En la noche del café cantante, cuando el tablado había ido apagando sus luces, cuando los músicos se iban lentamente (viejos músicos de café de provincias), guardándose la pajarita del esmoquin en un bolsillo y tomando un último anís en la barra, descamisados, todo el local se ensombrecía paulatinamente, y en la mesa más recogida, resguardada y discutidora, en la de mayores intimidades y confianzas, Darío Álvarez Alonso predicaba a un grupo de convencidos (libérrimo a aquella hora en que las tiendas estaban cerradas y no había que hacer recados), y a su verbo atendían asimismo las viejas meretrices, los paletos rezagados e incluso los camareros, que duermen de pie y con la servilleta al brazo, y todos le llamaban pico de oro y decían adónde va a llegar este señorito, tan joven y con ese pico de oro.
Aquella noche, en la mesa, con todos los habituales, estaba Carmencita María, que había empezado a sentarse con nosotros, después de terminados sus números, antes de irse a la pensión a dormir o a oír Radio Madrid (porque oír Radio Madrid era su alimento espiritual cuando estaba fuera de Madrid, en giras de artista), y estaba también Empédocles, aquel viejo músico, violinista, que había sido famoso en la ciudad, y decían que en España, y que había ahogado su fama, su gloria y su virtuosismo en alcohol, bohemia y sodomía.
Empédocles (apodo más eufónico y cómico que clásico, que le habían puesto los amigos por onomatopeya, con referencias de retrete, y que ocultaba su verdadero nombre, famoso otrora en los programas de mano de los conciertos), no cantaba a los verlenianos violines del otoño (que yo escuchaba y leía en una traducción de cubiertas verdes y papel biblia que había en la habitación azul: «llueve en mi corazón», etc.), sino que tocaba directamente los violines del otoño, los hacía sonar en sus manos con temor y temblor, y se decía que, en la locura del alcohol, aseguraba que su violín, último resto de su naufragio, tabla lírica y rubia del náufrago, era un stradivarius, cosa que tampoco había por qué poner en duda. Él mismo, realmente, era un auténtico stradivarius humano.
Carmencita María, de cerca, vestidita de calle, parecía más joven que en el tablado, y el caso es que se le notaban más las arrugas, claro. Parecía una niña vieja, mientras que en el tablado parecía una cariátide sin edad. Pero Carmencita María no era vieja ni joven, sino que tenía esa edad sin tiempo que tienen las cómicas de la legua, las bailarinas de provincias y las artistas sin suerte. Carmencita María, andaluza de Madrid, oriental de Andalucía, escuchaba también con fascinación a Darío Álvarez Alonso, porque el hablar seguido e hilvanado es cosa que pasma a nuestro pueblo, y más si no entiende de qué va, pero en su mohín madrileño veía yo una pizca de reserva, un rincón de burla, una chispa de reticencia. Hasta que un día me lo dijo en un aparte de la mesa:
—Este amigo tuyo es un poco fantasma.
Yo no creía por entonces que Darío Álvarez Alonso fuese un poco fantasma, dicho así, castizamente, con aquel desgarro madrileño, pero la frase aclaró en mí prejuicios interiores no confesados y puso la primera esquina de reticencia en mi admiración loca a Darío Álvarez Alonso, que a la sazón era el único modelo disponible de vida y obra. Y, sobre todo, me agradó el desparpajo de la chica, más que por cómo pudiera halagar mi instinto tribal de destrucción del compañero (tan frecuente en la tribu literaria, a la que yo estaba empezando a pertenecer), porque aquella confidencia que nadie hubiera osado hacer, creaba entre nosotros, entre la bailarina y yo, como una suerte de secreto compartido, un paso de intimidad, algo. Desde entonces, nos mirábamos de otra forma, nos hablábamos de otra forma y empecé a pensar que la artista madrileña se había fijado en mí.
Aquella noche, cuando Carmencita María se fue a la pensión a dormir, del brazo de la más vieja de sus compañeras de baile (un grupo de hombres oscuros las esperaba todas las noches a la puerta del café ya cerrado, haciéndoles proposiciones confusas y apresuradas a las que casi nunca accedían, supongo que más por cansancio que por virtud o falta de necesidad económica), Darío Álvarez Alonso se fue también, repartiendo saludos entre los camareros, las mujeres de la limpieza y las de los lavabos, entre las viejas meretrices, los estudiantes golfos y los trasnochadores, en una gloria de poeta maldito entre la gente del hampa, entre sus gentes, y yo que quedé a solas con Empédocles, el viejo violinista, que me invitó a dar un paseo «por el claro de luna», como él dijo.
Siendo yo niño peinado con colonia, niño de barquillo en la mano y perfume en el pelo, había asistido a aquellos conciertos que daba Empédocles (que entonces aún no tenía este apodo clásico y bufo) en el café más importante y selecto de la ciudad, en la calle principal, conciertos de violín que durante el invierno tenían lugar en el interior del local, naturalmente, pero que durante el verano se daban en la gran terraza, al aire libre, en medio de las mesas lucientes de copas, botellas, recipientes de plata para los helados y espuma blanca de champán y de exóticos refrescos. Yo había estado entonces en aquella terraza con mi familia, asistiendo a la gloria musical de aquel hombre (que ahora comprendía yo no había sido sino su decadencia refugiada en lo local, en su pueblo, porque Empédocles era de la ciudad o de la provincia, ya que muchos artistas, sin fuerza para dar el gran soplo que apague las velas de la soirée nacional y deje a todo el mundo en silencio frente a ellos, buscan el triunfo fácil de su lugar de origen, vuelven a su nido, apuran en su rincón lo que fueron en vida, pues realmente ya están muertos). Pero yo había estado, sobre todo, tomando conciencia de mi clase y de mi rango, como lo toma el niño en cosas así, mediante una música que le aburre, por ejemplo, pero en la que no deja de captar el aspecto suntuario, reforzado por el ambiente, que le halaga, le rodea y le distingue de los demás.
