En la congregación, a la que fui durante un verano y un invierno, solo o con Cristo-Teodorito (siempre soñando con publicar en la revista y sólo por eso), se podía jugar al billar y a otros muchos juegos, ya digo, se podía hacer deporte, conocer a muchos chicos, o mejor a muchos congregantes, y también a algunos frailes importantes, como por ejemplo el padre Tagoro, famoso predicador de ejercicios espirituales. En la congregación llegué a conocer, sobre todo, esa relación de la clase media española con el clero, la relación de internado, colegio religioso, parroquia, etcétera. En mi infancia, había visto algo de eso en la catequesis, pero la relación del párroco con sus feligreses era más natural, digamos más aldeana, más como sin malicia, mientras que la relación de los frailes con las grandes familias de la burguesía y la clase media estaba llena de distingos, sutilezas, halagos mutuos, complacencias recíprocas, intereses y hermetismos. Era una criptorrelación a la que yo no había asistido nunca por no ser hijo de una gran familia, por no haber sido educado en un colegio religioso (de lo cual me alegraba) y que ahora me era dado contemplar de cerca, observar en detalle, gracias a aquella prolongación del colegio que eran en realidad las congregaciones juveniles y religiosas. Me incorporaba tarde al fenómeno y, por lo tanto, me incorporaba con ojos críticos, pues el retardo implica siempre crítica. Lo que los frailes ofrecían allí a los chicos no era sino un triste remedo de los placeres de la calle, pero desprovistos de peligro, como dirían ellos, y por lo tanto desprovistos de interés. Por ejemplo, el billar.
Yo conocía unos billares de verdad, que había por detrás de la catedral, unos billares de estudiantes que me fascinaron un día (al salir de misa de la catedral y entrar allí temerosamente, siempre entre el tirón de la calle y el tirón de la cultura). En aquellos billares encontré la penumbra, la libertad, el lenguaje, el ir y venir de dinero que me recordaba el clima de hombres solos, peligroso e intenso, que había visto en las películas, de modo que seguí acudiendo de vez en cuando a aquellos billares (aunque nunca supe ni osé jugar) con ánimo literario, con visión deformada por el cine, viendo en cada uno de aquellos estudiantes tardíos un gángster de película. Hasta que opté por las reuniones del Círculo Académico, en las que también veía desgarrados poetas románticos y malditos, donde sólo había funcionarios que hacían versos. (Siempre, entre la realidad y yo, esta transformación literaria, esta elaboración espontánea e inevitable de los ojos, esta imposibilidad de ver la verdad en la verdad, o esta posibilidad de ver otra verdad.) Pues en los billares de los frailes había la misma penumbra y el mismo humo, pero el lenguaje era mucho más moderado, el dinero no corría por parte alguna y cada cuarto de hora se encendían todas las luces y entonces aparecía algo parecido a un gran salón familiar, con una imagen de la Virgen en un ángulo, cerca del techo, a la que todos los billaristas rezaban un avemaría con los tacos en la mano, como fusiles o alabardas que presentaban en homenaje a la Señora. Era como una vaporización periódica del ambiente, una fumigación de santidad, y yo comprendía que, más que de honrar cada cuarto de hora a la Virgen, se trataba, sobre todo, de romper el hechizo, de despejar la atmósfera y de hacer un poco de policía entre los chicos.
Pero los frailes, indudablemente, exageraban aquel sentido de secta, aquella camaradería, aquella prolongación del internado que era la congregación, y se mundanizaban un poco en su relación con los congregantes de más edad, mientras que seguían siendo apostólicos y paternales con los menores.
Era un mundo que se les iba de las manos, por la edad de los congregantes y por la edad del siglo, y pronto comprobé que en ausencia de los frailes se jugaba dinero de verdad, al billar y a las cartas, incluso a las damas, y cambiaba el lenguaje, haciéndose más callejero, y que en los retretes y en los gimnasios había relaciones equívocas entre los jóvenes atletas y sus entrenadores. Pero aún me quedaba otro descubrimiento posterior, y era el de que los frailes sabían todo o casi todo aquello, y procuraban ignorarlo, sin duda porque tenían esa consigna y porque así convenía para el mantenimiento de la congregación. Había un entrenador maduro, de inusitada melena, peinado como un romano de la decadencia o como un griego anterior a Grecia, y había un futbolista moreno, morocho, estudiante de algo, y había entre ambos una amistad peculiar, una intimidad admitida, un secreto tácito que todo el mundo había absuelto allí a fuerza de ignorarlo voluntariamente, de modo que se trataba a la pareja con las mismas bromas condescendientes y cuidadosas, siempre guardando el debido respeto, con que se trata a unos novios, y esto tanto por parte de los otros congregantes como por parte de los frailes, hasta el punto de que llegué a preguntarme (y todavía me lo pregunto) dónde terminaba la ingenuidad de unos y otros y dónde empezaba la tolerancia o la hipocresía. Pero el olor a sopa y a cine, el olor a mucha comida y a película de domingo seguía bañándolo todo y produciéndome una infinita desgana de participar en nada.
