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Y seréis condenados y arderán vuestros cuerpos, porque así está escrito, y gemiréis en lo hondo y llorará vuestra carne impura y el fuego se enroscará en vuestras almas negras, en vuestra pasión lasciva, hasta consumirla, y una pululación de ojos en blanco, como una mejillonera, atendía a las palabras fulgurantes de la boca sagrada, desde la penumbra catacumbal, mientras el padre Tagoro, allá en lo alto del púlpito, teniendo como fondo la hoguera quieta y barroca del altar, chispeante de divinidad, daba sus ejercicios espirituales para ciegos.

Religión de esclavos, dijo el otro. Y de ciegos, se le había olvidado añadir. El padre Tagoro, aquella figura brillante de la congregación del padre Valiño, daba todos los años, por cuaresma, unas tandas de ejercicios espirituales muy concurridas en la ciudad, y así, había ejercicios para casados, para solteros, para jóvenes, para viejos, para enfermos, para religiosos, para religiosas y también para ciegos. «Son los más edificantes», decía la gente.

Los ejercicios espirituales para ciegos eran los más edificantes de todos. Y Cristo-Teodorito había conseguido entrarme directamente.

—Lo tuyo se sabe en todo el barrio. —¿Y cuál es lo mío?

—Lo tuyo con María Antonieta. No añadas el cinismo al escándalo. (Cristo-Teodorito, a veces, usaba frases de sus confesores.) —Y qué.

—Da gracias a Dios de que no se sepa en la congregación.

Ah, la congregación.

—Yo he procurado evitarlo.

—El padre Valiño no sabe distinguir un verso libre de un verso blanco.

—Con toda su sencillez, sabe mucha patrística.

—No me ha publicado el poema en la revista.

—Por eso has dejado de ir por allí. A los intelectuales os pierde siempre la soberbia. (Era lo que mi abuela decía de Unamuno: la soberbia de los intelectuales.) —La congregación es una cosa de niños buenos y de niños malos. No sé si de niños buenos que juegan a malos o de niños malos que juegan a buenos. Creo que de niños gilipollas, en todo caso.

—No ofendas a la congregación, que es parte de mi vida.

—Perdona, pero la congregación es una mierda.

—Te perdono y pongo la otra mejilla, pero escucha ahora. (No pude evitar el mirar sus mejillas saludables, un poco alargadas, sin barba aún, pero ya con una configuración muy masculina. No tenía ninguna conciencia ni tampoco ninguna intención de estar abofeteando aquellas mejillas. Qué fatiga. Pero, a veces, Cristo-Teodorito podía resultar exasperantemente evangélico.) —Lo mío con María Antonieta no le interesa a nadie, salvo a quienes tengan envidia del asunto.

—No te voy a pedir que la dejes. No soy quién para hacerlo. (Estábamos en mitad de la calle, por cualquier esquina del barrio. Olía a cagajón de caballo, que era el olor saludable del mediodía en mi calle, y a lilas primerizas de cuaresma.) —Sólo quiero que hagas este año conmigo los ejercicios espirituales. —¿Los del padre Tagoro? Te lo ha dicho el padre Valiño.

—El padre Valiño tiene otras cosas en qué pensar. (Era una manera fina de decirme: no piensa en ti para nada, no interesas a la congregación.) A lo mejor está pensando la diferencia entre un poema en verso blanco y un poema en verso libre.

—Ya sabes que eres irónico e ingenioso, pero te estoy pidiendo en serio que vengas conmigo a los ejercicios del padre Tagoro.

Cristo-Teodorito era el niño rubio que salvaba almas de niños menos rubios por las esquinas del barrio.

—Estamos en cuaresma— insistió, como dejando caer el gran argumento, aquella primavera sagrada y densa, aquellas abundancias cíclicas de la naturaleza, que la religión, todas las religiones, han querido utilizar siempre como argumento a favor, con escandalosa desamortización de los bienes que son del cuerpo y de los sentidos.

Cristo-Teodorito me mostraba el mundo, que lucía en sus ojos nobles, y parecía como si la hermosura del mundo nos obligase a pagar un tributo por disfrutarla: el tributo era no disfrutarla. Religión de esclavos, dijo el otro. Y de ciegos, se le olvidó añadir, repito, porque adonde Cristo-Teodorito quería llevarme era a los ejercicios espirituales para ciegos. —¿Los ejercicios de los ciegos? —dije, ahora ya asombrado, más que irónico.

—Son los más edificantes. (Era inevitable que lo dijese.) —Pronto voy a ser miope —dije con más tristeza que ironía, porque los ojos se me cansaban mucho leyendo—, pero me parece prematuro que me lleves con los ciegos.

A pesar de todo me llevó. Pensé, de pronto, que aquello podía ser una experiencia. (Hay una edad en que todo se considera que son experiencias: el adolescente cree que está experimentando, y lo que está es, sencillamente, viviendo.) El padre Tagoro era el orador sagrado de aquellos años, el hombre que salvaba almas en racimos gracias a su verbo violento, que oscilaba entre la metáfora y el insulto. El padre Tagoro tenía el perfil apretado (un poco como el de Dante, pero sin nobleza) y hablaba profundo, escondiendo los ojos debajo de las cejas, y pasaba de la increpación nerviosa a la descripción solemne, y dejaba a las familias contritas, metidos unos contra otros, dándose calor y valor para seguir juntos hasta ser rescatados en bloque por una nube del cielo o condenados en bloque —juntos por lo menos— dentro de una caldera del infierno, que yo seguía viendo, a pesar de todo, como las grandes calderas de la calefacción que había en el sótano de mi oficina, casi siempre apagadas por escasez de carbón (era época de escaseces) como debían estarlo las del infierno, quizá por escasez de parroquia, como cuando en el cabaret no llegan a encender los grandes luminosos, y sólo las lámparas de mesa, porque ha flojeado el personal. Así que en el anochecer morado y neblinoso, cuando yo salía de la oficina, me encaminaba hacia la calle estrecha y larga donde estaba la iglesia, allá por el barrio universitario, donde el padre Tagoro daba sus ejercicios espirituales para ciegos, que eran los más edificantes y, por otra parte, la única tanda que le quedaba ya por dar en aquella cuaresma. Resultaba que yo, que tanto había pecado e iba a pecar con la vista, por las malas lecturas y las muchas mujeres que había albergado y seguiría albergando en la retina, iba a salvarme y ganar el cielo con una manada de ciegos.

