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El amor maldito de Tati y Cristo-Teodorito andaba por las tapias y las traseras del barrio, por las rinconadas y las esquinas. Era un amor perseguido, mal visto por unos y por otros, pues a los amigos y allegados de la familia de Tati les molestaba que niña tan malfamada pudiera casar con el muchacho más recto de la plazuela, y en cuanto al círculo de empleados, virtuosos y familias modelo que rodeaba a los padres de Cristo-Teodorito, los amores del chico les proporcionaban una ocasión de acometer contra Tati, que iba para mala mujer, y de paso contra el propio Cristo-Teodorito, cuya ejemplaridad sin duda les tenía muy hartos, y que por fin había incurrido en la tan esperada caída, aunque la gente hubiera previsto más bien un suspenso en la carrera o una boda por debajo de sus posibilidades, antes que aquel noviazgo escandaloso con la más libre del barrio. Ellos, ajenos a todo esto, o perseguidos por todo esto, andaban al mediodía por las tapias y los jardines, cogiéndose de la mano, besándose a escondidas, y se les veía a la orilla del río, volcada ella sobre él, y camino del monte, adonde yo subía solo a sentirme Nietzsche/Unamuno y ellos subían a hacer el amor. Estaban en las casas en ruinas, a la media tarde, o en los cimientos de aquellas construcciones que, con la revolución y la contrarrevolución, se habían quedado en eso, en cimientos. Estaban tomando el sol a la puerta de las iglesias, con los mendigos y los niños, o paseando por el camino del cementerio, y se decía que se les había visto bañándose juntos en la acequia (a la que yo ya no iba) o tomando el autobús que llevaba a los pinares, y cada día era un escándalo y, sin duda, Cristo-Teodorito desatendía sus estudios y debía de haber abandonado la congregación, con su billar y sus salves, y algún domingo llegaron a la suprema profanación de acudir juntos a misa de doce, a la parroquia, cogidos de la mano, entre las familias olorosas a virtud y los novios formales, provocando con esto el desmayo de la madre de Cristo-Teodorito, a la que hubo que sacar al atrio a respirar, mientras el veterinario huía en su viejo citroën a los pueblos más lejanos de la comarca, quién sabe si buscando mulas moribundas o desentendiéndose de aquel escándalo que a él, hombre sencillo familiarizado con la verdad zoológica de la vida, se le escapaba un poco de las entendederas.

Yo les veía, a Tati y a Cristo-Teodorito, por los desmontes, entre los conventos quemados cuando la revolución, que erguían aún su piedra negra como una acusación de los vencedores a los vencidos, y al principio me hacía el distraído, como cuando les sorprendí por primera vez en mi portal (al que no volvieron, quizá por miedo de él al encuentro), pero luego les saludaba de lejos, les hacía un gesto alegre con la mano, para que supieran —para que supiera él— que yo por lo menos estaba con ellos, que no me parecía mal nada de aquello (si bien estaba seguro, o creía estarlo, de que mi amigo iba a salir malparado sentimentalmente de la aventura, mientras que ella le cambiaría pronto por otro: pero esto no le quitaba hermosura a la historia, sino que quizá se la añadía).

Hacían buena pareja y esto es lo que la gente menos perdona en la vida: que se haga buena pareja. Se puede perdonar a una mujer que sea hermosa si se ha vendido en matrimonio o sin matrimonio a un miserable: se la desprecia y ya está. El desprecio es vacuna que cura de peores sentimientos, por ejemplo de la envidia. Se puede perdonar a un hombre que triunfe si lleva al lado una mujer «que no se la merece». La sociedad, aquella sociedad nuestra de la plazuela, del barrio, hecha de artesanos ignorantes, pequeños burgueses sumisos y aristócratas inconmovibles, necesitaba una ley de compensaciones, una justicia implícita en la marcha de las cosas, un castigo y una recompensa en esta vida (porque en el fondo dudaban mucho de la otra) y les tranquilizaba la sombra de la fealdad o del dolor junto a la luz de la belleza y la felicidad, como les quitaba remordimientos una candela de alegría casual en la penumbra de las vidas peores. Allá al fondo del barrio, donde éste se iba confundiendo ya con la línea verde y rubia del campo, con las márgenes del río o los paseos de moreras, brillaba siempre el pelo de mi amigo y doble, la melena roja de ella, al sol de las mañanas y de las tardes. Eran las más hermosas e intolerables historias de amor que había vivido nunca la barriada. El padre de Cristo-Teodorito, cuando salía para la oficina, por las tardes, después de comer, tenía que bajar la cabeza (aquella cabeza erguida tantos años) al pasar por ciertas calles, para no ver al fondo la llama rubia y remota de la cabeza de su hijo, que se alejaba hacia el río con la muchacha.

