El viejo Empédocles era otro misterio que se me desvelaba, otra devaluación de la realidad, y escribía yo, en la habitación azul, en un diario íntimo que había empezado: «La gente tiende a enfatizar sus problemas, sus cosas, a creerse siempre protagonista de algo. Viven intensamente en un mundo que es aburrido. Tienen la convicción de su importancia, de su trance, de lo enzarzado de sus vidas. Yo, por el contrario, creo que la vida es mediocre como tal vida, pero como novela no resiste una primera lectura. Empiezo a sentirme protagonista de una novela mala y provinciana, con frailes tontos, pescaderas enamoradas y artistas de pega. Habría que ser grande constantemente y uno sólo consigue ser constantemente tonto. Me parece que es lo que alguien ha llamado tragedias de la vida vulgar. No es un principio ético el que me impide hacer un matrimonio de conveniencia con María Antonieta. Es un principio estético. Me encantaría ser protegido y mantenido por una marquesa.
No puedo soportar serlo por una pescadera. Y para toda la vida. Del mismo modo, no es un afán de justicia, de trabajo, de libertad, lo que me distancia cada día de mi ciudad, de mi mundo, sino un puro afán estético. No tanto como romper con la pobreza, lo que quisiera es romper con la fealdad y…». Y mi primo tocaba el laúd y yo me iba a la calle, como casi todas las noches, ya, sintiendo que los fondos y trasfondos de la ciudad, en los que yo había cifrado un mundo a descubrir y a vivir, iban cayendo ante mí y no eran nada. El Círculo Literario, la Casa de Quevedo, la congregación, el café cantante, Darío Álvarez Alonso, Empédocles y todo lo demás. Pequeños mundos codiciados toda una vida y agotados en un día.
Empezaba a temer que esta sensación de mediocridad, de ridículo, de estar viviendo con énfasis pequeñas cosas comunes, me iba a acompañar ya siempre, en todas partes, pero esto estaba aún sin formular claramente en mí, porque había por delante ciudades, gentes, aventuras, toda una cultura y toda una vida, pero en aquel momento me sentía como preso en las páginas de una novela densa y mala. Iba por calles llovidas hacia el café cantante y todavía el hecho de salir de noche era una aventura y las viejas casas eran masas oscuras que se dulcificaban con la luz de los hogares, de las ventanas, a veces sólo una rendija, y las últimas noticias de la radio, que llegaban de los interiores cálidos, o el llanto de un niño.
En el café estaba Darío Álvarez Alonso, solo en su mesa, y sabía ya algo de mi visita a casa de Empédocles:
—Cuidado con el bujarrón —me dijo.
Estuvimos viendo bailar a Carmencita María, y yo esperaba a que ella terminase para que viniera a sentarse con nosotros, pero Darío me informó de que había llegado un individuo de Madrid, a verla, y que aquella noche no íbamos a tener tertulia. Efectivamente, debajo del tablado, en una mesa sola, situado de forma que no podía ver a las bailarinas, había un individuo de pelo negro, muy peinado hacia atrás, bigote enérgico y traje cruzado, evidentemente forastero, que fumaba en silencio y quietud. Tenía delante una copa de champán y al lado el cubo de hielo con la botella. Se estaba corriendo una juerga seria bajo el repiqueo de los pies de su amada, a la que no veía. El tipo tenía aura madrileña, indudablemente, con su porte envarado y su indiferencia hacia el medio que le rodeaba. A medida que avanzó la noche, el madrileño se quitaba y se ponía unas gafas oscuras. Quizá esto era en él un gesto de impaciencia, como en otros mirar el reloj, o quizás una defensa instintiva, una máscara.
