ULTRAIZQUIERDA Y ANTIAMERICANISMO
“Los violentos hacen temblar a Ginebra”, titula el diario suizo Info-Dimanche el 17 de mayo de 1998. En efecto, cinco mil contestatarios habían invadido la ciudad el sábado 16, aunque no para protestar contra la presencia, ese día de Fidel Castro en Ginebra, porque los comunistas que mandan fusilar son en general bienvenidos en las democracias, sino contra la mundialización, la liberalización de los intercambios comerciales y la reunión en Ginebra de la OMC (Organización Mundial del Comercio) prevista para el lunes siguiente. Escaparates rotos, coches incendiados, tiendas saqueadas: la ideología ultraizquierdista resurge, en ese mayo de 1998, al asalto del capitalismo en una de sus plazas fuertes por excelencia.
Desde 1994, el ejército denominado “zapatista” (de Emiliano Zapata, héroe campesino de la Revolución mexicana de 1911) parece resucitar en la meridional región mexicana de Chiapas las formas más primitivas de la revuelta de masas rurales. Qué contraste con el resto del país que se moderniza, liberaliza, e incluso se democratiza más que nunca. Por otra parte, en octubre de 1997, la izquierda ha celebrado con fervor en todo el mundo, al menos en el mundo universitario, el treinta aniversario de la muerte de Ernesto Guevara, el “Che”, desgraciado ejemplo del fracaso político de las estrategias de guerrilla. ¿Pero no es acaso el fracaso un modelo para la ultraizquierda?
En Alemania, los Verdes reclaman, durante su Congreso de marzo de 1998, la supresión de toda la industria de electricidad nuclear, la disolución de la OTAN y el aumento del precio de la gasolina de 1,70 marcos a 5 marcos el litro. Tres meses más tarde renunciarán a esta última exigencia al darse cuenta de que es un método infalible de poner en fuga a los electores. En Italia, la suerte del gobierno de Prodi dependió desde su nacimiento —apenas elegida en 1996 su nueva y compuesta mayoría— del pequeño grupo de los treinta y cuatro diputados de Rifondazione Comunista, los marxistas leninistas arcaicos que, tras el hundimiento de la Unión Soviética, se habían negado a seguir en su modernización al grueso del Partido Comunista Italiano que se convirtió en el Partido Democrático de la Izquierda (PDS). El pequeño grupo de los “refundadores”[224] obstaculizó durante meses la ampliación de la OTAN, deseada por el muy europeo presidente del gobierno Prodi, a favor de Polonia, Hungría y la República Checa. La negativa de una parte de los diputados “refundadores” a votar el presupuesto del Estado terminaría por provocar la caída, en otoño de 1998, del gobierno Prodi.
En Francia, la llamada “izquierda roja” o “izquierda de la izquierda” ofrece el paradójico caso de un elitismo que se podría calificar de populista. En efecto, los principales inspiradores de esa corriente pertenecen a la alta intelligentsia e incluso a la alta nobleza universitaria: Collège de France, École des Hautes Études en Sciences Sociales, Centre National de la Recherche Scientifique. Privilegiados, invulnerables, están subvencionados de por vida, a cambio de muy poco trabajo, por la sociedad que quieren destruir. Pero, lejos de ser confidenciales, sus libros tienen gran éxito de ventas. Sobre la televisión y Contrafuegos de Pierre Bourdieu, el jefe de esta escuela, o los Nouveaux Chiens de garde de Serge Halimi (en referencia a Chiens de garde, el panfleto contra los filósofos “burgueses”, publicado por Paul Nizan en 1932), figuraron durante meses en los palmarés de éxitos de venta. Los publican en su propia editorial: Liber-Raisons d'agir. La influencia de esos autores en la opinión pública va más allá de la lectura: su apoyo a las huelgas del invierno de 1995-1996, a las reivindicaciones de los inmigrantes clandestinos, los sin papeles, a las de los parados de larga duración, antes y después de la Navidad de 1997, suministraron a esas manifestaciones una interpretación doctrinal y una resonancia mediática embarazosas para los gobiernos de derecha y de izquierda, incluso, y sobre todo, para el gobierno de Lionel Jospin. El semanario L'Evénement du jeudi (25 de junio de 1998) en una investigación sobre la “red Bourdieu” da 1 éste el título de “más influyente de los intelectuales franceses”.
