Tati y Cristo-Teodorito se besaban en la boca. Cuando yo volvía a casa, después de haber callejeado toda la tarde, apretando los guantes amarillos dentro del puño, en el bolso del abrigo (aquella tarde en que habíamos visitado a Víctor Inmaculado en su seminario de Letras), Tati y Cristo-Teodorito, en la penumbra de mi propio portal, con orlas, pastoras y frescos borrados, se besaban en la boca.
El rumor de aquellos amores andaba por todo el barrio. A pesar de la congregación, a pesar del padre Valiño y de los ejercicios espirituales para ciegos, del padre Tagoro, tan edificantes, el pobre Cristo-Teodorito había caído en la tentación más cercana y llameante del barrio. ¿Cómo había podido ser? No se me ocurría hacer ironías sobre el destino de mi presunto redentor, del presunto salvador de mi alma y de mi cuerpo en el seno cálido y azulino de la congregación, sino que me interesaba el caso psicológicamente, con deformación de los narradores psicologistas franceses y españoles —Galdós— que estaba empezando a leer. (Lo que Darío Álvarez Alonso llamaba «novela de caracteres» con un cierto desdén, pues debía estar empezando a ser cosa pasada, aunque yo acababa de descubrirla.) Yo me había burlado de Cristo-Teodorito y su pureza, incluso delante de él, aquella pureza de congregación en la que no creía y que, por otra parte, era probable que ni siquiera existiese, pero ahora que mi doble y modelo se venía abajo, no era la ironía lo que me brotaba, sino la curiosidad, el interés casi científico por el caso. Yo no había tomado nunca en serio la entereza moral de Cristo-Teodorito ni de nadie (en eso creía yo que residía mi prematura madurez), pero cuando, efectivamente, esa entereza moral se venía abajo, era el primer sorprendido y trataba de descifrar las leyes de aquel fenómeno, contagiado sin duda, y sin saberlo, de un positivismo que estaba en casi todo lo que había leído en prosa, como resaca del siglo anterior remansada en los libros amarillos y oscuros de la habitación azul.
Tati era otra devoradora de hombres —como mi María Antonieta, como Jesusita, las tres ninfas malas del barrio—, y Cristo-Teodorito lo sabía. Tati se había enamorado o se había encaprichado de Cristo-Teodorito como María Antonieta de mí, como Jesusita de Miguel San Julián. Cristo-Teodorito, aquel doble mejorado de mi vida, empezaba a caer en los mismos peligros que yo. La vida, cuya única ley parecía ser la ironía, se iba complaciendo en repetir nuestros destinos, en lograr unas vidas paralelas, con fino sentido geométrico, pero no igualando el mal con el bien, redimiéndolo, sino igualando el bien con el mal, igualando a Cristo-Teodorito conmigo, porque lo primero hubiera sido edificante, y la vida nunca es edificante. Tenía una lógica elemental, y por lo tanto no prevista, el que Tati, la llama pecadora del barrio, quisiera incendiar lo más puro que había frente a ella, el cuerpo y el alma de Cristo-Teodorito, el congregante modelo. A todo el mundo le había sorprendido aquel amor, pero en puridad no podía ocurrir otra cosa. ¿A quién iba a codiciar Tati sino al más bello y al más puro de su mundo?
En cuanto a Cristo-Teodorito, era posible que un mimetismo secreto le hubiese llevado a repetir mi amor con María Antonieta en su amor con Tati, pues las leyes miméticas son mucho más profundas de lo que imaginamos, y no rigen sólo en lo social y convencional, como la moda o el lenguaje, sino que incluso pueden decidir los actos más importantes de nuestra vida. Por otra parte, cuando el bien desea el mal, no se limita a desear un mal cualquiera, sino el peor, el privilegiado, el mal absoluto, y dentro de la cosmogonía que era aquella plaza cerrada por bancos circulares de piedra, el bien era Cristo-Teodorito y el mal era Tati, con sus vestidos excesivos para su edad, con aquellas piernas demasiado alabeadas, con aquel cuerpo que se desbordaba a sí mismo.
Porque el hombre mediocre, el tibio, el pecador cotidiano, se conforma con cualquier cosa, pero la virtud elige y exige, y si el sueño de la razón engendra monstruos, el sueño de la virtud engendra dioses. O diosas. El bien absoluto que era Cristo-Teodorito deseaba el mal absoluto que era Tati. No podía desear otra cosa. La plazuela era un mundo cerrado, era la armonía de las esferas con una farola en el medio, y se regía ponlas mismas leyes que la teogonía, la Divina Comedia y la astrología precopernicana. Los círculos dantescos de aquella plaza eran concéntricos, y Cristo-Teodorito había quedado apresado en el más infernal de todos ellos.
La hija del veterinario viajero, que había ido con su padre, de niña, en el viejo citroën, a ver parir a las yeguas y las cerdas en los establos de los pueblos, en las noches de Castilla, sabía más de la vida y del sexo que Cristo-Teodorito en su congregación y su bachillerato, y había vivido siempre a la vista del vientre abierto y caliente de la naturaleza.
Quizá por eso habían salido precoces sexuales todas las hijas del viejo veterinario. Porque desde su infancia habían visto que la vida es un desgarrón sangriento, que la vida es un potro en celo o una cerda que chilla de dolor y de placer.
