En casa, de vez en cuando, todavía me enviaban a hacer recados. Al mercado, por ejemplo. A medida que las viejas sirvientas nos iban abandonando o se iban muriendo, a medida que la familia se iba desmoronando, desintegrando, había días en que sólo quedaba yo para ir al mercado a por un poco de carne, de pescado, de fruta, porque tomase algo la enferma de la casa (siempre había alguna enferma en la casa), y yo no sabía ni podía ni quería negarme, y en la habitación azul estaba mi primo tocando el laúd, o componiendo poemas, o escribiendo cartas a la novia (las tres actividades venían a ser la misma, una sola actividad sentimental e incesante) y nunca se me ocurrió preguntarme por qué no le enviaban a él, en lugar de a mí, con el capazo o capacho oscuro de la compra, al mercado, y la verdad es que esta sola idea resultaba incoherente, y yo mismo me hubiera revelado contra ella, porque el grado último de la sumisión (o penúltimo, para ser más exactos) es entender ya la propia liberación como un escándalo. Quizá a él no le enviaban porque era un poco mayor que yo, y quedaba feo todo un hombrón haciendo aquellas labores de mujer, pero esto son explicaciones que me doy ahora, a posteriori, pues la verdad es que nunca supe ni sabré (entonces ni siquiera me lo preguntaba) el secreto de aquellas diferenciaciones. Estaba convenido de alguna forma que el que iba al mercado era yo, cuando hacía falta, y en los días libres de la oficina, del sótano y de la copiadora, en los días libres del ogro con cara de Gutenberg, era más que nunca un niño de Edmundo d’Amicis o Alfonso Daudet, un niño humillado por una bolsa de la compra.
De modo que el mercado era para mí un sitio nauseabundo, donde creía reconocer las miradas reticentes e irónicas de las vecinas, que sin duda se decían —¿llegué a oírlo alguna vez?—: «Esa pobre familia va a la ruina, ya sólo tienen al niño para el mercado». Y también cabía la posibilidad de que mi supuesta inocencia infantil ayudase a pasar la barrera de las trampas, de las cuentas sin pagar, ya que a una mujer de la casa le habrían recordado la deuda los pescaderos y los carniceros, pero al chico, aunque ya supieran qué chico era, no le decían nada, pues estaba claro que había ido allí en pura emergencia, quizá porque había una enfermedad en la familia.
Algunos tenderos me daban el pan o las verduras con cierta hosquedad y presteza que me hacía adivinar la deuda que había por medio y cómo habían penetrado el truco de enviar al niño a la compra, de modo que se prestaban al juego de mala gana, y ni siquiera preguntaban, para evitar ser engañados con mi supuesta inocencia. Una vez, un tendero me dijo que venga tu abuela, niño, o que venga tu tía, o que venga tu madre, o que venga la Sabina (que era la vieja criada que ellos identificaban con la casa), o sea que se negó a despacharme, y esto, de momento, me puso rojo, tenso y débil al mismo tiempo, pero comprobé de una ojeada casi llorosa que, si bien todas las caras me miraban, no había ninguna conocida, y luego fue un alivio, al llegar a la calle, doblar el capacho de la compra, vacío, meterlo debajo del abrigo y no tener que cruzar el barrio con la carga de coles, merluza y espárragos.
En días sucesivos, iba al mercado con la esperanza y el temor de ser rechazado igualmente por algún vendedor, para volver a casa de vacío, ya que nada me importaba no llevar comida, ni quedarme yo sin comer, con tal de no pasar el vía crucis de las calles con mi carga humillante.
Porque, si efectivamente volvía del mercado sin mercaderías, bien porque me hubiese rechazado algún tendero, bien porque el pequeño dinero que llevaba no llegase para comprar nada (las subidas de los precios eran frecuentes, inesperadas y, sobre todo, caprichosas) lo que hacía no era volver inmediatamente a casa, sino que me daba una vuelta por los alrededores del mercado, donde había vendedores ambulantes, charlatanes, encantadores de serpientes, corros de gitanos haciendo tratos y mujeres de la mala vida buscando un cliente mañanero. Así como me repugnaba el mercado por dentro, con su exceso de comida, su olor a crimen en las carnicerías y su olor a letrina en las pescaderías, me gustaba el mercado por fuera, con su aglomeración de obreros, meretrices, encantadores de serpientes, exploradores apócrifos que vendían productos exóticos y montañeros igualmente apócrifos que habían bajado de las cumbres saludables con el caramelo de los Alpes para la tos. Todo aquello me recordaba un poco el mercado persa de Rimsky-Korsakoff, que era una cosa que se oía mucho en casa, en los discos de la familia, pues las familias de por entonces se habían quedado, musicalmente, en el descriptivismo brillante y superficial del ruso, y mi primo, por ejemplo, era un devoto de Sherezade y El vuelo del moscardón, ya que la pequeña y la gran burguesía seguían y siguen gustando del naturalismo en todo, de la música descriptiva y del arte realista, aliado, si fuere posible, al exotismo musical del ruso, que también nos bañaba en los conciertos de la orquesta local, cuando acudíamos a alguno de ellos, en solitario o en familia, y donde la exquisitez provinciana entraba en éxtasis con tales verismos y exotismos.
Un viaje alrededor del mercado, pues, podía ser como un viaje alrededor del mundo, y también aquel cosmopolitismo me recordaba a mí La vuelta al mundo de un novelista, de don Vicente Blasco Ibáñez, reputado autor de izquierdas, maldito y marcado por los frailes de la congregación, por el padre Valiño y el padre Tagoro, y de quien yo había gustado asimismo La catedral, Flor de mayo, Luna Benamor y A los pies de Venus, admirando el anticlericalismo encarnizado del primer título, el realismo poético del segundo (por ahí me iba viendo yo como escritor), el exotismo del tercero y el erotismo del cuarto, que me había abierto un mundo cosmopolita y perfumado donde los embajadores vivían amancebados con diosas desnudas en las villas de la Costa Azul.
