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Algunas tardes, cuando yo no tenía que ir al sótano a trabajar con la prensa copiadora, Darío Álvarez Alonso me esperaba después de comer en el café de las bailarinas, donde actuaba, entre otras, Carmencita María, mujer que no dejaba de gustarnos, gitana blanca, madrileña achinada, bailarina, bailaora y lo que le echasen.

A aquella primera hora de la tarde, el café era una penumbra de humo y conversación, aquel humo áspero del áspero tabaco que fumaban los tratantes, los campesinos, los soldados, los estudiantes y las viejas. El café cantante era como un largo y ancho pasillo, muy hondo, que tenía al fondo el tablado, en alto, y más allá los urinarios, las cocinas y esos patios húmedos y llenos de botellas que son la trastienda de los cafés. Había espejos grandes donde se repetía el baile canalla de Carmencita María y sus compañeras, y columnas finas, de un modernismo muy lejano, deteriorado e inculto. Olía a pana, a anís, a mujer y a café con leche.

Darío Álvarez Alonso, que no tenía que ir a ninguna oficina por las tardes (en eso se le conocía que era más poeta puro que yo, más escritor profesional y sin concesiones a lo cotidiano), solía hacer siempre allí su tertulia de sobremesa, con unos cuantos estudiantes que habían oído alguna vez su Mística y mecánica de lo erótico, quedando fascinados para siempre por aquel joven domador de esdrújulos. Quizás, a media tarde, Darío Álvarez Alonso tendría que abandonarles a todos, abandonarnos y abandonar el café para ir a casa, recoger el capacho del carbón y salir con él bajo el abrigo-levita (que, como queda dicho, solía llevar incluso en verano), a por sus cinco kilos de carbón de encina. Pero de momento era el triunfador, el joven maestro, el disertante que marea a la jarra de agua cuando ya le ha dado mil vueltas como si fuera un concepto. Al final se bebía aquella agua mareada, en un vaso, de un trago, y se iba borracho de agua y de esdrújulos.

Pero había un momento en que los jóvenes estudiantes de cabezas rubias, los nuevos discípulos, consideraban que ya habían aprendido bastante, y se ponían a jugar una partida de cartas. Fue cuando Darío Álvarez Alonso me preguntó:

—Dicen que te han visto con la pescaderita.

Me sorprendió esta pregunta en él. Le suponía flotante en la Mística y la mecánica de la erótico, ajeno a los chismes locales.

—Sí —dije: —¿Te vas a casar con ella?

Confeccioné una sonrisa cínica, sarcástica, malvada, maldita, despectiva, y se la ofrecí, para hacerle comprender sin palabras que me estaba burlando de la chica, que no era más que una víctima, para mí. A aquella hora y en aquel ambiente no había más remedio que ser un poco Dorian Gray. Los espejos llenos de humo me devolvían mi imagen, como en el retrato wildeano, y me encontré francamente diabólico con mis guantes amarillos. Pero por una parte sabía, y no quería admitírmelo a mí mismo, que si alguien había jugado a Dorian Gray, en nuestro amor, no era precisamente yo, sino ella, y eso que sin duda no había leído a Oscar Wilde, como tampoco lo había leído Dorian Gray. Y, por otra parte, me sonrojaba la idea de que Darío Álvarez Alonso pudiera imaginarme trocado de poeta en pescadero, casado con aquella vendedora del mercado, ya huérfana y acaudalada, como una viuda suntuosa. No, yo no iba a desertar tan fácilmente de la literatura, de la libertad, de la poesía, de la bohemia, de la calle, de la rebeldía y de la vida.

Se habían encendido las luces del tablado. Los músicos se pasaban pañuelos por la cara y luego los pasaban por los instrumentos, como si éstos también se fatigasen. Iba a bailar Carmencita María, que hizo su último número de la sesión de sobremesa, un número de un flamenco apócrifo, entreverado de un bolero que tocaba mucho mi primo en su laúd, con apoteosis final de muslos, taconeo, braga, gritos y olés. Terminó la cosa, ella sonrió y saludó con su simpatía de siempre, que asomaba por encima de la simpatía convencional de los artistas para con su público. Se apagaron las luces, pero el café había quedado ensombrecido, sobre todo, al apagarse la hoguera del baile, la hoguera que hacía clamar aquella mujer. Pagamos y nos fuimos.

