Incluso aquí, amadísimos hermanos, en nuestra querida parroquia, germina el mal, anida el pecado y triunfa el demonio, incluso aquí, entre nuestros amadísimos feligreses, se perturban las clases, se mezcla el bien al mal, el pecado a la virtud, el demonio de la concupiscencia al ángel de la castidad, y eso no hemos de consentirlo en nuestro amado rebaño, que no es sino reflejo de nuestro amado país, en el que sucesivas cruzadas gloriosas, han desterrado para siempre la confusión, el desorden, poniendo el orden, como debe estar (y cito a un ateo extranjero tan lúcido como soberbio), por encima incluso de la mezquina justicia de esta tierra.
Todo se sabía en el barrio. La madre de Cristo-Teodorito había ido a hablar con el párroco, don Martín, para exponerle la desgracia de su hijo y el escándalo de toda la plaza. Algo he oído, hija, algo he oído. Don Martín era párroco viejo, amortecido, con un parecido curioso y evidente, en los rasgos de la cara, con el golfo Teseo, como un Teseo santo, seco, torpe ya, casi ciego, y muy respetado por todas las clases sociales de la parroquia.
Quizá era el doble santo de Teseo como yo era el doble maldito de Cristo-Teodorito. Don Martín, tan impedido ya en sus menesteres, confiaba la marcha de la parroquia a su coadjutor, un brillante sacerdote joven que había hecho la guerra con el grado de alférez y que se llamaba don Agustín.
Don Martín, al parecer, le había pedido a don Agustín que predicase en la misa de doce del domingo, denunciando el caso con buenas palabras y en clave. Don Agustín empezaba a estar prestigiado en el barrio, e incluso en la ciudad, por su verbo de predicador, menos metafórico que el del padre Tagoro, pero más conceptual y avanzado, de modo que allí estábamos todos, en la misa de doce del domingo (la voz se había corrido en seguida) escuchando a don Agustín, desde los padres afligidos, sencillos y desconcertados de Tati hasta doña Victoria, la marquesa, que generalmente evitaba la misa de doce dominical, por mundana, y ella, que todos los días del año acudía a misa temprana, el domingo se hacía decir misa en la capilla de su casa-palacío de la plaza, lo cual tampoco dejaba de ser un recurso para asegurarse de que sus hijos, hijas, yernos, nueras, cuñadas, nietos y nietas cumplían el precepto dominical, pues con todos ellos llenaba la pequeña capilla jesuítica del hogar. El hecho de que doña Victoria, la marquesa, estuviese allí, presidiendo tácitamente la misa de doce, en su alto sitial, era prueba clara de que los grandes del barrio, las clases pudientes, los de los patios con fuente y los grandes automóviles negros que dormían el sueño invernal en las cocheras, estaban dispuestos a intervenir en el caso y a poner orden y moralidad en su reino.
María Antonieta me había llevado a misa de doce. Me llevaba siempre que podía. No tenía María Antonieta mi descreimiento intelectualizado y precoz, sino un descreimiento natural y saludable de pescadera que se ha acostado con futbolistas, pero le gustaba la pompa y la circunstancia de la misa de doce, le gustaba hacer lo que hacían las señoritas, aunque éstas dijesen «mira la pescadera». Pero también habrían de decir «mira las joyas de la pescadera», bien evidentes, y eso la compensaba.
Antes de nuestro amor, María Antonieta iba a misa de doce con su madre. Pero ahora prefería ir conmigo. Sin duda yo le lucía más y, por otra parte, la vieja pescadera estaba cada día más enferma e hinchada de orujo. Pues la pescaderita tiene un novio señorito, imaginaba ella, sin duda, que decían las otras muchachas, y yo me temía que añadiesen: señorito arruinado, señorito raído, pero señorito al fin. Y con guantes amarillos, eso sí, que yo me presenté aquel domingo memorable, en misa de doce, con mis guantes amarillos, no sé si por provocación, por prurito de elegancia, de dandismo precoz, o sencillamente por atraer hacia ellos las miradas y apartar así la atención de mi ropa vieja, brillante de uso, mate de remiendos, de mi camisa tazada, mi chaqueta lamentable, mi corbata mustia, mi pantalón, que ya nadie me planchaba en casa, y mis pobres zapatos remendados, deformados, brillantes de un betún casero donde el sebo dejaba rastros blanquecinos que yo no veía en la penumbra de las habitaciones interiores, cuando me abrillantaba los pies, pero que resultaba nauseabundo a la luz del domingo y el mediodía. «¿Qué va a pasar con lo de Tati?», le pregunté a María Antonieta. «No sé. Casi ni puedo hablar con ella.» «¿No crees que va a acabar mal esta historia?» Se encogió de hombros. «A Tati le conviene mucho tu amigo.»
