Nada más llegar al café, Darío me dio la noticia. Se ha ido el madrileño. Gracias, dije, sin saber de qué le daba las gracias. Carmencita María bailaba una rumba gitana en el tablado, pero yo no alzaba la cabeza para mirarla.
Quería hacerle ostensible mi desprecio, mi condenación, mi indiferencia, mi dolor. Comprendía que estaba siendo más Cristo-Teodorito que nunca, pero experimentaba al mismo tiempo, por encima de mi tan elaborado escepticismo, la oleada de la vida, de los sentimientos, que no dejaba de ser confortable, pues suponía sentirse vivo.
Así, el lúcido, el escéptico, el cínico, asiste a sus propias emociones y quizá las encuentra mediocres, pero se deja ir por la fuerza de las cosas y porque, a cambio de esa mediocridad, o frente a ese sentido crítico, está la emoción embargante de la vida, el calor de los sentimientos, que es como un licor estimulante, aunque esos sentimientos sean amargos o dolorosos. Con nosotros, en la mesa, el viejo Empédocles y otros dos individuos a los que yo sólo conocía de vista, y que me fueron presentados. Eran Teseo y Diótima, que formaban con Empédocles algo así como el gran trío de malditos de la ciudad.
Nunca supe si Teseo se llamaba así o lo suyo era también un mote, como lo de Empédocles. A Teseo le veía yo desde mi infancia, por las esquinas de la ciudad, grande y viejo (siempre había sido igual de viejo), morado de frío o congestivo y apopléjico, acechando a las niñas, exhibicionista y sórdido, con grandes abrigos negros de piel (tuvo una época dorada) o paseando solitario.
Teseo era pintor, un pintor que durante su juventud había ganado algunos premios importantes, oficiales, en las exposiciones nacionales de Madrid, y al que en la prensa de la ciudad se le daba ya tratamiento de gloria nacional. Pero Teseo, que había hecho repetidos intentos de asalto a la gloria madrileña, no tuvo suerte o no tuvo fuerza (a la fuerza se le suele llamar suerte y viceversa) y al final optó, o le «optaron», por quedarse en nuestra pequeña ciudad, como pintor de moda entre las clases altas, haciendo retratos elegantes a las damas y a sus hijos, pues lo que mejor le salían eran los niños y las niñas (en puridad las niñas, pues a los niños también les daba un volátil aspecto de chicas). Teseo era soltero y vivía solo. Parece que llegó, incluso, a abusos o intentos de abuso con una niña rubia, de nueve años, hija de unos nobles de la ciudad, que estaba posando para él con un gatito en el regazo.
De modo que Teseo fue siendo marginado por aquellas clases privilegiadas e implacables, y se quedó sin la gran gloria nacional y sin la pequeña gloria local, que tanto dinero le había dado. Ahora vivía agotando las restos de ese dinero, y los retratos de niñas ya no le proporcionaban unos miles de pesetas, sino que le costaban unos duros, pues sólo pintaba gitanillas hambrientas que buscaba y encontraba por las esquinas, y que posaban para él cobrándole previamente, aleccionadas como estaban por sus padres, que ya conocían al viejo sátiro. Una familia de gitanos se le presentó una vez en el estudio (que tenía en la parte vieja de la ciudad) y, so pretexto de que había intentado abusar de su pequeña modelo, le rajaron todos los lienzos, pintados y en blanco, con sus grandes navajas largas, se llevaron cacharros, dinero y comida, y le rasgaron de arriba abajo su gran abrigo negro de pieles, que tenía puesto por el frío, con otra navaja que recorrió su corpachón como un relámpago y sólo por un milagro no le entró en la carne. (Con este episodio venía a desmentirse en parte mi teoría de que los gitanos eran un mundo y una cultura marginales a los nuestros, pues sus códigos del honor y la paternidad, de la venganza y la ley resultaban ser irónicamente semejantes a los de las grandes familias que vivían en la acera de las casas blancas, frente al parque.) Teseo y Empédocles, de pecados tan disímiles y tan iguales al mismo tiempo, habían acabado por encontrarse en los fondos malditos, inevitablemente, en el légamo de su deshonra y abandono, y había nacido entre ellos la camaradería que nace entre los peces abisales que no ven nunca la luz del cielo y forman una sociedad aparte, en el fondo del mar, frente a los peces de superficie.
