CAPÍTULO XIV

EL ODIO AL PROGRESO

“La operación que, en este fin de siglo, y probablemente durante varios años del que viene, absorbe más energía a la izquierda internacional tiene como objetivo impedir que se examine, e incluso que se plantee, su participación activa o su adhesión pasiva, según los casos, al totalitarismo comunista. Mientras finge repudiar el socialismo totalitario, algo que sólo hace a disgusto y con la boca pequeña, la izquierda se niega a examinar a fondo la validez del socialismo en cuanto tal, de todo socialismo, por miedo a verse abocada a descubrir, o más bien a reconocer explícitamente, que su esencia misma es totalitaria. Los partidos socialistas, en los regímenes de libertad, son democráticos en la misma medida en que son menos socialistas.

Los medios desplegados para interceptar y silenciar toda tentativa de evaluar los errores pasados de la izquierda, con vistas a poner término a las prolongaciones subrepticias e hipócritas de esos errores bajo un nuevo disfraz, son numerosos y variados. En este libro no he mencionado más que los principales.

Uno de esos medios es copar prácticamente toda la escena pública con una evocación y reprobación casi permanentes del fascismo y el nazismo. Como ya hemos visto, la asimilación por la izquierda del fascismo italiano al nazismo tiene como función principal esconder el parentesco esencial de este último con el comunismo. Pero incluso aunque esta asimilación estuviera justificada, la reprobación afecta a dos formas de totalitarismo vencidas, eliminadas, juzgadas y condenadas desde hace más de medio siglo. El ruido ensordecedor y cotidiano de la orquestación del “deber de memoria” respecto a ese pasado ya lejano parece destinado en parte a respaldar el derecho a la amnesia y a la autoamnistía de los partidarios del primer totalitarismo, que ha causado estragos antes, durante más tiempo, mucho después y sigue haciéndolo todavía en vastas extensiones geográficas y por doquier en muchos espíritus. Dichos partidarios callan así las voces de quienes querrían evocarlo y explican esa vergonzosa insistencia en hablar del comunismo por una hipócrita complicidad retrospectiva con el nazismo.

Si la izquierda democrática hubiera reflexionado sobre su pasado sincera y realmente y roto todo vínculo con la tradición comunista, ¿habría Danielle Mitterrand declarado en Praga, con motivo de la conmemoración del décimo aniversario de la Revolución de Terciopelo, que la desaparición del totalitarismo comunista había dado paso a una plaga aún mayor: el “totalitarismo liberal” impuesto al mundo entero? Es otra de las maneras favoritas de la izquierda de huir de su pasado: admite la existencia del fenómeno totalitario, pero… en las sociedades democráticas. Ha hecho una crítica mucho menor de lo que se dice de sus prejuicios ideológicos. En caso contrario, ¿habría, subvencionado —es decir, hecho pagar a los contribuyentes— el ministerio socialista de Cultura en 1999 la publicación en Francia de The Age of Extremes, el libro del viejo e incurable estalinista británico Eric Hobsbawm? Está muy bien que ese manifiesto totalitario se publique en francés: en un país libre, la edición debe ser libre. Pero que un gobierno socialista aporte su contribución financiera, es decir, la contribución involuntaria de unos ciudadanos a los que no se ha consultado, a esa obra de propaganda de otra época disfrazada de trabajo científico, muestra lo poco que la izquierda se ha cuestionado su ideología, como no sea para atribuir sus características a su adversario liberal. El inigualable Ignacio Ramonet, director de Le Monde diplomatique, refleja una opinión común en la izquierda cuando escribe: “El pensamiento único [sobreentiéndase: liberal] es un nuevo totalitarismo… la única ideología autorizada por la policía de la opinión, invisible y omnipresente”. Lo que Ramonet está describiendo con exactitud es ese régimen policial que le es tan querido: el régimen comunista[254].

Y, ¿qué mejor prueba de la “dictadura” liberal que… el fracaso de la conferencia de Seattle?

El comunismo es para la izquierda como un miembro fantasma, como un brazo o una pierna que ha sido amputado pero cuyo dueño sigue sintiendo como si todavía lo tuviera. Y, si bien hemos visto desaparecer el comunismo como ideología global, modelador de todos los aspectos de la vida humana en los países en los que estaba implantado y destinado a regir un día la totalidad del planeta, ello no quiere decir que haya dejado de controlar paneles enteros de nuestras sociedades y de nuestras culturas. Es lo que Roland Hureaux denomina en Les Hauteurs béantes de l'Europe[255] “la ideología en piezas separadas”. La ideología no es necesariamente un bloque, observa, “fenómenos de naturaleza ideológica pueden actuar en tal o cual sector de la vida política, administrativa o social sin que, por tanto, se trate de una sociedad totalitaria”.