De modo que Carmencita María tenía un secreto, aquel secreto, y me lo había ocultado —y por qué no iba a ocultármelo?—, y estaba allí haciendo la farsa de la artista sacrificada que baila en los cafés de provincias, y tuve algo parecido a los celos, y me resultaba una grosería que aquel tipo estuviese debajo del tablado, sin ver y sin ser visto, como despreciándonos a todos y, sobre todo, despreciando el arte y los muslos de su querida, que sin duda podía disfrutar con más calma y soledad. Me acordé de lo que había escrito en mi diario pocas horas antes, en la habitación azul, y luego le dije a Darío que podíamos irnos a dar una vuelta, puesto que no había para qué esperar a las bailarinas, y Darío me dijo que tenía que ir al periódico a entregar un original. Pagamos y salimos del café cuando la artista vieja hacía su número, pero me hubiera gustado irme delante de Carmencita María, mientras ella bailaba en el tablado, para mostrarle así mi condenación moral y mi desprecio, y pensé en Cristo-Teodorito y me sentí Cristo-Teodorito y sonreí. Pero estaba herido sombríamente en el pecho. Una ráfaga de palmas, taconeos y músicas nos acompañó un momento hasta la calle, al abrir la puerta del café, y luego nos encontramos solos en la noche, camino del periódico.
Darío Álvarez Alonso, a pesar de todo, seguía siendo el hombre ideal para pasear. Tenía el arte de pasear a la española en una época en que se decía que ya nadie paseaba, y, siendo tan joven, se paraba en ciertas esquinas, en ciertos párrafos, como hacen los maduros oradores callejeros, los senadores que van de paseo exponiendo su programa de gobierno a otro senador.
La noche hace más míseros los barrios míseros y más nobles los barrios nobles, de modo que aquellas calles céntricas ganaban prestigio con sus luces solitarias, sus brillos de lluvia y sus perspectivas alargadas por la soledad. Fuimos camino del periódico, despacio, mientras Darío hablaba, y pensaba yo con cierta lástima que, efectivamente, el verbo de aquel hombre iba dejando de ser fascinante para mí. Ahora le escuchaba, pero no le oía, o bien al contrario, y hubiera querido recuperar aquella fascinación de cuando la carbonería, la magia de aquella tarde en que yo, por primera vez en mi vida, había paseado la ciudad del brazo de un escritor, de un verdadero escritor, y no podía creer que los grandes escritores nacionales, si algún día llegaba a su trato, se me fueran a borrar con la misma facilidad con que se me había borrado la elocuencia de Darío Álvarez Alonso.
De todos modos, él era el que podía entrar en el periódico a cualquier hora, la cara conocida, el colaborador sin honorarios, pero con prestigio, de modo que llegamos allí cuando ya las máquinas estaban paradas, los obreros se iban yendo y los redactores habían desaparecido.
—Ven —me dijo Darío—. Te gustará ver esto por dentro.
A pesar de todo, Darío Álvarez Alonso seguía teniendo el sentido sagrado de la literatura y el periodismo, y su sensibilidad no dejaba de indicarle lo que había de ser para mí entrar por primera vez en un periódico, como sin duda lo había sido para él no hacía tanto tiempo.
Me cogió del brazo, otra vez en su papel de introductor y de maestro, y primero cruzamos una penumbra de oficinas cuyo olor debiera haberme sido familiar y odiado si no viniese unido al olor de la tinta de imprenta, más penetrante que todo, y que bañaba incluso las dependencias burocráticas del periódico, como un mar de tipografía, absorbiendo y envolviendo el lugar en la magia de lo literario. Luego, por unas puertas y mamparas de cristal, pasamos a las grandes naves de las máquinas, donde aún había algunas bombillas encendidas y algunos obreros cambiando el mono azul por la chaqueta. Eran tiempos en que los periódicos se cerraban pronto y generalmente se hacía por orden telefónica del gobernador.
—Espérame por aquí, que subo a entregar esto —dijo Darío.