Con ellos iba siempre aquel muchacho menudo, delgado, triste, de sonrisa enferma y gafas miopes, a quien llamaban Diótima, porque era poeta enamorado literariamente de Hólderlin, y como la amante de Hólderlin se llamaba Diótima, habían encontrado pertinente llamarle así. Diótima tenía el pelo rubio y escaso, a pesar de lo cual se advertía que era muy joven. Hablaba con pedantería y suficiencia, lentamente, en voz muy baja, incluso allí en el café, donde el rumor de las conversaciones y el jaleo del tablado impedía oír absolutamente nada de lo que estaba diciendo o recitando, que generalmente eran poemas de Hólderlin aprendidos en las malas traducciones castellanas de las malas traducciones francesas. No se sabía si Diótima tenía amores inconfesables con Empédocles, con Teseo, con los dos o con ninguno de ellos, pues a cierta altitud de la miseria y la depravación se pierden las fronteras y las nociones, y todo parece posible, quizá porque nada es ya posible.
Empédocles y Teseo, tan viejos, tan vividos, tan abrasados por la vida ¿cómo podían distinguir su pecado uno del otro, aunque fuese tan diferente y el mismo? Vivían la camaradería del mal, quizá, como la vivieron Verlaine y Rimbaud, en Londres, a tiros y borracheras, y eso era todo. Diótima, cerca de ellos, se licenciaba en satanismo y pronto vi, por lo poco que podía captar de su conversación, que nos despreciaba a todos, a los que él consideraba poetas burgueses: a los del Círculo Académico y los de la Casa de Quevedo, a Darío Álvarez Alonso y a Víctor Inmaculado y sus ocho horas diarias de estudio a oscuras. Absolutamente a todos.
«Darío está vendido a la prensa local —dijo—, y los del Círculo son unos mierdas y los de la Casa de Quevedo unos cursis.» Darío Álvarez Alonso no cobraba un duro por sus colaboraciones en la prensa local, pero de todos modos estaba vendido, y ni siquiera quise utilizar este argumento económico para defender a mi amigo, porque de pronto me pareció pueril, y lo que yo iba viendo era una versión de nosotros absolutamente insospechada, mediante las palabras sibilinas de aquel muchacho, que casi me hablaba al oído para neutralizar el ruido del local.
Yo había sentido que Darío Álvarez Alonso era un auténtico maldito, yo mismo empezaba a sentirme un desclasado respecto de todo lo que me rodeaba, pero he aquí que había un muchachito feble y listo, viciosillo y expresivo que me tenía por un joven poeta burgués, señorito. Y es que siempre hay alguien más a la, izquierda, alguien más hundido en el mal, porque lo fascinante del mal es que no tiene fondo.
Por aquel trío de auténticos malditos —a los que siempre había mirado con curiosidad, juntos o por separado—, comprendí que Darío Álvarez Alonso iba camino de ser el poeta local, la gloria municipal, y quizá yo también, pero por otra parte no acababa de creer en la gloria negra de aquellos hombres: Empédocles había sido un músico burgués hasta que la burguesía le hubo rechazado. Teseo había sido un pintor burgués hasta que le pasó lo mismo. ¿Y Diótima? Quizás Diótima estaba con ellos por mera fascinación literaria del mal, o por esa necesidad de padres, en plural, que tiene el adolescente, y que él había encontrado en ambos viejos como Darío en los distinguidos poetas de la Casa de Quevedo. ¿Por qué no me unía yo a ellos, por qué no dejaba el empleo y la familia y me iba a vagabundear con aquellos tres locos? Yo iba buscando el límite real de las cosas, hacia arriba o hacia abajo, y si bien hacia arriba no sabía dónde estaba el límite, era claro que hacia abajo el límite eran ellos. No se podía caer más.