Una buena muestra de esas ideologías en piezas separadas la suministra la corriente de emociones negativas suscitada por la mundialización de los intercambios.

La guerrilla urbana que se desencadenó en noviembre-diciembre de 1999 en Seattle contra la Organización Mundial del Comercio, todavía más frenética que la de Ginebra en 1998, es una prueba de la supervivencia de la locura totalitaria. No me atrevo, ante tal degradación, a decir “ideología” totalitaria pues la ideología guarda al menos las apariencias de racionalidad. Los que en Seattle daban el espectáculo eran unos primitivos de la pseudorrevolución. Berreaban protestas y reivindicaciones que, por un lado, estaban fuera de lugar, sin relación con el objeto de la reunión ministerial de la OMC y, por otra, eran heteróclitas e incompatibles entre sí.

Fuera de lugar, porque la OMC, lejos de predicar la libertad sin freno ni control del comercio internacional, fue creada para organizarlo, regularizarlo, someterlo a un código que respeta el funcionamiento del mercado enmarcándolo en reglas del derecho. Los manifestantes se enfrentaban, pues, a un adversario imaginario: la mundialización “salvaje”. Ésta demostró serlo mucho menos que ellos y, a decir verdad, serlo tan poco que fue el proteccionismo, cebado de subvenciones, al que se aferraron algunos de los grandes participantes en la negociación, el que, por el contrario, provocó el fracaso de la conferencia. Otro reproche izquierdista, el que se hace a los países ricos de querer imponer el libre intercambio, especialmente la libre circulación de capitales, a los países menos desarrollados para explotar la mano de obra local, sus bajos salarios y su insuficiente protección social, se desveló como otro de los frutos del pensamiento comunista que sobreviven bajo la forma de paranoia. En efecto, fueron los países en vías de desarrollo los que se negaron en Seattle a comprometerse a adoptar medidas sociales, el salario mínimo garantizado o la prohibición del trabajo infantil. Argumentaron que, imponiéndoles estas medidas, los ricos querían reducir su competitividad, fruto de los bajos costes de producción, prometedora de un despegue económico y, por tanto, de un ulterior aumento del nivel de vida. En contra de las críticas izquierdistas, en este caso eran los países menos desarrollados los que exigían el liberalismo “salvaje” y los países capitalistas avanzados los que, gravados por el alto coste del trabajo, pedían una armonización social porque temen la competencia de los países menos desarrollados. Es a los menos ricos a los que más beneficia la libertad de comercio porque son los que tienen los productos más competitivos en algunos sectores importantes. Y son los más ricos, con sus altos precios de coste, los que, en esos sectores, temen más la mundialización. Dadas las divisiones que, a propósito de la mundialización, enfrentan tanto a los países ricos entre sí como a los países ricos y los países menos avanzados, se constata que la idea fija según la cual en todo el mundo reinaría un “pensamiento único” liberal sólo existe en la imaginación de los que están obsesionados por él.

Igualmente, a pesar de los eslóganes ecologistas, muy ruidosos también entre los violentos manifestantes de Seattle, no son las multinacionales surgidas de las grandes potencias industriales las que ponen peor cara ante la protección del medio ambiente, son los países menos desarrollados. Hacen valer que para que su industrialización tome impulso es necesario, al menos en una primera fase y como pasó antaño en los países ricos, dejar en segundo plano las preocupaciones relativas al medio ambiente. Argumento que también formulan los pescadores de gambas de India o Indonesia, a los que los ecologistas de Seattle pretendían que se prohibiera emplear ciertas redes con las que también se capturan tortugas, una especie amenazada. ¡Qué espectáculo tan cómico el de esos bramadores bien alimentados de las grandes universidades estadounidenses luchando por que se prive del modo de ganarse el pan a los trabajadores del mar que penan en las antípodas! ¿Por qué nuestros ecologistas no la toman contra la pesca europea, la salvajada protegida con la que se exterminan las reservas de nuestros mares por persistir en el empleo de redes con mallas estrechas que matan a los alevines? Es cierto que enfrentarse con los marineros de Lorient o de La Corogne no está exento de riesgos. Y portar pancartas vengadoras contra la libertad de comercio en una ciudad como Seattle, en la que cuatro quintas partes de sus asalariados trabajan, debido a Microsoft o Boeing, para la exportación, no está exento de ridículo.

