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Salí de casa a las nueve menos cuarto, como todas las mañanas de mi vida, para estar a las nueve en la oficina (en otro tiempo, para estar en el colegio: y qué tristes las épocas en que no tenía que estar en ningún sitio y asistía al lento e indeseado despertar del barrio, entre leñadores melancólicos y pregoneros guturales y lejanos).

Había ya en la calle un temblor preotoñal, un movimiento de ventanas delatado más por los reflejos de la luz que por el ruido de las casas, todavía dormidas, y una primera agitación de repartidores, porteras que barrían la acera y tenderos que abrían sus tiendas. Por la otra acera iba el padre de Cristo-Teodorito, también como todos los días, como toda la vida, ya con un previsor abrigo de entretiempo (que quizá, como tenía yo observado, era el de todo el año), un sombrero que empezaba a estar pasado de moda y la cabeza un poco menos erguida que de costumbre. A las nueve en punto estaría en su oficina municipal. Rehuía yo el encuentro y el saludo de aquel hombre, que había sido vecino amable y correcto, y luego el profesor caro, y finalmente el padre de un muchacho en peligro, íntimo y casi doble mío, y me parecía que aquella familia no dejaría de atribuirme cierta complicidad en el caso de Tati (inocente de mí), siquiera fuese por el mal ejemplo que había dado a su hijo y el precedente que había sentado con mis amores libertinos o noviazgo con la pescadera. Pero el probo funcionario, mediante la gestión llorosa y tenaz de su esposa, había sacrificado a su hijo y a una muchacha que conocía desde niña, había conseguido que triunfase la línea recta en su vida y en la vida de su hijo.

Cuando él se bifurcó por una calle que le llevaba hacia su destino municipal, apreté el paso, libre ya de aquel posible encuentro, y a las nueve y un minuto estaba en mi sótano húmedo y frío, que me deshacía el vientre, trabajando con la copiadora de cartas y meditando, sentado en una escalera, sobre mi reciente ruptura con María Antonieta. Era todo lo que alguna vez me había explicado Darío Álvarez Alonso sobre la incomunicación esencial entre el hombre y la mujer, pero no creía yo que fuese un problema de sexos, sino un problema general humano, una grave y fundamental discontinuidad de los seres, que entre hombre y mujer se hace más evidente precisamente porque la posibilidad (o el peligro) de comunicación ha sido mayor, ya que en la relación intersexual se cuenta con un lenguaje de signos, con unos hechos físicos que facilitan el encuentro de dos soledades, siquiera sea a un nivel más profundo o más implícito, menos consciente. ¿Qué sabía yo de María Antonieta, de aquella muchacha que amaba a otra muchacha, que me llamaba princeso, que quizá me amaba a mí mismo, que me llevaba a la acequia para hacer el amor (en puridad me había llevado ella a mí) la noche en que su madre estaba muerta en el ataúd? ¿Quién era aquel ser hermético y bello? ¿Una esfinge sin secreto? Quizá la mera sustitución del secreto por la esfinge. Pero, de cualquier modo, no estaba dispuesto a perder mi vida descifrando esta clase de enigmas. ¿Qué, quién había sido yo para ella, sino un niño tímido que se dejaba besar en la frente, hacía un trabajo por debajo de su condición social, lucía unos guantes amarillos por encima de su trabajo, se ocupaba en escrituras inútiles y la abandonaba con buenas palabras? No, no nos habíamos comunicado un solo momento, y esto no me atormentaba por ella ni por mí, pues no pensaba volver a su lado, sino que me desazonaba intelectualmente por el presentimiento de que siempre pudiera ser igual en la vida.

Bajaba algún empleado al sótano, a comerse un bocadillo, y me hablaba de cómo estaba refrescando el tiempo, de que la cosecha había sido mala, un año más (aquellos oficinistas presos entre mostradores, mármoles y teléfonos, tenían una nostalgia incurable de su pueblo) o de que el equipo de fútbol local había empezado muy bien la temporada. El incidente Tati/Cristo-Teodorito, su desgraciado final de auto de fe, me habían hecho ver claro lo que sólo sabía o creía de una manera más o menos literaria: que el complot desde arriba era permanente y que las altas damas, los predicadores y los de la acera de las casas blancas, frente al parque, secundados por la pequeña burguesía fiel, como los padres de Cristo-Teodorito, siempre encontrarían la forma de reducir pacíficamente (o con un punto de violencia, como en el caso de mi amigo o ex amigo y su novia) a los díscolos, a los rebeldes, a los marginales y a los gitanos. (El empleado había terminado su bocadillo y se iba escaleras arriba, silbando, hacia la cárcel laboriosa de la oficina.) Los gitanos estaban en sus campamentos de las afueras, durmiendo bajo el cielo, junto a la hoguera, en invierno y verano, contentos de poder estafarle cinco duros en un reloj al señorito. Las meretrices estaban durmiendo bajo las escaleras verticales de sus casas húmedas, tras la rejilla infamante de sus puertas, felices de haber recibido la visita y los billetes de un buen burgués o un cajero de banco con necesidades inconfesables (y muy divulgables en el Casino, por otra parte). Empédocles estaba a punto de ahogarse en la miseria junto a su stradivarius y su destruido genio musical. Teseo iba a reventar de vino y de risa, marginado y desclasado, como era su obligación.

