Hacia finales del estío se precipitaron los acontecimientos en la plaza. Doña Victoria, la marquesa, había tomado lo de Tati y Cristo-Teodorito como causa propia. Entonces pude yo comprender hasta qué punto eran implacables los poderes del barrio y hasta qué punto la circunferencia hermosa y espaciosa de aquella plaza era un orbe cerrado y riguroso. El veterinario, hombre más bajo que alto, cuadrado de figura, sin ser gordo, cogía todos los domingos a la familia, desde hacía muchos años, la metía en el citroén y se iban a los pueblos donde él tenía amigos y clientes, a comer cordero. En una palabra, que no iban nunca a misa. Así habían crecido las hijas de libres y locas, se decía en el barrio. De modo que las fuerzas sagradas del lugar, encabezadas por doña Victoria, la marquesa, habían encontrado la ocasión de ejercer su santa ira y su santa justicia sobre aquella familia y, de paso, daban una prueba más de su dominio y su autoridad sutil y evidente sobre todos nosotros. Tati y Cristo-Teodorito no eran Montescos y Capulettos. Eran dos adolescentes de la misma edad (quizá ella un poco mayor) y de la misma clase social. ¿Qué se interponía entre ellos? Habían hecho promesa reiterada de matrimonio. ¿Qué se interpone entre Calixto y Melibea en La Celestina? Darío me había dicho que Calixto era judío, pero esto no se explica en la obra. Un fondo sacramental, levítico y justiciero del país se levanta de tiempo en tiempo contra el amor, que siempre es un escándalo para todos, como la única réplica de las mismas dimensiones que el cielo. Las madres que deseaban a Cristo-Teodorito para sus hijas, las que veían a sus hijos perdidos en el amor de otra Tati, o de la misma, querían exterminar a la pecadora, lapidarla. Al viejo veterinario no se le perdonaba su indiferencia aldeana por la armonía de las esferas que giraban en la plaza, su alegre irse de francachela a los pueblos, con toda la familia, los domingos por la mañana, en un citroën que también se le envidiaba, aunque formase parte de su trabajo, en lugar de llevar a las hijas a la misa de doce para rendir culto a la palabra alta de don Agustín y a la presencia ilustre de los grandes vecinos. El veterinario había vivido más pendiente de salvarle a una familia la vaca que era toda su fortuna, que de quitarse el sombrero al pasar por delante de la casa-palacio de doña Victoria, la marquesa, si ésta se encontraba en el mirador, o asomada a la calle.
Y aquellas hijas, sobre todo Tati, rompían el ritmo previsto en la rotación de las bodas, los nacimientos, las muertes y las fiestas, así que doña Victoria llamó a su casa-palacio a la madre de Cristo-Teodorito. Doña Victoria tenía un perfil de ave heráldica, se veía que había sido una belleza fría y decorativa, de perfil aquilino, de nariz curvada no sin nobleza, pupila clara, redonda y remota, labios finos y barbilla breve. Doña Victoria vestía siempre o casi siempre luto (desde mucho antes de que se le muriese el marido, el viejo amante de la doña Nati), pero no era posible confundir su luto suntuoso y de buena caída con los lutos arrebujados de las otras mujeres del barrio. Otro día, doña Victoria, la marquesa, llamó a la madre de Tati (con las mujeres me entiendo mejor, decía, los hombres son obtusos y sin sentimientos) e incluso más adelante reunió a ambas madres en su casa, ante sí, con un cierto sentido salomónico de la justicia. Doña Victoria, la marquesa, por aquella época, hizo visitas, recibió visitas, escribió cartas todavía con su letra picuda de lejana colegiala de las jesuitinas, agitó campanillas de plata, habló con don Martín, con don Agustín, con canónigos, beneficiados, arzobispos, obispos, priores y superioras de órdenes religiosas, tomó azucarillos frágiles y níveos —levísimas rocas de azúcar, estalactitas y estalagmitas de dulzor— disueltos en vasos de agua con filo de plata, y he aquí que Tati, la hija del veterinario, iba a entrar en religión.
