Diótima no conocía mujer y sus camaradas decidieron que era llegado el momento, de modo que aquella noche, tras la ronda por aquellas tabernas que sólo ellos conocían (tabernas a la orilla de la vía, con un perro siempre aullando a la soledad ferroviaria, como un lobo estepario; tabernas a la orilla del río, que mezclaban el légamo del agua al légamo del vino; tabernas del barrio de las meretrices, con una cocina en un rincón), se acordó en cónclave ir en busca de la doña Nati, como mujer de mayores veteranías y mejores oficios en el menester requerido. Venía Diótima con sus dos padres putativos, que iban a ser cual padre y madre, en aquella presentación del niño poeta en el templo del pecado, e íbamos Darío y yo, como los padrinos de una circuncisión que ponía en evidencia lo que aquel barrio de conventos y casas de lenocinio tenía de levítico, de antigua judería invadida luego por el dios castellano-leonés, y abandonada al fin a su suerte, entre meretrices y lagartos.
Viveros, palacios huecos, juzgados municipales, talleres de marmolistas y santeros, fruterías, hojalaterías, chapisterías y zapaterías de portal ponían en aquel barrio, durante la jornada, el rumor de su confusión de gremios y trabajos, pero durante la noche sólo lucían las bombillas rojas de las tabernas de las meretrices, y algún escaparate de comestibles que el dueño se había olvidado de apagar, dejando toda la noche a las legumbres sin dormir, en el insomnio triste de la bombilla de la tienda. Era un barrio de calles estrechas, radios altas que alborotaban la noche, enormes tapias interminables que sellaban la clausura de los conventos y pequeñas calles apretadas de casas verticales, estrechas, con escaleras también verticales, puertas metálicas, forradas de alambre, y mirillas secretas por donde las encargadas atisbaban al cliente.
La doña Nati era mujer grande, giganta, de pelo negro y apretado en moño, de rostro redondo y hermoso, sombrío de ojos y ojeras, cruel del rojo de la boca, suntuoso de una viruela leve que le había dejado en las anchas mejillas como picadura de pájaros en manzana o señal de metralla en estatua de piedra. La doña Nati, casi siempre de negro, paseaba grandes senos, ingentes glúteos, fornidas piernas en medias de malla, en los anocheceres tranquilos. Había tenido una juventud triunfante entre los señoritos golferas de la acera de las casas blancas, frente al parque, había sido la cocotte de moda, pues con esta palabra se decía antes de la guerra, y luego, en la paz, puso una casa de niñas para moros y regulares, para soldados y rezagados del combate, hasta que un noble de la ciudad (se decía que el difunto marqués, del que doña Victoria estaba hoy viuda) la retiró, la instaló en un pisito limpio y secreto, siempre dentro de aquel barrio maldito (que colindaba con el mío) y la doña Nati vivía tranquila, recibiendo el dinero y la visita semanal del aristócrata, y paseando en los anocheceres un perro lobo de muy buen pelo, largo rabo rizado y peligroso mirar. La doña Nati, que se creía redimida por su avío con aquel noble, llegaba en sus paseos con el perro hasta nuestro barrio, y pasaba por mi calle siempre sola y orgullosa, como buscando la provocación a la otra, a doña Victoria, la marquesa, en sus propios dominios. Unos decían que doña Victoria había ignorado siempre todo esto y otros que había luchado mucho por encarcelar a aquella mujer, o por impedir, al menos, que pasease delante de su casa-palacio, pero en vano. Los más agudos sostenían que cuando doña Victoria, la marquesa, vio desde detrás de sus visillos aquella giganta con perro que aparecía en los anocheceres, venida sin duda del barrio cercano y maldito, como cucaracha venida de la cocina al salón, empezó a tocar campanillas de plata y hacer gestiones para impedir el espectáculo, pero cuando supo que se trataba precisamente de la entretenida de su marido, el señor marqués, se quedó más tranquila, si bien más dolida, pues ya podía considerar también a la suripanta como de su propiedad, y el sentido de la propiedad, recién rubricado en una guerra, era para ella más importante que nada. Lo más probable era que doña Victoria, la marquesa, prefiriese la tolerancia al escándalo, mientras que el señor marqués, por su parte, interpretaba aquellas internadas de la doña Nati en sus dominios más como un gesto de fidelidad que de provocación. En todo caso, era mucha mujer para un noble de sangre pobre, gastada en los interminables