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En los atardeceres más desesperados de la ciudad, en esa hora en que se necesita angustiosamente algo, no se sabe qué, a la salida de las oficinas, a la salida de mi sótano con frío y negras calderas de la calefacción, casi siempre apagadas, como infiernos extintos, cuando no me apetecía nada regresar a casa, al hogar de muertos, enfermos y lástimas, y no sabía nada de María Antonieta, porque ella me veía cuando quería, y tampoco me hubiera servido encontrar a Miguel San Julián (tan lejano ya en su mundo elemental) y no era fácil encontrar a Darío Álvarez Alonso, ni había reunión en la Casa de Quevedo, en los atardeceres con niebla, o frío, o nieve, o una brisa primaveral en las calles y una sensación de fiebre en mis mejillas, tenía ese momento en que hay como un cruce de trenes en la vida, un transbordo dramático, una tristeza ferroviaria y vaga, de modo que la vieja Biblioteca Municipal de la infancia, cuyas luces encendidas podía ver desde la calle, ya no me atraía (me parecía haber leído todos sus miles de libros, y de hecho probé a subir alguna vez, pedir uno al azar, rellenando la ficha, y por supuesto lo conocía, lo había tenido en las manos, de niño, hacía pocos o muchos, muchísimos años). Era una biblioteca acogedora en invierno, fresca en verano, forrada de silencio siempre, punteada de toses y susurrada de páginas que hacían un corto vuelo, y en la que yo, quizá sin saberlo, desordenadamente, llevado allí de la mano por otro niño, uno de aquellos niños extranjeros que trajo la guerra, había puesto los cimientos de mi desvencijada cultura, o de mi vocación literaria, o de mi resignación en los libros, que nunca se sabe cómo llamarlo. Pero no me sentía ya con entusiasmo para subir allí y sentarme a leer un libro sobre el cultivo del café en los países cafeteros, y en cuanto a los libros modernos que había buscado, los de los poetas y ensayistas que empezaban a inquietarme, no los tenían casi nunca, por el natural clasicismo de las bibliotecas, o por razones de guerra y expurgo, o por simples razones económicas. No había entonces adónde ir. (Ya estaba yo abandonando mis academias nocturnas.) Volver a casa antes de la cena era arriesgarse a hacer forzosamente algún recado tardío; pasear por la calle principal, entre dependientes y dependientas, hasta encontrar, quizá, la cabeza clara, pequeña y ligera de Miguel San Julián, era algo en lo que ni siquiera pensaba, y con la congregación había roto desde que el padre Valiño me revelara involuntariamente que no sabía distinguir un verso libre de un verso blanco. Nunca habían publicado mi poema sensual y surrealista, por otra parte, y yo ya hacía otros poemas que quizá fueran menos sensuales y más surrealistas de lo que el padre Valiño podía sospechar. Sabía, en todo caso, que la congregación no iba a descubrirme nada de la tierra, y, lo que es más, ni siquiera del cielo, que al parecer era lo suyo.

De modo que acababa metiéndome en el cine.

El cine barato y sin tiempo es el refugio negro y cálido de los que vagamos al atardecer por ciudades de niebla, el rincón vaginal donde el hombre acorralado por la vida va a parar cada anochecer, cuando todo se queda en suspenso y él ve con claridad indeseada que su existencia no va a ninguna parte, que no tiene amigos ni dinero ni amantes ni nada que hacer en todo el planeta. Son esos claros que hace la existencia, de pronto, esos remansos donde se enlaguna el tiempo, ocasiones que debieran aprovecharse para meditar en el propio destino y en el destino de la humanidad, pero que nadie aprovecha, pues nadie quiere ver con demasiada evidencia lo que hay cuando se cierran las tiendas, se van los amigos y se duermen las preocupaciones: nada.

Alguien, viajando por la China antigua, descubrió que los fumaderos de opio no eran ese paraíso de lacas y voluptuosidad que aparece en los grabados de un orientalismo más o menos convencional, sino que eran zahúrdas donde se suministraba opio al pueblo, muy barato, para mantenerle embrutecido frente al poder y excitado para el trabajo, al mismo tiempo. Así pues, la frase que define la religión como opio del pueblo, es una frase redundante por cuanto el opio del pueblo en aquella China antigua, no era otro que el opio. Y quizá, después de la religión, el opio del pueblo occidental ha sido el cine, que embrutece a miles, a millones de seres, todas las tardes, en esas horas vacías de pensar en cambiar el destino, y relaja y predispone para la jornada del día siguiente, al mismo tiempo que excita la imaginación, con sus aventuras fáciles, para emprender de nuevo el trabajo.

Había, entre los jóvenes poetas y escritores de la ciudad, aquéllos que, como en todas partes, habían descubierto en el cine el lenguaje de nuestro tiempo, la mística de sus vidas y la erótica de la creación, pero yo siempre les había oído hablar, incluso en el Círculo Académico, con una cierta indiferencia, y sólo por una corta temporada tuve, efectivamente, la pasión cultural del cine, e iba a las películas a perseguir ese plano magistral y momentáneo que no hay que perderse. Pero lo más frecuente en mí es que fuese al cine, solo y vencido, como todos aquellos hombres que estaban a mi alrededor, pueblo puro y confuso, a dormir un sueño de melodías y pistolas, de cabalgadas y teléfonos, de amantes y automóviles.

Decía la pedantería juvenil que el cine era el arte de nuestro tiempo, pero el cine sólo era, de momento, el opio de nuestro tiempo, para la gente derrotada y ociosa que llenaba el local. Y yo estaba allí, durante horas, quieto, cálido, descansado, haciendo el yoga del cine, que consiste en no pensar ni saber que una hora más tarde hay que estar en casa ante una cena pobre y una familia lamentable, ante una cama fría y un sueño duro.