Los ciegos llegaban presurosos y en oscuros enjambres, guiándose unos a otros, por todas las callejuelas adyacentes, con el ruido de sus bastones y el murmullo de su conversación incesante. Eran ciegos pobres, callejeros, astrosos, o ciegos jóvenes, muy peinados por su familia antes de enviarles a los ejercicios, ciegos de ojos en blanco y bastón inquieto, ciegos de párpados cerrados y manos extendidas por delante, ciegos de cabeza caída y acompañante piadoso, ciegos de pasarles la calle y grandes ciegos millonarios a los que traían en largos automóviles negros con chófer, porque no hay una democracia de la ceguera, y había ciegos niños que me llenaban de estremecimiento y ciegos viejos que empujaban con odio a la gente de las aceras, usando los codos donde no podían usar los ojos. Ciegos con todo el blanco de la noche en sus globos oculares sin luz, ciegos con la boca anhelante, como si viesen por ella, pues cada ciego ve por otro sentido, en pura sinestesia, más dramática que lírica, y se advertía en seguida el ciego que veía con la frente alta y sensible, el que veía con la barbilla avanzada y voluntariosa, el que veía con las manos finas y extendidas, el que veía con el bastón o con los pies y también ese ciego, rebujón de ceguera, que no veía absolutamente nada y se dejaba llevar por la corriente, dormido dentro de su ceguedad. O sea que yo estaba allí, llevado por el oleaje ciego de los ciegos, para purgar mi pecado (el claro pecado de vino y nata que era el cuerpo de María Antonieta) en la gran expiación de los ciegos.

Cristo-Teodorito me esperaba todas las tardes a la puerta de la iglesia, alta su cabeza alta, viéndome venir por sobre la marea de ciegos y acompañantes de ciegos, como del otro lado ya de la vida, quizá en el sábado anterior al Juicio Final (que hay que suponer que será en domingo) viendo con alegría que su amigo y su doble malo, negro, se había salvado y venía entre los.justos, ciego de pecado entre los ciegos que veían con los ojos de la Gracia, dándome ya por liberto en el cielo gracias a aquel gesto de acudir a los ejercicios espirituales. Su celo me inspiraba ironía y respeto, de modo que procuraba cumplir. Y una de aquellas tardes, al entrar en la iglesia, cerca de la gran pila de agua bendita (hermosa pila románica, traída desde otro sitio, sin duda, desde una fuerte y pétrea catedral de la Edad Media, a aquella capillita churrigueresca y rococó, como un mamut vivo en una tienda de elefantes de peluche), creí ver en la penumbra el rostro bonancible y redondeado del padre Valiño, cuyos ojos reían con complicidad a Cristo-Teodorito, por la oveja salvada que debía ser yo.

Los ciegos acudían allí emocionados y premiosos como si por fin fueran a ver, y efectivamente veían, gracias a la retórica del padre Tagoro y a la magia del ambiente, veían un infierno llameante y luego un cielo azul, una sucesión de rojos y azules que para ellos —ignorantes quizá de lo que era el rojo o el azul—,debía ser toda una cosmovisión, una fiesta de colores como las que disfrutábamos María Antonieta y yo, en el cine de los domingos, con las primeras películas cromatizadas que iban llegando al país y a nuestra ciudad.

El predicador les llenaba de terrores, a los ciegos, cuyos pecados están absueltos siempre por la ceguera, por la tiniebla inocente en que los cometen, por la luz blanca en que viven, y les añadía infierno a ceguera, para luego hacerles ver el cielo como una bahía un poco pálida y sin oleaje. Los ciegos creían que iban allí a salvarse —bien salvados estaban, y bien perdidos, como todos—, pero realmente iban a ver, porque el padre Tagoro, con su palabra de oro pasado, que a ellos debía parecerles oro puro, en su doble ignorancia de pobres y de ciegos, en efecto les hacía ver, y me decía yo que aquello era la única e insospechada fiesta y obra de caridad que se estaba cumpliendo en los ejercicios: la orgía de colores y palabras que el padre Tagoro conseguía meterles en la cabeza a los invidentes, y que tardaría en extinguírseles, allá en la soledad de sus hogares. Cualquiera de ellos habría preferido condenarse y ver el infierno a vivir ciego y no ver a los niños de su casa. Pero desde el segundo día de los ejercicios decidí acudir a la iglesia con mis guantes amarillos, que dejaron a Cristo-Teodorito desconcertado y silencioso, apenado por la ironía, desengañado, e incluso me sugirió que no volviera por allí, si veía que aquello «no me edificaba», pero le repuse que no, que, por el contrario, me estaba gustando mucho (lo cual sin duda fue peor), y efectivamente me divertía estar allí, entre la multitud oliente de los ciegos (los ciegos huelen) con mi lirio amarillo entre las manos, con mi trino de mundanidad, con mi canario de ante suave y viejo, como un mudo y discreto grito, como una sonrisa, como un breve, mundano y silencioso escándalo.