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Cuando me creía preso para siempre en los alcázares de la cultura, vino a liberarme Miguel San Julián, con su nombre de arcángel.

Miguel San Julián iba también a la acequia a bañarse, en el verano, en la primavera, en el otoño, con un grupo de chicos entre los que había un panadero, un francesito y un hijo de un herrador, herrador él también en el futuro inmediato. Me estuvieron explicando entre todos que por aquella parte la acequia era más peligrosa, porque los campesinos habían encontrado serpientes, y además las pozas eran más hondas y embarradas, de modo que uno se hundía en el limo, en el légamo, y, desde entonces, siempre que leía en los libros (sobre todo en los libros religiosos, que aún frecuentaba) las alusiones al légamo infernal del pecado, me recorría un estremecimiento delicioso, una viscosidad no del todo repugnante, que era la de las profundidades de la acequia, frescas y arcillosas.

Me bañé con aquel grupo —casi todos estaban en calzoncillos, porque no tenían bañadores—, y luego Miguel San Julián y yo nos tumbamos en la hierba seca de las márgenes de la acequia, al sol.

—Pues mi hermano mayor se baña ya con la novia —dijo él de pronto.

Esta frase me bastó para reconocer en Miguel San Julián a uno de los míos, a un obseso en secreto de la mujer.

Efectivamente, a partir de aquel momento empezamos a hablar de chicas, de mujeres, de las más famosas y bellas mujeres de la ciudad, y de los amores respectivos, secretos, blancos, platónicos y, en resumen, inexistentes, pues lo que nos comunicamos, más que otra cosa, fue, fueron nuestras respectivas carencias, nuestras respectivas inexperiencias. Nos vestimos y volvimos juntos en el autobús, hacia la ciudad.

Miguel San Julián era alto, igual de alto que yo, lo cual me hacía verle más alto que yo, pues estaba acostumbrado a mirar desde arriba a los chicos de mi edad. Miguel San Julián tenía el pelo rubio, pajizo, peinado hacia atrás, tirante, como los hombres, y el perfil de los galanes adolescentes y pecosos de las películas americanas, y usaba unos pantalones recogidos en bolsa cerca del tobillo, que todavía eran muy elegantes, aunque yo adiviné en seguida que Miguel San Julián era un falso elegante, pues vivía en la zona ferroviaria de la ciudad y su familia debía ser de ferroviarios. Pero esto me le hizo más simpático.

Hablamos todo el tiempo de mujeres, de bailes, de novias, febriles por comunicarnos nuestro común y secreto ardor por la hembra, como dos que se descubren filatélicos, numismáticos o drogadictos. Fue el primer hombre con el que pude hablar a gusto de mujeres. La primera persona con quien pude hablar de esto. Con mi primo, imposible. Su amor era una cosa cerrada, perfecta, lograda, completa, un amor epistolar con novias lejanas, sentimentales y lluviosas. Su amor se traducía en el laúd, las fotos que le enviaba ella por correo y las largas cartas que se cruzaban, ella con su letra picuda de niña bien, él con su letra redonda de estudiante aplicado.

A todos los hombres nos gustan las mujeres, pero hay una raza especial y masónica de obsesos, de devotos, dé profesionales, digamos, y yo llegaría a leer en una novela galante de antes de la guerra, por entonces, que «la mujer es un sacerdocio», frase que me estremeció, pues ya estaba más o menos decidido yo a dedicar mi vida a aquel sacerdocio (con olvido temporal del sacerdocio literario y con rechazo previo del sacerdocio religioso a que quería dedicarme mi madre). Ocurre, pues, que cuando dos fervorosos de la mujer, dos apasionados, dos obsesos, dos profesionales, por decirlo de alguna forma, y aunque fuésemos sólo profesionales en ciernes, por entonces, se encuentran y se reconocen, es como si se hubieran reconocido dos alcohólicos o dos pederastas. Se establece una comunicación profunda, una amistad distinta, una identificación, y luego tendría yo en la vida esos encuentros alguna otra vez con mi doble erótico, pero el primero fue Miguel San Julián, al que, sólo por eso, ya no podría olvidar nunca.