Aquel domingo por la tarde, por fin coincidimos todos en la vinatería de Jesusita. Ésta desapareció pronto con Miguel San Julián, en los fondos más secretos y vinosos del almacén, que se reservaba para sí y para su amor.

Me hubiera gustado charlar un poco con mi viejo amigo, pero Jesusita raramente nos daba tiempo. María Antonieta y yo, familiarizados ya con el lugar, nos besábamos entre los toneles, con besos de vino. Tati y Cristo-Teodorito estaban un poco violentos, sobre todo él, pues sin duda Tati había vivido allí otras aventuras.

Tati le servía vino y Cristo-Teodorito rehuía mi mirada. De pronto, María Antonieta me dijo:

—Seguro que tienes muchas cosas que hablar con tu amigo.

Fue hacia Tati y desaparecieron juntas detrás de una cortina. Luego se las oyó subir unas escaleras de madera con mucho ruido de sus tacones altos del domingo. Me acerqué a Cristo-Teodorito, que estaba de pie, rígido, grave. Tenía al lado un pellejo reventón de vino, que con su vaga expresión de cerdo oscuro y borracho de orejas tiesas, contrastaba con la dignidad y la seriedad del rostro de mi amigo. «Aquí se está fresco», le dije. (Ya empezaba a hacer calor de verano en la calle.) Era una trivialidad, la única que podría no herir a aquel ser que yo veía torturado. Rompió a hablar sin mirarme:

—La quiero, estamos enamorados. Me quiere mucho. Vamos a casarnos. No sé por qué todo el mundo está contra nosotros. Mamá está muy mal. Es lo que más siento. Incluso enferma. Por la congregación no me atrevo a aparecer. Papá ha debido hablar con el padre Valiño. Pero nos casaremos y haré mi carrera y…

Se interrumpió y bebió vino. Me dio pena. No por lo que le estaba pasando, sino porque lo vivía intensamente, apasionadamente, convencido de la grandeza de todo aquello, persuadido de la trascendencia de su historia.

—No sé qué pensarás de mí —prosiguió—. Te reirás, supongo. Siempre te he estado dando ejemplo, soltándote sermones. El padre Valiño, la congregación, los ejercicios. Tú eres un cínico, pero yo sigo creyendo en eso, yo soy el mismo de siempre. No ha cambiado nada. Tati es buena. Vamos a casarnos y mi vida será lo que siempre he querido que sea. Pensarás que he caído, que tenías tú razón, pero os demostraré a todos que no. Y sobre todo a ti, que eres tan cínico.

Me insultaba, tenía necesidad de insultarme. Se sentía culpable (la gran culpabilidad no se experimenta ante Dios, sino ante el diablo, y el diablo era yo). —… y se lo demostraré sobre todo a mamá, que ahora está tan mal…

