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El beso de María Antonieta en la frente, en aquella noche ya lejana (y como irreal) de la plaza, había sido, sí, el beso de la princesa al bello durmiente en el bosque de las masturbaciones, que era yo. No urna de cristal, sino paralelepípedos de lepra y orín, la clausura del retrete se había roto, por el hechizo o deshechizo de aquel beso, que al fin me había hecho libre (ahora lo veía yo bien en la distancia). Luego, el cuerpo de María Antonieta, el primer cuerpo conocido, fue, más que un descubrimiento, un como retorno a lo sabido y olvidado, al paraíso primero, al sol de la verdad, porque la memoria de la especie obraba en mí y este atavismo es más fuerte que todos los valores adquiridos, impuestos, de la cultura, la religión y la sociedad. De modo que el primer episodio sexual, más que un conocimiento de algo —conocimiento de mujer— es un reconocimiento, porque miles de varones, en la cadena de la especie y en mi ascendencia directa, estaban actuando al unísono conmigo, en una unanimidad de ballet antropológico. (Esta verdad instintiva del sexo no significa la negación del aprendizaje personal, del oficio, de esa cultura que es el erotismo, como la herencia de bienes o noblezas no presupone ociosidad, sino que impone actividad y continuación para que la transmisión se perpetúe.) Y ésa es precisamente la más cálida emoción del acto sexual, lo que éste tiene de reconocimiento de uno en sí mismo y en la especie, de inmersión en las aguas profundas y comunes de la sexualidad. María Antonieta había sido, primero, el hada que vino a deshechizarme con un beso de mi figura de pequeño endriago masturbador, y luego la puerta clara y la mano leve que, como la de Beatriz a Dante, me había hecho, no ascender, sino descender al paraíso comunal de la especie.

De modo que yo había sentido hacia ella más una gratitud cósmica que un amor de noviazgo, y cuando todo esto se empequeñeció en seguida y volvimos a quedar encantados por la vida, bruja mala, ella en figura de pescadera y yo en figura de empleado modesto, sentí, quizá sin razonarlo, que el hechizo había pasado y que María Antonieta, como toda mujer, había cumplido su función mística y mitológica sin saberlo (como la misma doña Nati con respecto de Diótima, y seguramente de tantos otros), pues por la mujer pasan muchas corrientes profundas, muchas conducciones secretas que ella experimenta o ejerce, pero en rigor desconoce. (Todo esto había ido yo tratando de sintetizarlo en mi diario íntimo —ese diario íntimo que inevitablemente escribe todo adolescente—, en la habitación azul, a la luz de mi balcón, mientras mi primo hacía música o versos a la luz del suyo, y ahora lo releía y razonaba por ir desenmadejando la historia y poniendo en limpio mi vida.) Luego, cuando descubrí el amor extraño y `secreto de Tati y María Antonieta, descubrimiento para el que en ningún sentido estaba preparado, el vacío de reacciones que experimenté vino a llenarse con nociones culturales:

Darío me había dicho que Baudelaire canta el amor de las sáficas, yo había leído una mala biografía de la rapsoda de Lesbos. El intelectual, frente a la vida, suele reaccionar mediante la cultura, pero no siempre por pedantería, sino porque, hombre de biblioteca, carece de reacciones vitales y esta carencia viene a llenarla su acervo cultural. Es una reacción de segundo grado, una falsa reacción: una cobardía. Por otra parte, Cristo-Teodorito estaba abajo, sufriendo del mismo engaño que yo (que me creía ya tan lejos de él) y por seguir distanciado de su castidad tonta, de su ignorancia, permanecí interiormente impasible, aunque físicamente cansado, frente a la orgía de las ninfas, pues al fin y al cabo este conocimiento, este descubrimiento, que me igualaba con él en ingenuidad, también me sobrepasaba a él inmediatamente, en sabiduría, si lo asimilaba, y por todo este mecanismo —rápido, inconsciente y lúcido al mismo tiempo— me reservé para siempre el impacto de aquellas imágenes y sus repercusiones en mí. Había clausurado yo aquello en mi interior para, más tarde, algún día, abrir la celda secreta de mi mente y encararme con todo ello. (Así, más o menos, estaban estas notas en mi diario de los días tristes y lejanos, y me sirven ahora para desarrollar este libro.) Pero, pasado el tiempo, sobrevenido el sacrificio —voluntario o impuesto, venía a ser lo mismo— de Tati por Cristo-Teodorito, y su entrada en religión, el enigma de las dos muchachas quedaba cerrado, cristalizado para siempre, convertido en una piedra preciosa y extraña que me complacía en estudiar, como un científico o un comerciante, con el monóculo tubular de los expertos, a la luz gris de mi balcón o a la luz pálida y baja de la lámpara, en la habitación azul. ¿Qué habían buscado ellas en nosotros? ¿Su salvación, su redención, su separación, su disfraz? Yo había estado enamorado del hada que me besó en la frente con un beso de luz, pero no podía estarlo de la pescadera que me quería hacer su marido, el pescadero. De modo que el amor de Tati y María Antonieta no me levantó celos (o me lo oculté muy bien a mí mismo), sino que a medida que pasaba el tiempo lo encontraba más interesante, más inexplicable, más bello, diría incluso. Basta con archivar una pasión para que cristalice y se convierta en objeto de estudio, antes que de frenesí. No me creía tan esteticista como Darío Álvarez Alonso, aunque me hubiera gustado serlo (quizá él me estaba inficionando secretamente su esteticismo) pero lo cierto es que el amor de las dos ninfas, más que enervarme como amante, me apasionaba como estudioso del corazón humano: Y sobre todo, como estudioso de la mujer.

Había renunciado, por supuesto, a indagar en el asunto directamente, hablándole a María Antonieta (aunque algunas preguntas pensaba aún hacerle), porque eso sería tanto como desiñar en ella para siempre la negación y el secreto. Pero me parecía que la única piedra preciosa que había encontrado en mi camino, para decorar mi afán de sublimidad sin interrupción, era aquel misterio, aquel amor, aquella unión. No quería, por lo tanto, que se me pulverizase la piedra preciosa. Incluso la tragedia de Cristo-Teodorito y su amante de cabellera en llamas, hoy sepultada entre el huerto de las monjas y la celda de cal, me resultaba algo vulgar (y seguramente lo era).

Creía no haber encontrado nada de valor en mi ciudad, tan soñada y tan odiada, pero había encontrado, sobre todo, el secreto y la clave fundamentales: no había oposición de contrarios, no había arriba y abajo, dentro y fuera, como había creído siempre, en mi visión dualista de las cosas (el dualismo, aunque sea de izquierdas, es siempre un simplismo). Los gitanos no eran los antagonistas de los vecinos de las casas blancas, frente al parque, doña Victoria no era el antagonismo virtuoso de la doña Nati, yo no era el antagonismo de Cristo-Teodorito. Pero entonces ¿la lucha de clases?, me preguntaba ingenuamente. ¿La dialéctica de la historia? (Eran conceptos que acababa de aprender en unos libros que me dejara Diótima, contrapesando así mi excesivo escoramiento lírico con una carga de ideas políticas.) Precisamente el mal, lo diabólico, estaba en eso, en que todo fuese uno y en que, en la explotación del hombre por el hombre, el explotado fuese cómplice del explotador. (Este lenguaje, en mi diario, me sonaba como prestado: aún tendría que asimilarlo y hacerlo mío, a lo largo de los años.) Mi primo, a aquella hora, terminados los versos y las cartas, y la ojeada desganada a los textos viejos de las oposiciones que tenía que preparar (quizá tampoco él era sublime sin interrupción) se entregaba a la melancolía convencional del laúd, a contraluz en el balcón, o como gondolero en la góndola encristalada del mirador, por los grandes canales del cielo, donde la noche se hilvanaba como un copo de sombra en torno a la espadaña de la torre. Entonces fue cuando vino Jesusita, la pequeña bruja, a buscarme, y salí con ella, dejando las páginas de mi diario desordenadas bajo la lámpara, porque había muerto la madre de María Antonieta.