Tati estaba en el convento, purgando eternamente una inexistente culpa, y Cristo-Teodorito estaba en el tren, camino de otra ciudad medieval y universitaria, para comenzar su carrera de Leyes, lejos del único ser que podría haber justificado y explicado su vida simple de estudio y congregación. El viejo veterinario andaba por los pueblos con el vacío doloroso de una hija en el corazón, los ciegos del padre Tagoro, sentados al sol que no veían, estaban tratando, a la puerta de sus casas o en la plaza, de que no se les escapase aquel retazo de cielo azul y eternidad que el padre Tagoro había metido en sus cabezas, y que tendría que volver a meter en la cuaresma siguiente, porque la idea de eternidad no dura una eternidad. Y yo estaba allí, aquí, sentado en una escalera de cemento, al pie de una prensa copiadora de cartas, haciendo filosofía y tomando conciencia de que había un complot difuso, perdurable e inexorable sobre todos nosotros. Yo nunca iba a ser nadie, nada, en aquella oficina ni en ningún sitio, porque yo era una provocación ingenua, un desclasado nato, y se me veía en la cara, sin duda, la burla o la rabia de todo aquello. Quizás, cuando más niño, me habían visto como uno de los suyos, me habían absuelto por rubio, pero ahora ya no había engaño posible. Y sentía que iba a ser para siempre el niño de los grabados antiguos, encadenado a un tórculo muy grande para sus pobres fuerzas, un niño de lámina empastada, gremial y triste.

Por la tarde no tenía que volver a la oficina y estuve en la habitación azul ordenando papeles, rompiendo papeles, recogiendo cosas, en esa tarde de limpieza general que es algo así como un viaje frustrado, ni siquiera formulado, quizá, un viaje de vuelo corto en que uno, con todo en orden y dispuesto, se queda quieto, sentado, con las, dobles y encontradas tristezas del que se va, el que vuelve y el que se queda.

Entre los papeles había surgido una tarjeta impresa con unas palabras escritas a mano. Era la caligrafía inconfundible, elegante y clara, de Darío Álvarez Alonso, invitándome al acto de su ingreso oficial en la Sociedad de Amigos de la Casa de Quevedo, como miembro de número, el más joven de ellos, para aquella misma tarde.

Había recibido la tarjeta la tarde anterior. Mi primo ensayaba en el laúd una romanza nueva que se le volaba de las cuerdas, como un pájaro indócil, aún no domesticado. Aquella letra de Darío Álvarez Alonso la envidiaba yo mucho. Era la letra de escribir ensayos clarividentes y poemas luminosos y armónicos. Yo no tenía esa letra, no la iba a tener nunca y por lo tanto nunca iba a ser un escritor reconocido, como lo estaba siendo ya mi amigo.

Metí la tarjeta en el bolso de la chaqueta, tomé los guantes amarillos —la solemnidad lo exigía, me dije— y partí hacia la Casa de Quevedo, cruzando la ciudad atardecida, otoñal ya («siempre al anochecer parece otoño», acababa de leer en un neorromántico), toda de luces amarillas, blancas, azuladas, con profundos vacíos de sombra y multitudes de niebla. En la Casa de Quevedo, algunos de los habituales, que me saludaban levemente. Mi amigo no había llegado y estuve en un rincón, cerca de la puerta, entre una alacena del XVII y un cuadro tenebrista sin firma, observando aquel minué de poetas y damas, que Diótima había llamado cursis y que sin duda eran la «flor y nata» de las gacetillas culturales. Procuré verles con los ojos miopes y resentidos de Diótima, y luego me pregunté cuántos años, cuántos siglos llevaban allí, reuniéndose semanalmente, intercambiándose bromas y endecasílabos: el poetón campesino, el poeta mundano, el poeta de los años veinte. ¿Habían encontrado en esto una forma de supervivencia, una zona de intemporalidad al margen de la vida y de los años, un limbo feliz y discreto, o era todo una mera repetición de la propia vida, una sustitución de la vida por la costumbre, una suplantación de la emoción por la cortesía y del grito por el suspiro?

