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Darío Álvarez Alonso había comenzado a colaborar en el periódico local haciendo unas reseñas de libros franceses que firmaba con su nombre sonoro y sus dos apellidos vulgares que, encabalgados uno sobre el otro, perdían vulgaridad y ganaban musicalidad. Cuando, en lugar de firmarle el artículo arriba, con su nombre armónico y sus dos apellidos, se lo firmaban abajo, por azares tipográficos, con las iniciales (D.A.A.), le veía yo mover la melena, oscurecer la frente, afilar la miopía y amargar el gesto de la boca: «Me quieren hundir, me quieren hundir». Era, ya, el gran escritor sufriendo las tormentas de la literatura, las injusticias de la historia, como sabía yo que las habían sufrido los grandes, pero sin que este sufrimiento fuese nunca algo mediocre, como un dolor de muelas, por ejemplo, sino con una grandeza de lámina, porque había que ser sublime sin interrupción, incluso en la adversidad de los tipógrafos.

A Darío Álvarez Alonso no le pagaban nada por sus colaboraciones, claro, pero en esto ni se pensaba siquiera, no pensaba nadie, ni aun él, y yo me decía que me habría parecido mágico ver un texto mío en letra impresa, multiplicado por miles en los ejemplares del periódico, sabiendo que podía abrir cualquier periódico de aquel día e indefectiblemente encontraría mis palabras repetidas hasta el infinito, o por lo menos hasta el límite de la provincia o de la región, adonde llegaba la difusión del diario. Tampoco yo hubiera pensado para nada en el dinero, y ni siquiera me habría atormentado, como a Darío Álvarez Alonso, el que me firmasen con iniciales, o el que no me firmasen (entre otras cosas porque mi nombre no me gustaba mucho), pero la autoridad que adquirirían mis palabras en letra impresa hubiera sido ya mi autoridad ante mí mismo, y eso me habría dado una seguridad que me hacía mucha falta, una pasión y una dirección. Claro que yo no tenía una firma hecha, como Darío Álvarez Alonso, una firma que cuidar. No tenía una firma ni siquiera una persona, pero, con un artículo publicado, mi modelo habría sido ya, para siempre, aquel tipo del artículo, y le habría seguido como si no fuera yo mismo, y quizá en eso consiste una carrera literaria, un éxito, una personalidad, en la imitación paciente y consciente de uno mismo, en seguir los propios pasos o los pasos de ese desconocido que publicó un primer artículo con nuestra firma. Darío Álvarez Alonso, gracias a sus colaboraciones en el periódico, firmados arriba o firmados abajo, con iniciales o con el nombre completo, había pasado a un matiz superior de la literatura local, de modo que ya no leía su Mística y mecánica de lo erótico en el Círculo Académico («unos tristes aficionados», como me dijo) sino en el seno de los Amigos de la Casa de Quevedo.

La Casa de Quevedo era una torre con jardín donde se decía que alguna vez estuvo preso Quevedo, como consecuencia de una de sus múltiples conspiraciones de cojo, y por donde luego habían pasado los jesuitas, los de caballería y los de la guerra, dejando cada tropa humana, cada generación, cada época, su rastro de mal gusto y flores raras, de mala o buena arquitectura, de muebles rotos y libros prohibidos, de espejos negros y retratos borrados. La Casa de Quevedo, de legitimidad tan dudosa, ya que en todo caso fue cárcel y no casa, de historial tan confuso, pues allí florecía el lis rococó de los jesuitas, la heráldica de Churriguera, la piedra clara de Carlos III y la yedra de los románticos, era un pozo literario con secreto y corrientes de aire, con encanto y frío.