Otro detalle divertido: esos energúmenos que manifiestan a través de la violencia su hostilidad hacia la libertad de comercio militan, con el mismo ardor, a favor del levantamiento del embargo que sufre el comercio entre Estados Unidos y Cuba. ¿Por qué el libre intercambio, encarnación diabólica del capitalismo mundial, se convierte de repente en un bien cuando se trata de que funcione a favor de Cuba o del Irak de Saddam Hussein? ¡Curioso! Si la libertad de comercio internacional es para ellos una plaga, ¿no sería conveniente actuar a la inversa, es decir, extender el embargo a todos los países?

No es posible entender esa serie de contradicciones de que hacen alarde colectivamente unas personas que, tomadas de una en una tienen sin duda una inteligencia normal, si no se tiene en cuenta el hechizo del fantasma añorado del comunismo que ha condicionado y seguirá condicionando todavía por mucho tiempo algunos sentimientos y comportamientos políticos. Según esos residuos comunistas, el capitalismo sigue siendo el mal absoluto y el único medio de combatirlo es la revolución; incluso si el socialismo ha muerto y si la “revolución” ya sólo consiste en romper los cristales de los escaparates, pillando, eventualmente, algo de lo que hay detrás.

Ese cómodo simplismo exime de todo esfuerzo intelectual. Es la ideología la que piensa en vuestro lugar. Suprimidla y os veréis obligados a estudiar la complejidad de la economía libre y de la democracia, los dos enemigos declarados de la “revolución”. El problema es que esas migajas ideológicas y los mimos revolucionarios que inspiran sirven de pantalla para la defensa de unos intereses corporativistas muy concretos. Tras esa barahúnda de bramidos incoherentes se ocultaban en Seattle los viejos grupos de presión proteccionistas de los sindicatos agrícolas e industriales de los países ricos que sí que sabían muy bien lo que querían: el mantenimiento de sus subvenciones, de sus privilegios, de las ayudas a la exportación bajo el pretexto, en apariencia generoso, de luchar contra “el mercado generador de desigualdades”.

La alegría de la autoproclamada revuelta “ciudadana”[256], de las ONG, de la ultraizquierda anticapitalista, de los ecologistas, de todos los rebaños hostiles al libre intercambio, que se atribuyeron la gloria del fiasco de Seattle, ese ruidoso triunfo, es un auténtico festival de incoherencias. Repitámoslo, lo que provocó el fracaso de Seattle no fue en absoluto el supuesto “ultraliberalismo” de la Unión Europea y de Estados Unidos sino, por el contrario, su excesivo proteccionismo, especialmente en el ámbito de la agricultura, proteccionismo generador de resentimiento en los países emergentes, en desarrollo o en los denominados “del grupo de Cairns”, que son, o querrían ser, grandes exportadores de productos agrícolas. El vencedor en Seattle fue el proteccionismo de los ricos, aunque moleste a los obsesos que estigmatizan su liberalismo. Los países en vías de desarrollo se marcaron un punto al rechazar las cláusulas sociales y ecológicas que la OMC quería obligarles a aceptar. Al apoyarles, la izquierda aplaudió, en consecuencia, el trabajo de los niños, los salarios de miseria, la contaminación, la esclavitud en los campos de trabajo chinos, vietnamitas o cubanos. Pocas veces la naturaleza intrínsecamente contradictoria de la ideología se ha manifestado con tan beatífica fatuidad.

Además de su ignorancia deliberada de los hechos y de su culto a las incoherencias, también podemos captar aquí en vivo otra propiedad del pensamiento ideológico: su capacidad de engendrar a través de consignas progresistas lo contrario de sus fines pregonados. Pretende y cree que trabaja en la construcción de un mundo igualitario y lo que fabrica es desigualdad. Otra de esas diferencias de sentido entre las intenciones y los resultados es la que lleva a cabo la política francesa de educación desde hace treinta años. También es un buen ejemplo de cómo una ideología totalitaria se apropia de un sector de la vida nacional en el seno de una sociedad por lo demás libre.

