.
Ordenó que soltasen a la mujer de sus ataduras, pues parecía seguir anulada su consciencia, y mandó que se aprestasen a salir de inmediato con el preso. Uno de los alguaciles se dispuso a liberar a la mujer de los cordajes sirviéndose de un espadín, cuando inesperadamente recibió sobre su espalda la furia de la niña que trataba con sus pequeños puños de luchar contra aquel hombre que había pegado a su madre y que parecía querer robarle a su padre. En su infantil inocencia, aun sin llegar a entender lo que allí estaba sucediendo, había intuido un peligro desconocido y frío, que tras recorrerle todo el cuerpo le había impulsado hacia ese hombre. Agarrada a su espalda, sus manos se dirigían en la búsqueda de algún punto que fuera más efectivo que el pobre resultado de sus puñetazos, encontrando ahora sus orejas, después su cuello, arañando todo lo que se les cruzaba entre uno y otro lugar. Los gritos de su padre no consiguieron convencerla para que abandonase su inútil empeño, pero sí despertaron a su madre en el mismo instante en el que la niña salía disparada por los aires por arte de la férrea mano de su captor, un tanto harto de los molestos intentos de herirle. Ante los empavorecidos ojos de los presentes, lo que se sucedió a continuación ocurrió de forma tan rápida, que no hubo tiempo de pronunciar palabra alguna, ni de escuchar otro sonido que el grito ahogado de la mujer al recibir en su corazón el mortal filo del espadín, cuando éste quedó cruzado en el camino entre ella y el alguacil, en el postrero intento de abalanzarse hacia él. Quedó sujeta al frío acero y, a través de él, al brazo de su mortal enemigo, detenida su mirada en sus ojos, antes de desplomarse al suelo sin vida.
La pequeña Beatriz permanecía sentada en el suelo, a cierta distancia, quieta, mirando de frente cómo su asesino extraía la afilada arma del pecho de su madre. A continuación, el hombre salió despavorido de la habitación, imitando la reacción del resto, sin asomo alguno de piedad por la pequeña.
El desencajado rostro que el obispo Pérez Prado llevaba al entrar en la biblioteca, demostraba con elocuencia que la misión no se había saldado sin problemas. Si sus anfitriones se habían preguntado, con innegable curiosidad, a qué se debería tanto ruido y agitación, al ver ahora su atormentado semblante, el interés por conocer qué habría ocurrido durante la detención, aún se hacía mayor.
—¡Una gran desgracia nos ha venido a acompañar en nuestro santo objetivo! —El obispo se derrumbó en un sillón con tanta resolución que parecía haber llevado el peso de toda la humanidad sobre sus espaldas—. ¡Créanme que se ha debido a un penoso accidente! —Se frotaba los ojos con un pañuelo como si tratase de borrar una terrible visión—. ¡Qué desastre! —seguía mascullando, sin dar más contenido a su presencia.
—Desgracia. Accidente. Desastre ¡Ruego que os expliquéis y pronto!
El marqués se situaba a su lado, dándole palmadas en el hombro con el ánimo de apoyarle.
—La mujer de Rosillón ha muerto —resolvió sin más adornos.
—¿Justina? —El ministro se llevó las manos a la boca con un gesto de espanto—. ¿Muerta? —Le agarró esta vez de los hombros con fuerza—. ¡Contadme de inmediato qué ha pasado!
Por obra de su minucioso y completo relato se vieron como transportados a lo ocurrido, sintiéndose unos espectadores más de aquella cruenta sucesión de escenas, recorriéndolas al tiempo que él las narraba.
—¿Y la pequeña lo presenció todo? —La sensibilidad de Faustina no viajaba por ninguna otra realidad que la de imaginar la desgracia de aquella niña—. ¿Con quién se ha quedado esa pobrecita?
Muy decidida, la condesa de Benavente se levantó para buscarla. Don Zenón la convenció para que le esperara mientras despedía al inquisidor general, pues éste se había mostrado apremiado en abandonar aquella casa con la excusa de llevar al acusado a prisión y, sobre todo, muy dispuesto a poner cuanto antes solución a su presencia en aquel desagradable contexto.
Ella aguardó en la biblioteca unos minutos, los pocos que tardó en volver el marqués a recogerla para subir juntos hacia las habitaciones de su empleado.
De camino, Ensenada tuvo que tranquilizar los exacerbados ánimos de buena parte del personal a su servicio cuando le salían al encuentro; preocupados unos, asustados otros, por los gritos y visión de la comitiva inquisitorial. Ninguno había sabido entrar a las estancias de Rosillón por una debida prudencia, miedo o una mezcla de ambas sensaciones, pero le aguardaban flanqueando la puerta, curiosos por entender qué habría acontecido en su interior. A unos y otros mandó que volvieran a sus habitaciones, salvo a su mayordomo, al que le requirió para ayudarle a resolver aquel desastre.
Al abrir la puerta, dejaron atrás el último límite donde aún se respiraba algo de vida para enfrentarse al asfixiante ambiente de aquella habitación invadida de espanto.
La muerte había pintado allí un horrendo cuadro, cuyos personajes y motivos parecían haberse detenido en el tiempo, como formas impregnadas en un inexistente lienzo.
