Darío Álvarez Alonso, aprovechando una de las entradas y salidas de vecinos, se despidió de nosotros y se fue. ¿Te espero en el café? me dijo. No, voy a pasar aquí toda la noche. (Carmencita María se había marchado ya de la ciudad y yo iba menos por el café.) Poco más tarde, María Antonieta se acercó a mí y me dijo: No soporto más, sácame de aquí. Señores, dije, María Antonieta no se encuentra bien. Ya comprenden. Voy a bajar con ella a la calle para que le dé un poco el aire. Era como si hubiese hecho unas importantes declaraciones. Algunos de los vendedores del mercado se pusieron de pie, otros se quedaron en el aire, ni sentados ni en pie, alargándome una mano, aunque parecía claro que yo iba a volver en seguida. ¿Me reconocían como el chico de los recados, el que dejaba siempre deudas, el que otros días pasaba entre ellos altivamente, sin siquiera saludarles? Sin duda, algunos me conocían, y muchos estaban al tanto de mi noviazgo con María Antonieta (a la que más de un hijo de carnicero había codiciado como esposa para sí), de modo que yo era aquel individuo raro, de no mal aspecto, que no pagaba las compras y luego se llevaba del brazo a la muchacha más hermosa y mejor heredera del mercado. María Antonieta había decidido cambiar sus futbolistas populares por aquel joven empleado de melena, deudas y guantes amarillos. Unos me respetaban demasiado y otros me ignoraban, en aquella noche del duelo, y luego había una tercera fracción que eran los vendedores y vendedoras que se habían dormido directamente.
Las tías de María Antonieta la miraban sin atreverse a opinar, sin saber aún si estaba bien o mal que la muchacha se ausentase unos momentos con su novio, mientras la muerta recibía el homenaje negro del rosario colectivo.
Pero María Antonieta tenía sobre ellas, a más de la autoridad de su herencia de hija única, la natural autoridad de su carácter hermético e incluso de su estatura. Todavía nos cruzamos con más gente en el pasillo. Besos, palabras. Sí, voy a tomar un café con mi novio, no me encuentro bien. Ya solos por la escalera me cogió del brazo.
Al llegar al portal, tiró de mi manga. Ven. No me dejó salir a la calle, sino que seguimos bajando ese trozo de escalera miserable, esa cola vergonzante de las escaleras, que se enrosca ya en los fondos inconfesables de la casa.
Empujó una pequeña puerta de madera y salimos a un patio. ¿Dónde vamos? El patio olía a vecindad. Cruzamos un pasillo y luego otro patio, más pequeño, con olor a pescado. Me apetece correr un poco en la bicicleta, dijo.
Estoy tan nerviosa. En un rincón, contra la pared, estaban las bicicletas herrumbrosas de los repartidores del pescado, y entre ellas, toda de plata, con redecilla y cintas de colores, la que sin duda era de María Antonieta, la bicicleta en que yo la había visto cruzar algunas tardes, cuando aún no éramos novios, rauda y lírica, hacia no sé dónde, con mucha música de timbre y mucho juego de piernas. La visión de aquella bicicleta me devolvió un poco al tiempo lejano en que la había querido o deseado sin conocerla, sin que me conociese. ¿O me veía ya, al pasar, y era para ella una cara grata, borrada por la velocidad?
—Coge tú ésa— dijo.