El 20 de septiembre de 1997 publiqué en Le Point un modesto artículo de opinión titulado “Le naufrage de l’École” [257]. Modesto porque, lo confieso, no desarrollaba nada original, pues desde hacía años prorrumpían por doquier las lamentaciones sobre el descenso constante de nivel de los alumnos, sobre el progreso del analfabetismo, de la violencia y de lo que por pudor se denomina el “fracaso escolar”, que da la impresión de ser una especie de catástrofe natural que no depende en absoluto de los métodos seguidos o impuestos por los responsables de nuestra enseñanza pública. A la mañana siguiente recibí una carta con el membrete del Ministerio de Educación Nacional, firmada por Claude Thélot, “director de evaluación y de prospectiva”. Tratándome irónicamente de “Señor Académico” y de “Querido Maestro”, ese importante personaje se dignaba notificarme que mi artículo era de una rara indigencia intelectual y “lastimoso”. El magnánimo director se ponía a mi disposición para darme las elementales informaciones sobre la escuela de las que visiblemente carecía.

Y hete aquí que, la semana siguiente, la prensa publicó un informe de dicha Dirección de evaluación y de prospectiva en el que se ponía de manifiesto, entre otras barbaridades, que el 35 por ciento de los alumnos que comienzan la educación secundaria no comprenden realmente lo que leen y que el 9 por ciento ni siquiera saben deletrear[258].

Inmediatamente me plantee si este abrumador testimonio, ampliamente difundido, habría caído por casualidad ante los ojos de Claude Thélot. ¿Sería lo que los ingleses llaman un self confessed idiot, un idiota que confiesa serlo, puesto que la Dirección de la evaluación a cuya cabeza él se encontraba corroboraba mi artículo? ¿O, más bien, un perezoso que ni siquiera se tomaba la molestia de leer los estudios realizados en su departamento? Descarté estas dos hipótesis para decidirme por la explicación de que la arrogante ceguera de Thélot se debía a que la todopoderosa ideología se había apoderado de su cerebro y de todo su pensamiento. Lo mismo que antaño un apparatchik era incapaz de imaginar que la improductividad de la agricultura soviética pudiera provenir del propio sistema de colectivización, los burócratas del Ministerio de Educación Nacional no pueden concebir que el hundimiento de la enseñanza pueda deberse al tratamiento ideológico con que la castigan desde hace treinta años. Para un ideólogo, obtener durante décadas el resultado contrario de lo que pretendía no prueba jamás que sus principios sean falsos o su método erróneo. Es ésta una prueba viviente del frecuente fenómeno de la existencia de un “segmento totalitario” en el seno de una sociedad por lo demás democrática[259]. Así, numerosos troncos ideológicos de filiación comunista siguen flotando aquí y allá por el mundo, a pesar de que el comunismo como entidad política y como proyecto global desaparece.

¿Cómo y por qué han podido aparecer, cómo y por qué pueden perpetuarse, en cierto modo a título póstumo, esas tres características de las ideologías totalitarias —y, especialmente, de la ideología comunista— mencionadas más de una vez en estas páginas: la ignorancia voluntaria de los hechos, la capacidad de vivir inmerso en la contradicción respecto a sus propios principios; la negativa a analizar las causas de los fracasos? No se puede entrever la respuesta a estas cuestiones si se excluye la paradoja: el odio socialista al progreso[260].

En el capítulo XIII hemos visto cómo los teóricos del Partido Comunista y los de la ultraizquierda marxista condenan todos los medios modernos de comunicación por considerarlos “mercancías” fabricadas por “industrias culturales”. Esos supuestos progresos no tendrían, según ellos, otro fin que el beneficio capitalista y la sumisión de las masas. El mundo editorial, la televisión, la radio, el periodismo, Internet, ¿y por qué no la imprenta?, no habrían sido jamás instrumentos de difusión del saber y medios de liberación de las mentes. Sólo habrían servido para el engaño y la leva.