El desgarrado cuerpo de la mujer descansaba sobre su propio lecho de sangre. Sus ojos permanecían abiertos en una mirada detenida y quebrada, y desde su pecho manaba un pegajoso río escarlata que endulzaba el aire que la rodeaba y lo teñía de dolor.
Una inmóvil estatua con forma infantil parecía estar cautiva dentro de aquel retrato. En una conmovedora quietud, su posición, a escasa distancia de la madre, parecía haber quedado unida por un lazo invisible que partía de sus ojos y se detenía en el rostro de la mujer. En su mirada no había expresión alguna. Parecía ausente, alojada en una profunda frialdad detrás de sus pequeños ojos negros.
Los tres espectadores que asistían a tal macabra exposición, necesitaron unos pocos segundos antes de recuperar el tono de la realidad.
Con la boca seca y un agudo dolor en su garganta, la condesa corrió a recoger del suelo a la pequeña para abrigarla entre sus brazos, en un intento de interponer su cuerpo con el destino final de su seca mirada. La niña se le resistió con rabia, arañó sus brazos y logró escabullirse de su control iniciando un rápido recorrido a rastras hacia su madre, sin que ninguno de los presentes tuviese tiempo de detenerla. Se abrazó a su cuello, aferrándose con fuerza, mientras la condesa ponía su empeño en separarla, ayudándose de dulces palabras y caricias.
Los dos hombres presenciaban paralizados las evoluciones de la dama, sin saber qué hacer ni cómo ayudarla a resolver la situación. Si la espantosa y primera imagen recibida ya había sido lo bastante fuerte para afectar a sus conciencias, llenos de espanto ahora contemplaban cómo, tanto la niña como la condesa, en su afán, una por recuperarla, y la otra por resguardarse en el cuerpo de su madre, manchaban sus manos, cabellos y vestidos con la sangre derramada, componiendo una dramática escena. Don Zenón se decidió a resolver aquella dolorosa situación, tirando a su vez de la pequeña para conseguir al fin dejarla en brazos de una Faustina que, empañada en lágrimas, salía corriendo de la habitación para alejar a la niña de aquel escenario.
Pasados unos minutos, mientras el marqués bajaba las escaleras hacia la planta baja, emergía en su interior una creciente rabia ante el cobarde y culposo proceder tanto del inquisidor como del superior de la Compañía de Jesús, al que ni había llegado a ver.
Antes de entrar en la biblioteca, ya había tomado la decisión de informar al rey sobre la infame actuación de ambos, por si éste creyese oportuno o necesario emprender alguna medida de castigo contra ellos.
La condesa acariciaba con ternura los oscuros cabellos de Beatriz endulzándola con tiernas palabras que parecían flotar a su alrededor como suave bálsamo. La niña seguía aferrada a su regazo, ocultando al mundo su inocente rostro, como escondida en una cálida y segura madriguera.
El marqués se aproximó a ellas sobrecogido por la ternura de aquella escena.
—Parece hacerse a vuestras manos, Faustina.
—Manos cargadas de culpa. —Sus ojos reflejaban un profundo dolor—. Me siento tan responsable de su desgracia que…
La pequeña pareció entender sus palabras y se juró no olvidarlas jamás.
—Nunca más penséis eso de vos —le cortó Ensenada—. Demasiado bien sabemos quién y quiénes han producido este crimen, y os aseguro que pagarán en su momento por ello.
—Necesito preguntaros si sabéis cuánto puede durar el proceso contra su padre y si tiene algún familiar que pudiese reclamar su custodia.
La segunda cuestión quedó aclarada con rapidez, pues ya lo había consultado a su mayordomo. No poseía más familia y por tanto nadie la reclamaría. En cuanto a su padre, el marqués le expuso cuáles serían los siguientes pasos en su proceso inquisitorial, comunes a cualquier otro encausado.
Le justificó que todo dependía de su disposición a reconocer su culpa. Si lo hacía pronto, podría volver a ser libre en torno a los tres o cuatro meses. Pero si se negaba a ello, los siguientes trámites de solicitud de testigos, declaraciones y defensas podían alargar el proceso mucho más tiempo. Si por obra de todo lo anterior se probaba su delito, la pena consistiría en un destierro a galeras de al menos cinco años.
—En resumen, en el peor de los casos pueden pasar siete años hasta que consiga ver a su hija, y en el más favorable unos cuatro meses. —El marqués empezaba a imaginar las intenciones de su amiga.
—Entendedme si os digo que necesito hacer algo por ella, pues su desgracia pesa sobre mi conciencia. Os pido que me permitáis acogerla en mi casa durante el tiempo que en cualquiera de los dos casos dure su ausencia. Sabéis que le procuraré todo el cuidado y cariño que requiere.
—Por mi parte no encuentro mejor solución que la que me proponéis. Os concedo la adopción temporal de la pequeña siempre que me permitáis visitarla con frecuencia.
Zenón adivinó la ansiedad de Faustina por abandonar su residencia por encima de su expresión de alegría, e hizo llamar a un paje para que fuera preparando su transporte.
Tal vez fue sólo fruto de su imaginación o resultado de la mucha tensión vivida, pero a los pies del carruaje y mientras las despedía, Ensenada creyó ver en aquella última, directa, e infantil mirada que la niña le dirigió, el reflejo de un odio y de una ira que parecía llevar impreso el sello de la muerte.