Por el contrario, había temporadas, en el buen tiempo, en que la tentación no era el cine, sino el monte, aquel monte al noroeste de la ciudad, un sitio adonde me habían llevado mucho de niño, y adonde yo gustaba ahora de pasear mis soledades de poeta, pues el adolescente vuelve sobre los pasos del niño que ha sido, que acaba de ser, haciendo así una nueva lectura de la niñez, del mundo de la niñez, y viéndolo todo a otra luz, de otra forma, con ese revisionismo constante que es la vida, y que consiste en hacer siempre las mismas cosas, pero creyendo que hacemos otras. Luego, el adulto relee o revisa la vida del adolescente, y el maduro la vida del joven, y el viejo la vida entera, y el hombre está repasando siempre el libro de su vida, en el que todos leemos, pues lo vivido se va tornando novela, el pasado se consagra solo y nos va consagrando.
Hay en el adolescente una repugnancia o una ternura hacia su infancia reciente, y en aquel —monte había estado yo en los domingos de la infancia, cuando las excursiones familiares, y ahora podía ver, desde lo alto, la fábrica de harinas del abuelo (o donde trabajaba el abuelo), ya parada y muerta, y trataba de distinguir entre las huertas de allá abajo la huerta donde antaño jugábamos, sintiendo con dolor que ya no existía, que el tiempo la había borrado, que seguramente era un erial, como si me hubiesen robado una pieza de mi pasado, y también veía el río, lejano, ancho y luminoso, y el puente, y la larga carretera por la —que veníamos andando todos los domingos, excepto cuando había alguien enfermo o cojo en la familia, y entonces tomábamos el autobús. Pero ya la carretera no era tan larga, y la visión geográfica de mi vida, con montes y valles, con ríos y nubes, con cielos y caminos, era, al fin y al cabo, la única visión que podía tener de ella y de mí mismo, pues a medida que el tiempo se nos pierde y huye, se va trocando en geografía, y no es verdad que no deje nada, el paso del tiempo, sino que nos deja unos paisajes, unos lugares, unos colores y unas luces que son el cuajarón de ese pasar, de ese tiempo que creemos perdido, paisajes y lugares, colores y luces que antes no teníamos, porque los leíamos de otra forma o ni siquiera los leíamos. El tiempo, sí, se transmuta en geografía, y lo que perdemos en tiempo lo ganamos en espacio, y las horas perdidas de la infancia están ahí, en las copas de los árboles, y quizá son esos hilos de plata, de luz, que brillan de rama a rama, de hoja a hoja, porque en esos árboles, en esa arboleda cuaja algo que entonces no había, y ahora somos más dueños de todo, ya que todo nos habla, nos enriquece y nos habita. Así, el canal largo y curvo que cruzaba los campos de mi infancia, aquel canal lento y limpio, como un río mejor trazado, y por donde el cielo iba más claro, el aire más limpio y la tarde también más hermosa.
Se llegaba a la falda de aquel monte atravesando tribus de gitanos, caseríos de pobreza, chozas y chabolas que ascendían por las cuestas y en seguida quedaban atrás, y siempre había un viejo haciendo una hoguera en la arboleda, en torno de la cual saltaban sus nietos como pieles rojas, y el paso por aquel mundo de miseria, que de niño sólo me había producido miedo, ahora me hacía pensar en la pobre justicia de los hombres de la ciudad, que estaba tan cerca y tan lejos, en aquel mundo oficial de palabras y fotografías, sin fuerza ni memoria para llegar al extrarradio y lavar el dolor de aquellos niños desnudos y aquellas madres rajadas.
Había también una estación de ferrocarril, un pequeño ferrocarril de vía estrecha que recorría campos de trigo y cruzaba ríos secos, y allá abajo estaban, como juguetes de mi infancia, las máquinas románticas (hay un romanticismo férreo e industrial), los vagones olvidados en las vías cruzadas de hierba, y por un momento temí que el tren ya no funcionase, pero de pronto apareció por detrás de la montaña una locomotora presurosa y humeante, arrastrando un tren de mercancías y viajeros, con el sol brillando en las ventanillas o dando botes en el metal de los grandes bidones que transportaba, y me fue cómica y emocionante aquella aparición, divertida y tierna, de modo que me conmoví, y el tren que me había fascinado de niño, el tren de película aventurera que iba como por libre, buscando caminos a capricho, era ahora un pequeño tren de recorrido breve, un tren que moriría pronto, según había leído yo en los periódicos de la ciudad, un afanoso e inútil viaje dentro de los límites cortos de mi propia vida.
En los barrios gitanos de allá abajo se traficaba en caballos y en mujeres y de vez en cuando había una reyerta nocturna con navajas y sangre, y los periódicos hablaban de ello, nunca demasiado, y a mí me atraían aquellas noches violentas, con luz de filo y de candil, entre el río y el tren, entre la ciudad y el campo, y ahora me preguntaba ya por qué los gitanos eran una ciudad aparte, un mundo aparte, una raza maldita, por qué sólo se remediaba aquello, de tarde en tarde, con unas detenciones y una nota en el periódico, por qué la ciudad estaba partida en dos mitades, una blanca y la otra cobriza, y qué sentido tenían las reuniones del Círculo Académico, de la Casa de Quevedo, las salves de la congregación y los estrenos donde yo lucía mis guantes amarillos, al lado de María Antonieta, mientras a tres kilómetros de todo aquello había otra cultura, otro siglo, otra raza durmiendo entre hogueras y comiendo las sobras de los mercados. No era sólo la injusticia social: era también la crítica de nuestra vida que implicaba aquella otra vida, el cómo nos ponían en cuestión los gitanos, con sus piojos y sus mulas, ya que nuestro mundo, hecho de rotaciones y vocabulario, hecho de helados de fresa y bailes iluminados, no era todo el mundo, y la redondez del planeta, la armonía de las esferas y la coherencia de las palabras quedaban entre paréntesis con sólo pensar que muy cerca teníamos a los hombres oscuros que se regían por otros ritos, otras imágenes y otra forma de hacer el amor.
