19

Empédocles me invitó a subir a su casa.

—La casa está declarada en ruina por el Ayuntamiento —me dijo mientras subíamos la escalera a oscuras—. Yo he vivido aquí muchos años con mi padre. Mi padre ya murió, el hombre. Era muy viejo. Jubilado del Catastro.

De modo que vivíamos de su pensión, últimamente, porque a mí ya hace mucho que el stradivarius no me da nada. Ahora, muerto mi padre, no tengo de qué ni de dónde ¿comprendes? Soy el único vecino que queda en la casa. La van a tirar. Ya no tiene agua, ni gas, ni electricidad. Estamos, como dijo el otro, en la hora de las ojeras y las manos sucias…

Empédocles siempre terminaba sus parrafadas con una frase literaria que yo no sabía de dónde tomaba, ni de quién era, ni si era suya, pero que en todo caso se veía que venía de muy atrás y que la había utilizado muchas veces. Empédocles hablaba mientras subíamos aquellas escaleras ciegas, vacilantes, que olían a gato y a humedad, y llevaba una gran llave en la mano, como una vela para iluminarse o una pistola para defenderse. La luz de la luna le daba a veces en el metal de la llave, a través de una claraboya, y aquel brillo era lo único que veía yo en la escalera. Empédocles se fatigaba hablando y subiendo, pero no dejaba de hablar, y llegué a pensar que lo hacía, como ciertos asmáticos, para disimular el ahogo con la conversación, aunque ésta, naturalmente, le ahogaba más.

Empédocles me había invitado inesperadamente. «Sube y ves el stradivarius.» No me interesaba demasiado conocer la intimidad mugrienta del violinista, ni me interesaba nada conocer su stradivarius, que para mí no podría tener mayor sugestión cultural que una pandereta (aunque me dijese a mí mismo lo contrario) y por otra parte conocía la fama homosexual del músico, y la temía por lo tanto, de modo que había aceptado sólo por timidez, y ahora, para no confesarme esta timidez a mí mismo, me iba diciendo interiormente que todo había de ser muy interesante y que aquel genio olvidado, en su casa deshabitada, con el stradivarius reinando en la pobreza del hogar, y con su conversación mundana, culta e incoherente, era toda una experiencia. Lo de siempre, más o menos.

En todo caso, la decadencia del artista, ese infierno de vejez y soledad a que está abocado todo creador (músico, pintor, poeta) según los criterios de la burguesía que yo había escuchado siempre en casa y en la calle, desde pequeño, se me confirmaban a la vista de este hombre, mientras subíamos por una escalera interminable y negra.

El esquema era éste: Artista = bohemio: juventud alocada/vejez miserable. Un esquema simplista que yo ya estaba empezando a rechazar por su mecanicismo estúpido, pero que en el caso de Empédocles se hacía de una plasticidad casi aleccionadora, aunque, cuando uno ha superado ciertas lecciones, de nada sirven éstas.

Llegamos arriba, anduvimos por un corredor largo donde se escuchaban nuestras pisadas como en un bosque.

Por las ventanas sin cristales (algunas tenían un cartón o una madera tapando el hueco, haciendo las veces) se veía de cerca el cielo de las chimeneas y los tejados, un cielo sin grandeza, devorado por patios innobles.

Empédocles, que había subido toda la escalera con la llave en la mano, se perfiló ahora sobre la cerradura con algo de torero que entra a matar, y en este gesto vi claro algo que había estado advirtiendo toda la noche, sin llegar a formulármelo: lo que aquel viejo artista, como todos los hombres de su época, gloriosos e incluso anónimos, tenían siempre en España de matadores de toros, cómo el tipo del espada había sido el modelo nacional, cómo Joselito, muerto en Talavera según el nuevo romancismo malo que a mí me había llegado por los recitadores de feria y ateneo, supervivía en miles, en millones de Joselitos españoles que conservaban o cultivaban algo de la majeza del torero. Seguro que Empédocles, en sus días de gloria, había manejado en algún momento el arco del violín como la espada del matador. Entramos en la casa, que estaba negra, claro, y olía a sábana sucia y a tabaco, menos insoportablemente de lo que yo me había temido. Empédocles fue encendiendo velas:

—Ahora empieza el ritual de las velas. Una noche me encontrarán aquí abrasado. Un día arde todo y me voy a la merde. Incluso el stradivarius.