Había una bicicleta fuerte que tenía enganchado un remolque, un pequeño cajón de tablas con dos ruedas enanas, para repartir el pescado. Me incliné, desenganché aquel remolque y salimos por una puerta entreabierta que había en aquel patio. Estábamos en un corralón que comunicaba, mediante una costanilla, con las traseras del mercado. María Antonieta iba delante, a pie, llevando su bicicleta del manillar, y de pronto saltó sobre ella y empezó a pedalear. Hice lo mismo. ¿A dónde vamos? me preguntó cuando estuve a su lado. Nos cruzamos de lejos con grupos oscuros de gentes que sin duda iban al velatorio. Que no nos vean. A la acequia, dije, pues ya iba aprendiendo que toda la ventaja, con la mujer, es ir seguro en las pequeñas elecciones. No dijo nada, pero empezó a pedalear más fuerte, por lo que entendí que le gustaba la idea. Cruzamos la ciudad vacía, limpia, brillante, sola, y vi como una hoguera en ráfaga las luces del café, al pasar por la plaza, y luego pedaleamos por delante de la hilera de casas blancas, frente al parque, y por fin cruzamos el parque, lleno de perfumes, de sombras y de graznidos misteriosos, a aquella hora, hasta que salimos a la avenida, luego a la carretera y por fin al campo. Dejé que María Antonieta pedalease delante de mí, a alguna distancia. Se había quitado la rebeca negra, el luto, y la llevaba anudada en la cintura. Sus largas piernas blancas pedaleaban en la luna nueva. Yo también me había quitado la chaqueta y me había anudado las mangas a la cintura. Si en la ciudad era ya casi otoño, en el campo aún era verano. Como si la flor enorme y vieja de la ciudad se marchitase antes. En el campo aún vivían fragancias y amplitudes del estío muriente, detenidas a las puertas de la ciudad, o acampando ya fuera de sus murallas, antes de emigrar hacia otras tierras. Miré a María Antonieta, unos metros delante de mí, rauda en su bicicleta de níqueles, y la amé como si fuese otra. La amaba cuando no era ella. Cuando volvía a ser ella, quizá dejaba de amarla. Y esto me preocupaba, no por ella, sino por mí. Es lo que cualquiera hubiese llamado inestabilidad. ¿Era yo un inestable?
Era un lírico. Amaba a la mujer desconocida, o lo desconocido de la mujer. Cruzamos pinares hondos y rezumantes, legiones de chopos como enmarañados de estrellas, campos amarillos y dulces, blancos en la noche, y empecé a gustar la embriaguez de aquella escapada hacia la acequia de otros tiempos, huyendo del duelo de verduleras y del cadáver de la pescadera.
María Antonieta, delante de mí, era una melena de noche, una blusa clara y unas piernas desnudas. Se había descalzado para pedalear y llevaba sus sandalias colgadas también de la bicicleta, en el manillar. Decidí amarla por el gesto lírico de aquella noche, por aquella escapada. A veces volvía la cabeza y me sonreía un momento.
Llegamos a la acequia, tras remontar una cuesta, y los chopos y álamos le daban al canalillo aquella perspectiva tan conocida de las láminas renacentistas, cuando se inventó la perspectiva en la pintura. Aquella perspectiva de mi pasado reciente, que también era ya una lámina.
Dejamos las bicicletas tumbadas en la hierba seca y caminamos cogidos de la mano. Ella iba descalza. En un punto nos detuvimos y empezamos a desnudarnos para entrar en el agua. La noche estaba enervada de grillos, del canto y el quejido de todos los seres minúsculos que la poblaban y que eran como la nervatura sonora del campo y el cielo. El susurro del agua en la acequia era una cinta suave y negra que se deslizaba hacia lo más negro. Entramos en el agua de golpe, con estampido de espumas, como despertando el fondo dormido de la corriente. Era irrumpir en un escalofrío que corría continuo por la superficie, y que en seguida nos electrocutó dulcemente de frescor y ligereza. Nadamos en direcciones contrarias (la estrechez de la acequia apenas permitía otra cosa) y luego uno hacia el otro. Nos besamos chorreantes y salimos a la orilla. Corrimos y nos secamos con nuestras propias ropas. Luego estábamos ambos tendidos a la orilla del agua, y yo veía el cuerpo blanco de María Antonieta, como dándole luz a la luna nueva. Estaba inexpresiva, serena, enigmática, sin llanto ni risa. Sólo contigo puedo hacer estas locuras, dijo. Era como un elogio.
