Así pues, si yo iba a ser poeta, lo mejor era ir al encuentro de la poesía, y en tardes neblinosas, en anocheceres densos de soledad, atrozmente invernales, me encaminaba yo hacia el barrio universitario, cruzaba plazas de plateresco, con escudos de piedra y faroles retrospectivos, todo deteriorado por un vaho de frío, todo envejecido por unas aguas secas y nocturnas.
La cultura, pues, la poesía, iba a tener ese carácter nocturno e invernizo, aunque tardaría yo algunos años en leer el verso del poeta ruso:
Cuando el farol calvo le quita las medias a la noche.
Un farol iluminando una urna doctoral, un escudo de piedra, una triste luz municipal esclareciendo la gloria perdida de un retablo plateresco, eran todo el milagro de la cultura, su epifanía sorda, en aquellos anocheceres en que el niño solitario, el adolescente a la busca de su propio perfil, paseaba los barrios universitarios de la pequeña ciudad.
Yo no sabía que Trotsky había muerto de hachazo estaliniano, dejando su sangre revolucionaria sobre la ilustre arcilla de México, y que antes de eso había escrito contra el fondo bohemio y burgués que hay en todo el arte, incluso en el que se cree subversivo, yo no sabía casi nada, en aquellos crepúsculos morados y negros de niebla y silencio, pero intuía que la cultura era un mundo aparte, una salvación, un ámbito más pacífico, menos sangriento y menos apremiante que la vida.
Quizás aquello era una huida. Quizás entonces empezaba yo a huir, y en lugar de tomar el camino que llevaba a los billares con dinero y violencia, o el camino que llevaba a las meretrices con vino y enfermedades, tomaba el camino tranquilo e inocuo de la cultura, e iba buscando aquel Círculo Académico donde se reunían los justos de la ciudad, los que profesaban, como quería profesar yo, la sosegada y cobarde religión de la cultura (que efectivamente, como leería mucho más tarde, era una religión: porque lo más importante que suele encontrar el adulto en los libros es la confirmación de sus intuiciones adolescentes). Pasaban silenciosos obreros en silenciosas bicicletas, con la luz pequeña del farol como una lamparilla ambulante de la pobreza. Pasaban lecheros triunfales en sus carros ruidosos, con caballos piafantes, y se perdían en seguida en el laberinto de las calles. Pasaban viejas, reducidas a su sombra, que iban quedando abrasadas, como mariposas de luto, en las luces de los ultramarinos, y pasaban curas o monjas repartiendo noche con el vuelo de sus hábitos.
Las plazas tenían una anchura distinta en la noche. No es que fuesen ni que pareciesen más grandes que de día, sino que entraban en otra dimensión del espacio y del tiempo, y la ciudad diurna, tan municipal y cotidiana, tan laboral y castrense, se me tornaba, a aquella hora, una ciudad distinta, más culta y apacible, más antigua y vivible, hasta llegar a explanadas hermosas donde el aire era todavía azul, con un horizonte de colegios e iglesias, una geometría de faroles ilustrados y un jardín pequeño, espacioso, pulido y húmedo de niebla. Era ya un placer entrar en aquellos palacios abiertos a la cultura, en aquellas arcadas docentes que tenían para mí el prestigio de la sabiduría, pisar losas de siglos, siglos como losas, estar, no en el infierno del retrete ni en el paraíso azul y falso de la habitación azul, sino en el reino real del verso y el verbo, del libro y el arte.
La cultura es el mundo donde los patios se llaman claustros. Yo pasaba del patio de la vida al claustro de la cultura. Yo cruzaba patios góticos, escurialenses, platerescos, rococó, patios románticos con yedra, patios militares con soportales, patios nobles con pozos, fuentes y arbustos, y aquella sucesión de patios era ya para mí como la sucesión de los libros, de las épocas históricas, de los ciclos culturales. Era como pasar de los egipcios a los griegos, o de los griegos a los caldeos, o de los barrocos a los románticos, o de los clásicos a los ilustrados. El cruzar los patios de aquel palacio era para mí como cruzar los ámbitos sucesivos y gratos de la cultura, porque todavía me imaginaba el Renacimiento como un jardín, el Clasicismo como una estatua, el Romanticismo como una enredadera.
