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Había un periódico clerical, otro gubernamental y otro liberal, que era el periódico por excelencia, el periódico de la ciudad y de la región, el que había ido siempre por delante de los otros, el que había recibido en sus bosques de tipografía la arboleda de lo porvenir, las brisas de esa arboleda, que es lo que tiene que recibir un periódico bien oreado y aireado, saliéndole al encuentro a la posteridad, echándole el alto en las esquinas, sin esperar a que sea una momia solemne para llevarla a sus páginas. Y aquel periódico se hacía eco algunas veces de las reuniones en la Casa de Quevedo, en mínima tipografía, y en una de aquellas notas, entre los nombres de los actuantes y asistentes, salió mi nombre, equivocado (Fernando por Francisco) y yo no sabía cómo se había filtrado hasta las páginas del periódico, a través de informadores, gacetillas, redacciones, máquinas, imprentas, linotipias, redactores-jefes, mi nombre, que era mi secreto, pues nadie lo conocía, salvo mi familia y mis amigos (el propio nombre es el primer secreto que el hombre porta consigo y, de hecho, lo revela siempre, cuando se lo piden, como si revelase algo íntimo, y no algo meramente burocrático). Tampoco quería saber ni averiguar quién había sido el responsable de aquella gloria mía, de aquella gloria pública, pues prefería creer literariamente en la magia del nombre, el nombre del escritor, ese pájaro pertinaz que se va abriendo paso, unas veces con las alas, otras con el pico, a través de la floresta de las letras y las gentes. (Luego me ha seguido ocurriendo lo mismo en la vida, y de los más grandes o gratos honores prefiero no conocer el mecanismo, como así en el amor, pues si una mujer o un amigo nos explican cómo ha llegado a suceder todo, la explicación siempre es decepcionante, razonable, mediocre, y la gloria, la satisfacción o la alegría quedan empobrecidas.) Me deslumbró, primero, me ensordeció, mi nombre en el periódico, en aquella letra invisible que nadie iba a leer, salvo los interesados, buscándose a sí mismos, y me paseé por el barrio, luego por toda la ciudad, como si mi nombre estuviese en lo alto de los teatros, buscando en la cara de la gente el reconocimiento de quién era yo, hasta que, fatigado, fui a dar donde tenía que dar inevitablemente, al mercado, para encontrarme con María Antonieta y brindarle generosamente un poco de mi gloria.

Fue, pues, uno de aquellos días en que yo paseé por el mercado desabrochado y feliz, sin nada que esconder, sin capachos ni vergüenzas, pero además cargado con la gloria periodística de mi nombre equivocado en los periódicos. María Antonieta, al verme, bajó de su alto estrado, abandonó su caja registradora y vino a mí, dejando el delantal blanco sobre una banqueta, con un traje más sencillo que de costumbre, hermosa y matinal, y primero pensé que venía a felicitarme, y estuve a punto de decirle ¿has visto?, pero no le dije nada porque me pareció que así era más elegante, esperar a que hablase ella, y ella habló para decirme que qué alegría verme por allí, que cuántos días habían pasado, y cogiéndose de mi brazo me llevó a pasear por el mercado, y comprendí yo que María Antonieta no había leído nada, ni maldita la falta que hacía, pues las hijas adolescentes de las pescaderas enriquecidas no suelen leer las reseñas literarias de los periódicos, y era mejor así, y a medida que dábamos vueltas al gran mercado de forma oval, por entre corderos, verduras, compradoras, mozos, pescados y flores, fui comprendiendo que aquello era algo así como la proclamación de nuestro noviazgo ante el mundo de María Antonieta, ante el mercado, o más bien la exhibición de un trofeo, pues ya había yo recogido rumores, entre los amigos y amigas, de que María Antonieta era una «devoradora de hombres» (incluso un futbolista del equipo local había en su lista), de modo que yo era el nuevo, un burguesito con buen aspecto, un empleado, un oficinista, quizás un poeta, alguien, en fin, a quien valía la pena lucir, una vez que había sido elegido y ungido con un beso en la frente, en la hora sin atmósfera, nocturna y plena, de una noche de verano en la plazuela.

Sí, María Antonieta me estaba exhibiendo, me estaba paseando, porque el donjuán femenino necesita la exhibición como el donjuán masculino, y si yo hubiese sido uno de esos hombres dignos, enteros, me habría desprendido de ella con violencia negándome a ser uno más, pero yo nunca he sido un hombre digno, uno de esos hombres dignos, nunca me he negado a ser uno más o uno menos, de modo que iba tranquilo, sonriente, y apenas hablábamos, pues ella tenía que saludar a todo el mundo y yo andaba muy ocupado de mantener mi porte altivo, ligero y feliz de joven poeta que ha empezado a salir en los periódicos. Y me decía a mí mismo: ella me luce como uno más sin saber que luce una joya. Y después paseamos por el exterior del mercado, por aquel mapamundi de gitanos, exploradores, encantadores de serpientes, charlatanas, timadores, meretrices, guardias, borrachos, lecheros, vendedores de lotería, mendigos y niños enfermos. María Antonieta era como la reina de Saba de aquel reino de miseria: socorría a los pobres, compraba lotería a los loteros, claveles a las gitanas, frascos a los charlatanes, pues ya se sabía que le sobraba el dinero, y acariciaba a los perros, besaba a los niños, aplaudía a los encantadores de serpientes, e incluso había uno que le dejaba la serpiente, una gruesa y vieja serpiente sin veneno, y puede que ciega, que se le enroscaba a María Antonieta en los brazos y en el cuello, revistiéndola de un lujo vivo, de una suntuosidad verde, de unos brillos y colores exóticos que ella acariciaba con su mano de uñas pintadas, como las grandes damas acarician los animales muertos que suelen llevar al cuello en las cenas de los grandes hoteles, y me sentía yo turista en mi barrio, príncipe de aquellas gentes miserables, cobrizas y gimientes.

