Estaba yo en el sótano de la gran oficina, en lo profundo del inmueble, al final de corredores, cajas fuertes y huecos negros de las calderas de la calefacción. Estaba haciendo fuerza en la copiadora, que era una máquina como los tórculos de las antiguas imprentas, con una plancha de hierro, negra, que subía y bajaba horizontalmente, movida por dos brazos también de hierro negro, con sendas bolas doradas y macizas, que eran las que yo empuñaba con mis puños quebradizos y blancos, para apretar. Y me sentía yo, manejando aquella máquina manual, como los aprendices artesanos que aparecían en los viejos grabados de la noche gremial de la historia, aquellos grabados que gustaban de reproducir los del Círculo Académico en sus invitaciones a los actos más importantes y públicos del año. Litografías con sombras de Gutenberg, aún, donde unos obreros casi medievales trabajaban en una imprenta negra, honda, y en primer término solía aparecer un doncel, inclinado sobre el tórculo, con una expresión seráfica que escondía en realidad —luego lo sabría yo— el trabajo excesivo, prematuro y cruel de los niños, los adolescentes y las mujeres en los albores del industrialismo, hasta las minas inglesas de carbón, durante doce o catorce horas diarias, mientras el judío-alemán Carlos Marx, confinado en un hogar pobre de Londres, interrumpía su recitación de Shakespeare para escribir sobre todo aquello y tratar de encontrarle una explicación y una redención a tanto dolor.
Porque venía yo, como tantos muchachos, de largas genealogías burocráticas, de esas espesas familias españolas que se han pasado los sellos de caucho, los tampones y la heráldica del papel de barba como unos pergaminos y unos escudos nobiliarios, de generación en generación, y había respirado desde muy pequeño, en las oficinas del padre, de la madre, de los tíos, de las tías, el olor amargo y fresco de la tinta de tampón, su primavera morada y burocrática, y el tabaco triste de las oficinas, y había sentido que me adentraba, como el personaje de aquella gran obra, en los bosques de la burocracia, que venía hacia mí como un espesor de escalafones.
Mas ahora no era más que un aprendiz de todo aquello, y mi misión consistía en bajar a aquel sótano profundo, húmedo, frío y resonante, con el enorme libro de copiar cartas comerciales, previamente legalizado por el juzgado, adonde yo mismo lo llevaba. Era un libro inmenso, con hojas de papel cebolla, donde yo debía meter cartas, cartones y paños húmedos, entre las páginas foliadas, prensándolo todo bien, durante un rato, en aquella prensa de bolas doradas, para luego obtener las cartas mercantiles, húmeda su tinta malva, despegándolas cuidadosamente de las hojas de papel cebolla, adonde habían quedado grabadas. Tan delicada operación nunca iba bien, ni mucho menos, pero había aquellos diez minutos en que yo, después del esfuerzo con la prensa, y mientras las cartas se copiaban, permanecía sentado en un escalón, a veces a la luz de una vela, siempre a la luz de una bombilla escasa y desnuda, sucia, sintiéndome aquel niño de los grabados antiguos, aquel aprendiz de la imprenta de Gutenberg, y me parecía que estaba preso en el empastado de las tintas y la noche y que nunca iba a saltar del grabado a la vida, del pasado al presente, pues una de las grandes angustias del adolescente es la de su inactualidad.
O sensación de inactualidad, que venía a ser lo mismo. Había leído yo en el colegio el Corazón de Edmundo d’Amicis, y estaba leyendo a la sazón el Jack de Alfonso Daudet (cuyo realismo poético, cuyo romanticismo posterior y naturalista me nutría más que los romanticismos vagarosos de los poetas de mi primo), de modo que tenía una conciencia posromántica de niño desgraciado, de adolescente perdido, y esta vaga angustia literaria venía a hacerse plástica, y por plástica más dolorosa, con la visión de los frecuentes grabados gutenbergianos y su niño esforzado, nocturno y gremial. Por encima de mi cabeza, en aquella oficina enorme; estaban los pisos de empleados, despachos, ventanillas, negociados, público, ordenanzas, talonarios, talegas de dinero, cajas fuertes y mamparas turbias. Todo con un olor espeso y ácido de dinero muy contado, de billete muy ajado, de vieja máquina de escribir sobre la que de tarde en tarde moría un empleado escupiendo sangre.
Era el mundo que se me destinaba, y yo, en aquellos diez o quince minutos del sótano, tenía miedo y deseo de salir a las alturas, a la luz sucia de las claraboyas de las oficinas, tenía terror de ir ascendiendo en aquellas aguas, que sería ir muriendo (como mueren los peces en el mar, cayendo hacia arriba, hacia la superficie), tenía claustrofobia de tiempo, más que de espacio, en aquel sótano frío que me deshacía el vientre por dentro. Pero en el sótano me hundía, me defendía, me olvidaba, como el niño que se refugia en lo que le aterroriza, por no verlo, como el toro que huye hacia adelante, y escribía un poema por el revés de un impreso.