Era demasiado castigo para ninguna culpa. Se decía que lo había elegido ella al verse separada para siempre de Cristo-Teodorito (quien partiría en seguida hacia otra ciudad para iniciar su carrera de Leyes). Se decía que la habían obligado a elegir. El padre había conocido tarde su culpa, la despreocupación en que había vivido, sacando adelante aquella familia, siempre trabajando, ayudando a vivir a los labriegos y a sus animales, a sus buenas bestias de carga y labranza, de corral y pastoreo, dejando a aquellas hijas que triscasen, como ovejas saludables, en los prados de su edad. Y ahora, quizá, para expiar tanta insolencia, sacrificaba a una hija, la perdía, la entregaba al convento, sabiéndola sin vocación, por salvar el resto de la familia, por salvarse él (como aquel mujik ruso que echó uno de sus hijos a los lobos perseguidores para salvar a los otros hijos en el trineo). O, sencillamente, le había envuelto y desbordado la conspiración de los manteos negros, las campanillas de plata y los azucarillos de nieve. ¿Está Tati embarazada? dicen que preguntó, con su buen sentido zoológico de veterinario. No. Tati no estaba embarazada. ¿Entonces? Entonces fue, quizá, cuando renunció a comprender. La madre de Cristo-Teodorito vivía la emoción compungida de salvar un hijo, y quizá el orgullo santo y suplementario de estar salvando a una pecadora, a la que a lo mejor, en sus oraciones, llegó a llamar hija, enternecida consigo misma y con su obra.
Doña Victoria, la marquesa, que no había podido evitar en muchos años que la giganta del perro pasease por delante de su casa-palacio todos los anocheceres, estaba ahora haciendo prevalecer las puertas del cielo contra las del infierno, con frases bíblicas que quizá se decía a sí misma y que en verdad no comprendía muy bien, como nadie la había comprendido nunca.
Un domingo por la tarde, cuando ya agosto tenía ocres de otoño y crespones de martirio en sus últimos soles, sonaban las campanas de los conventos como a muerto, a funeral o a penitencia, y había como un pasarse señales de ruido, tam-tams de la selva litúrgica, en aquella unanimidad de campanas, inconfundible y vieja la de la parroquia, ligeras las de los conventos de monjas, graves las de los conventos de frailes, y todo el inmenso palomar religioso que era el barrio andaba alborotado y levantaba el vuelo porque la pecadora iba a entrar en religión y la novicia iba a tomar hábito. Los fondos morados que salían de los sótanos de los conventos, iban ganando la calle hasta revestirla de auto sacramental, y yo le pregunté una vez más a María Antonieta por qué su amiga había hecho eso, pero María Antonieta era cada vez más hermética conmigo respecto de Tati, quizá como si adivinase que yo conocía el secreto de ambas, y estuve a punto de decirle que sí, que lo conocía, para provocarla, pero no lo hice. ¿Qué enigma indestructible había entre aquellas dos muchachas que se habían empezado a amar todavía ninfas? Comprendí que nunca iba a entrar en el núcleo cristalizado de su secreto. María Antonieta me miraba con sus ojos azules, de un azul intenso, pero inexpresivo, y nada más. Sentía yo que había sido un satélite girando en torno a aquel misterio, y Cristo-Teodorito otro satélite concéntrico, y de órbita aún mucho más alejada. No sé si había entre ellas amor, la simple inercia de un vicio, ese secreto pueril en que suelen sustentar su amistad dos niñas, un juramento o algo inconfesado e irracional que las unía. Nadie más que yo sabía que lo que se estaba rompiendo —o acrisolando para siempre— con aquel auto de fe, no era el amor público de un chico y una chica, sino otra cosa. Recordé unos versos de alguien. No buscaba el alba. La rosa, en su ramo, buscaba otra cosa.
En la tarde litúrgica y cruel, como en una cuaresma improvisada, caminamos hacia el convento, Darío y yo, llevando en medio a María Antonieta, que iba casi enlutada, seria, grave, pero más hierática que compungida.
