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La vinatería de Jesusita, la bruja vinatera, era un sitio profundo y húmedo de vino, un lagar maldito, todo de penumbra roja, vinácea, donde Jesusita despachaba vino al por mayor y también algunas botellas a los vecinos, mientras sus padres atendían otra vinatería más importante que tenían en otro barrio de la ciudad. Jesusita, la bruja vinatera, era una chica de un pálido oscuro, sucio, de un moreno blanquecino, enfermo, con muchos granos, espinillas, barrillos y cosas en la cara, toda aceitosa de rizos negros, con los ojos penetrantes (no hondos) y la boca cruel y pequeña, y la voz viva y siempre como un poco airada. Jesusita vestía siempre de negro, algo así como los lutos arrugados de su madre, y de vez en cuando se dejaba unos escotes en pico por donde aparecía el nacimiento seco de sus senos, todo de manchas amarillas y puntos negros. Sin embargo, Jesusita tenía aquella tarde allí, con ella, a Miguel San Julián, a quien por fin había conseguido atraer a su vinatería, nunca supe cómo, y allí estábamos los cuatro, pues María Antonieta también me había citado en la vinatería de Jesusita, y ésta había trancado la puerta por dentro, con mucho jaleo de cerrojos y estacas, y en las altísimas habitaciones, que eran una mezcla de bodega, despacho de vino y almacén, había una lejanísima bombilla que no nos iluminaba apenas. Estábamos sentados en pellejos y cubas de vino, y Miguel San Julián me miraba a veces con una complicidad que yo no sabía si quería decirme que por fin nos estábamos corriendo nuestra gran farra, la que habíamos perseguido tantas veces, inútilmente, en los domingos tristes del invierno. Jesusita nos servía vino rojo y oscuro de una frasca cuadrada, como aquellas que usan en las tabernas, y todos teníamos en nuestras manos unos vasos gordos, anchos, toscos y hermosos. María Antonieta rizaba el dedo meñique, como una voluta de exquisitez, cada vez que se llevaba el vaso a los labios.

Jesusita iba y venía, subía y bajaba, y de pronto se perdía escaleras arriba y aparecía su cabeza por una alta y estrecha ventana, como en las pinturas de no sé qué pintor, y era una cabeza como degollada, obscena, cruel y parlanchina. Cuando estuve suficientemente mareado por el vino, toda la atmósfera roja de la vinatería, a la luz de aquella bombilla remota, fue perdiendo o ganando dimensiones, y sólo sabía yo que tenía unos deseos intensos y cálidos de hacer el amor con María Antonieta. Jesusita se sentaba en las rodillas de Miguel San Julián, y luego se levantaba y se iba, y no se estaba quieta, pero pude advertir que mi amigo había cambiado y mejorado en su trato con las mujeres, que su mano era segura y cínica bajo la falda de la pequeña bruja. Subimos o bajamos escaleras abodegadas, no sé, siempre respirando la atmósfera turbia y coloreada del vino, aquella humedad roja que se extendía por las paredes, por el aire y por la luz.

Luego estuve solo en una habitación que era como un panteón medieval, como una tumba de madera negra, con mucho envigado, y toda la penumbra densa de barriles, cubas, pellejos henchidos de vino y pellejos vacíos, que colgaban del techo como sombras de ahorcados, como la extraña piel de un ser entre humano y animal, y en seguida vino María Antonieta y me besó en la boca. De modo que se trataba de eso, de seducirnos y violarnos a mi querido amigo y a mí, así que me senté en una cuba, entre impaciente y resignado, mientras María Antonieta casi se me volcaba encima, y sus manos anduvieron entre mi ropa con más presteza y habilidad que nunca. Al fondo de la estancia, bajo una bombilla tan escasa como la otra, había como un gran barreño de madera, como una cuba cortada y llena de vino, que ya había visto yo otras veces en otras vinaterías y almacenes de vinos, y yo miraba la bombilla y quizás no estaba todo lo asequible que María Antonieta esperaba, pues se echó hacia atrás y dijo, bueno, princeso, voy a ver si te animo un poco, que no quiero que me hagas ascos, princeso, y empezó a desnudarse, a cinco pasos de mí, empezando por desalojar toda la bisutería (sin duda, de precio) que llevaba encima, dejando sobre una cuba aquel montoncito de brillos, pendientes, collares, joyeles, diademas, sortijas, pulseras y cosas, y le dije así estás más bella, —María Antonieta, así estás mejor, más tú, más niña, más mía, más no sé, y ella me dijo estás borracho, princeso, pero yo no estaba borracho, o al menos eso le dije.

María Antonieta se quitó con mucho cuidado una cinta del pelo, como si al hacerlo se le fuese a caer rodando la cabeza, siempre un poco hierática, y le dije me gusta tu cinta, y se echó a reír, y luego se quitaba el vestido, retorciéndose mucho por las estrecheces de la ropa, y desprendiendo con todo cuidado los botones, herretes, corchetes y cosas que llevan las mujeres en sus ropas, y quedó con una enagua corta, blanca, casi infantil, y así me gustaba más que nunca, y también se quitó los zapatos de señorita, con aquellos tacones finos que se llevaban, y luego las medias con ligas, pues se había vestido concienzudamente, siendo así que pensaba desvestirse en seguida, conmigo, en la vinatería, y aprendí para siempre, aunque estuviese borracho (que no lo estaba) que las mujeres se visten más el día que más prestas están a desnudarse.