Mi situación laboral me hacía sentirme al mismo tiempo por encima y por debajo de Miguel San Julián, que no era ni iba a ser más que un obrero, pero yo no veía nada claro que un obrero fuese menos que un empleado, sino al contrario, y en realidad envidiaba su futuro luminoso y duro, entre máquinas brillantes, trabajando quizá al aire libre, terso y helado del invierno, bien revestido de jerséis, hablando de mujeres, de fútbol y del propio trabajo con sus compañeros de taller, sin problemas de clase ni angustias interiores, iluminado su pelo pajizo por el sol entero de las mañanas laborales. Y en aquella integración lenta y dolorosa en el mundo de la burocracia, donde yo no me veía, donde no veía sublimidad posible, donde se borraba y perdía mi imagen, mi perfil, tan pacientemente elaborado, quedaba detenido de vez en cuando, quedaba varado por la enfermedad, unos meses en la cama, quieto, pensando que iba a morir escupiendo sangre sobre la negra y férrea máquina de escribir, como los de allá arriba, y soñando más y más en liberarme de todo hacia un mundo de aire libre y ríos frescos que no había conocido nunca, y que no corrían, en realidad, sino por los sonetos que escuchaba a los poetas del Círculo Académico, o los poemas que leía en los viejos y deslumbrantes libros de la habitación azul. La literatura una vez más.
Aquellas etapas de enfermedad, aquellas épocas eran un remanso inesperado y soso de mi vida. Quizá la adolescencia sea un estatismo, una impaciencia, un sentir que no se mueve uno. del sitio, que no cambia de postura —aunque realmente es la edad en que más se cambia, sin saberlo—, y esto quedaba corroborado por el forzado estatismo de la cama y la enfermedad, la febrícula, la inflamación ganglionar, la falta de apetito. Días quietos que se henchían como globos, en los que el mundo se llenaba de una luz neutra y grande, allí en mi alcoba, bajo el cuadro de las ánimas del purgatorio, con los ojos puestos en el sol de la ventana, y un libro de versos al lado, con estrofas claras y purificadoras, campo campo campo, entre los olivos los cortijos blancos. O aquello otro, más difícil de descifrar, pero más luminoso, al fin: «cima de la delicia, todo en el aire es pájaro, que alacridad de mozo en el espacio airoso, henchido de presencia. Hueste de esbeltas fuerzas. El mundo tiene cándida profundidad de espejo, las más claras distancias sueñan lo verdadero». Se partía el cielo para dejar ver un azul más puro, con aquellos versos. Todo en el aire es pájaro. El mundo tenía cándida profundidad de espejo, las más claras distancias soñaban lo verdadero, y esto me remitía a las tardes de la acequia, a los veranos de la acequia, solo o con la pandilla de Miguel San Julián (que nunca iba a verme cuando estaba enfermo), a un estío permanente (luego aprendería a decir «estación total») sin oficinas, prensas de bolas, retretes ni iglesias.
Aquel parón de la enfermedad, impuesto a la prodigiosa y desconocida velocidad de la adolescencia, producía en mí una acumulación de fuerzas, de imágenes, de capacidades receptivas, que me anegaba de perfumes, de luces, de visiones, y me veía a mí mismo en la cripta de sombra de la alcoba, desgraciado como los niños de D’Amicis y Alfonso Daudet, pero mirando por la ventana el globo inmenso, claro y caliente de la vida. Las ánimas del purgatorio me tenían preso en su cuadro, y un médico viejo, pequeño y tierno venía a verme de vez en cuando, llenándolo todo de ceniza y respiración, y era irónico que aquel fardo de muerte y alcohol estuviera dando la vida (en realidad no me daba ni podía darme nada) a un muchacho largo, blanco y lleno de proyectos.
Las enfermedades, ya digo, fueron distanciándome de Miguel San Julián, en cuyos no formulados programas vitales no debía entrar la enfermedad para nada, sin duda, puesto que nunca iba a verme, y, por otra parte, yo era el que, en los atardeceres, cursa asignaturas nocturnas, contabilidades, idiomas, artes y oficios, taquigrafías, todas esas cosas que estudia el que nunca va a ser nada en la vida, y las máquinas de escribir de las academias, desvencijadas como diligencias de las palabras, las usaba para redactar poemas en prosa, relatos, aventuras, mientras entre todo aquel saber inútil y nocturno, heterogéneo y atardecido, se me perdía más y más mi imagen, mi persona, mi perfil, mi deseo de sublimidad, mi necesidad de sentirme entero, neto, implacable y definitivo.
En todo esto soñaba mientras las cartas comerciales iban dejando su huella malva en el papel cebolla de los grandes libros judiciales, mediante el trámite antiguo y necio de los paños húmedos y la prensa, y estaba inmóvil, sentado en mi escalón, preso en el grabado histórico, preso en la red caligráfica de las oficinas, preso en la enfermedad y el miedo.
Cuando me ponía en pie ya se me había enfriado y deshecho el vientre, y la prensa tenía un gemido de hierro cuando yo daba vueltas a los brazos de bolas para sacar el libro. Esto días y días, tiempo y tiempo, y a veces me bajaba un libro conmigo, en el bolsillo, un libro de la habitación azul, o un libro golfo comprado a la puerta de los mercados, en los tenderetes ambulantes, para leer mientras se hacía la labor simple de la prensa.
Sentía que estaba viviendo una vida equivocada, que yo no iba a ser el que era, que no me correspondía morir sobre uno de los proboscidios libros de contabilidad que manejaban allá arriba, ni vivir entre el aroma de violetas falsas de los tampones, pero mi envidia por la vida futura y segura de Miguel San Julián tampoco me parecía real: era una cosa literaria, ya que yo nunca aprendería un oficio manual ni manejaría con precisión una lima, hermosa como una espada, para modelar los perfiles absolutos de las grandes máquinas. Mas llegaba a soñar intensamente aquello y, en tanto, seguía siendo el niño antiguo, pálido y nocturno de los grabados del nacimiento de la imprenta, un niño de Edmundo d’Amicis o Alfonso Daudet en poder de un ogro industrial con cara de Gutenberg.