Pero si me llenaban el capacho de repollo y coliflor, había que renunciar a la literatura y a la geografía, a Blasco Ibáñez y a Rimsky-Korsakoff, había que volver a casa tirando de la carga y mirando para ningún sitio, por no saludar a las vecindonas irónicas, o al barbero que estaba en la puerta de su barbería, sin nada que rapar, arrullando el cáncer que le iba matando y mirándome con odio de canceroso y odio de barbero, ya que yo persistía en mi melena, entre los héroes adolescentes de los tebeos y los poetas malditos.
Así que cuando, después del beso de María Antonieta, me enviaron por primera vez al mercado, caí en un horror que no había previsto. Cómo aparecer ante ella, que ayudaba a su madre y a los dependientes por las mañanas, en la pescadería, como cajera, sin perder su aura de película, con mi bolsa de la compra y mis deudas, pues la pescadería de María Antonieta era la más cara del mercado, y esto me había librado de acercarme nunca a ella, de modo que allí no tenía deudas ni era cara conocida, con lo que bendije la miseria de mi familia, la pobreza y el hambre, que así me habían resguardado de la vergüenza. Pero, de todos modos, habría que pasar por delante de la enorme pescadería de María Antonieta, y para evitarlo decidí frecuentar solamente una mitad del mercado, seccioné rigurosamente en dos aquella acumulación de manzanas, como si fuera una sola manzana, y me quedé con la mitad izquierda, que era la contraria a la pescadería de mi amor.
No me regía ya, dentro de la galaxia confusa y olorienta del mercado, por las leyes de la deuda, la trampa y el precio, sino por la ley más implacable del amor, a pesar de lo cual siempre temía encontrarme a la chica por algún sitio, pues a ella, a media mañana, le gustaba darse un paseo por todo el mercado saludando a los otros tenderos y recibiendo el homenaje macho y vegetal de los hortelanos: haciendo, en fin, un poco de vampirismo en aquel mundo que era su reino, un reino de frutas, lenguados muertos, corderos como víctimas y comadres como brujas.
Pero así como en los días de compra me horrorizaba entrar en el mercado (que era mi Infierno, con su Beatriz dentro), en los días sin obligaciones domésticas me complacía la idea de pasar por allí para verla y también para que me viese, displicente y con las manos vacías, con el abrigo desabrochado, y que me dijese ¿tú por aquí?, para responderle yo, ya ves, he pasado por verte, qué iba a hacer yo en este sitio, si no, con un exceso de extrañeza por el lugar que, por otra parte, puede que me hubiese delatado igualmente. Y el mercado, que había sido el lugar de mis odios, un mundo blando de fruta podrida y pescado agonizante, se fue transformando así en el lugar de mis sueños, y las frutas se encendieron como luces, y los pescados se volvieron de plata, y las naranjas de oro, y la carne era como un tributo sangriento a mi diosa, y todo era una fiesta donde los vegetales perfumaban intensamente, los panes eran panes de oro y los quesos eran eunucos que codiciaban a mi reina, presos en sus vitrinas de cristal.
Llegué, sí, a pasearme displicentemente por el mercado, sin bolsa ni nada en las manos, ocioso y ligero, con el abrigo abierto y la cabeza alta, y hasta un panadero, que siempre había sido rudo conmigo por las deudas de la familia, me gritó al pasar por delante de su panadería: «Eh, señorito ¿no me lleva el pan?». Me irritó aquello, que era una humillación en mi nuevo estado, pero al mismo tiempo me enorgulleció lo de señorito, y sobre todo la amabilidad de aquel hombre, que sin duda había visto en mi porte una riqueza nueva, ignorando, en su ignorancia de harina, que era la riqueza del amor. De modo que le hice un gesto vago y nobiliario con la mano, le sonreí como los príncipes sonríen al pueblo y, olvidado de mis afanes vindicativos contra los ricos, los curas y los mercaderes, asumí las aristocracias a que tenía derecho, por muy lejanas que fuesen en la genealogía, y pasé de largo, dando a entender a aquel rústico que el pan, su pan, era ya poco para mí, y meditando sobre el poder metamorfoseante del amor, que no sólo mueve al sol y a todos los demás astros, como ya viera mi tan leído Alighieri, sino que también mueve a los panaderos y les hace más amables y respetuosos con los delfines gentiles y endeudados.
Con igual desenvoltura pasé ante la pescadería de María Antonieta, grandiosa como un océano, donde ella reinaba desde su caja registradora, con un delantal blanco impecable sobre el vestido de Hollywood, y donde la legión de los dependientes se movía bajo la mirada autoritaria y borracha de la madre de mi amor, una mujer gruesa, baja, apretada, miope y congestiva, que llevaba en sus manos, por sobre los sabañones del frío y del pescado, grandes anillos, piedras preciosas, como encontradas entre las profundidades marinas de los besugos, y que eran testimonio de su opulencia de viuda que iba también a los conciertos de la orquesta local, como las marquesas de mi barrio, a deleitarse con el mercado persa de Rimsky-Korsakoff, que debía recordarle el rumor de su propio mercado, pero se dormía en seguida en la butaca. María Antonieta, desde lo alto de su caja, me sonrió levemente, gratamente, sin extrañeza de verme allí, sin ademán de pararme, y de pronto comprendí que, a pesar de todo, la azorada era ella, pues un delfín de la clase de los empleados, y que viene de buena familia desguazada, es casi un aristócrata para las hijas de las pescaderas enriquecidas.