En las noches del verano, Cristo-Teodorito y yo bajábamos a la plaza. A veces, también bajaba mi primo, e incluso Miguel San Julián venía andando desde su lejano barrio de ferrocarriles. La plaza era redonda, espaciosa, con bancos de piedra, también circulares (en los que yo había jugado mucho de pequeño) y una farola en el medio, pétrea, enorme, con cuatro brazos y cuatro faroles que daban una luz blanca en verano, amarilla en invierno, verdosa en los atardeceres con niebla de la primavera y el otoño. La plaza estaba cerrada por las grandes casas del barrio, los palacios, los viejos edificios habitados por sombras, o deshabitados, las iglesias y las enormes oficinas militares. También había algún colegio y algunas tiendas. En la noche de verano, en una atmósfera donde al negro se le transparentaba el azul, todo tenía como una embriaguez de luna, una palidez de eternidad y un perfume que venía de los innumerables huertos de los conventos, lejanos y cercanos, por encima de tapias y tejados, por entrecalles, y también de los jardines con fuente y estatuas, donde los aristócratas del barrio daban sus últimas fiestas de la temporada.
La casa de Cristo-Teodorito, y la mía incluso, se asomaban un poco a aquella plaza, pero desde calles oscuras, estrechas y frías. Seis calles entraban en aquella plaza o, mejor dicho, no entraban, sino que desaguaban allí su soledad sin faroles, y todo hacía subir el caudal de silencio y solemnidad que tenía el gran redondel. Una calle era afilada y fría como un cuchillo que venía del norte, otra era delgada y conventual, había un callejón corto, torcido y borracho, y una calle ancha y bella, con varias iglesias y conventos, y otra calle estrecha y pobre, que quedaba redimida por las luces que le venían de poniente, y, finalmente, una especie de calle comercial, con muchas mercerías y tiendas de comestibles. Cristo-Teodorito y yo éramos algo así como los delfines de la pequeña burguesía del barrio, admirados por las gentes obreras y por los porteros, y tolerados por la aristocracia que tenía pianos, en gracia, sin duda, a nuestras cabelleras rubias, nuestra gentileza unánime y nuestra adolescencia par.
Esto lo iba viendo yo o lo iba sabiendo de alguna manera, porque en torno de aquella plaza, como en todos los ámbitos del hombre, había una sinfonía rigurosa de clases, un compás de gentes, y nuestras familias eran familias de señores para los artesanos (como decía mi abuela) y familias de empleados para la gran burguesía y la aristocracia. Y cuánta indiferencia peyorativa ponían estas gentes en el término empleado. Conseguían que sonase como siervo distinguido o algo así. Yo había oído decir a las marquesas del barrio: «Son buena gente, muy honesta: familia de empleados». Con lo que quedaba claro, en la sola palabra empleados, tan amplia y tan precisa al mismo tiempo, que eran o éramos fieles mimetizadores de las costumbres y los gustos de las clases altas, gente de fiar que siempre se contentaría con el mimetismo como ideal y la sonrisa dominical como recompensa, sin acudir jamás a las barricadas de la revolución obrera, que a pesar de todo estaba en el aire y que a mí me impacientaba y me llenaba de acción interior y subversiva. Lo que no impedía que, al mismo tiempo, disfrutase de la tolerancia, que también estaba en el aire, hacia mi familia y hacia mí, quizá, como queda dicho, por mi propia gracia de delfín pequeñoburgués que, como se diría una vez en los saraos elegantes del barrio, «merecería, el pobre, haber sido de mejor cuna».
Y gracias a estas tolerancias, cantábamos Cristo-Teodorito y yo, en las noches estivales de la plaza, y se nos sumaban otros amigos al coro, y no temíamos demasiado despertar la indignación de los grandes del barrio, que por otra parte estaban ya ausentes casi todos, en sus fincas con olmos, encinas y chopos, disfrutando de un verano caliente y cereal, lleno de refrescos, trilla y perros de caza.
Una noche bajaron dos chicas, dos hermanas, que vivían en los bajos de un palacio, con una tía modista que cosía para las grandes damas de la casa, y a la noche siguiente bajaron otras, y luego fueron viniendo de calles cercanas, de modo que éramos ya una pandilla de madrugada, chicos y chicas, cantando canciones regionales o canciones de moda, o jugando a cosas, en ese equívoco de la adolescencia en que los juegos infantiles, todavía vigentes, tienen ya otro significado. Había ninfas morenas de ojos profundos y un poco extraviados, que enamoraban a mi primo y le hacían dudar de su lejano y lluvioso amor de las cartas. Había mozas rudas como criadas (incluso había alguna criada o primera doncella, al cargo de la casa mientras los señores estaban en la finca). Pero una primera doncella nunca es tan chica de servir como una señorita cuando sale chica de servir. Y de estas mozas rudas y señoritas se enamoraba Cristo-Teodorito, que andaba perdido, por lo que yo pude ver, en materia de mujeres, y aún no había encontrado su mujer ideal, como tampoco la había encontrado yo, por más que me esforzaba en forjarla mentalmente, pues el esfuerzo del adolescente por crear una mujer imaginaria y enamorarse de ella, no es sino otra manifestación de su esfuerzo por hacerse una personalidad propia, y acuñando esa mujer se está acuñando a sí mismo de otra forma, vicariamente, por reflejo y con la ayuda, siempre poderosa, del erotismo. Había también una joven cantinera, renegrida y bruja, Jesusita, que perseguía sin éxito a Miguel San Julián, y estaba, sobre todo, María Antonieta, venida casi de otro barrio, ya, hermosa como las estrellas de cine, hierática como ellas, fascinante, reina menestral del mercado donde su madre viuda tenía una pescadería.