cruces y bodas entre parientes, y que además venía aún convaleciente (y victorioso) de una larga guerra, de modo que el señor marqués se fue a la tumba con su pecado y la doña Nati, pese a que algo debía tener ahorrado de las esplendideces del noble, volvió a ejercer más o menos, entre horas, por pasar el rato y por ayudarse un poco y darle buena comida al perro (que quizás era el mismo o quizás era ya otro), y unos días hacía proxenetismo y celestineo a principiantes jóvenes y otros días, según lo que le pidiese el cuerpo, oficiaba ella misma. Por otra parte, la doña Nati no dejaba de tener una parroquia nutrida y selecta, ya que su leyenda de oro se conocía en toda la ciudad, leyenda que se había rematado gloriosamente con lo del señor marqués, y, a mayor abundancia, el material que seguía ofreciendo la púber canéfora no dejaba de fascinar por sí mismo al personal, siempre necesitado de magnitudes, amén de las artes y oficios de la doña Nati.
Así las cosas, entre vinos y bromas, íbamos por aquellas calles decoradas de mujeres bíblicas y pecadoras, los cinco amigos, y Empédocles, como siempre, hacía ruidos de violín con la boca, y se interrumpía de vez en cuando para decirme tienes que irte de aquí, muchacho, sabes que me has caído bien, me eres simpático, te quiero como un amor imposible o como un camarada, no sé, y te digo que esto no es para ti, aquí Diótima, con todo su Hölderlin, no tiene arranques, y Teseo y yo mira cómo estamos ya, pero tú sal al mundo, vete, no dejes que te ahoguen aquí, marcha, huye, deja tu empleo si lo tienes, deja a esa novia que me dijiste, haz algo, te habla un viejo. Darío Álvarez Alonso se paraba en las puertas a hablar con las meretrices en su lenguaje de academia, convencido sin duda de que otro tanto hubiera hecho Baudelaire, porque él sí sabía ser sublime sin interrupción, y Teseo y Diótima iban delante, el muchacho diciendo versos de Hölderlin y el viejo riendo de sus propias cosas.
Estábamos al final de la calle y Teseo se acercó a un chalet ruinoso, marrón, con una verja abierta y un cerco de tierra en torno. Todos nos agrupamos delante de la puerta. Abrió una mujeraza grande, como de calendario, con un hombro fuera y la boca llena de comida: —¿Está la doña Nati, rica? —dijo Teseo.
—Ahora vendrá, chicos. Si queréis esperarla, adentro, que aquí no se puede estar.
La doña Nati, quizá, había salido a pasear al perro, aunque era un poco tarde. Nos pasaron a una habitación grande, que en principio podía parecer una salita burguesa, o más bien una serie de salitas barajadas, pues había allí muebles de toda clase y condición, canapés de rayas, divanes de flores, alfombras cubistas y cortinas de cretona. Muchos aparadores y un calendario religioso junto a un espejo, un calendario de ésos que regalan las monjitas por Navidad, a cambio de una limosna para sus pobres. Recordé haber oído que la doña Nati era muy caritativa y tenía algunos mendigos y monjas pobres a su cargo, mimetismo quizá de las caridades que a otro nivel hacía doña Victoria, la marquesa, con la iglesia y con los miserables del barrio. La moza se fue masticando, voy a terminar de cenar, chicos, si gustáis, y Diótima y Darío seguían con la mirada a aquella mujer, que subía una escalera con mucho juego de formas bajo su bata. Más que de salita burguesa, aquello tenía algo de chamarilería, aunque tampoco, porque todo olía a humedad sexual, a viscosidad y tabaco, a mujer desnuda y hombre borracho. A ver cómo te portas, Diótima, decía Teseo, y cuando Empédocles se iba a dormir en su butaca, arrullado por sus propios conciertos, apareció la doña Nati, sin que la hubiéramos oído llamar (a lo mejor estaba dentro de la casa, ocupada con otro cliente) y su presencia llenaba toda la puerta de la sala, y nos miró con severidad y quizá un poco de asombro. Teseo se levantó y le besó la mano. Mire usted, doña Nati, se trata de este muchacho, le tenemos bajo nuestra protección, aún no conoce mujer, hemos pensado que usted, con su clase, y volvió a besarle la mano, ahora sin motivo, aunque la primera vez tampoco lo hubo. Bien, ya sabéis el precio. Claro, claro, pero lo que quisiéramos, siguió Teseo, es que nos dejase estar presentes (y nos abarcó con un ademán de su mano morada), va a ser una especie de ceremonia, ya comprende, algo inolvidable, somos artistas y… O sea, que va a ser divertido, dijo ella, y rio mostrando unos dientes blancos y muy pequeños, impropios de aquella mujer tan grande.