Empédocles decía siempre merde, en francés, supongo que más por un viejo esnobismo que por ninguna clase de pudor. Las velas, duplicadas en los espejos, iluminaban más. Eran velas de velatorio, velas de iglesia, cabos de vela que sin duda robaba él en los grandes funerales. Me lo confirmó en seguida:

—Las velas se las robo a los curas, como comprenderás. Bastante nos han robado ellos. Yo no gano para velas.

Yo, que he ganado para arañas de salón.

Y reía y tosía y fumaba y escupía y lloraba y se hacía un lío con su conversación y con su vida. A la luz de las velas se veía una casa con grandes bultos y grandes huecos. No una casa donde se advirtiesen los huecos de los grandes aparadores desgajados (desgajar un aparador de su sitio de años es tan difícil y tan doloroso como arrancar un viejo árbol de su lugar en el bosque) sino una casa donde las cosas hubieran sido arrinconadas, amontonadas y envueltas en grupos caóticos, dejando otros espacios vacíos no se sabía para qué. De cualquier forma, los grandes muebles de aquel hogar debían haber salido por la ancha y tambaleante escalera, camino de otros hogares más afortunados. Quién sabe lo que Empédocles escondía, envolvía, reunía en aquellos grandes bultos forrados por una alfombra o unos cortinajes. Empédocles se movía por la casa despacio, pero sin parar, y me había sentado en una butaquita estrecha, pequeña, incómoda, quizás ilustre, vieja, que me tenía como apresado y que me picaba por todas partes con sus muelles, sus pajas, sus clavos y quién sabe si sus chinches. Él, por su parte, había cambiado, no pude advertir cuándo, los zapatos brillantes, viejos, de punta estrecha (zapatos de concertista) por unas zapatillas de cuadros, blandas y lengüeteantes como lebreles, y las arrastraba de acá para allá, buscando copas, ceniceros, botellas, cosas, hasta que tuvo delante de mí, en un cajón revestido con una vieja camisa de chaqué, a modo de mesa y mantel, una botella de vino, una copa y un vaso de cocina, un cenicero que era como un orinal de juguete y una vela o, más bien, un cirio de muerto, ancho, corto, lujoso de esperma acumulada, que hacía una llama alta ante mi nariz, una llama bruja en algún espejo lejano, una llama gloriosa ante el rostro lamentable y sabio de Empédocles:

—Vino, siempre vino. Siempre bebo vino. Ya lo has visto. Dicen que me ha perdido el vino, que me he perdido por el vino, que bebo vino porque es barato. Nada de eso. En las grandes mesas yo pedía vino. ¿Sabes que al duque de Alba le pedí vino en su palacio de Liria, en Madrid? Vino, duque, le dije. Pero vino del pueblo, vino de albañil. No ese vino de señoritas que beben ustedes. Que vayan a comprarlo a la taberna más cercana. Y fueron, porque el palacio de Liria está rodeado de tabernas pobres ¿sabes? Y el duque bebió conmigo vino de albañil, el vino de las tabernas, que decía Machado. Había ido yo a darles un concierto a los Alba, que tenían invitados, y toqué, no me acuerdo de lo que toqué, porque me pedían cosas caprichosas, no tenían gusto para la música claro, te puedes imaginar. Pero yo les coloqué mi programa, de todos modos, lo que a mí me gustaba tocar. O sea que tuvieron que tragar con mi música y con mi vino ¿qué te parece?