Miguel San Julián no leía libros ni tenía inquietudes literarias ni sabía lo que era eso. Estudiaba en una escuela de maestría industrial o cosa así, para ser un obrero especializado, por encima de los oscuros escalafones ferroviarios en que se había movido su padre, y nada más. En él descubrí yo, asimismo, al ser natural, al chico-chico, sin traumas sentimentales, literarios ni de identidad. Porque incluso su obsesión por la mujer era una cosa que llevaba con naturalidad, remitiéndose siempre a la anécdota y a la esperanza, sin frustraciones ni visiones. Leía tebeos —que yo había abandonado hacía tiempo, y éramos de la misma edad—,jugaba al fútbol, hacía su trabajo y sus estudios, y se bañaba en la acequia en el buen tiempo, con los otros chicos, con el herrero, el panadero y el francesito, esperando tener edad suficiente para bañarse con la novia, como su hermano mayor, cosa muy mal vista en la ciudad y que sólo hacían algunos obreros desvergonzados y algunas señoritas que luego tenían que emigrar al anónimo de Madrid.

Los domingos y días de fiesta, Miguel San Julián se ponía su pantalón abolsado, con una chaqueta a juego, aunque un poco remendada, se peinaba mucho su pelo pajizo, alegre, y se echaba a las calles a mirar a las mujeres, a hablar con las chicas, a olerlas, a buscar lo que no sabía cómo encontrar en la mujer, pues ni él ni yo ni casi nadie teníamos la clave de qué era una mujer ni de cómo se llegaba a ella.

Los domingos por la mañana, Miguel San Julián y yo nos encontrábamos en el paseo de la calle principal. Se veía en seguida, entre las cabezas, su cabeza clara, de un oro demasiado basto, de una paja aldeana que, sin embargo, tenía momentos anglosajones.

Quizás yo iba mejor vestido que Miguel San Julián, o peor, pero en todo caso le admiraba un poco por su seguridad, porque era de una pieza, alegre y decidido, elemental y claro, y envidiaba su transparencia, sin fondos literarios, sin claroscuros espirituales, de modo que decidí exagerar mi propio fervor por la vida, forzarlo, diciéndome que era más importante perseguir chicas por la calle que escuchar los sonetos del opositor o los discursos del orador o los suspiros de las poetisas. Paseábamos toda la mañana por aquella calle, entre las gentes del domingo, mirábamos a las chicas, nos enterábamos milagrosamente de sus nombres, vivíamos la fiesta hasta el fondo, persuadidos de festividad, llenos de un ardor dominical y soleado, hasta que las familias, las parejas, los racimos de muchachas se iban deshilachando, desflecando, desvaneciendo, y finalmente éramos los últimos en el paseo, paseantes entre restos de sol, de amistad, de perfume, cuando la prensa caliente de Madrid estaba ya en todas las manos y su olor tipográfico me devolvía a mí, lejanamente, a mi mundo literario. La mañana del domingo nos había dejado un poco vacíos, frustrados, perdidos, aunque yo no veía esto en los ojos azules y claros de Miguel San Julián, sino una luz ligera que no había perdido brillo. Aún nos quedaba la tarde.

Por la tarde, Miguel San Julián iba con su padre al fútbol, pues era una especie de rito en aquella barriada ferroviaria en que vivían el que el padre iniciase al hijo en las ceremonias varoniles y festivas, como el fútbol, el vino o las grandes meriendas de hombres solos, con partida de dominó o de cartas. Yo me quedaba en casa, en la habitación azul, al otro extremo de la ventana donde mi primo tocaba el laúd durante todo el domingo (tarantelas, boleros, canciones hispanoamericanas, pasos de rondalla), leyendo el periódico de Madrid que había comprado por la mañana, o leyendo un libro, pues mi fervor por la vida, a remolque del vitalismo de Miguel San Julián, no llegaba a arrastrarme al fútbol ni a hacerme olvidar del todo la lectura. El periódico de Madrid, cualquier periódico, era una fiesta para mí, con sus fotos de famosos y famosas, su acercamiento a los grandes escritores, sus firmas ya conocidas y archivadas en mi cultura literaria, y lo leía todo, desde los editoriales políticos hasta los reportajes deportivos, buscando una chispa de literatura, una frase, un adjetivo, una palabra nueva, mejor, distinta.