Y se fue. Oí sus pasos en unas escaleras metálicas. Así, a solas, sin el didactismo de mi amigo y maestro, recorría todo aquello sin saber lo que era cada cosa, pero me encontraba más a gusto con mi emoción paseando entre las máquinas como un egiptólogo entre las pirámides, como un antropólogo entre los bisontes de AItamira. Era lo mío un sentimiento religioso y emocionado. De modo que aquellos mamuts de acero eran como la artillería pesada del periodismo y la literatura. Prefería no conocer el nombre ni la utilidad de cada máquina, porque la ignorancia es siempre más lírica que la erudición, y me bastaba con saber que aquellos monstruos sombríos y gratos, aquellos quietos paquidermos estaban traspasados de la sensibilidad del que escribe, eran máquinas inteligentes que ponían en limpio el pensamiento siempre confuso del hombre, la caligrafía difícil del periodista y el poeta.
Y olían. Olían aquellas máquinas a papel y a grasa. Olían como el periódico, pero de una manera más intensa y profunda. El olor del periódico, que desde la infancia me había turbado al llegar a casa por las mañanas, almidonado y crujiente de noticias, no era sino una brisa lejana de su origen: este olor reconcentrado y empedernido de los talleres. Aquí estaba el bosque y yo me había emocionado durante años con una brisa desprendida de este bosque, que llegaba hasta mi hogar con su temblor de actualidad. Y nunca se me había ocurrido ir yo al bosque, ya que el bosque venía a mí cada mañana, e incluso cuando Darío Álvarez Alonso me dijo que teníamos que ir al periódico, aquella noche, no le di mayor importancia a la cosa, abstraído como estaba en mi inesperado y confuso dolor por la traición —qué palabra— de la bailarina.
Pero, al fin, Pulgarcito en el bosque de las palabras, yo estaba allí, perdido entre aquellas máquinas que tenían algo de centenarias. Y yo había escrito aquella misma noche en mi diario que no me quedaba ya nada por descubrir en la vieja ciudad. Acababa de entrar, inopinadamente, en lo más profundo de mi vocación, en la catedral sumergida del periodismo, y cada una de aquellas grandes máquinas era como un altar de sombra donde hubiera querido oficiar, siquiera fuese de linotipista. Pensé en Miguel San Julián, que estaba familiarizado con otras máquinas, y envidié su facilidad para tratar a esta nueva especie viva sobre la tierra que son los organismos de hierro y acero. Hay hombres, como Miguel San Julián, que saben hacer hablar al hierro y al acero, saben hacerse comprender por los metales, los tornan dóciles y les amaestran, les curan sus dolencias, les obligan a confesarlas.
Cómo me hubiera gustado saber y poder hablar con aquellas máquinas del periódico, como sin duda lo hacía aquel hombre que ahora dejaba su mono grasiento colgado en algún pico, en un rincón, y se iba a dormir envuelto en una gabardina.
Darío Álvarez Alonso podía ser mentira. Los escritores del Círculo Académico podían ser mentira. Y los de la Casa de Quevedo. Víctor Inmaculado podía ser mentira, desaparecido en su poca estatura y en la penumbra del seminario de Letras. Pero aquellas máquinas eran verdad. El periodismo existía, y la literatura. La palabra existía, y aquella legión de acero estaba al servicio de ella, para descifrarla y difundirla. Para fijarla eternamente.
Escribir no era un sueño de la habitación azul. Escribir era real. Aquellos buenos monstruos llenos de rodillos, palancas, ruedas, planchas y émbolos, lo hacían real. El pensamiento vago y dudoso de un hombre en soledad se hacía contundente gracias a aquellos seres quietos y poderosos. Cuando volvió Darío Álvarez Alonso, yo, avergonzado de mi emoción y porque no la notase, le pregunté si había encontrado alguien a quien entregar su colaboración y sobre qué versaba ésta. Todavía paseamos un rato por las calles, pero yo llevaba siempre dentro el olor acumulado y acre de la gran imprenta, como cuando subía al monte y me quedaba su aroma, de modo que retardaba el ir a la cama porque no se me borrase aquello.