Tati y sus hermanas no habían podido llevar hasta los ojos el velo oriental e invisible que llevaban las otras niñas del barrio, el velo de castidad, ignorancia, convento y pureza que llevaban las otras colegialas. Tati sabía que la mujer y la yegua reciben en la noche el relincho salvaje del garañón mortal, Tati sabía lo que en el hombre hay de potro nocturno y violento, Tati había despertado en Cristo-Teodorito a aquel potro que dormía encantado en figura de congregante.
Pero ¿y Cristo-Teodorito? Cristo-Teodorito, joven y saludable, vivía recaudando su energía y su sexualidad para el futuro, para el matrimonio, para después de la carrera y las oposiciones, como miles, como millones de chicos de nuestra edad, en quienes la abstinencia (mal remediada por la masturbación) no es sino consecuencia de la imposibilidad, más que de la voluntad. Cristo-Teodorito, ensoberbecido en su bien absoluto (había que hablar de la soberbia de los buenos, para replicar a los buenos, que hablaban de la soberbia de los intelectuales), había tenido la tentación y la oportunidad del mal absoluto, pues el gran peligro que se corre estando tan alto es que sólo se desea caer a lo más bajo. Cuanto más acrisolada es la virtud, más fastuosa es la tentación. El pecador mediocre sólo tiene tentaciones mediocres.
Y, quizá, la ley secreta del mimetismo —mi idilio con María Antonieta— había sido el resorte final que llevó a mi amigo a enamorarse de la hija del veterinario. Porque del mismo modo que el vencedor acaba adoptando los usos del vencido, el inquisidor acaba adoptando los usos del condenado y el confesor los vicios del confesado.
Cristo-Teodorito, tras asistir con escándalo a mis amores con la pescadera, tras intentar redimirlos con su espada de fuego y plata, tras la catarsis de los ejercicios espirituales y los ciegos, estaba fascinado, sin saberlo, por la profundidad de mi mal (como el médico que se fascina científicamente, aunque como profesional y como hombre se duela, de los progresos de una enfermedad mortal en el enfermo, enfermedad que parece avanzar regida por una inteligencia del mal, como la salud parece regida por una inteligencia del bien). Yo había resistido a la prueba de los ejercicios espirituales, del padre Tagoro y su verbo, de los ciegos y su tropel esperanzado, siempre con mis guantes amarillos en la mano, como un lirio gualda de frivolidad, yo era un enfermo incurable, y quizá lo absoluto de mi mal había fascinado a Cristo-Teodorito, sin que ni él ni yo lo supiéramos, porque hay que suponer que el que salva a un pecador, en el fondo se decepciona, aunque ambos estén alegres, pues indudablemente el mal es más fascinante que el bien. El pecador, antes de salvado, tenía más interés.
Sobre todo esto llegué yo incluso a escribir un pequeño estudio o ensayo psicológico, en el velador del café cantante, tratando de aclarar aquel amor violento e inesperado que tenía alborotado al barrio, y tratando, sobre todo, de demostrarme a mí mismo que era capaz de hacer psicologismo como los novelistas franceses que empezaba a leer, y como algunos españoles, sin saber que el psicologismo empezaba a estar pasado.
El portal de mi casa, grande, hondo, orlado con pinturas en las paredes y en el techo, era algo así como la Capilla Sixtina del barrio, uno de aquellos portales artísticos que se hacían en el fin del siglo, con una cancela de colores al fondo que prestaba magia al patio con gallinero que había detrás.
Pero la casa estaba medio en ruina, y si el Ayuntamiento no la había declarado ya ruinosa, debía ser más por la intercesión burocrática del padre de Cristo-Teodorito (al que habían acudido los vecinos en comisión) que por la firmeza de las mamposterías. En uno de los pisos habían asesinado a un canónigo, cuando la revolución, y los vecinos con posibilidades iban huyendo hacia otros hogares que, si no eran la Capilla Sixtina, eran al menos más confortables y seguros. La portera había quedado varada para siempre en su sillón de mimbre, porque el corazón le había crecido excesivamente dentro del pecho, y la tenía inmóvil, moviendo levemente con una mano hinchada el visillo de su casa-portería para ver con ojos ciegos a los que subían y bajaban las escaleras. Mi familia era una de las pocas que seguían allí, hasta morir con la casa o sepultados todos por ella, de modo que en aquel portal abandonado y hondo (que yo, de niño, había conocido claro y limpio, lleno de brillos y de gritos de infancia alegre, que eran los míos) se refugiaban las parejas del barrio al anochecer, para besarse por los rincones o fornicar debajo de la escalera.
Todas las noches, a mi vuelta a casa, en invierno y en verano, cruzaba entre sombras dobles y susurrantes a las que apenas miraba, pero aquella noche, después de la visita a Víctor Inmaculado en su pulcro seminario de Letras, después de mi paseo desolado por la ciudad, cuando Darío Álvarez Alonso me hubo abandonado, al entrar en el portal no pude evitar el reconocer a Tati y Cristo-Teodorito, en una de las parejas, que se besaban en la boca. Cristo-Teodorito había ido a parar allí, al pozo cenagoso del semen y los besos que era mi portal, donde yo había visto anteriormente a Tati besándose con otros muchachos, bajo las guirnaldas bucólicas de las paredes y del techo, a la luz de la triste bombilla encendida noche y día, porque nadie se ocupaba de apagarla. Pasé de largo. El padre de Cristo-Teodorito, salvando aquella casa de la piqueta con su modesta autoridad burocrática, le había hecho un nido pecaminoso e inmundo a su hijo de oro y virtud. La vida seguía siendo una mediocre paradoja municipal.