No hay que olvidar que esta excomunión de la modernidad, del progreso científico y tecnológico y de la ampliación de la libre elección cultural tiene sus raíces en los orígenes de la izquierda contemporánea y, de manera espectacular, en la obra de uno de sus principales padres fundadores: Jean-Jacques Rousseau. Nadie lo ha observado ni expresado mejor que Bertrand de Jouvenel en su Essai sur la politique de Rousseau[261], si exceptuamos a Benjamin Constant en De la liberté des anciens comparée à celle des modernes. El texto, que hizo célebre a Rousseau instantáneamente, es, como todo el mundo sabe aunque pocos sacan las conclusiones pertinentes, un manifiesto virulento contra el progreso científico y técnico, factor, según él, de regresión en la medida en que nos aleja del estado natural. Es un texto que va en contra de toda la filosofía de la Ilustración, según la cual el avance del conocimiento racional, de la ciencia y de su aplicación práctica favorece la mejora de las condiciones de vida de los humanos. La hostilidad que los filósofos del siglo XVIII, especialmente Voltaire, demostraron rápidamente hacia Rousseau, no proviene únicamente de animosidades personales, como se repite sin demasiado análisis: está basada en una profunda divergencia doctrinal. Yendo en contra de la corriente mayoritaria en su tiempo, Rousseau considera la civilización como nociva y degradante para el hombre. Alaba sin cesar las pequeñas colectividades rurales, predica la vuelta al modo de vida ancestral, el de los campesinos desperdigados por la campiña en aldeas de dos o tres familias. La ciudad es objeto de su anatema. Tras el terremoto de Lisboa, clama en voz alta que dicho seísmo no hubiera causado tantas víctimas… si Lisboa no hubiera tenido tantos habitantes, es decir, si Lisboa no hubiera sido edificada. El enemigo es la ciudad desde cualquier punto de vista. No sólo corrompe sino que, además, expone a los humanos a catástrofes que no sufrirían si siguieran viviendo en cavernas o chozas. Así pues, la humanidad se portaría mucho mejor, cultural y físicamente, si jamás hubiera construido ni Atenas, ni Roma, ni Alejandría, ni Ispahán, ni Fez, ni Londres, ni Sevilla, ni París, ni Viena, ni Florencia, ni Venecia, ni Nueva York, ni San Petersburgo.

Una vez más, las visiones añorantes del pasado y el proteccionismo campestre de determinada izquierda, aquella de la que ha surgido el totalitarismo, coinciden con los temas de la extrema derecha tradicional, adepta a la “vuelta a las fuentes”. Nos encontramos con esta convergencia hasta en los debates más candentes del último año del siglo XX: algunas acusaciones contra el “ultraliberalismo” y la “mundialización imperial” vertidas por las plumas comunistas o ultraizquierdistas eran tan idénticas a las vertidas por las plumas “soberanistas” de derecha que hubiera sido posible intercambiar las firmas sin traicionar en lo más mínimo el pensamiento de los autores[262].

Dada su lógica hostil a la civilización, considerada como corruptora, Rousseau es el inventor del totalitarismo cultural. La Carta a d'Alembert sobre los espectáculos prefigura el jdanovismo “realista socialista” de los tiempos de Stalin y las “obras revolucionarias” de la Ópera de Pekín de la época en la que la dirigía la mujer de Mao Ze-dong. Para Rousseau, lo mismo que para las autoridades eclesiásticas más severas de los siglos XVII y XVIII, el teatro es una fuente de degradación de las costumbres. Incita al vicio porque desata las pasiones y empuja a la indisciplina porque estimula la controversia. Las únicas representaciones de su gusto son las obras de los círculos recreativos, de esos sainetes edificantes que a veces se improvisan en los cantones suizos durante las noches de vendimia. Si Jean Jacques se hubiera aplicado a sí mismo la estética de Rousseau se hubiera prohibido escribir las Confesiones y habría privado a la literatura francesa de una obra maestra.

En lo que a las instituciones políticas respecta, El Contrato social garantiza la democracia como la garantizaba la Constitución de Stalin de 1937 para la Unión Soviética. Partiendo del principio de que la autoridad de su Estado emana de la “voluntad general” de “todo el pueblo”, nuestros dos juristas estipulan que no se puede tolerar ninguna manifestación de libertad individual posterior al acta constitucional fundadora. En El Contrato social se expresa anticipadamente la teoría del “centralismo democrático” o de la “dictadura del proletariado” (evidentemente, con otro vocabulario). Por lo demás, hay un síntoma que no engaña: Rousseau exalta siempre a Esparta en detrimento de Atenas. En el siglo XVIII hasta Maurice Barres era casi un código, un signo de unión de los adversarios del pluralismo y de la libertad. Benjamin Constant subraya esta tendencia hacia el permanente campo de reeducación espartana, tan querido tanto por el temible abad de Mably, uno de los más inflexibles precursores del pensamiento totalitario, como por el bienintencionado Jean-Jacques: “Esparta, que unía las formas republicanas al sojuzgamiento de los individuos, provocaba en el espíritu de este filósofo un entusiasmo aún más vivo. Ese amplio convento le parecía el ideal de una perfecta república. Tenía un profundo desprecio por Atenas, y hubiera dicho de buen grado de esta nación, la primera de Grecia, lo que un académico, y gran señor, decía de la Academia Francesa: ‘¡Qué terrible despotismo! Todo el mundo hace lo que quiere’”.