El pensamiento “ultrarrojo” se traduce, pues, en consecuencias políticas hasta el punto de renovar la sangre electoral de los trotskistas y de los izquierdistas, que, de pronto se vuelven eruptivos, se introducen en los sindicatos y constituyen una amenaza para el Partido Comunista, que se ve desbordado por la izquierda. Tras las elecciones regionales de la primavera de 1998 lo que más se comentó fue el resultado de la extrema derecha, que, sin embargo, estaba estancada en torno al 15 por ciento logrado diez años antes, y se subrayó menos la novedad del sensible aumento de la extrema izquierda, que triplicó sus resultados de las elecciones regionales precedentes, las de 1993, mientras el Partido Comunista parece irremediablemente petrificado en menos del 10 por ciento del total de votos emitidos. ¿Va a caer más bajo? Su secretario nacional, Robert Hue, asustado, se lanza a la demagogia. Compite con la ultraizquierda exigiendo a gritos, con un vocabulario de otras épocas, que se “aumente los impuestos a los patrones” y extasiándose retrospectivamente ante el marxismo, “un soplo de aire fresco”, como declara a Libération (15 de mayo de 1998). Se necesita tener verdaderamente mucho calor para sentir, en 1998, el marxismo como un soplo de aire fresco.
Se podría objetar que, en 1998, doce o trece gobiernos de la Unión Europea y un buen número de gobiernos de otros continentes se consideran de izquierda y que, por tanto, la ultraizquierda va de nuevo “a favor de la Historia”. Sería una visión superficial. Como ya hemos visto, la mayoría de las izquierdas de gobierno no tienen nada que ver con lo que, hace dos o tres décadas, se entendía por izquierda. Portugal u Holanda están gobernados por socialistas, pero el foso que los separa de los socialistas franceses —que también están evolucionando hacia el “pragmatismo”— es más profundo que los matices que les distinguen del gobierno español de José María Aznar, clasificado a la derecha. Por no volver a mencionar los gobiernos italiano y británico, unidos a la izquierda por un hilo muy fino y, básicamente, verbal. El hundimiento del sovietismo, el acento liberal de varios de los viejos partidos socialdemócratas, como el SPD de Gerhard Schröder en Alemania, el Partido Socialista Sueco o el partido peronista de un viejo país dirigista como Argentina o, incluso, el Partido Revolucionario Institucional de México, la conversión de China a un capitalismo cada vez menos controlado, todo indica que las clasificaciones y el vocabulario políticos del siglo XX han estallado en pedazos. El partido llamado “revolucionario” dominicano es también, en realidad, un pacífico partido socialdemócrata tan prudentemente reformista como sus congéneres europeos o suramericanos. En política, como en lo demás, y más que en lo demás, no basta con leer las etiquetas para saber el sabor del contenido de los frascos. La verdadera fractura se encuentra, pues, entre la izquierda liberalizada y la ultraizquierda radicalizada.
La ultraizquierda es más visible en la medida en que está más aislada. Ha dejado de ser una corriente sumergida en la izquierda de gobierno porque ésta profesa las ideas reformistas de la derecha de hace veinte años. La ultraizquierda se beneficia de ese efecto óptico que agranda los islotes cuando el mar se retira durante la bajamar. Ha reunido a los nostálgicos de un pensamiento arcaico, los que han perdido toda esperanza de influir desde dentro en la práctica de los partidos de la ex izquierda clásica. El simplismo de sus ideas es aún más asombroso por emanar de unos intelectuales que disponen de todos los medios de información sobre la historia y las sociedades del siglo XX: hay que hacer que los ricos paguen todo impidiéndoles que ganen dinero: los periodistas son sin excepción lacayos del gran capital y del poder político; el fracaso del comunismo internacional no ha sido una prueba de que fuera un mal sistema.
La ultraizquierda está, efectivamente, limitada al mundo intelectual. En Francia, a la sacudida de las elecciones regionales siguió el repliegue de las elecciones europeas de 1999. Elecciones que, por otra parte, muestran también un hundimiento suplementario del Partido Comunista, que cae un punto por debajo del ya deprimente resultado (8,6 por ciento) logrado en las presidenciales de 1995. Así, aun conservando una innegable aptitud para organizar manifestaciones, sobre todo cuando apoyan combates de retaguardia corporativistas, la extrema izquierda, incluidos los comunistas, ha dejado de ser un movimiento popular[225]. A falta de ser electoral, su poder disuasivo, o lo que queda de él, proviene casi exclusivamente de una fortaleza agazapada en el medio intelectual y de los periódicos que la defienden.