Era la necesidad de simplificación e imágenes concretas que tiene el que empieza a adentrarse en los bosques confusos del saber, y que cree, por otra parte, que el Renacimiento es una metáfora y el Romanticismo otra, porque ignora toda la letra menuda, con muchas fechas, que hace de esas épocas, no paraísos perdidos o jardines perfumados, sino enredos humanos tan tediosos como las guerras o las dinastías. Atravesaba yo, pues, las edades geológicas acumuladas y superpuestas en aquel palacio de incontables revocos, atravesaba las capas culturales sucesivas, los patios, los claustros, cada uno con su aire, con su clima, con su olor, y llegaba a una estancia antigua, abodegada y noble, fría, muy fría, toda de maderas oscuras con restauraciones de otra madera más clara, parches lamentables que procuraba ignorar, en mi necesidad de situaciones perfectas y absolutos culturales.
El contacto de aquella puerta claveteada y trabajada, la castidad de aquellas maderas pulidas por el saber, la hondura de aquella pieza no muy grande, con un olor vago a juzgado y a convento, me proporcionaban un conocimiento táctil, olfativo y plástico de la literatura, de la poesía (que siempre han seguido siendo para mí menesteres sensuales). Los del Círculo Académico se reunían una vez por semana, creo que era los miércoles, bajo la advocación de algún poeta perdido (preferentemente local) del Siglo de Oro, y bajo el patrocinio no mucho más directo ni cercano en el tiempo de algún vago académico (necesariamente local) que quizá les había escrito unas letras temblorosas para estimularles en el cultivo del Arte, la Retórica, la Lírica y otras cuantas mayúsculas que, efectivamente, deben ser cultivadas con asiduidad, como plantas, para que no se sequen y se queden en minúsculas. De modo que todo aquello tenía un tono academizable, correcto, intemporal y polvoriento.
Los circulistas eran una dama elegante, madura, con mechón de canas en el pelo impreciso, un joven impetuoso, de cabeza clásica (de un clasicismo de gimnasio), otro joven de rostro orientaloide, alto, tuberculoso, vestido de marrón protocolario, que sonreía mucho y sin duda brindaba todas sus actuaciones en verso y prosa a las damas circunstantes, otro joven, aún, de modales rudos, pelo fosco, voz poco académica y escasa estatura, que pudiera ser «el turbión de vida» entre todos aquellos exquisitos y decadentes, y así se lo decían:
—Usted, Muñoz, es que es un turbión de vida.
A mí me gustaba que aquella gente hablase de una manera tan literaria, pero al mismo tiempo me divertía.
Estaban, también, el músico alto, delgado y lorquiano, el orador joven, de melena y miopía, y el poeta místico, el de los sonetos impecables y dieciochescos, que era un estudiante bajito, eterno opositor a algo, con gafas de fraile pícaro y sonrisa de beato que nunca será beatificado.
En torno, todo un coro pálido y enlutado de poetisas ni jóvenes ni viejas, multicolores y funerarias al mismo tiempo, que reían, suspiraban, jadeaban en las lecturas masculinas y se abanicaban mucho en las lecturas femeninas, como para suprimir o ahuyentar a golpes de abanico todo aquel sentimentalismo de la competencia, que era el suyo propio. El llamado público éramos media docena de estudiantes, chicos y chicas, cuatro monjas jóvenes y un señor entrecano que a lo mejor era de la policía, aunque yo ni lo sospechaba.