En la Casa de Quevedo se reunían los llamados amigos de tal casa y de tal clásico, que eran unos cuantos escritores locales o aficionados de mayor fortuna, mayor dedicación o, sencillamente, mayor edad, y solían hacerlo los jueves por la tarde, y Darío Álvarez Alonso, como ya éramos camaradas de ir a por carbón de encina, aunque de esto nunca se hablase entre nosotros, como si hubiésemos cometido juntos pederastia o cosa semejante, me llevó del brazo a la Casa de Quevedo, y de este modo me salté una de las etapas literarias de la vida local, la del Círculo Académico, viéndome privilegiado a mi corta edad, y gracias al carbón de encina, con el trato de los grandes monstruos sagrados de la ciudad, que trato me dieron poco, ésa es la verdad, ni bueno ni malo, pero al menos me admitieron entre los suyos o no dieron señales de rechazarme. Yo era así, ya, una especie de discípulo de Darío Álvarez Alonso, pues, el escritor, desde que empieza, mucho más que maestros, lo que necesita son discípulos. Me había afanado yo largamente en fijarme unos maestros, en encontrar unos modelos, y sólo mucho más tarde comprendería que lo que el escritor, y el hombre en general, necesita, son discípulos, gente que le siga, o sea, el espejo donde uno se mira, donde uno se ve, donde se corrige a sí mismo y toma aliento para seguir adelante. Los modelos son un espejo solemne, dorado, yerto y hermético, mientras que los discípulos son un espejo vivo, parlante, actuante, un espejo con el que se puede dialogar monologando, que es el diálogo que prefiere el escritor, como Darío Álvarez Alonso monologaba conmigo, fingiendo dialogar, mucho mejor que antes habría monologado solo, por las calles, con el capacho del carbón debajo de la levita romántica.

A los de la Casa de Quevedo los conocía yo porque eran famosos en la ciudad y en sus periódicos, solemnidades académicas y emisoras de radio.

Allí estaba el poeta rural, campesino, propietario, con grandes patillas de zar o, más exactamente, de mayordomo del zar, y que era como un labriego enorme vestido casi de etiqueta y al que la etiqueta le quedaba como la pana, y que tenía en su rostro y en sus manos, curtido todo él por el campo, una solemnidad de papa primitivo, de prior montaraz, un lenguaje casi musical, una entonación antigua y silvestre en la que quedaban muy bien los poemas del Siglo de Oro, que sabía de memoria, y sus propios poemas, que brillaban a la misma luz áurea del Siglo. Allí, asimismo, el fino prosista local, con bigotillo y bastón de caña, todo él como una de las infinitas repeticiones del rey que andaban por el país, vistiendo muy entallado, galante con las damas, rizado en las reverencias, brillante de charoles y fresco de perfumes, todo un escritor ciudadano, mundano, cosmopolita, más cerca de mi modelo ideal que el viejo campesino. Pero no dejaba yo de advertir, mientras ellos hablaban con los otros (Darío me llevaba allí, pero me abandonaba en seguida) en el patio con yedra y estatuas de un romanismo dudoso, el contraste entre aquellos dos tipos de escritor, gozándome con la riqueza y variedad de los tipos literarios, como en un estudio de literatura comparada, pues esto es lo que hacía en realidad, mediante los hombres ya que no mediante las ideas: enfrentar el clasicismo agrario y solemne del viejo al dandismo ciudadano y alacre del joven o maduro, como se puede enfrentar Anacreonte a Baudelaire o Virgilio a Garcilaso. Y había algún clérigo poeta que movía los hábitos con desenvoltura y decía chistes verdes, y había un poeta puro, hombre con aspecto de diplomático o de aristócrata, que vivía retirado en unos bosques de su propiedad, pero no había caído en el ruralismo del de las patillas, ni en el mundanismo del pequeño Alfonso XIII, sino que se mantenía como un embajador retirado o un conde en desuso, y de vez en cuando publicaba un libro de versos a sus expensas, siempre según la estética y tipografía de los alegres y pulcros vanguardismos de antes de la guerra, en los que había brillado, libro que regalaba a sus amigos, conocidos y «conocedores» o gustadores de aquella poesía intelectual, pura, en la que parecía importar, tanto o más que el poema, el hermoso espacio en blanco que lo enmarcaba, aquel papel poroso y limpio, sugeridor de todas las imágenes claras que había en los versos —espumas, velas, nubes, arenas—, imágenes que parecían ir a realizarse por fin, ante la mirada, sobre el generoso zócalo ileso donde moría la tipografía como las olas tipográficas y litográficas del mar mueren en la playa. Eran todos unos tipos fascinantes o que a mí me fascinaban, pues, como digo, más que escritores e individuos concretos, vecinos de mi misma ciudad —y vecinos prestigiosos—, veía en ellos épocas de la literatura, llegando a una verdadera confusión de los tiempos, de modo que el poeta agrario era ya como Ovidio y todo el mundo de Ovidio, con su cabeza romana de romano que ha venido a parar en mayordomo de los zares de Rusia, y el escritor cosmopolita era todo el romanticismo, enlazando con el satanismo, París y Nerval (gratamente perfumado todo esto de monarquismo alfonsino), y el cura era toda la Edad Media española, bullente de arciprestes rabelesianos, y el poeta puro y maduro era o eran las vanguardias de entreguerras, todo lo que yo empezaba a descubrir en algunos libros que me había prestado Darío Álvarez Alonso, y donde las imágenes se metamorfoseaban a la vista del lector, manteniendo siempre vivo el poema, o sea que aquel señor había vivido los felices veinte, viajando en los veleros de Duffy, cruzando los puentes de París del brazo herido de Apollinaire.