La miré muy de cerca en los ojos. ¿Cómo te sientes? Se encogió de hombros. Triste, dijo. Me refiero a Tati, aclaré, dejando de lado el tema lamentable, evidente, obvio, de la muerte de su madre, que era de lo que veníamos huyendo. ¿La querías mucho? Hablas como si estuviera muerta, me contestó. Tienes razón. ¿Significaba esto que le quedaba a María Antonieta una esperanza, que les quedaba a ambas una esperanza? Improbable. Quizá era sólo una manera de evadirse de mi pregunta y, sobre todo, una rebeldía ante mi confinación de Tati en el pasado, cuando quizá en su corazón era muy presente. Seguí mirando dentro de sus ojos azules, claros, ensombrecidos ahora de noche y enigma. Primero, yo había querido ignorar aquello, el secreto de las dos muchachas. Luego me lo había explicado a mí mismo con razones tópicas, pueriles e inútiles. Y ahora sabía ya que el cofre estaba cerrado para siempre. Iba a hacerle más preguntas, pero no se las hice. Sólo contigo puedo hacer estas locuras, había dicho un momento antes. Yo era el que tenía que entender y secundar todas sus locuras. No convenía defraudarla. Giró levemente su cuerpo, haciendo crujir la hierba seca, y estuvo casi sobre mí.
Nos acariciamos con manos mojadas, frescas de brisa, olorosas de hierba, e hicimos el amor sin aprendizaje ni delectaciones, directamente, más por ir hasta el fondo de nosotros mismos que por satisfacer ningún deseo.
Fue algo rápido, espontáneo, fresco, ligero y fácil como nunca lo había sido. María Antonieta estaba emotiva, cargada de muerte, de soledad, de emoción, de llanto contenido, de secreto, de ausencia, y gimió entre mis brazos como nunca, desahogando quizá todos los suspiros y todos los gritos que represaba siempre en su hieratismo profundo, que yo había interpretado, no sé si con ligereza, como mimético y cinematográfico. Luego volvimos al agua en una purificación tácita y gozosa. Ya en el lejano apogeo de mis masturbaciones había descubierto yo que la purificación de la acequia, con sus fondos de légamo fresco y tierra saludable, era más efectiva que el beso del agua bendita en la frente y el perdón bisbiseado del cura. Pensé con una sonrisa en Miguel San Julián, a quien había conocido allí mismo. Salimos del agua, nos secamos, nos vestimos y, caminando lentamente sobre un estío muerto que se hacía ceniza bajo nuestros pasos, volvimos a las bicicletas. Estábamos cada uno sentado en la nuestra, con un pie en el pedal.
—Ha pasado mucho tiempo —dije.
Se encogió de hombros.
—Diré que he estado durmiendo.
Quedamos en silencio.
—Ya no me quieres ¿verdad? —dijo.
Afirmé con la cabeza.
—Pero ya sabes que no me voy a casar contigo. Comprendo que ésta sería la ocasión, ahora que te quedas sola…
—Por favor, no me expliques cosas.
—Tienes razón. Perdona.
Volvimos al silencio, inmóviles.
—Te quiero —dije—, pero no quiero esta ciudad, esta vida, este trabajo que tengo. Voy a hacer algo. Voy a irme…
—No te irás nunca —me cortó, no sé si despectiva o fatalista. —Quizá no me vaya nunca. Soy cobarde. Pero, en todo caso, no quiero unirme a nada, a nadie. Ni siquiera a ti. Por lo menos, quiero estar libre para tener ilusión de que puedo irme en cualquier momento.
Se encogió de hombros.
—No sabes lo que quieres —dijo.
Era un razonamiento muy de pescadera. Algo sabía de mis inquietudes y actividades literarias, pero debía intuir que eso no daba dinero y que, por otra parte, ella no iba a entenderlo nunca.
—María Antonieta…
—Bueno, vamos — dijo.
Bajamos las bicicletas hasta la carretera y empezamos a pedalear. Ella iba ahora mucho más de prisa, muy delante de mí, y no volvió en ningún momento la cabeza. Comprendí que aquello había terminado para siempre.
Me sentía aliviado, triste y sorprendido. Y traté de llenarme de gratitudes literarias hacia ella. Mi hada buena, mi Beatriz, mi… Nada. Ya no servía eso. Casi me desentendía de ella, en mi camino de vuelta a la ciudad, y sólo la veía como un punto de referencia en la carretera. Estaba despuntando el día y vi nuestra ciudad, allá abajo, en un ancho y ligero valle, con esa luz oriental de las mañanas que, irónicamente, hacía de las viejas torres cristianas, románicas, una especie de minaretes en el desierto.