Y al hablar de su madre estuvo a punto de llorar. Era lamentable. Estaba allí con su pelo todavía peinado con colonia infantil, con su cuello duro, de hombre, amorosamente almidonado por su madre a la par que el del esposo, con su traje de los domingos y la insignia de la congregación en la solapa: aquella congregación que sin duda le había rechazado mientras no atajase y purgase su culpa. De pronto dejó de interesarme el asunto. Había pensado que íbamos a tener una conversación más interesante. Otra historia mediocre. Me fingí afectado por piedad o por timidez. Ya me daba igual todo aquello. Prefería buscar a María Antonieta y hacer el amor con ella, sobre los pellejos, con vino o sin vino, con baño o sin baño. Le tomé un brazo, dije algo. No te preocupes, todo se arreglará, ya sabes que yo te comprendo. Al fin y al cabo, lo mío con María Antonieta. (Pero lo mío con María Antonieta no tenía nada que ver: de mí ya no esperaba nadie nada, y ella era mucho más libre que Tati: sólo tenía una madre borracha.) Me alejé de él y subí por la escalera lentamente, tras las muchachas. Aquella escalera, casi vertical, tenía hacia la mitad un ventano que ahora estaba iluminado. Al llegar a la altura del ventano, me detuve a mirar. El cristal estaba sucio, tenía cadáveres de moscas como vistas en espectro, y manchas de vino secas. Lo que vi me hizo bajar la cabeza, esconderme. Estuve quieto en la oscuridad de la escalera, sin respirar apenas.

Luego me asomé otra vez con más precaución.

Era una habitación pequeña, algo así como un escritorio. Allí debían llevar las cuentas de la vinatería. Había una mesa vieja, de despacho, con papeles, un ventilador roto y un flexo apagado. La luz venía de una pequeña bombilla que había en el techo. Vi también unas sillas llenas de papeles, carpetas y archivadores. Y un archivo que llenaba una de las paredes. En otra pared había una acumulación de calendarios con ilustraciones en las que se repetía el motivo de la vendimia, las uvas, las bellas viñadoras, el mosto, el vino y el amor. junto a la mesa del despacho había una pequeña cama y en la cama estaban Tati y María Antonieta, con las ropas revueltas, besándose en la boca. Tati estaba inclinada sobre mi novia y le andaba con una mano en los pechos. El espectro de una mosca pegada en el cristal me tapaba la cara de mi amor.

Se movieron lentamente, se revolcaron, vi las piernas tan esbeltas de María Antonieta y la braga roja de Tati.

Baudelaire había cantado el amor de las lesbianas, según me dijo una noche Darío Álvarez Alonso. Yo había leído en la habitación azul una biografía de Safo de Lesbos, en colección de bolsillo de antes de la guerra, con cuatro notas eruditas del Espasa y mucha pornografía. La identidad de los cuerpos de las dos muchachas, la identidad de sus sexos, hacía de ellas como un solo ser plurimembre y armónico, lascivo y sonrosado. Aquello no era desagradable de ver, ni mucho menos. Tuve la sensación de que lo sabía desde hacía mucho tiempo, de que debía haber sabido desde el primer día —¿desde qué primer día?— que Tati y María Antonieta tenían comercio carnal, buscaban una en la otra ese hombre mutilado que es la mujer, a falta de hombres no mutilados, o por puro vicio, capricho o malformación. Estuve un tiempo en el ventano, quién sabe cuánto, contemplando, a través de las moscas y las manchas de vino, la fluctuación lenta y para mí silenciosa de aquellos dos cuerpos jóvenes, de aquel solo cuerpo múltiple, de aquella cosa obscena y grata, apasionada y musical, que se movía en un fondo irreal y triste.

Cuando bajé en silencio la escalera, procurando no hacerla crujir, y levanté la cortina, Cristo-Teodorito estaba en el mismo sitio donde le dejara, pero se había sentado en una cuba y bebía despacio. «Ahora bajan», dije.

Me miraba con sus ojos nobles, que por lo visto eran parecidos a los míos, pero más luminosos, más limpios, más claros. Parecía más sereno. Quizás había aprovechado la soledad para rezar algo. Quizás era el vino. «Perdona —me dijo—. Perdona si te he molestado. Pero la quiero y nos casaremos. Tú que eres mi amigo lo sabes.» Bebimos como brindando tácitamente por su felicidad. Yo también me senté, porque estaba muy cansado.