Era la edad de leer a los poetas orientales, cuanto más orientales mejor. Yo leía por entonces a Omar Khayam, y Omar Khayam decía: «En ti mismo están cielo e infierno». En mí mismo estaban cielo e infierno, o, cuando menos, dentro de mi misma casa.
Porque todo tiende —la ciudad, el hogar, el hombre— a reproducir esa estructura dual y antagónica que en los libros chinos de mi primo se llamaba el ying y el yang, de modo que al otro extremo de la casa, y como contraposición a la habitación azul, estaba el retrete, el cuarto horrible de las defecaciones y las masturbaciones. Entre el retrete y la habitación azul, entre la sublimidad y la necesidad, todo el resto de la casa, habitaciones grandes con muy pocos muebles, habitaciones pequeñas reventonas de muebles, pasillos largos y sin gente, pasillos cortos y superpoblados, toda la acumulación de viejas, viejos, parientes, padres, madres, tías, niños, visitas, recaderos y monjas que es un hogar. De modo que yo era la sombra errante y solitaria que oscilaba entre la habitación azul y el retrete, entre el cuarto exento y sublime de las lecturas y las músicas, y el cuarto vertical y oloriento de la masturbación y el desnudo.
El bien y el mal, el ying y el yang, el cielo y el infierno. Dentro del retrete, coronado por la luz de un alto ventano —luz de patios vivos y recortes de cielo— yo me enfrentaba, sentado en la taza, con aquellas paredes que tenían una lepra amarilla, una enfermedad húmeda, un mal secreto y eterno. Y bastaba la aldabilla de la puerta para sentirse aislado de todo, caído en el infierno del Dante (yo leía el Infierno del Dante por entonces, yo lo leía todo por entonces). El retrete, con su miseria cobriza, sus orinales llagados, sus periódicos viejos y su olor de patio y cloaca, era el mal, la evidencia de que el infierno existe, está en alguna parte. El retrete sólo podía ser el reflejo de un ámbito mucho más grande y más atroz. Una sala del infierno perdida entre las salas de nuestra casa.
El retrete era el cuarto de pecar. A temporadas me parecía mi infierno personal, exclusivo y secreto, mi condenación y mi cárcel, el sitio adonde venían a frustrarse todos mis sueños de sublimidad. Pero en ratos de mayor lucidez, de mejor reflexión, yo comprendía que el retrete era de todos, lo usaban todos, de modo que, más que un infierno, era como un purgatorio en el que iban entrando y saliendo las ánimas de una en una y en cueros. El ánima gorda y cantarina de las tías, el ánima melancólica y silenciosa del primo, el ánima ruda y meona de los clérigos, el ánima pequeña y egoísta de los viejos.
El purgatorio, mejor que en el cuadro con llamas que había a la cabecera de mi cama, estaba allí, en aquel cuarto, sólo que no era un purgatorio colectivo —lo cual ya le habría dado cierta amenidad—, sino que era un purgatorio unipersonal, y en esto estaba su maldad, su perversidad y su castigo. Porque el retrete no tenía espejos, no tenía espejo, lo cual ya era absolutamente diabólico, pues sólo el espejo puede ayudarle a uno a encontrarse a sí mismo en ciertos momentos, cuando la propia cara es una salvación. Pero en una habitación cerrada y sin espejos, semidesnudo, uno en seguida se siente entre diablo y minotauro, entre centauro y ánima del purgatorio.
Era enloquecedor estar dentro del retrete, pero había que estar, porque estar dentro era la única manera de no estar fuera. Y había momentos de la casa y de la familia en los que lo que no se podía era estar fuera. Porque la habitación azul tampoco estaba siempre disponible, como no lo están siempre los fumaderos de opio ni los mismos cielos. En la habitación azul había días de tormenta, como en el cielo, días de limpieza general, de mucho visiteo o de broncas familiares, reuniones de parientes, comidas extraordinarias o velatorio a alguno de los viejos de la casa, que se iban muriendo alternadamente con los jóvenes.
De modo que el adolescente masturbador e idealista llegaba a enloquecer dentro del retrete, y lo malo era cuando, hastiado de su propia carne, tenía que seguir soportándola, sin poder salir a hundirse en un libro para ser puro, intelectual, puramente mental. Más tarde, con los años, el adolescente comprendería que todo lo que se vive con las mujeres, con una mujer, se ha vivido primero con uno mismo, con el propio cuerpo, y que la relación con la carne de otra persona no es distinta de la relación con la propia carne.
Así, la exaltación anterior a la masturbación (la masturbación es efectivamente diabólica, pero no por lo que dicen los curas, sino porque supone un desdoblamiento, un desearse a sí mismo, lo más monstruoso y alucinante del ser) se desvanece después y queda el hastío de la propia carne, que quisiéramos ignorar como ignoramos la carne de una mujer ya poseída, carne que poco antes era sagrada y celeste. «Celeste», como decían los poetas modernistas que yo leía en la habitación azul. La insinuación, el deseo, la progresión erótica, el hastío, la depresión, todo eso lo vive el adolescente en su cuerpo, como reflejo que le viene del futuro, de lo que luego va a sentir con las mujeres, de modo que cuando esas mujeres llegan, todo le parece ya vivido anteriormente, aunque sea la primera vez. La masturbación, pues, era la otra vida, una vida anterior y platónica en la que vivíamos, dentro del retrete (que venía a ser la caverna de Platón) todo lo que luego íbamos a volver a vivir de verdad en la vida.