Cada uno venía de su época literaria, de su siglo, de su urna lírica, y se congregaban en aquel patio de yedra, ante mí, los jueves por la tarde, cuando la ciudad andaba neciamente atareada en compras y tiendas, y volvía yo a creer ciegamente en la literatura como en un limbo, mundo aparte, valle de Josafat o reino de Justos, sin pensar que cada uno de aquellos hombres sustentaba su porte literario en unas rentas o unos trabajos, pues me bastaba con constatar que existían, que, siendo tan maduros, tenían mi mismo entusiasmo adolescente por la literatura. Aquellos ya no eran los borrosos aficionados del Círculo Académico, sino unos escritores con nombre en la ciudad, y quizá en todo el país, y viéndoles convivir veía yo, asimismo, convivir a las épocas literarias, a los géneros, veía a los genios saludarse de siglo a siglo, como de puente a puente o de carroza a carroza, y pensaba por primera vez, como luego he seguido pensando, que la literatura es el único reino donde nadie se muere nunca, donde Cervantes y Quevedo siguen vivos, donde Melibea y Madame Bovary seguirán pecando, adorables e inmortales, por los siglos de los siglos. La literatura, pues, era mi pasión.

Hasta que pasábamos al interior de la Casa de Quevedo, a una amable sugerencia del poeta campesino, que parecía ser el cultor de todo aquello, y con nosotros entraban las damas, esposas de los poetas y escritores o seguidoras y lectoras cercanas, aquellas pocas damas que habían optado por la cultura y la cojera de Quevedo, desgajándose de tantas otras que, a aquella hora, entraban en la vulgaridad de un cine o en el mareo de una gran tienda de sedas. Las hondas salas, tan restauradas, del edificio, tenían un envigado oscuro y solemne, los muebles eran de una materia espesa y paciente, los cuadros lucían la presencia de un militar-poeta o un poeta-militar del XVIII o el XIX y la soledad había dado a aquellos óleos un grosor que nunca tuvieron, y todo era como un chocolate férreo y medieval, todo hecho de un duro chocolate de siglos con clavos negros de catedral, enormes, y el polvo de los tiempos abría sus páginas eruditas ante nosotros, y las ventanas de recios cuarterones se cerraban como libros ya leídos, o se abrían, y entonces caía sobre ellas y sobre lo que tenían de libro ese rayo de luz mística que cae sobre los libros de los santos, en los viejos grabados, y en aquel clima de museo y sacristía, donde el perfume mundanísimo de las damas luchaba con los olores severos del pasado, todos sentados ya como para tomar el té, un té de la Celestina, entre venenoso y delicioso, Darío Álvarez Alonso ocupaba la tribuna, con la frente de un incoloro casi verde, nimbado y aureolado de juventud e incomprensión, tenso, sonriente con las damas, sombrío ante la posteridad que le miraba, y, con su voz susurrada, doliente y culta, que yo tanto envidiaba, nos leía su Mística y mecánica de lo erótico.