E hizo un gesto cínico de estar de vuelta, de haber sometido a los grandes, de haber triunfado, y se sirvió más vino, y bebía con el cigarro en la boca, y como el cigarro se le apagaba con el vino, lo volvía a prender en el cirio, o intentaba hacerlo (podía haber sido un cirio del cuerpo yacente del duque de Alba, por lo hermoso). Y yo me aburría.

—Bueno, ya sabes que los griegos no hacían distinción entre una bella muchacha y un bello muchacho. Tenían razón. No hay por qué hacerla. Pero los griegos eran unos bárbaros. No conocían la gran música. Se dice que son la cuna de Occidente. ¿Cómo iban a ser la cuna de nada si no habían oído a Mozart? Los griegos hubiesen sido de verdad los griegos si hubieran tenido a Mozart. Pero sólo tocaban zampoñas. Un pueblo bárbaro, te lo digo yo, una edad bárbara. La música es lo único que no progresa ni se refina en ellos. Pero a lo que iba de los efebos. No hacían distinción entre muchacho y muchacha, y esto se da como prueba de su refinamiento, pero yo creo que es todo lo contrario. Si no hubiesen sido un pueblo bárbaro habrían conocido la música y habrían elegido al muchacho, al efebo ¿me comprendes? Pero les daba igual. Ni presentían a Mozart. Bueno, no sé si tú entiendes o no entiendes en esto del divino pecado, pero creo que tienes condiciones y…

—Tengo novia. Tengo una amante.

Oí mi voz creo que en el espejo del armario. ¿Cómo, dónde, cuándo y por qué había dicho eso? Estaba asustado y me sonrojé de mi susto, más que de sus palabras, pero en aquella oscuridad con velas no debía advertirse nada. Empédocles rio.

—Tienes novia. Tienes una amante. Pronto empezáis los chicos, ahora. Yo también tuve una novia y una amante y muchas. Pero esto es otra cuestión, es cultura, es poesía, no es zoología…

Me puse en pie.

—Ya, ya veo que no —dijo—. Ya veo que no por ahora. Quizá no estás maduro. Pero no te precipites, que yo no me precipito nunca, aunque quizá me he precipitado un poco esta noche. Perdona.

Y se sirvió más vino. Él bebía por el vaso de cocina y me había dejado a mí la copa. Hubo un largo silencio en el que se oía su respiración de viejo.

—Bueno, olvida esto. Vamos a ser amigos, buenos amigos, si tú quieres. El efebo ¿sabes? tiene un día en su vida.

Primero es niño: nada. Luego es hombre: algo que tampoco interesa ya. El efebo tiene un día, un solo día, que es el que yo busco, el que he buscado toda mi vida. Tú estás en ese día. Perdona si he querido aprovecharlo.

Mañana mismo serás ya un hombre y los hombres no me interesan. Es decir, que podremos ser amigos y basta.

Amigos.

No sabía si volver a sentarme y seguir bebiendo o marcharme. Hice lo intermedio, que fue terminar la copa de pie. «Espera —dijo—, quiero que veas el stradivarius», y se levantó y anduvo por los fondos de la casa, topando objetos que sonaban en el suelo, abriendo y cerrando puertas y armarios, y vino con el violín en su funda, y me lo mostró a la luz de una vela. «Toma, cógelo, que yo ilumino». E iluminó de modo que se veía en el interior del instrumento una plaquita borrada con unas letras y unas fechas que brillaban a la luz de la llama, pero en las que no pude descifrar nada. El instrumento casi no pesaba en mis manos. Era ligero, delicado y grato. Stradivarius o no, me emocionó un poco tocarlo. Era como el ataúd de un pequeño príncipe persa muerto. Empédocles lo puso entre cuatro cirios para subrayar esta sensación de ataúd. Quería darme a entender que la música, o su violín, o su talento musical o él mismo habían muerto. Era un simbolismo pobre y tonto. «Pero ahora no voy a tocar», dijo. Yo no esperaba ni deseaba que tocase, de modo que me fui, bajando a trancos aquella gran escalera derrumbante que él iluminaba desde lo alto, desde el corredor, con una palmatoria en la mano.