Subimos todos por la escalera, detrás de la doña Nati, y pasamos pisos en los que se veía juerga de hombres y mujeres, y otros pisos donde había mujeres solas, aburridas, fumadoras, y un corredor donde sólo había una vieja pulcra cosiendo medias, como una abuela en su hogar burgués, y habitaciones donde cuatro hombres solos jugaban a las cartas. La doña Nati les saludaba a todos familiarmente y Teseo no dejaba de asomarse a algunas puertas y hacer una broma amable. La alcoba de la doña Nati era roja, papal, lujosa a primera vista, raída en cuanto se observaba, falsa alcoba que sin duda ella sólo utilizaba para el oficio, yéndose luego a dormir con el perro en la casita limpia que le puso el marqués. Nos movíamos como en un aire pontificio y ella dijo sentaron, sentaron, y una vieja criada trajo vino blanco y vino tinto y anís para la doña Nati, que empezó a desnudarse en aquella penumbra roja, con mucha lentitud de carnes y mucho juego de ligas, hasta la ostentación en los armarios de luna de su cuerpo blanco, poderoso, ingente, vencido ya en una majestuosidad de vieja piedra labrada por Miguel Ángel y afrentada por el tiempo. Era una lámina de Rubens con luces de catedral y se sentó en la cama a tomarse una copita de anís con mucho primor de manos de monja, como si estuviese vestida hasta la barbilla y de visita. A ver el neófito, dijo con una sonrisa de sus dientes menudos, y Empédocles, que estaba a mi lado, me susurró lástima no haber traído el stradivarius, pero en la habitación de al lado sonaba una radio con lamentos flamencos y yo, cuando vi a Diótima, desnudo, tembloroso, blanco, enteco, sentado en la cama junto a aquella mujer, recordé láminas de presentaciones de niños en el templo, degollaciones de inocentes y orgías de Rubens con amorcillos mejor nutridos que el poeta enamorado de Hölderlin; recordé circuncisiones de la antigüedad y vi cómo Teseo reía sin abrir la boca, casi negro lo morado de su rostro, y Empédocles miraba con su mirada acuosa, fría, y Darío Álvarez Alonso estaba inclinado en su silla, con el codo en la rodilla y la barbilla en la mano — hermosa cabeza de poeta—, como examinando una talla lujuriosa y barroca de sillería de coro en una catedral.
Quítate las gafas, criatura, dijo ella, y las gafas de Diótima cayeron al suelo de baldosa con ruido de romperse, pero no se rompieron, y Teseo las recogió paternalmente y las tuvo en la mano todo el tiempo. Tú debajo, criatura, que a los hombres os va mejor así, y los primerizos, si no, os quedáis en nada. De modo que ella se puso sobre él y Diótima desapareció para nosotros bajo aquella masa todavía armónica de mujer sabia, grande, contenida y antigua. Hubo un rumor de carnes espesas y rítmicas sobre la carne escueta y fría de Diótima, como un reiterado golpe de ola buchona contra una roca lisa y helada. Éramos como nobles y cardenales del Renacimiento asistiendo a las nupcias de un principito feble con una Médicis, una Farnesio o una Sforza de poderosas ancas de amazona.