La religión era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad. La religión presentaba siempre el peligro como pecado y el pecado como peligro, en un pobrísimo juego dialéctico, de manera que predicaba una moral de la seguridad y el resguardo, con respaldo final en el cielo (como el respaldo de terciopelo azul de los sillones de algunos de aquellos frailes). Pero aquellos frailes de los sillones no podían eliminar el encanto de la vida, su llamada, su perfume, y entonces hacían dentro de la congregación, en los patios y en los salones, una lamentable imitación de la vida, y llegaban a decirnos: «Todo lo que puedas encontrar por ahí, lo encontrarás también aquí». Pero yo no encontraba allí una acequia para bañarme desnudo, ni una novia improvisada y deparada por Miguel San Julián, ni unos poetas eróticos y sentimentales como los que compraba a la puerta del mercado o encontraba en la habitación azul. El afán de rodear la vida de seguridades, de vallas, para que nadie se pierda ni se ausente, lleva al zócalo final del cielo, que es también como una red azul para salvarse de la caída en la muerte.
Y siempre la sonrisa de los frailes, el vuelo de sus hábitos, la humildad sonrosada de sus pies, el olor a sopa, la pulcritud de los congregantes, la corrección en el juego, las preguntas por el papá y la mamá, las insignias, los cuadros de honor y los torneos de algo en la cancha grande, con calor de cal, ahogo de pared, clima de polvo, refriega de hombres y sólo hombres, risas y gritos, confinamiento y castidad. Y una vez al mes, la revista, en la que, a pesar de todo, me habría fascinado publicar unos versos, una prosa, algo.
El fraile que nos había atendido el primer día, a Cristo-Teodorito y a mí, era el padre Valiño, y una tarde entré en su despacho lleno de crucifijos y bolas del mundo (que por lo visto era también la redacción de la revista) y le dejé sobre la mesa un poema.
—Por si vale —dije.
—Siéntate, siéntate. (Estaba arreglando un rosario cuyas cuentas se habían soltado.) —Verso libre… —dijo, con admiración irónica, al leer mi poema.
—Son alejandrinos y heptasílabos blancos —dije con voz sosa.
—Bueno, verso blanco, verso libre. ¿Y la rima?
—No es verso libre. Está medido. Es verso blanco. (Todo esto lo había aprendido yo muy bien, de oídas, en el Círculo Académico.) —Ay, los jóvenes poetas os estáis olvidando de la rima. ¿Sabes que la rima le agrada a la Virgen? Todo rima en la Obra del Creador.
Dijo obra y creador con mayúsculas. Me halagó que me incluyera entre los «jóvenes poetas» que nos estábamos olvidando de la rima. Me halagó aquel plural, pero la entrevista ya no me interesaba nada porque, evidentemente, el padre Valiño, que era el director de la revista de la congregación, no conocía la diferencia entre verso libre y verso blanco. Mi poema lo había escrito yo con una caligrafía complicada, modernista (cincuenta años después del modernismo) y luego lo había pasado a máquina en una de mis academias nocturnas. El padre Valiño tenía entre sus manos gruesas y satisfechas, manos de arreglar rosarios, la versión mecanografiada del poema.
—Luego, hay como un cierto sensualismo en esta obrita. Cómo diría yo. Es algo terriblemente mundano.
Y me miró con picardía, casi como una muchacha. Aquello no era una «obrita». Era un poema, y nunca se me había ocurrido que se le pudiese llamar obrita. Unos cuantos chicos en camiseta se entrenaban en el patio, como siempre, y yo los veía por la ventana. El entrenador de la melena estaba sentado en unas barras de hierro, con un suéter deportivo fumando y observándoles. —¿Lees mucho?
—Todo lo que puedo. —¿Lees el Evangelio?
Dudé.
—Lo he leído.
—Hay que leerlo siempre. Es el poema más hermoso.
Había dejado a un lado mi papel y se afanaba otra vez en restaurar el rosario. A veces se ponía la crucecita entre los dientes, con confianza, esperando engarzarla en su sitio. Tenía unos dientes menudos y como sin acabar de crecer.
—Entonces, me lo llevo… —dije.
Tardó un momento en recordar el poema y por fin lo miró de lado.
—No, déjamelo, tengo que estudiarlo. ¿Por qué no vuelves a la rima?
No podía volver a la rima, puesto que nunca había rimado. Pero quizá el padre Valiño no se refería a mí, sino a la poesía en general. De modo que comprendí esto a tiempo y no le dije que nunca había rimado.
—Prueba de hacerle algo a la Virgen. Ella se merece todos los poemas. Algo para el mes de mayo. Esto me parece demasiado moderno, demasiado ¿cómo se dice ahora? Surrealista. Eso es. Surrealista. Cosa del demonio.
Pero yo sabía muy bien que estaba envenenado de modernismo, pues los poetas modernistas habían caído en mis manos, en viejos libros de los tenderetes callejeros, o en las sombrías y conservadas ediciones de la habitación azul. Mi poema era modernista, para desgracia mía, y si algo me dolía de él era eso: su antigüedad, su vejez. Pero el padre Valiño lo encontraba demasiado moderno. Surrealista. Ni él ni yo sabíamos que el surrealismo era ya, también y desde hacía muchos años, una cosa histórica. Con lo de surrealista había querido decir que no se entendía nada. Me despidió cogiéndome mucho las manos, como siempre, y dándome golpes en la espalda como con una pelota amistosa, que era su diestra. Salí de allí convencido de que el poema no se publicaría nunca en la revista de la congregación, por sensual y surrealista, y recordé con alivio que tenía en casa el original manuscrito.
Los del entrenamiento volvían del patio y corrían hacia las duchas llenos de sudor, gritos y violencia.