Como subraya con ironía Bertrand de Jouvenel, se ha alabado a Rousseau durante dos siglos como precursor de unas ideas totalmente opuestas a las que realmente fueron las suyas. Prefería “el campo a la ciudad, la agricultura al comercio, la sencillez al lujo, la estabilidad de las costumbres a las novedades, la igualdad de los ciudadanos en una economía simple a su desigualdad en una economía compleja y…, por encima de todo, el tradicionalismo al progreso”. Y en ese sentido no fue, contrariamente a la leyenda, un fundador intelectual de la democracia liberal, sino, aunque parezca imposible, de la izquierda totalitaria.

A semejanza de Jean-Jacques Rousseau, Friedrich Engels pinta la industrialización y la urbanización en su célebre Situación de las clases trabajadoras en Inglaterra, publicado en 1845, ante todo como factores de destrucción de los valores morales tradicionales, especialmente de los familiares. En las nuevas ciudades industriales, dice, las mujeres se ven empujadas a trabajar fuera del hogar. No pueden, pues, cumplir el papel que la naturaleza les ha asignado: “Cuidar de los hijos, limpiar la casa y preparar las comidas”. Y lo que es aún peor: si el marido está en el paro es a él a quien le toca esta tarea. ¡Horror! “Sólo en la ciudad de Manchester, centenares de hombres se ven así condenados a hacer las labores del hogar. Es fácil, pues, comprender la justa indignación de unos obreros transformados en eunucos. Se han invertido las relaciones familiares”[263]. El marido se ve privado de su virilidad; sin embargo, la esposa, dejada de la mano de Dios en la gran ciudad, está expuesta a todo tipo de tentaciones. Al lector no se le escapará que, en este sermón del reverendo Engels, no se halla precisamente el anuncio de la liberación de la mujer.

Las sociedades creadas por el “socialismo real” fueron, de hecho, las más arcaicas a las que la humanidad se ha enfrentado desde hace milenios. Por otra parte, esta “vuelta a Esparta” caracteriza a todas las utopías. Las sociedades socialistas son oligárquicas. La minoría dirigente asigna a cada individuo su puesto en el sistema productivo y su lugar de residencia porque está prohibido viajar libremente, incluso dentro del país, sin una autorización que se materializa en el “pasaporte interior”. La doctrina oficial debe penetrar en cada mente y constituir su único alimento intelectual. El propio arte sólo existe con fines edificantes y debe limitarse a exaltar con la más hilarante necedad una sociedad que nada en la felicidad socialista y a reflejar el éxtasis del reconocimiento admirativo del pueblo hacia el gran tirano supremo. Evidentemente, la población tiene cortado todo contacto con el extranjero, ya se trate de información o de cultura, aislamiento éste que hace realidad el sueño de proteccionismo cultural acariciado por ciertos intelectuales y artistas franceses desde que se sienten amenazados por el “peligro” de la mundialización cultural. La acusan de riesgo de uniformización de la cultura. ¡Como si la uniformización cultural no fuera, de modo palpable, la característica de las sociedades cerradas, en el sentido en que Karl Popper y Henri Bergson emplearon este adjetivo! ¡Y como si la diversidad no hubiera sido, a lo largo de la historia, el fruto natural de la multiplicación de los intercambios culturales! Es en las sociedades del socialismo real en las que hay campos de reeducación dedicados a meter en el buen camino del “pensamiento único” a todos los ciudadanos que tienen el valor de cultivar cualquier diferencia. Reeducación que, además, tiene la ventaja de suministrar una mano de obra a un coste insignificante. Todavía en el año 2000, más de un tercio de la mano de obra china está formada por esclavos. No hay, pues, que extrañarse de que los productos por ellos fabricados casi gratuitamente lleguen a los mercados internacionales a precios “insuperables”. Y que no se diga que se trata de un mal del liberalismo: el liberalismo presupone la democracia, con las leyes sociales que de ella se derivan.

Parece increíble que todavía hoy haya un número considerable de personas en las que habita la nostalgia de este tipo de sociedad, sea en su totalidad, sea “por piezas”. Pero así es. La larga tradición, escalonada a lo largo de dos milenios y medio, de las obras de los utópicos, asombrosamente parecidos, hasta en sus más mínimos detalles, en sus prescripciones con vistas a crear la Ciudad ideal, atestigua una verdad: la tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano. Siempre ha estado y siempre estará en conflicto con la aspiración a la libertad.