Al parecer, el acto no iba a celebrarse allí. Aquél no había sido en esta ocasión sino el lugar previo de cita, y se supo que Darío Álvarez Alonso, el misacantano, iba a ir directamente al Casino, lugar de la ceremonia, la fiesta y la cena subsiguiente, elegido como marco más brillante y capaz para la afluencia de público y comensales.

De modo que hacia allá nos encaminamos (no estaba lejos) en cortés rebaño, y yo no sabía si iba con ellos o iba solo, si me tenían o no me tenían en cuenta, y comprendí que, sin Darío al lado, yo no era nadie allí, aun cuando ya había llegado a creer que se me consideraba del pequeño círculo. Pero realmente seguía en mitad de la calle, no era nada, y tuve vergüenza de mis guantes amarillos y los guardé en el bolso, como aquella vez al salir de visitara Víctor Inmaculado, cuando comprendí que la cultura eran ocho horas diarias de estudio a oscuras, durante muchos años, y no andar haciendo el figurín por los cafés. Precisamente Víctor Inmaculado estaba en el vestíbulo del Casino, y se acercó sonriente y reverente a saludar a los poetas y a las damas, y también a mí me dio una palmada en la espalda, una palmada que me resultó de intención confortadora, pero que no me confortó nada.

Víctor Inmaculado había sacrificado algunas horas de estudio este día, según me dijo, para asistir al acontecimiento. El Casino era un sitio del siglo pasado, con alfombras fucsia, cadmio y frambuesa, ujieres como duques, duques como ujieres, oros, platas, luces, la decadencia y la corrosión de lo que debió ser un gran esplendor, erosionado ahora por la vejez de los socios, la tos de las tertulias, la parálisis facial de las marquesas y el cansancio escéptico de las escayolas, que de vez en cuando dejaban caer un desconchón, una muesca, desde sus alturas de alegoría, Olimpo y desnudos, como recordando a los de abajo: Eh, que estamos aquí y nos aburrimos. A ver si os morís pronto alguno y por lo menos vemos un entierro.

La recepción en el vestíbulo era ya en sí una fiesta, presidida por el enorme ascensor, un sarcófago vertical en su jaulón de oro, que subía y bajaba solemnemente, interminablemente, llevando un viejo notario hacia los cielos o trayendo un político retirado a reconciliarse con su abrigo en el guardarropa, y de pronto apareció Dárío Álvarez Alonso en la puerta, sonriente, luminoso y cortés, dando el brazo a María Antonieta, elegante de lutos bien elegidos, bellísima y como difunta. El rumor andaba por la ciudad y yo le había rehuído inconscientemente, pero era cierto. Darío y ella ya eran novios formales. «Ha cambiado de princeso», me dije, sonriendo de mi propia ocurrencia. En todo caso, había encontrado un señorito, el señorito que quería. ¿Éramos intercambiables Darío y yo? ¿Le amaba a él por mí o a mí por él? Seguramente no amaba a ninguno de los dos. O mejor a los dos. Darío besaba manos, estrechaba manos y presentaba a su prometida. Qué triunfo para ella, reinar una noche en aquel mundo que tanto había codiciado, sin duda, y al que yo no había sabido ni querido llevarla (y ya sin la vergüenza, detrás, de una madre impresentable, a la que habíamos hecho unos honores fúnebres un tanto raros). ¿Cuándo había empezado aquello? ¿El domingo que Tati tomó hábito? Mi vanidad se remediaba pensando que había encontrado en él un sustituto de mí. ¿O en mí una prefiguración de él? Qué más daba. Diótima tenía razón. Darío Álvarez Alonso estaba vendido, no a la prensa local, que aún no le pagaba, sino a una pescadería local. Me saludaron ambos como a un viejo y remoto conocido. No sufría por él, por ella ni por mí, sino por una abstracción cultural. Me había quedado sin modelo, sin amigo, sin profeta. Tampoco la cultura era verdad. La cultura podía ser el trámite hacia una pescadería. El propio Darío me había descubierto recientemente, por fin, las palabras de Baudelaire: Hay que ser sublime sin interrupción. Dejé caer mis guantes amarillos, disimuladamente, en un rincón. Ya no los quería. Pero un ujier vino en seguida a devolvérmelos: «Perdón, señor, se le han caído los guantes al señor».