Las sesiones transcurrían suavemente, discretamente, y los de los estrados del público acudíamos a aquello como a un sarao en el que no teníamos ningún derecho de participar, como a una gala vista en sueños, lejana, en la que ellos y ellas decían versos, prosas, cambiaban impresiones, sonreían, se galanteaban, y pasaban del guiño cómplice de las pausas a la solemnidad auditiva de los recitados. Yo, atento a la estética del acto, a sus leyes rotatorias, a la desenvoltura de los jóvenes escritores —en quienes ya me veía— y al poder declamatorio de las poetisas, la verdad es que no me enteraba apenas de lo que decían aquellos sonetos en los que siempre salían Dios y la novia, y quizás me enteraba un poco mejor de los discursos del orador de la melena, la. miopía y los dientes apretados, lo que me hacía pensar si estaría yo mejor dotado para la prosa que para el verso, o si bien es que estaba absolutamente incapacitado para el lirismo, para las ideas, para la literatura y para vestir elegantemente de marrón, como aquel muchacho poco mayor que yo.
Me gustaban aquellas sesiones, a pesar de todo, a pesar de que no me enteraba de nada, y me gustaban porque eran la constatación de que había un mundo secreto, una secta pacífica, un mercado amable, en el mundo, que era el de la literatura, y en el cual yo quería vivir por los siglos de los siglos, nocturnamente, sin contacto con los comerciantes de la mañana, los políticos del periódico ni los parientes de la familia. Me gustaba la clandestinidad inocente de todo aquello. Pensaba que bastaba con esta constatación, y que las ideas quedarían para más tarde, pues si bien no había entendido nada de momento, tampoco iba allí a entender, a aprender, sino a ver la literatura en vivo, a ver vivir a aquellos escritores, aunque fuesen aficionados, pues tampoco aspiraba yo a otra cosa que a escritor aficionado, ya que la profesionalidad, toda profesionalidad, siquiera fuese la profesionalidad literaria, me daba miedo. La adolescencia, la juventud, siempre siente horror de profesionalizarse. Un horror irracional y repetido que quizá no sea sino la resistencia a pactar con el tiempo, a comprometerse con la muerte. En los reinos del amateurismo se vive como más impunemente y, en esa impunidad, parece que el tiempo y la muerte casi perdonan.
Así y todo, salía yo de aquellas reuniones lleno de palabras y de dudas, repitiéndome en la cabeza algún verso que se me había quedado y todavía puedo recordar, «tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento, pétalos de rosa muerta tengo arrojados a cientos». La embriaguez de las palabras se confundía en mí con las dudas sobre la propia vocación y las propias capacidades. Tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento, pétalos de rosa muerta tengo arrojados a cientos. ¿Era aquello bueno o malo? Lo había recitado, dentro de un poema breve, un poeta de pelo negro peinado hacia atrás, muy brillante, y que le quedaba tieso sobre la nuca, haciéndole como una graciosa cola de pato. También su nariz tenía algo respingón, excesivo y descarado, como los picos de los patos. Era, pues, el poeta, como un pequeño Cyrano sonriente. Tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento… ¿Era aquello bueno o malo? Todavía hoy no lo sé.
En todo caso, sonaba, a mí me había sonado, y yo también sentía que tanta soledad me inclinaba a abandonarme en el viento. ¿Y aquel derroche lírico del verso siguiente, que llenaba el mundo y mi vida de una lluvia floral y funeral? Pétalos de rosa muerta tengo arrojados a cientos.
Y me lo repetía a mí mismo una y otra vez y llegaba a creer que los versos eran míos.
De vuelta a casa, ya muy tarde, solo, tenía momentos de exaltación, por las calles negras, en que me sentía hundido en plena orgía literaria, pero a medida que me iba aproximando al hogar todo se desvanecía, y yo caía en la duda, el miedo, la desesperanza, el cansancio, y me veía condenado por siempre a asistir a la gloria de los otros y sólo eso. Cenaba sin gana y me acostaba llorando.