Por tanto, cuando finaliza este siglo en el que tanto han empujado a la humanidad a descarriarse, una cantidad no despreciable de intelectuales habrán fallado, una vez más, en su misión. En lugar de ayudar al público a comprender lo que pasa, se aferran a sus calamitosos prejuicios con el pretexto de ayudar a los más débiles. Pero lo que hacen es contribuir a que se multipliquen al darles los peores consejos, especialmente el de rechazar el mundo moderno en bloque. Un libro de Pierre Bourdieu, Contrafuegos, lleva como subtítulo “Reflexiones para servir a la resistencia (sic) contra la invasión (re-sic) neoliberal”. El escritor mexicano Carlos Fuentes se precipita a Chiapas para invitar a los desgraciados campesinos a precipitarse en una violencia sin salida y sobre todo para adquirir con ello una gloria personal de intelectual “revolucionario”. En la época arcaica no se hacía mejor. Con frecuencia se ha podido observar que cuando una ideología está a punto de desaparecer es cuando es más virulenta. La ultraizquierda no es una excepción. Su creciente marginalidad en las urnas, en contraste con el éxito comercial de algunos libros de sus pensadores, demuestra que su audiencia no está en las “masas” sino en las elites en el sentido más amplio del término: las capas culturales que desde lo más alto a lo más bajo de la escala de la intelligentsia, llevan o siguen con pasión los debates ideológicos. Es evidente que los autores y órganos de la ultraizquierda suministran a una fracción importante, por no decir mayoritaria, de esas capas culturales lo que quieren oír.
¿Cuál es este mensaje? Por más atención que se ponga en la lectura de los textos que lo vehiculan es imposible encontrar una renovación de la reflexión. Sólo se encuentra la vulgata marxista más antigua, incluso en una versión aún más indigente que la del pasado. Se expresa en pocas palabras: hay que destruir el capitalismo; la prensa y los medios de comunicación están vendidos al “pensamiento único” neoliberal; una conspiración, heredera del viejo “complot anticomunista” amordaza a la ultraizquierda o le pone la trampa de supuestos debates en los que le retira con cualquier pretexto la palabra.
Ésa era una de las cantinelas de Georges Marchais, que pasaba decenas de horas anuales en la televisión quejándose de que jamás se le invitaba. Pero iba. Pierre Bourdieu lo hace mejor: ¡rechaza las invitaciones con el pretexto de que no se le invita! O, más exactamente, porque, según él, no le dejarían expresarse. Léase: porque, como en todo debate, correría el riesgo de que le plantearan algunas objeciones. Comparada con la negativa categórica de Bourdieu, el diálogo monologado del llorado Georges Marchais, en cuya compañía tuve el placer de encontrarme con frecuencia en los platós, se convierte, retrospectivamente, en un modelo de tolerancia, de finura y de amplitud de miras.
Hablando de experiencia, Daniel Schneidermann desmenuzó bien en su ensayo titulado Du journalisme après Bourdieu [226] el funcionamiento de esta idea fija circular que crea ella misma las pruebas de lo que denuncia y que viene a ser: rechazo las discusiones porque los que me las proponen quieren discutir conmigo en lugar de limitarse a escucharme. Lo que demuestra que se me censura.
Recurrir a la self-fulfilling prophecy constituye, además, la estrategia favorita de los estrategas de la ultraizquierda. Cuando el capitalismo no hace suficientes estragos quieren rematar la demostración de su iniquidad reemplazándolo. Es lo que ocurrió en el ámbito de la educación con unas consecuencias mucho más trágicas que vernos privados de la alegría de escuchar más a menudo a Bourdieu en la televisión.
Los ideólogos de ultraizquierda habían constatado a comienzos de los años setenta que la teoría de Bourdieu sobre la escuela, expuesta en su libro La reproducción, era falsa, y que la escuela denominada de Jules Ferry siempre había sido, y seguía siendo, un modo de ascenso social para los niños procedentes de medios modestos. Hicieron todo lo necesario para que dejara de serlo. Bastaba con reorganizar la enseñanza pública de tal modo que a esos niños, que a todos los niños, les fuera imposible hacer buenos estudios, por muy estudiosos que fueran. El mejor medio de lograrlo era destruir la enseñanza. Desde hace treinta años, los militantes de la corriente de I pensamiento bourdivina se han adueñado en el Ministerio de Educación Nacional de todas las palancas de mando del “pedagogismo” —que es una ideología, y no se debe confundir con la “pedagogía”, que es un arte— y lograron su objetivo: hicieron la escuela conforme a la teoría de Bourdieu. La aplicación de los métodos inspirados por Bourdieu ha hecho que las tesis de Bourdieu sean ciertas. Ha transformado en realidades los males, hasta entonces imaginarios, denunciados por Bourdieu. Es cierto que ahora, como ya no se enseña nada en la escuela, no puede servir de “ascensor social”. Fabrica toneladas de “fracaso escolar”, analfabetos inempleables e inempleados. Además, los ideólogos bourdivinos se permiten el lujo de denunciar esos desastrosos resultados como daños del neoliberalismo cuando son producto de su propio pedagogismo totalitario.