Comprendí el significado de estas palabras hasta mucho más allá de donde ella sospechaba. Seguramente, Tati, gracias al amor de aquel muchacho (quizá el primero de quien realmente se enamoraba) se estaba redimiendo del vicio homosexual que yo les conocía a las dos ninfas, como quizá María Antonieta se estaba redimiendo gracias a mí, pese a que siguieran teniendo alguna caída inevitable, como aquélla que yo sorprendí un domingo por el ventano de la vinatería. Posiblemente, aquel vicio les venía de la infancia, como a tantas niñas, de buscar una en la otra el hombre imposible y, luego, de no encontrar en el hombre aquello que buscaban, y también de la inercia de su vicio, pues ya se sabe que el remedio suele ser mejor que la enfermedad (y no peor, como dice el pueblo), de modo que el opio que cura un dolor se convierte, de mero remedio que era, en el mayor placer de una existencia, en placer insustituible. Pero ellas se estaban sustituyendo a sí mismas por nosotros, o al menos así lo razonaba yo, en mi afán impenitente por teorizar y hacer psicologismo, que era la última fiebre que me había cogido.
Actores y espectadores del drama estaban allí, en la iglesia, y la misa, dado lo avanzado de la estación, se decía con las puertas abiertas, de modo que a un extremo del profundo ámbito estaba el altar, con su fulgor nocturno de luces, velas y oros viejos, mientras que al otro extremo estaba la gran boca del día, el «azul indestructible», que había leído yo en un modernista, llenando el portón y el portalón con su realidad y su libertad. Siempre que iba a la iglesia, yo seguía comportándome con absoluta corrección; pues había sustituido la unción de antaño por una especie de buenas maneras aristocráticas y deferentes (o que yo creía tales) y que querían ser como una concesión elegante a todo aquello en lo que ya no creía, una indulgencia de hombre de mundo, y respondían, asimismo, a mi nueva visión de la misa, del culto, de la liturgia en general, como una especie de representación, como un. minué sagrado y antiguo en el que había que demostrar, cuando menos, el refinamiento y la clase, ya que todo era pura convención y valor entendido. ¿Acaso no hacía lo mismo don Agustín con su manera estudiada de recogerse el vuelo del manteo, de posar la mano levemente en el borde dorado del púlpito, o de alzarla en el aire morado blandamente, como para dejar que se posase en ella el halcón del concepto, en una cetrería a lo divino?
Y allí estaba yo, elegantemente arrodillado, dentro de mi ropa pobre, con los guantes amarillos entre las manos, cogidas una a la otra con una mezcla de piedad y mundanidad que había visto en ciertos viejos y elegantes caballeros cristianos de cuya fe, a pesar de todo, me permitía dudar. A María Antonieta le halagaban mucho mis buenas maneras en la iglesia, como en el teatro, pues eran la prueba de que había elegido bien, aunque nada me decía sobre esto, y si quizá le desconcertaban un poco mis guantes amarillos, sin duda los tomaba como etiqueta más que como provocación. En todo caso, yo era uno que podía llevar guantes amarillos.
A don Agustín le había visto yo pasar, durante muchos años, por mi calle, desde la habitación azul, cuando él era muy joven, quizá un seminarista brillante, y cuando yo sólo era un niño. Ya coadjutor de aquella parroquia con ricos muy ricos y pobres muy pobres —una gran parroquia, por lo tanto—, y orador sagrado de cierto prestigio, paseaba la calle, viniendo del arzobispado y yendo a la iglesia, con un libro abierto en la mano, en el cual leía, y que para mí era, no sé por qué, las Confesiones de san Agustín. Don Agustín era grande, fuerte, de rostro entre redondeado y enérgico, uno de esos cuerpos de coloso que la naturaleza se complace en adornar, también irónicamente, con un cerebro de intelectual, de modo que en don Agustín, entregado a sus meditaciones, sus libros y su oratoria, debía haber mucha energía reconcentrada, mucha fuerza recocida, un gañán poderoso y contenido, un mocetón estallante cuya vitalidad no entendía yo cómo podría desaguar aquel hombre de modales suaves, paso lento y hablar quedo. Siempre me impresionó aquel contraste entre la fortaleza de su cuerpo y la levedad de su vida, y cuando, de muy niño, había soñado ser cura (como todos los niños), sin duda me imaginaba aquel cura precisamente, don Agustín, fuerte, sano, sereno, dominante, seguro, plácido, sobrio, serio, lúcido como el otro Agustín, el de las Confesiones que él tanto leía o creía yo que leía.