El cine, sí, me aportaba un lirismo de melodía y noche deslumbrante, y todas las estrellas me recordaban ya a María Antonieta, y a los adolescentes que hemos visto mucho cine nos pasa siempre, en el cine interior del pecho, la película incesante de entonces, la cinta alegre y violenta, el celuloide melancólico con barcos que hacían la travesía del Mississippi, automóviles que se tiroteaban en los muelles de Brooklyn, caballos galopando al son de guitarras enamoradas, en la noche californiana, y besos gigantescos, ampliados, como de lámina de floricultura, en los primeros planos de la pantalla. Había que ser en la vida decidido como aquellos galanes de hombros cuadrados, y había que tener mujeres fáciles, frías y rubias como la protagonista de la película, pero el local del cine olía a empleado pobre, a merienda comida en secreto, a familia numerosa que ha ido al cine, a calefacción y abrigo viejo, de modo que el cine, que lo tiene todo menos el olor, tenía así una densidad de olores en su argumento, y gracias al cine sabía yo, o descubría por primera vez, el lirismo de las calles nocturnas con lluvia, de los claros de luna sobre el cadáver de un caballo blanco, de los puertos con niebla donde un hombre y una mujer se encuentran y se besan mientras un lento y sonoro barco trae la noche o se lleva el día.

A veces, me encontraba en el cine a Miguel San Julián, a pesar de todo, o me había llamado él previamente a la oficina, por teléfono, para ir al cine, y estábamos juntos allí, viendo una película de acción, y nuestra amistad duraba lo que duraba la película, como el amor de esos novios que no tienen nada que decirse, pues ya ni para hablar de mujeres me servía Miguel San Julián, una vez que había optado yo por la cultura, lejos de su vitalismo elemental, y el sentimiento que tenía hacia él era meramente literario, el recuerdo de unos días lejanos y cercanos, de unos domingos supervalorados por la memoria, en que habíamos sido jóvenes, ingenuos, frescos, puros y andarines. Pero sólo eso.

En los momentos en que la luz de la pantalla era más clara, cuando la acción de la película se ponía tensa, miraba yo de reojo el perfil del joven obrero, su pelo casi blanco a la luz blanca del cine, su pupila, sólo veía una, clara y vacía de penetración, y él sí absorbía la película, la vivía, y toda aquella acción concentrada de la cinta, a la que asistía quieto en la butaca, tendría que desahogarla luego en el trabajo, en la calle, cantando a gritos o persiguiendo muchachas, y así era feliz. Le envidiaba una vez más.

También había el día en que María Antonieta decidía llevarme al cine, o que la llevase yo a ella —venía a ser lo mismo—, y al principio esto creó dificultades, porque María Antonieta quería ir a cines más caros que los que yo frecuentaba y, por otra parte, solía hacerlo con una frecuencia que a mí no me estaba permitida, que no le estaba permitida a un traficador clandestino de carbón de cinco en cinco kilos.

Pero María Antonieta, que indudablemente estaba curtida en hombres, comprendió pronto todo esto y el cine lo pagaba ella, cosa que a mí me parecía muy bien, de un satanismo ejemplar, pues sabía que ni Cristo-Teodorito ni nadie de la congregación, ni siquiera del Círculo Académico, había consentido que le pagase ni el cine ni nada una mujer. Además, María Antonieta se iba cansando de exhibirme, y esto no quiere decir que se hubiera cansado de mí, sino que yo ya había causado la sensación que tenía que causar —probablemente ninguna— entre los que la admiraban o criticaban de lejos y de cerca, de modo que la ternura y la intimidad iban pudiendo más que el exhibicionismo, y ya no me llevaba tanto a aquellos cines de estreno donde podíamos ser un espectáculo como pareja, no sé si por lo ajustado o desajustado de los tipos, respecto uno del otro, sino que prefería aquellos cines de barrio, íntimos, pobres, oscuros, cines de media tarde, casi clandestinos, de sesión continua y programa doble, donde en seguida se olvidaba de la película para vivir conmigo un amor apasionado, de butaca a butaca, un amor de besos cinematográficos y caricias que eran como el ensayo general, la prefiguración y el reflejo de lo que podía hacer aquella criatura con un caballero desnudo.

Y, del mismo modo que cambió los cines brillantes y céntricos por cines sórdidos y obreros, cambió en parte su ropa para salir conmigo, y se vestía de una manera más sencilla, más grata, con lanas oscuras e incluso con medias por la rodilla, a veces, pues no sé por qué había decidido vivir aquel amor, no en vamp, que era lo suyo, su precocidad, sino en colegiala enamorada.

Yo la prefería así, pero me cuidaba mucho de decirle nada, pues el solo hecho de que yo hubiese reparado en su voluntario empobrecimiento podía hacerla volver a los resplandores (así funcionan algunas mujeres). Claro que llegaba el domingo y a pesar de todo volvía a haber resplandores, María Antonieta refulgía de brillos, sedas, joyas, colirios, diademas y uñas lacadas, y junto a ella yo me sentía oscurecido con mi ropa de empleado modesto, de poeta pobre, de hijo de familia que va al caos. Pero llegué a compensar todo esto, en un gesto de osadía dannunziana, completando mi astrosa y esbelta figura con un par de guantes viejos, amarillos e ilustres que había encontrado por casa, y que porté en la mano, con mucho agrado por parte de ella, entrando así en la platea de un teatro iluminado con luces de provincia, en una noche de estreno.