Salimos al anochecer preotoñal y Jesusita me habló, de prisa y revuelto, como siempre, de lo de Tati. Ella había estado en la toma de hábito, aunque yo no la vi, entre el público, y por fin me contó la muerte de la vieja pescadera, que había fallecido en la butaca del teatro, en el primer concierto de la temporada. Pensé que había pasado del orujo a la música, de la música al sueño y del sueño a la muerte, en una gradación perfecta. Con la muerte de Sócrates y la de Goethe, ésta era la tercera muerte ejemplar y serena que yo conocía en toda la historia de la humanidad. La vieja pescadera borracha había sabido morir como los clásicos de todos los tiempos. Para nosotros quisiéramos una muerte tan dulce y matizada. Por lo visto, había fallecido durante el concierto, después de entrar en su sueño filarmónico habitual, y su hermana, la hermana soltera que iba siempre con ella al teatro (y que ahora ocuparía su lugar en la pescadería) la había dado por dormida, de modo que cuando la orquesta y el solista local hicieron su acostumbrada concesión a Rimsky-Korsakoff, la pobre ya no pudo disfrutarlo.

Al llegar a la casa, abierta, encendida, con esa cosa de recepción que tienen a pesar de todo los duelos, María Antonieta, que me había enviado a buscar por Jesusita, vino a por mí por el pasillo y la besé en las mejillas. Vestía una precipitada rebeca negra, como luto urgente sobre sus ropas de película. La capilla ardiente estaba en el comedor, del que habían sacado la mesa, y la muerta, muy puesta de velos y joyas, tenía una dignidad de infanta doncellona que no había tenido en vida, pues ya decían los clásicos que la muerte a todos iguala, y así como el muerto ilustre suele perder el gesto y ponerse feo, el muerto plebeyo (artesano, por usar la tan querida palabra de mi abuela) aprende con la muerte a hacer el gesto de la suprema dignidad, el que nunca habría sabido hacer de vivo. Al poco tiempo llegó Darío Álvarez Alonso, y esto me sorprendió, aunque no mucho, y hablamos un momento en voz baja y `en seguida observé en él la mirada miope, de ojos entrecerrados y cejas caídas, que recogía como valores culturales a examinar las platas de los aparadores, la acumulación apresurada de riqueza que el bienestar y la pescadería habían dado a aquella casa, los muebles de un versallismo de purpurina y los rostros de las gentes del mercado, endomingadas para la muerte, reverentes ante una de las más antiguas y prósperas compañeras de trabajo, sobre todo los criados y empleados de la vieja pescadera, como coliflores compungidas, como berzas con corbata, como corderos revestidos, pues lo que ellos mismos tenían ya de vegetal, de hortaliza, de lanar, aparecía ahora evidente, por el contraste de la ropa nueva y estrecha, como por la representación que eran ellos de frutas y animales, que en rigor debieran haber llevado allí, hasta meter todo el mercado en la habitación, para que la muerte muriese, como los faraones, rodeada y asfixiada por la abundancia que tuvo en vida.

Sentado en una silla dura, Luis no sé cuántos (qué misteriosa afinidad de los pescaderos españoles enriquecidos con los Luises de Francia o de la Francia, como decía Darío Álvarez Alonso), eché de menos mis guantes amarillos, aunque en realidad hubieran sido una falta de respeto a mi suegra muerta. ¿Mi suegra? Miré las paredes, láminas de calendario enmarcadas con derroche, empapelados demasiado fuertes, figuras de una porcelana irredenta, y me imaginé reinando en todo aquello, en una casa llena de pequeños y futuros pescaderitos, porque aquella muerte suponía un empujón más a mi vida, hacia la pescadería, pero me dije que no una vez más, interiormente, y miré a María Antonieta, como si pudiera haberme escuchado los pensamientos. Pero María Antonieta estaba erguida, hierática, dura, fría, recibiendo besos y llantos, y delegaba en sus tías, las hermanas de la muerta, que eran como inútiles repeticiones de ella en pobre y en soltero, todo el sentimentalismo del caso.

María Antonieta no tenía otra elegancia que su frialdad, o no era fría sino por sentido innato y deformado de la elegancia, y fue cuando alguien inició un rosario común, multitudinario, sonoro, inundante, como un río de palabras que crecía en oleadas (don Martín, el viejo párroco, estaba en algún rincón) hasta anegar aquello: río en que la barca del ataúd cabeceaba con su muerta dentro, al vaivén de las velas, como llevando una infanta difunta y gorda en la corriente negra y caudalosa de la muerte.