A medida que su prestigio fue creciendo, le veía pasar por mi calle rodeado de muchachas piadosas, de chicas de velo y falda larga, algunas de hábito, que le hacían consultas, preguntas, cosas, y que sin duda vivían el enamoramiento casto y soso de aquel varón fuerte y celestial. Él les hablaba con sosiego, con cordura, no sé si envolviendo en su severidad algún rubor. Ahora usaba unas gafas negras, redondas, pequeñas, que le quedaban como encajadas entre la mejilla y la ceja, como dos monóculos negros, y movía la mano izquierda, anillada, en el aire de la iglesia, suavemente, mientras su mano derecha reposaba sobre un libro negro que tenía en la balaustrada del púlpito, y que sin duda no era más que otro elemento que jugaba en la escena, pues sólo abrió el libro al comenzar, para leer una cita en latín, que evidentemente conocía de memoria, y pasar en seguida a acometer, en abstracto, jugando con lo preciso y lo impreciso, con los conceptos de juventud, guerra, pureza y clase, el amor y el pecado de la pareja rubia y roja que eran Tati y Cristo-Teodorito.
Don Agustín, se decía, iba a llegar muy lejos, a canónigo, a obispo, quién sabe si a cardenal, y allí estaba doña Victoria, la marquesa, allí estaban las fuerzas calladas y poderosas del barrio para ayudarle si hiciese falta. Pero también estaban los padres de Cristo-Teodorito, él muy vestido de negro, no sé si enlutado por la desgracia o etiquetado para la solemnidad, y ella entre compungida y envanecida de aquella especie de auto de fe que había montado para quemar a una pecadora y salvar un hijo, y estaban, como digo, los padres de Tati, más asustados que otra cosa, recordando quizá sus sueños primeros de vivir en un pueblo apaciblemente, sanando o matando mulas y bueyes, temiendo ahora que el escándalo —¿qué escándalo?— les privase de lo conseguido: trabajo en todos los pueblos limítrofes y autoridad sobre los veterinarios locales. Bastaba para ello con que don Agustín o doña Victoria, la marquesa, hablasen del asunto al jefe provincial o al gobernador. Estaban —gran profanación— Tati y Cristo-Teodorito, quizá porque ya tenían la costumbre de ir a misa de doce todos los domingos, santificando así su amor ante los vecinos y, en realidad, acreciendo el escándalo, o bien porque se habían enterado también ellos de lo que iba a pasar y querían estar presentes y tomar la palma de su martirio, como las vírgenes y los donceles de los primeros tiempos del cristianismo. Se les veía en unos reclinatorios laterales, estáticos y soberbios, como estatuas de sí mismos, como los amantes de Teruel, como Romeo y Julieta, petrificados por la consternación, el dolor y la grandeza de lo que les estaba pasando. Sonreí. Todo el mundo permanecía pendiente de ellos. Estaba incluso Jesusita, la vinatera, devota y beata en un rincón, rebujo de velos y rezos, sin Miguel San Julián, y estaba todo el pueblo, el vecindario, el coro llano de la tragedia, inflamado de ese espíritu inquisitorial y sagrado que se levanta de pronto del hondón de España. Yo escuchaba las teologías de don Agustín (Darío les hubiera llamado sofismas) y miraba y olía muy de cerca mis guantes amarillos, perfumados de cómoda y pasado, sabiendo ya, que allí no iba a pasar nada o que estaba pasando todo. Don Agustín estaba condenando el amor de Tati sin saber que aquel amor, como me había sugerido María Antonieta sin querer, quizá estaba salvando a la muchacha de algo mucho peor. La moral, me dije, como la ley, es siempre una simplificación. Tati y Cristo-Teodorito, en sus reclinatorios, eran como dos estatuas yacentes que de pronto se hubiesen arrodillado.