Estaba también Tati, de la pequeña burguesía acomodada del barrio, hija de un veterinario que viajaba constantemente a los pueblos de la provincia con su citroën cuadrado y resonante, el único que había por allí, ya que los aristócratas sólo sacaban sus silenciosos automóviles unas cuantas veces al año, para irse de veraneo, o para ir a misa el día de la gran nevada del invierno, o para traer el viático al moribundo de la familia, o para la boda de la niña con un diplomático de Madrid. Aquel coche, pues, del veterinario, no tenía ninguna distinción, era un instrumento de trabajo, como se diría después, pese a lo cual, Tati y sus numerosas hermanas (todas precoces e impacientes sexuales) se envanecían de aquel citroën y sólo por esto se sentían ya incluidas en la otra escala social, en la superior, que era la que tenía automóviles, pero la que al mismo tiempo se permitía el supremo lujo silencioso de no usarlos, mientras que el coche del veterinario olía como a matanza de animal, a todos los burros y mulas que habían muerto en manos del buen señor, que sin duda entraba con su coche casi hasta la cuadra del animal agonizante, en la noche angustiosa del pueblo, cuando la muerte de un caballo es tan crispante y desoladora como la muerte de un virrey.
Tati era amiga íntima de María Antonieta, y ambas debían ser un poco mayores que el resto de las chicas, o al menos se vestían como tales, al uso de las artistas de Hollywood, con fruncidos por un lado y estrecheces por otro. Las dos amigas andaban siempre manoseándose mucho, como hacen algunas muchachas a esa edad.
Pero lo que en Tati era exceso de arreglo, sobranza de afeite, artificiosidad y provocación (nacido todo, sin duda, en las frecuentes ausencias del padre), en María Antonieta era naturalidad (dentro del envaramiento que caracterizaba y casi hermanaba a ambas) de modo que la melena lisa le quedaba a María Antonieta como recién creada, con sus adornos en la frente y su diadema de flores en el pelo, y sus ojos claros, enormes, fijos, parecían esconder más secreto que el secreto vano de Tati, y su boca grande, pintada ya precozmente, no parecía pintada, como la de Tati, y, sobre su cuerpo alto y recto, los vestidos de mujer tenían un encanto fresco, pese a lo cinematográfico de los modelos, mientras que a Tati todo le quedaba muy de modista, como si hubiera salido a la calle con el vestido en pruebas, incompleto, recargado e indecente al mismo tiempo. O quizá fuese, sencillamente, que María Antonieta era mucho más hermosa que Tati, porque María Antonieta tenía unas piernas largas, líricas, casi rectas, en tanto que las piernas de Tati me resultaban excesivamente torneadas, con la línea forzada en un servil afán de la naturaleza por agradar. En todo caso, yo no pensaba nada en Tati (aunque me volviese discretamente a mirarla, por la calle, cuando ella pasaba y me ignoraba, que unas buenas piernas siempre son unas buenas piernas), mientras que pensaba mucho en María Antonieta, que asimismo me ignoraba un poco o un mucho durante el día, pues aquellas muchachas que venían por la noche a nuestro lado, sumisas, para cantar, por la mañana nos ignoraban, como en no sé qué cuentos infantiles: quizá el día, que les traía zapatos altos, turbantes y pintura, las subía en un trono desde el que nos veían niños, mientras que en la noche, con el calor, la soledad y la música, afloraba en ellas la niña que eran, y muchas veces estaban a nuestro lado descalzas.
Una noche, jugando a las prendas o a algo así, después de haber cantado, y cuando todavía nuestras canciones estaban en el cielo estrellado, como guirnaldas, a María Antonieta le tocó besar en la frente al chico de su agrado, mientras los chicos permanecíamos con los ojos cerrados, esperando el beso, y yo, que era el único que no lo esperaba, sentí de pronto que la tiniebla se me llenaba de perfume, un perfume, ya, de mujer, y que algo blando, fresco, cálido y lento se posaba en mi frente, y me quedé con los ojos cerrados, un minuto más, porque no me atrevía a abrirlos, porque ella me había besado, porque todo, mientras chicos y chicas reían, y cuando la miré, cuando miré a María Antonieta, se había ido ya a su sitio, estaba muy seria, pero nada forzada, muy mujer: era una mujer que había cumplido con su deber y nada más, su deber de elegir hombre, de señalar con su beso de experta —¿de experta?— al más —tal más qué?—, al que ella, buena conocedora (con autoridad implícita reconocida tácitamente por todas las demás) encontraba como el mejor.
Me forcé por seguir el juego, por no darle importancia a un beso que me turbaba, por no pensar en ella, o por no mirarla, ya que no pensaba en otra cosa, y el carmín era fuego en mi frente, y sólo mucho después comprobé, mirando su boca, que no llevaba carmín, de modo que el fuego era carmín, y no al revés, ya que carmín no había, y María Antonieta me había marcado con fuego, con un beso intencionado de mujer, que era el primero que recibía en mi vida, y que todavía (siglos más tarde) me florece en la frente como un pensamiento ardiente y puro.
Cuánta gratitud, que no ha cesado jamás en mi vida de fluir, brotó de aquel beso, de aquella primera mujer que me decía silenciosamente que sí, que yo era, y me afirmaba, porque un beso es siempre una afirmación de algo, y no sé si otras muchachas (o más fácilmente otras mujeres, las que se fijan en los adolescentes) me habían mirado antes, pero sólo ella, María Antonieta, me lo había dicho sin palabras, con esa palabra extraña, fuera de vocabulario, pero hija también de la boca, que es un beso, el beso.