Los artículos estrictamente literarios los leía varias veces. Era un lector incondicional que siempre estaba de acuerdo con todo y con todos. No tenía sentido crítico, o prescindía de él momentáneamente, y aún creo que debe ser así en el lector joven, pues la admiración enriquece mucho más que la reticencia, y sólo el que ha admirado mucho, el que lo ha admirado todo, lo bueno y lo malo, lo favorable y lo adverso, se encuentra más tarde en posesión de tesoros que ya irá depurando. El solo hecho de escribir en un periódico me parecía absolutamente mágico, como me lo sigue pareciendo, y no comprendía a algunos de aquellos genios del Círculo Académico que todo lo leían con reticencia y crítica, y que por lo tanto se estaban preparando para ser unos estreñidos literarios, unos descontentos, unos resentidos. A mí me valía todo.

Hacia media tarde, cuando había terminado el partido, yo me encontraba otra vez con Miguel San Julián en la calle principal; debajo de un marcador de fútbol que tenía ya, escritos con tiza, los resultados de los encuentros correspondientes a la categoría en que militaba el club local. Miguel San Julián me contaba algunas cosas del partido y en seguida nos poníamos a perseguir chicas, paseábamos tras ellas y les decíamos cosas, y yo advertía que mis palabras eran siempre más complicadas, más literarias, menos espontáneas que las de Miguel San Julián, porque yo, al fin y al cabo, estaba representando una comedia real, la comedia de mi vitalismo, auténtico, pero falsificado por la sola mirada de mi otro yo, mientras que Miguel San Julián, siempre de una pieza, decía las cosas con el alma, cosas elementales y directas, o tópicas y vulgares, que a mí incluso me avergonzaban un poco, a veces, pero que encontraban más eco y más risa entre las chicas.

Hasta que teníamos a dos paseantas entre nosotros, dos chicas olorosas a colonia y a domingo, olorosas a pipas, a cacahuetes o a cine, olorosas a chica, sobre todo, y que iban muy cogidas del brazo y nos escuchaban con una burla popular en los ojos y en la boca, o hablaban entre ellas, o, por fin, se reían ruidosamente, claramente, para aliviar, sin duda, la tensión del momento, el embarazo de aquella situación, la emoción de habernos conocido los cuatro de pronto. Si la conversación no iba bien, probábamos, en una vuelta del paseo, a cambiarnos de lado, a cambiarnos de chica, y en esto los ojos claros de Miguel San Julián funcionaban a la perfección, con miradas que eran señales precisas.

Las acompañábamos, luego, a sus barrios lejanos, paseando, y la gran victoria era desparejarlas —cosa nada fácil—, conseguir que soltasen los eslabones dorados de sus brazos y se viniera cada una con uno de nosotros, hasta su portal oscuro, donde todo terminaba con un amago de beso y la carrera alocada de la muchacha escalera arriba. Pero lo más frecuente era que nos quedásemos solos en un barrio lejano, Miguel San Julián y yo, comentando el encuentro con las chicas, hasta que las íbamos olvidando poco a poco y se iba borrando de nosotros el perfume sencillo y fascinante de sus cuerpos. Entonces, Miguel San Julián se consolaba recordando el partido de por la tarde, la victoria de su equipo, o cantaba canciones mexicanas, y yo asistía en silencio a la vida de aquel ser sin fisuras, sin desfallecimientos, que podía ser otro modelo para mi propia vida (tan distinto de los poetas del Círculo Académico, pero acaso más válido), porque todo eran modelos a imitar, por entonces, desde el escritor famoso hasta el amigo de la acequia. Nos despedíamos hasta otro domingo y regresaba yo a casa, solo, tarde ya para cenar, por barrios lejanos, desconocidos y llenos de luna, entre tapias, traseras, campos y huertos. El ladrido de un perro o el silbido de un tren, en la lejanía, me daban como la medida de mi soledad.