Me gustaba así, con el pelo suelto, con la enagua blanca, con la carne más morena o más pálida de lo que yo había imaginado, con las piernas desnudas y los pies descalzos, otra vez infantil, niña, ninfa, sin todo el odioso revestimiento de madurez y riqueza que se ponía encima para salir a la calle. Y luego se sacó la enagua por la cabeza, y ya no sonreía, estaba seria, como ganada por la gravedad del momento, y yo pensé en el futbolista del equipo local que sin duda también la había visto desvestirse de esta forma, y a pesar de todo tenía un cuerpo de niña, cuando se deshizo de sus claras y finas y transparentes y breves lencerías interiores, y la adolescencia se le delataba en la brevedad del seno, en la levedad de las caderas, y no me abrumó su desnudo, como había temido, sino que la encontré más asequible, más buena, toda de claridad y temblor contra la penumbra de vino y sótano.

María Antonieta dio unos pasos, casi de puntillas, hacia aquella especie de gran barreño lleno de vino, y se metió dentro, y el vino le llegaba por debajo de las rodillas, y estaba con los brazos cruzados sobre el pecho, cogiéndose los codos, como si la fuesen a bautizar con vino, y a mí me recordaba no sé qué láminas, no sé qué libros, no sé qué cuadros, ¿vienes? dijo, y se sentó dentro del vino, que así le llegaba por las caderas, y salían de aquel baño de vino sus senos tenues y sus rodillas fuertes, luminosas, ¿vienes?, y me desnudé y me metí en el barreño con ella, y era divertido estar allí, y nos besábamos, y nos salpicábamos con vino y nos dábamos a beber vino, uno al otro, en el cuenco de las manos.

No sé en qué momento salimos del vino y nos echamos sobre un camastro que yo no había visto, y que quizá no fuese sino un montón de pellejos vacíos, con una manta encima, y su cuerpo estaba amargo de vino, pero la besé con minuciosidad, la devoré con devoción, como luego ella a mí, de modo que a ratos nos reíamos y a ratos jadeábamos, y diminutas gotas de vino nos brillaban entre el vello, aún, y debajo del sabor del vino estaba el sabor blanco y joven de su cuerpo, y probé a poseerla y a ser poseído, y al final me acariciaba el pelo con ternura, estás manchado de vino, decía riendo, y aquello era tan obvio que era divertido que lo dijese, y yo miraba la pequeña bombilla, como un fruto mezquino, intensa de pronto como un sol mientras cerraba los ojos y me decía que había ido hasta lo más hondo de una mujer, más allá del tiempo y del espacio, porque poseyendo a una mujer se posee algo más, algo que ya no es ella, la dimensión desconocida, esa entidad de sombra y luz, de fuego y velocidad, que anda presentida más allá de la vida, ese vacío tan colmado, esa plenitud tan ligera en la que uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y vertiginosa que debiera ser la muerte.

Nos lavamos los cuatro, desnudos, en una gran pila, bajo un grifo del que salía un agua muy fría, y aquello debía ser el sitio donde limpiaban las cubas o los pellejos, o donde aguaban el vino, o quién sabe, y salimos de allí muy tarde, muy de noche, María Antonieta y yo primero, porque Jesusita no quería que saliésemos los cuatro juntos, para no escandalizar al barrio, y porque quería quedarse a cerrarlo todo bien cerrado, de modo que cuando me volví, ya en la calle, hacia la penumbra de la vinatería, para un último adiós, todavía creí ver las pupilas claras y rientes de Miguel San Julián, que me despedían con su simpatía sencilla y nocturna. María Antonieta y yo caminamos hacia la plaza y nos sentamos en aquel banco donde ella me había besado en la frente, hacía algún tiempo, y me tomó una mano. —¿Vas a casarte conmigo?

No esperaba eso de ella. Guardé silencio.

—Me gustaría casarme contigo— insistió.

Seguí en silencio y luego dije:

—Creía que eras una devoradora de hombres.

Se echó a reír y luego me besó en la boca.

—Sí —dijo—, soy una devoradora de hombres.

Pero al joven poeta maldito de guantes amarillos no le apetecía convertirse en el marido (y seguramente el contable) de una joven pescadera que pronto iba a heredar la pescadería más cara y más importante del mercado (en cuanto a su madre le golpease el orujo en el corazón un poco más fuerte que de costumbre).

—No estás enamorado de mí.

—Sí —dije.

Sí que estaba enamorado. O no. Y el no saberlo me torturaba. —Tienes un empleo. ¿Por qué no podemos casarnos?

Mi empleo no daba para todos aquellos brillos que ella había vuelto a colgarse encima. Pero, sobre todo, yo no quería mi empleo, ni otro mejor, sino mi destino de poeta solo y solitario. —¿Qué te pasa?

No le iba a explicar a ella que yo era o iba a ser poeta y que un poeta no puede estar ante la caja registradora de una pescadería, todas las mañanas, en el mercado, mientras su joven esposa da el pecho, en casa, a los niños que van teniendo. Me aburría hablar de dinero, y temía que me dijese lo de la pescadería —pues estaba en el aire que mi empleo era ridículo—,pero no lo temía por dignidad, sino porque me llenaba de un envilecimiento mediocre, nada grandioso, el estar hablando de aquellas cosas, y no sabía cómo explicarle a la hija de la pescadera que hay que ser sublime sin interrupción, entre otras cosas porque yo mismo no había llegado aún a plantearme lúcidamente que hubiese que ser sublime sin interrupción, como lo era mi primo, por ejemplo, agarrado a su laúd en la habitación azul.

—Es igual —dijo—. Te quiero.