Todo en la liturgia es pura metáfora, me decía Darío, siempre aleccionador. A él le llevaba allí una mera curiosidad estética e histórica. Cultural. Sólo le movía la cultura, me dije, y admiré su madurez, su vivir al margen de los pequeños y pueriles conflictos humanos. Yo estaba algo más implicado que él en la historia y, de todos modos, mi interés era más psicologista que esteticista. Darío Álvarez Alonso era amable y deferente con María Antonieta, era cordial y conversador. Ella no hubiese sospechado nunca, me dije, que él me preguntó una vez, con ironía que provocó en mí mayor ironía, si me iba a casar con la pescaderita. Nos adentrábamos en aquel laberinto de conventos, en aquellas calles de empedrado medieval y patios santos por donde parecía haber pasado recientemente Teresa de Ávila. Había cancelas finas, casi alegres, y tornos sombríos, de madera espesa, que giraban con rumor de tiempo. Había patios como plazas muertas y placitas como patios de convento. Había torres enanas con una cruz y una campanita, como para jugar a frailes y monjas, más que para vivir allí siglos de clausura y penitencia, como realmente se vivían. Supimos cuál era el convento porque otras gentes se dirigían hacia su puerta abierta. Algunos vecinos y curiosos del barrio remoloneaban por allí, o nos miraban estáticos, y habían encontrado de pronto la fiesta de aquel domingo vacío en la llegada de tanta gente. A la puerta del convento estaban el coche negro, grande, antiguo, de doña Victoria, y el conmovedor citroën del veterinario, polvoriento de caminos.
Estuvimos en la parte alta de la gran capilla, llena de gente. En el altar, que era como un escenario, distinguí a don Martín, a don Agustín con sus gafas negras, a varios canónigos, a doña Victoria, la marquesa, siempre de perfil en su alto sitial, pájaro elegante y frío en quien parecía vivir el águila de dos cabezas: una atenta y rampante, la otra caída y rezadora. Estaban los padres de Tati, ella más alta que él, y a continuación todas las hijas, menos Tati, vestidas de blanco. No estaban Cristo-Teodorito ni sus padres. Las prioras y superioras del convento, vestidas de hábito negro, se movían entre novicias de blanco, o así me lo pareció. Aquella llama roja que de pronto lo descomponía todo era la melena de Tati, y sólo por esto la reconocí, vestida de largo y blanco sayal, cofundida con otros hábitos blancos. No sé si la ceremonia fue larga o corta, pero hubo ese momento de decapitación en que unas tijeras torpes y expeditivas al mismo tiempo, como de jardinero, fueron cortando el pelo rojo de Tati, podando la hermosa melena que caía en brasas sobre un paño blanco puesto en el suelo. Miré de reojo a María Antonieta, arrodillada a mi lado. Veía su ojo izquierdo, fijo en la escena, duro, sin parpadeo, pero sin lágrimas. Cantaban coros celestiales como de un cielo bajo y secundario, coros de vírgenes que parecían naufragar en las aguas crecientes de un órgano o un armónium viejo y poderoso. Tati tenía la cabeza muy caída y a medida que la iban dejando sin pelo se veía mejor la blancura de su nuca, el nacimiento puro y joven de su cuello, el sitio de los besos, y me. puse a desear aquello lujuriosamente, con un deseo absurdo, precipitado y sacrílego que no sé si me excitaba o me divertía.
Luego pensé en otra ceremonia reciente, la de la desfloración de Diótima. Ritos y ritmos de la tribu. El mundo de las meretrices, como el de los gitanos ¿ponía en cuestión a nuestro mundo? ¿No eran todos ellos mundos complementarios? La doña Nati había dependido del señor marqués y luego doña Victoria, la marquesa, había dependido de la doña Nati, había soportado la humillación de verla pasear delante de su casa con un perro que entraba a orinarle en el portal. Los gitanos vivían de explotarnos, de explotara Teseo y sus vicios, por ejemplo, y nosotros, y doña Victoria y los amigos de la Casa de Quevedo y don Agustín, el coadjutor y orador sagrado, necesitábamos de las meretrices y de los gitanos como ellos de nosotros. No éramos sino realidades complementarias.
El padre Tagoro necesitaba de los ciegos como ellos de él. Creían ganar el cielo juntos y sólo se estaban ganando unos a los otros. Doña Victoria estaba, quizá, purgando en Tati la humillación y el horror de que existiese la doña Nati. Y si todo era un todo, entonces sí que yo me sentía perdido, mareado, y comprendía que no había solución ni salvación para nada ni para nadie. Diótima había nacido a la carne en una ceremonia grotesca que la mirada de Darío —la mirada imparcial de la cultura— había recogido con el mismo interés o desinterés científico con que recogía ahora esta otra ceremonia en que Tati moría para la carne. La figura de Tati se me había perdido entre el ritual del altar, y los coros de vírgenes necias renacían de la Biblia y de las aguas del armónium para llenar los ámbitos con su cántico enorme, celestial y mediocre.