Imaginándome camarada de los tres artistas mendigos, comprendí que no, que aún había en mí ganas de luchar, de hacer cosas, de subir y no de bajar, y esto no dejó de avergonzarme un poco, pero antes de llegar adonde ellos habían llegado tenía que probar a mantenerme a flote, como Empédocles y Teseo habían probado.
Lo más probable es que se acabe siempre así, me dije. Diótima se ha limitado a eliminar rodeos, a ganar tiempo y a empezar por el final. Pero yo quería empezar por el principio.
El espectáculo había terminado. Carmencita María y la bailaora vieja vinieron a nuestra mesa. Después de la conversación con Diótima, la verdad es que me resultaba ridículo hacerle una escena de celos —¿celos de qué y por qué?— a Carmencita María, de modo que no me costó nada estar natural. Empédocles se puso en pie y nos llevó a recorrer tabernas. «Es la hora de las ojeras y las manos sucias», dijo. Al parecer, es lo que decía siempre.
Estuvimos en tabernas hondas, pequeñas, lejanas, tabernas negras donde yo no había entrado nunca, tabernas con unos borrachos estáticos que parecían mirar el curso quieto de un río invisible. Darío hablaba mucho con la vieja bailaora, que era como una gitana limpia pintada de piel roja. Debía encontrar en ella un interés literario, exótico, que fascinaba a lo que él tenía aún de poeta modernista. Carmencita María se había cogido de mi brazo y del brazo de Empédocles. La llevábamos en medio y Empédocles hacía conciertos de violín con el ruido de la boca. Teseo y Diótima hablaban entre ellos, y parecía que Teseo le trataba al joven poeta con cierto paternalismo divertido. Diótima insistía en que Teseo era el mejor retratista de España, después de Velázquez, y que él iba a escribir un tratado en verso sobre los retratos de Teseo.
—Bebe y calla, Diótima —decía Teseo con buen humor.
En todo caso me avergonzaba haber estado a punto de ser el marido de la pescadera. Los borrachos nos miraban como sin vernos y un ciego del cupón nos cantó flamenco, muy bajo poniendo los ojos locos, revirados y sin luz, y un gesto de alimaña en la boca, como si fuese a morder en lugar de cantar.
Acabamos en casa de Empédocles, que por lo visto era donde se acababa siempre, subiendo a trompicones la negra escalera enorme, entre gritos, cantos, jipíos y risas. «Váis a despertarme a los vecinos», decía Empédocles, riendo mucho de aquellos inexistentes vecinos. En el piso hubo más vino y Empédocles sacó el violín y tocó algo de Falla que las dos bailaoras interpretaron dentro de sus vestidos de calle, hasta que todos estuvieron muy borrachos.
Luego, Carmencita María y yo estábamos en una alcoba de cama negra y palmatoria. Ya desnudos, miré por la rendija de la puerta. A la luz de las velas, Empédocles tocaba un tango en su stradivarius, y Teseo lo bailaba con Diótima, muy galantemente. Darío hablaba todo el tiempo con la vieja bailaora, que tenía cara de sueño y no entender. Cerré la puerta y me volví hacia el lecho. Carmencita María, sentada en la cama, blanca contra las negras maderas de la cabecera, parecía dejar que se incendiase su cuerpo desnudo en la luz de la palmatoria.
Reía y le brillaban los ojos. ¿Estás contento? dijo. Carmencita María, en el amor, era fácil, ligera, graciosa, riente, practicable y refrescante como espuma de jabón o agua de manantial. Nos dormimos escuchando el stradivarius de Empédocles, envilecido de tangos y milongas.