Fue una especie de paseo triunfal, nuestro primer paseo de novios, o lo que fuésemos, algo así como mi presentación en sociedad —en aquella sociedad pustulenta y olorosa—, o la presentación de nuestro noviazgo, de nuestro amor, de lo que fuese aquello, que yo no lo sabía ni me lo preguntaba, como haría siempre en la vida, pues la mejor estrategia, con una mujer y con cualquiera, es no tener estrategia, ir a lo que salga, y la relación con María Antonieta me desbordaba, me superaba, así que, en parte por inexperiencia y en parte por cinismo yo dejaba que pasasen cosas.

Cuando la tribu de los miserables iba recogiendo sus tiendas, flores, animales, ungüentos, tenderetes, loterías, calderillas, oros falsos y platas malas, cuando en torno del mercado iba quedando un rastro de gallo muerto y serpiente enferma, de lechuga pisada y niño orinado, todo recalentándose al sol fijo del mediodía, cuando también el mercado entornaba sus enormes puertas de hierro rojizo, clausurando el recinto de ladrillo, ilustrado de carteles desgarrados, letras enormes y rotas, colores y almagres subversivos, María Antonieta me dijo que la esperase un poco por allí fuera, paseando, y que luego entrase a buscarla a la tienda. Así lo hice.

Eran demasiadas emociones en un solo día, en una sola mañana. Era sábado, día sin trabajo, sin el oscuro faenar con la máquina copiadora, en el sótano frío y hondo, había aparecido mi nombre en los periódicos, aunque equivocado, y María Antonieta me quería.

Tres razones demasiado poderosas, tres soles brillando en uno, un sol de tres yemas (como cuando sale un huevo de dos) y yo no trataba de poner orden en nada, pues no me hubiera sido posible ni tampoco me apetecía, de modo que paseaba lentamente entre despojos, con el abrigo abierto, recibiendo en el cuerpo la brisa fresca de la primavera, que me fajaba deliciosamente, sabiendo que la luz y algo más que la luz brillaba en mi melena de poeta.

Entré en el mercado por las puertas ya entrecerradas, con un candado grande como un corazón férreo de gigante, con unas cadenas de eslabones rojizos y coherentes, poderosos, a punto de trabarse para cerrar definitivamente, y me dirigí a la pescadería de María Antonieta, donde los mozos habían recogido sobrantes, desperdicios y depósitos en las enormes cajas de madera, entre hielo y sal, mientras la dueña de todo aquello, la madre de María Antonieta, se tomaba un café con leche y un orujo en el bar del otro lado de la plaza, antes de subir a casa para darse polvos, colonias, camomilas, ponerse todas sus joyas (al mercado sólo llevaba una pequeña representación del joyel) y convertirse en una señora, en la gran señora que era, abonada a los conciertos municipales con derecho a dormir en la butaca.

María Antonieta se quedaba siempre la última en la tienda, haciendo caja, y cuando me acerqué a ella me dijo, ven aquí, princeso, y me gustó esto de princeso, que era una chulería del mercado más graciosa que príncipe, y yo veía que todavía quedaban por el mercado, en las tiendas semicerradas, mujeres que limpiaban o barrían, ojos que miraban, cabezas que nos observaban, pero a María Antonieta no parecía preocuparle nada de esto y seguía contando y ordenando billetes, unos billetes con escamas, que son los que se ganan vendiendo pescado, y todo en el mercado —gran marquesina de hierro y sol, de luz y vacío—, olía a animal muerto y soledad, a naranja picada y ausencia.

—Ven aquí, princeso.

Me metió dentro de la tienda, y desde aquella altura se veía el mercado como desde lo alto de un navío, y todo olía a mar, a un mar putrefacto, y por un escotillón que había en el suelo bajamos al sótano, temblando en unas escaleras débiles de madera, y el sótano estaba oscuro, sólo iluminado por la luz del escotillón, y en la penumbra me parecía adivinar la fosforescencia de los besugos, el olor de su hiel, la fuerza penetrante de la sal y el hielo, y María Antonieta me acarició la cara y la boca con sus dedos que olían a billetes (llevaba grandes fajos por todos los bolsillos) y luego me metió las manos en el pelo, y pensé que me lo iba a dejar brillante de escamas, y no sabía si me importaba y dijo vamos a irnos en seguida porque están cerrando, y me besó en la boca, contra la pared.

Era como si el beso de la frente, el beso de aquella noche, hubiera descendido a la boca, y ahora tenía en la boca aquel calor y aquel sabor, como los apóstoles de mi historia sagrada, que primero tuvieron la luz en la frente y luego en los labios, para hablar todas las lenguas.