En la masturbación, al adolescente le nacía en su carne, le florecía en su cuerpo una mujer que deseaba su virilidad, y por eso el adolescente más tarde, hombre ya, adulto, maduro, comprende bien el deseo de las mujeres por él, recuerda ese deseo, lo ha sentido en sí, y la necesidad de sentirse deseado por una mujer quizá sea la necesidad de volver a sentirse amado por uno mismo, cuando uno mismo ya no se ama nada, a través de otra persona.
O sea, que el adolescente era un narciso. Eso estaba claro y yo lo sabía, por lo poco que había leído, pero hay un narcisismo inverso que consiste en odiarse con furia, con desesperación, con rabia, como yo me odiaba después de la masturbación, o los domingos por la tarde, sin motivo. El sitio de las grandes pasiones desencadenadas, pues, era el retrete, el sitio de amarse y odiarse uno a sí mismo, porque el adolescente sólo se tiene a sí mismo, y esto es lo desesperante, lo enloquecedor de la adolescencia.
La adolescencia era, sobre todo, una incomunicación. Una incomunicación que se hacía más real allí, dentro del retrete, entre olores de cisterna y músicas de patio. Pero uno salía del retrete y seguía estando dentro del retrete, llevaba el retrete consigo, a días. Quiero decir que yo, entre la gente, en el paseo, en familia, me seguía sintiendo preso dentro de un rectángulo de paredes costrosas y olores insoportables, incomunicado de los demás y de mí mismo. Era una tortura, una angustia y un ahogo llevar el retrete en torno, pero había días —qué se le iba a hacer— en que yo llevaba conmigo el retrete y no conseguía romperlo, salir de él. Los poetas hablan de crisálida, cuando se refieren a la adolescencia. Yo prefiero hablar de retrete.
Me pasé años, muchos años, dentro de un retrete.
Claro que también había días sin retrete, días en que me sentía comunicado con el mundo, tocado por todas las distancias, perseguido por todos los perfumes, pero esta exaltación del cuerpo y de la naturaleza no era sino un volver a empezar el proceso que conducía al retrete. Como única liberación, se podía probar a masturbarse en el campo, entre la hierba, en el río, a la orilla o en una barca, en el parque, y entonces lo que sobrevenía no era una clausura, sino como un asordamiento, un zumbido de todo el planeta en torno, un mosconeo de la naturaleza, un aturdimiento. Qué pequeño mi pecado, qué pequeño mi cuerpo al aire libre, bajo aquellos cielos múltiples que nunca han vuelto a ser tan múltiples. La mejor manera de borrarlo todo era meterse en el agua del río o de la acequia, desnudo, y estar allí hasta que el frío de la corriente me apretaba en el estómago. Salía uno del agua purificado, como los hindúes que yo había contemplado en los grandes reportajes de las grandes revistas, cuando entran y salen del río Ganges.
El río y la acequia tenían un agua terrosa, sucia, marrón, embarrada, y esto contribuía a la sensación de Ganges purificador. Porque la otra purificación, la de la iglesia y la confesión, ya había descubierto yo que era también más física que espiritual. Llegaba uno a la iglesia con las orejas rojas de pecado, por la aceleración de la sangre de la masturbación, con los ojos encendidos de culpa, y el frescor de la capilla, su oscuridad, su silencio, eran ya un sedante sólo enturbiado por el bisbiseo de las viejas, de los curas y de los sacristanes. En las aguas oscuras de la iglesia había que bañarse con unas cuantas viejas que habían ido también a confesarse, mientras que en las aguas de la acequia se bañaba uno solo, rodeado de mujeres tersas e imaginarias, esas mujeres únicas que entrevé uno ya sin deseo, y que son las más frescas, claras y puras.
Eran las ninfas de la acequia. (Todavía no había llegado el momento de acudir a la acequia con ninfas y musas de carne y hueso.) El adolescente dejaba de creer, no sólo porque descubría que la purificación física era mejor que la de la iglesia, sino porque descubría que la purificación de la iglesia también era física, psicológica como mucho: una penumbra, un frescor, una media voz pausada, un silencio. El beso breve del agua bendita en la frente me descubrió el camino. Era meter la cabeza entera en el agua bendita de la gran pila románica lo que de verdad me apetecía.
Comprendí que toda el agua era bendita, comprendí que el agua es bendita, el elemento más puro y lírico de cuantos acompañan y reflejan al hombre en la tierra, y me fui directamente al agua. Cambié el agua estancada y antigua de la iglesia por el agua real y terrosa de la acequia, que arrastraba fondos, subsuelos, frescas corrientes de tierra entre sus frescas corrientes de agua. Y aquella tierra me lavaba como un asperón glorioso, a la hora del atardecer, cuando la acequia de sol se iba trocando en acequia de luna, cuando los álamos, chopos y cipreses que la bordeaban, iban teniendo ya la penumbra y la perspectiva de las viejas láminas renacentistas de mi primo o de los nuevos —novísimos para mí— poetas modernistas y posmodernistas que habían escrito renglones de luz a comienzos del siglo.
De este modo, el misticismo se iba trocando en lirismo y el devoto se iba trocando poeta. Yo asistía lúcidamente a este proceso y me parecía tan trascendente que no acababa de creérmelo. De modo que salía de la acequia, daba unas carreras, desnudo por el campo, me vestía (la ropa estaba cálida del último sol) y caminaba con la luna a la espalda, como un fardo ligero, hasta salir a la carretera y parar el autobús de regreso a la ciudad.
Eran las tardes en que uno iba realmente madurando, creciendo, y además lo sentía. Pero eran las menos.