Los demás, en aquellas noches lejanas de los veranos quietos e inmensos de la infancia, eran los paseantes, el pueblo llano que, sin medios ni clase social para sentarse en aquella terraza tácitamente reservada a la buena burguesía, hacían cerco denso de oyentes en pie —familias, niños, melómanos solitarios y pobres, chicos y chicas, señoritas de escasos medios a las que el violín de Empédocles hacía soñar—, y así estábamos todos, callados y felices, viajando en el violín o con el violín de Empédocles por los bosques de Wagner, los lechos de Chopin y los cuartetos de Beethoven, aunque lo que en realidad gustaba a la gente (que aguantaba el resto en silencio, demostrando así su educación, ya que no su sensibilidad musical —y quién sabe cuál de las dos cosas valía más en la escala burguesa de valores—, era El vuelo del moscardón, de Rimsky-Korsakoff, el compositor de mi primo y de la madre de María Antonieta, la vieja pescadera hinchada de orujo, así como los fragmentos de zarzuela y las tzardas de Monti con que Empédocles remataba sus noches gloriosas y provincianas, sabiendo bien que todo lo demás había sido convencionalismo y que había que gratificar al público que pagaba y al que había que hablar en necio, pues necio era, como dijese Lope, al que Empédocles me citó en esta noche de nuestra paseata por el claro de luna. Aquel moscardón exótico de la música descriptiva y convencional del ruso había zumbado mucho sobre mi cabeza rubia de niño que trasnocha y toma helados de persona mayor, de modo que Empédocles, con el pulso roto por el alcohol y por la edad, se había retirado al fin, acabó por retirarse, y el apodo, bien puesto no se sabía por quién, y que quizá aludía a su pederastia o a otras actividades aun más torpes de su reverso (él, que había sido puro anverso lírico) se extendió por la ciudad y se fue comiendo al nombre glorioso, y ahora me parecía mágico estar paseando por las calles regadas de la noche, o por las viejas calles sin regar, con aquel personaje mítico de la infancia, pintoresco de más tarde, y al que yo seguía profesando ese amor y ese respeto que he profesado siempre, después, a los ídolos caídos, a los juguetes estropeados de la gloria, a los grandes en decadencia, que me parecen mucho más sugestivos que los grandes en apogeo. Y como él había citado el claro de luna, le pregunté si seguía tocando a Chopin en el stradivarius de su casa, para sí mismo, aunque no anduviese yo muy seguro, ni lo ando ahora, de si Chopin escribió o no para violín sólo. Chopin es una máquina de coser, me dijo Empédocles con desprecio. ¿Chopin era una máquina de coser? Me fascinaba,la frase, por lo que tenía de avanzada, pero no veía yo cómo Chopin pudiera ser una máquina de coser, porque mi cultura musical era mala aun entonces, en que me sentía obligado a interesarme por todo y a entender de todo (no había leído aún aquello de que mis límites son mi riqueza).
Empédocles estaba calvo, pero con una calvicie hermosa, digna, que le aureolaba como una melena rubia, porque hay maneras de estar calvo, y la suya era la calvicie bien llevada del que se ve que ha tenido mucho pelo y todavía conserva en la cabeza los gestos altaneros (cada vez más infrecuentes, en Empédocles) de haber lucido gran melena. Empédocles tenía los ojos claros, acuosos, caídos, como en un llanto congelado y permanente, y la nariz un poco deshecha por el alcohol, grande, y la boca también deshecha y caída, e incluso yo creo que tenía las orejas un poco más bajas del sitio normal (quizá fuese que los lóbulos le colgaban mucho), de modo que todo su rostro daba una sensación de llanto de teatro, de máscara que hace la mueca de llorar sin llorar. Empédocles tenía el cuerpo delgado, pero no elegante, y no era alto ni bajo, de modo que a veces parecía más alto de lo que era, y a veces más bajo (que es lo que ocurre con esas personas de media altura).
Empédocles andaba despacio, con cierto martirio de pies, y hablaba también despacio, pero hilado, con una conversación de escritor, a veces, más que de músico, pues en todo caso había vivido mucho y había conocido a todo el mundo, y en el fondo estaba hastiado de aquella sociedad provinciana, él que de joven había triunfado en una sociedad más cosmopolita. Empédocles llevaba siempre cuello de almidón, no demasiado limpio, y el cuello se le deformaba por alguna parte, le sobraba por algún sitio de la irregular circunferencia, y no usaba la chalina o la pajarita de los músicos, sino una corbata marrón, grande, sucia y abultada, que no dejaba de tomar, en su astrosa e interesante persona, cierta gracia bohemia y descuidada. No era, en todo caso, la corbata de un empleado de seguros y reaseguros. Empédocles era un tipo.
Me decía yo que también me hubiera gustado acompañar a Carmencita María a su pensión, pero no se puede estar en todas partes y tampoco era mala —toda una experiencia— aquella paseata agotadora, aquella conversación (monólogo más bien) con el genio olvidado, con el Verlaine de provincias que en lugar de escuchar y cantar los violines del otoño, los había hecho sonar mágicamente, hondamente, en su stradivarius imaginado o real. La noche estaba quieta, fija por sus estrellas, y la luna parecía cabecear como un globo alto, y las calles viejas y hondas descendían todas hacia un valle urbano de iglesias y talabarterías cerradas a aquella hora, y acompañé a Empédocles (a quien se le podía llamar así en la conversación sin que se irritase o lo advirtiese) hasta la puerta de su casa.