Ya en la calle, en una tarde primaveral y serena, cuando el aire y la luz tenían una textura más fina, de una calidad antigua y nueva al mismo tiempo (como cuando en casa sacaban las viejas sábanas de holanda y las ponían en uso), Darío Álvarez Alonso me propuso ir hasta el seminario de la Facultad de Letras, a visitar a Víctor Inmaculado, que era aquel poeta con gafitas de fraile pícaro y sonrisa de beato que nunca va a ser beatificado, y al que tanto había visto yo actuar en las reuniones del Círculo Académico. —¿El del Círculo Académico? —dije.

—Hace unos sonetos anacreónticos muy considerables —me explicó Darío Álvarez Alonso.

Darío Álvarez Alonso aplicaba esto de «muy considerable» a todo lo que le parecía digno de elogio, o de un cumplido ocasional, y era una frase bien medida, porque lo de considerable no decía gran cosa, pero el muy lo reforzaba, de modo que un término quedaba contenido por el otro, y el elogio resultaba frenado, pero eficiente.

Darío Álvarez Alonso, mi maestro, estaba haciendo vida literaria, y yo debía acompañarle, y caí de pronto en la cuenta de esa solidaridad de los grandes, como cuando los del noventa y ocho se visitaban unos a otros y se trataban de usted, y se escribían cartas de suma cortesía. Había, pues, que hacer vida literaria, y perder una tarde en visitar a otro joven poeta que estaba en el seminario de la Facultad de Letras haciendo sonetos anacreónticos (que no sabía yo muy bien qué cosa pudieran ser). La literatura, pues, era como una masonería, como una secta inocente, el mundo que yo había entrevisto en un principio, un mundo donde todos prestaban solicitud a todos.

Paseamos los jardines universitarios, tranquilos, soleados, huyendo de las calles llenas de droguerías y afiladores, y gozamos de aquellos ámbitos de cultura donde todo parecía como más ordenado e inteligente. Entramos en la vieja Universidad, donde yo experimenté una vez más, como cada vez que entraba, el vacío abrumador de no ser hijo de aquella casa, de no ser universitario, beato todavía de estas cosas y fervoroso de aquel mundo que imaginaba como un culto minué de catedráticos y estudiantes, donde el saber pasaba de unos a otros delicadamente, como ese pañuelo que se pasaban los antiguos en los bailes versallescos. Más tarde descubriría que aquello no era sino un caserón burocrático donde se faenaba con la cultura como Jesusita faenaba con sus pellejos de vino en la vinatería. Era más noble, incluso, lo de Miguel San Julián, abrillantando motores a la orilla de la vía, a primera hora de la mañana, con su lima como de cristal.

Al final de largos pasillos que olían a asignatura muerta y a colilla, bajando y subiendo escaleras breves de madera, entre penumbra y respiración de bibliotecas, llegamos al seminario de Letras, que era una habitación grande, prestigiada por la oscuridad, llena de muebles y de libros, y con un flexo encendido al fondo, sobre una mesa, sobre la cabeza pequeña y aplicada de Víctor Inmaculado, que leía en un grueso libro, de páginas muy blancas, y tomaba notas. Víctor Inmaculado se puso en pie y vino a saludarnos, pero no encendió ninguna otra luz, de modo que estuvimos los tres de pie, como sumergidos al revés en las aguas frescas de la penumbra, con los cuerpos iluminados por la luz del flexo y las cabezas casi invisibles en la sombra. Víctor Inmaculado me saludó cordial y sin conocerme, y entre los dos me explicaron que Víctor Inmaculado se pasaba allí ocho horas diarias (aparte de los estudios y las clases de la mañana), de dos de la tarde a diez de la noche, preparando su tesis o su tesina o sus oposiciones o lo que fuere. De modo que aquello era la literatura, la cultura, y para hacer sonetos anacreónticos había que consumir ocho horas diarias de estudio, durante años y años, que eran los que llevaba Víctor Inmaculado con tal disciplina. Y pensé que yo era un paria, un piernas, y que nunca podría llegar uno a escribir nada que lo valiese ignorando aquellos miles de libros, no haciéndoles segregar todas aquellas notas menudas que Víctor Inmaculado tenía sobre la mesa, en torno a un vaso de agua.