No éramos el centro del mundo, pues, no lo era nuestra pequeña ciudad compacta de teatros y cafés, de consistorios y conventos, y esto mismo podía pensarse de toda la cultura occidental, de toda Europa (la Europa, como decía Darío Álvarez Alonso con fascinación, en sus disertaciones) puesto que de una ojeada podía verse, en los globos del mundo del padre Valiño, que Europa estaba rodeada de mares glaciales, de continentes extraños y de religiones remotas.
Estas consideraciones empequeñecían mi cultura, me hacían dudar de mis versos, que yo hubiera querido henchidos de viento universal, como todo poeta joven o viejo, pero que sólo eran unos signos convencionales para entendidos con una copa en la mano. Con sólo dar un paseo hacia el norte, saliendo de la ciudad, el universalismo de mis versos, e incluso el universalismo de las disertaciones de Darío Álvarez Alonso dejaba de tener sentido. ¿Cómo leerles todo aquello a los gitanos? La cultura es un valor universal sólo en la medida en que entendemos el universo como un valor cultural. En cuanto topamos con el universo real o con los gitanos de las afueras, la cultura pierde, no sólo universalidad, sino sentido. Pero la cercanía del cielo, la violencia del viento, los excesos del espacio y el panorama de mi vida, con el campo pobre y sabido a mis pies, y la ciudad al fondo, me exaltaban líricamente, inevitablemente, y recordaba ese momento en que todo gran escritor se ha subido a una montaña —Nietzsche, Unamuno, Machado—, para mirar desde allí el mundo, para superar el planeta e interrogar al cielo.
Yo, al cielo no tenía nada que preguntarle, y ese gesto de los escritores en las cumbres me había parecido siempre un gesto de lámina, de una grandiosidad convencional, pero no podía evitar, en aquellas tardes del monte, después de haber bebido agua en una fuente popular —un agua fresca de tierra y templada de sol, como dos chorros trenzados en uno—, la invasión lírica y la impaciencia por bajar a las calles y meterme en un café a poner todas aquellas imágenes en verso.
Así se iba pasando la tarde, como si alguien retirase inmensas sábanas del campo, y los pájaros estaban a la altura de mis ojos, no tenía que levantar la cabeza para verlos, y eran unos pájaros lentos, sosegados, de vuelo como muy meditado, que iban abriendo la circunferencia del tiempo, mientras la noche se levantaba por el este como un espectáculo sombrío, envolviendo a la ciudad en un auto sacramental de la luz.
Monte abajo, volvía lentamente a la ciudad, transfigurado de vientos, sintiendo que aquellas excursiones solitarias eran muy de poeta, y a medida que me acercaba a las calles, a las luces, algo acogedor, cálido y grato, un poco nauseabundo, me iba envolviendo, de modo que ya estaba otra vez en lo mío, y adivinaba la tibieza de los cafés y las luces de las plazas, pero adivinaba también la cercanía del hogar y del trabajo. Entraba en la ciudad por calles estrechas, enlaberintadas de conventos, a la hora en que oscuros racimos de mujeres enlutadas regresaban de la iglesia a casa, trayendo en las manos un poco de tomillo o alguna flor de los altares que perfumaba al pasar. Dejaban de oírse las campanas y empezaban a escucharse los relojes de las torres, y en los rincones había parejas de sombra, como en mayor clandestinidad y delito de los que en realidad cometían, y pasaban perros, esos perros insomnes que se ve que no van a dormir en toda la noche.
Llegaba a la plaza y entraba en el café de más luz, aquel café con tratantes y bailarinas, como queriendo recobrar de golpe toda la ciudad, mi aura de poeta cosmopolita, urbano, pero la montaña seguía dentro de mí, ligera, honda, oscura, y de vez en cuando me acordaba de aquella tarde, que había sido una tarde lírica, sola, una tarde impar que no parecía de mi vida. Y llevaba dentro las voces del campo, esas voces que llaman a alguien, muy lejos y muy lentamente, y los ladridos de perros que sólo pueden venir del cielo, todo lo que en el campo había oído sin oírlo, y que ahora me enriquecía secretamente. Pero tratar de ponerlo en verso era convencional y prematuro. Estaba ya jugando a poeta, estaba falseándome, estropeando lo que de cierto y puro pudiera haber en aquella excursión. De modo que tomaba mi café con leche, sentado en uno de los divanes rojos y pajizos, entre tratantes de ganado, estudiantes golfos y viejas meretrices, mirando a las bailarinas en su alto tablado, aquel revuelo de tela pobre y muslos feroces, aquella fiesta barata de flamenco cansado y bragas rojas. Había sido un día intenso, sentía que mi vida era intensa por cómo el empleado de por la mañana se había metamorfoseado en Nietzsche-Unamuno a la tarde, sobre una cumbre, y volvía a ser ahora un poeta maldito, un Baudelaire de café con leche, quizá incluso con mis guantes amarillos sobre el mármol marcado del velador, como la melena verde de Baudelaire o el paraguas rojo de Azorín.
Había sido muchos hombres en un día, demasiados hombres, y retardaba el momento de volver a casa a dormir, aunque tenía que madrugar, y me preguntaba si estaba representando una comedia, si algo de todo aquello era verdad o lo iba a ser algún día, y llevaba en el fondo esa duda radical y vaga que es la duda sobre uno mismo, sobre la propia sinceridad, el no saber si uno se está engañando voluntariamente, ese final falaz y triste que hay dentro de uno.