Y yo que creía saber ya cosas, algunas cosas. Yo no sabía más que cuatro chismes literarios, cuatro poemas aprendidos en la habitación azul y la Mística y mecánica de lo erótico, de Darío Álvarez Alonso, al que se la había oído ya tantas veces. ¿Y Darío Álvarez Alonso? Bueno, él leía muchas horas en su casa, sin duda tenía una gran biblioteca heredada (aunque nunca me había invitado a visitarla) y era evidente que transportaba una cultura transeúnte. Por otra parte, no parecía impresionarle nada aquel santuario del saber de Víctor Inmaculado, como si todos aquellos farallones de libros él ya los tuviese leídos y superados. «No se te ve ahora por la congregación,» me dijo de pronto Víctor Inmaculado.

De modo que sí me conocía. No me recordaba del Círculo Académico, sino de la congregación, y temía que él hubiera sido el encargado de leer y rechazar mi poema «sensual y surrealista» en la revista mensual. Por eso no le hablé de aquello para nada.

—Sí, ahora voy menos —dije vagamente.

Pero Darío Álvarez Alonso le estaba ya instando a Víctor Inmaculado a que nos leyese uno de sus últimos sonetos anacreónticos, y Víctor Inmaculado hizo una sonrisa como de que aquello no tenía ninguna importancia, una sonrisa buena y ruborosa, y cuando sacó los poemas de un cajón se vio que sí, que tenía muchísima importancia, mucha más que los grandes libros de la oposición y la tesis y el doctorado y todo aquello, pero estaba claro que Víctor Inmaculado no iba a ser nunca el poeta desgarrado y callejero, el poeta maldito y baudeleriano, sino que iba a vivir siempre atendido, prudentemente, a su cátedra, su seminario o lo que fuese, seguro y defendido en aquella penumbra, con toda la cultura clásica iluminada por la luz del flexo. Nos sentamos en la sombra y él nos leyó algunos poemas, pocos, sentado otra vez en la luz, y se me quedó aquello de «como una sombra que de tu vuelo cae», y me gustó, pero en seguida guardó él sus poemas, que habían sido una licencia (una licencia poética exactamente) y volvió a reordenar sus notas, con lo que el perorar esdrújulo de Darío Álvarez Alonso quedó un poco desfalleciente y nos despedimos. Yo salía de allí perdido, lleno de dudas, como siempre, sin saber si había que ser poeta de biblioteca y seminario o poeta de los cafés con bailarinas.

En todo caso, no me cabía optar. Yo sólo tenía la calle. O la pescadería de María Antonieta, me dije con ironía, pero sin alegría. Por otra parte, Víctor Inmaculado era un tipo de la congregación, cosa en la que yo no había reparado, antes, y eso sí que no. Ya en la calle, Darío Álvarez Alonso me hizo el resumen de la visita:

—Tiene talento, es estudioso. Hará cosas por la vía académica. Su poesía brota de la cultura, no de la vida, ya sabes.

Y se fue, dejándome en la duda de si aquello era bueno o malo. Quizá se le hacía tarde para ir a por el carbón. Yo llevaba mis guantes amarillos en el bolsillo, pero no me atrevía a sacarlos. Casi me dieron ganas de arrojarlos a una papelera. Yo estaba haciendo el fantoche del poeta pobre, por las calles, mientras otros estudiaban de firme, calientes y en silencio, para hacer sonetos anacreónticos, que yo ni sabía lo que era eso. Anduve perdido por las calles, como en los peores atardeceres.