Es asombroso ver hasta qué punto el campo conceptual de Bourdieu se asemeja al de los intelectuales comunistas de los años setenta. Así, en 1980, cuatro intelectuales comunistas publican en Ediciones Sociales (la editorial del PCF) un texto sobre la cultura[227]. Tras felicitarse porque “la acción cultural de las alcaldías dirigidas por comunistas haya contribuido enormemente al aumento de la necesidad de cultura”, los autores acusan al poder de haber “hecho de la cultura una mercancía”. ¡Qué original! Uno creería estar oyendo a un ministro socialista de 1999 denunciando a la OMC. Lo que tiende a probar que el comunismo tardío de 1980 ha influido sobre el socialismo francés del fin de siglo mucho más que el liberalismo. “La acción del poder en este sector tiene como objetivo desocializar al máximo la vida cultural, fomentar el repliegue sobre sí mismo y el individualismo”. Nos encontramos aquí con la fobia anti individualista de todos los totalitarios, de todos los reaccionarios, para los que la autonomía individual debe ser erradicada en beneficio del alistamiento colectivo. ¿Qué hacer para yugular “la contraofensiva ideológica entablada en Francia por las fuerzas del gran capital”? Eliminar “esas mercancías fabricadas por industrias culturales: radios, cadenas hi-fi, televisiones, magnetófonos, magnetoscopios, fotos, casetes, discos, libros de bolsillo…”. En resumen, para salvar la cultura hay que suprimir la música, el cine, la fotografía, la literatura, las informaciones, el teatro televisado, las emisiones dedicadas al arte. Asombra la similitud entre esas excomuniones reaccionarias y las imprecaciones que veinte años después dedican Bourdieu y sus discípulos contra la televisión, el mundo editorial, el periodismo, la cultura. Tienen la altura de miras de la filosofía de un secretario de célula de 1950.
¿De dónde procede la idea de que la televisión, y en general, los medios de difusión audiovisuales, son asesinos de la cultura? E incluso de la libertad: ¿no establece Régis Debray en Le Pouvoir intellectuel en France (1979) la equivalencia entre la represión policial en el este de Europa y la “gigantesca panoplia simbólica de los países capitalistas”, es decir, el omnipresente enjambre de antenas de televisión? Dos poderes totalitarios: en el Este, Yuri Andropov y sus hospitales psiquiátricos especiales; en Occidente, Bernard Pivot y sus “Apostrophes”[228].
En 1996, en un irónico y delicioso ensayo, Les Belles Âmes de la culture (Seuil), Pierre Boncenne examina y sopesa las pruebas de la acusación. El autor, colaborador, precisamente, de Bernard Pivot, primero en “Apostrophes” y luego en “Bouillon de culture”, ha sido también redactor jefe de la revista Lire, y director fundador de la revista Écrivain, lo que parece indicar que un mismo individuo puede servir a la literatura tanto en la pequeña pantalla como en la prensa escrita. Pero tal cohabitación va contra las leyes de la charia “revolucionaria”, si creemos a esas “almas bellas” cuyos pudibundos pavores nos pinta con humor el acusado.
El problema es que con frecuencia los argumentos de esas almas bellas se basan en una total ignorancia de los hechos. Por ejemplo: Pierre Bourdieu declara: “Nunca como ahora el moralismo y el conformismo se han impuesto a través de la televisión con tanta violencia y constancia, y es significativo que los premios literarios cada vez coronan a más periodistas, confirmados así en su papel de maestros del pobre”. Lo que es significativo es que un profesor del Collège de France, director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, cometa un error que un redactor jefe no toleraría ni a un becario. Si así es como los sociólogos verifican sus informaciones, la sociología no merece que le dediquemos ni una hora. Si Bourdieu hubiera dedicado cinco minutos a consultar la lista de los premiados desde 1970 (excluyendo el premio Interallié, oficialmente instituido para darse preferentemente a un periodista) se hubiera dado cuenta de que su tesis no se mantiene en pie, como Boncenne tiene el placer de demostrar en diez líneas. Además, desde comienzos del siglo XIX se da el fenómeno de que los escritores escriban en periódicos, de Chateaubriand a Zola y de Maupassant a Montherlant, hasta Nourissier o Rinaldi, Buzzati y Vargas Llosa.
Fierre Bourdieu no es un sociólogo científico, es un ideólogo fanático. Los “hechos” sobre los que se basan sus deducciones adolecen con frecuencia de una cascada de errores elementales que hubiera evitado mediante un modesto trabajo de información. Él o, para ser más exactos, los “equipos” que él “dirige” y cuyo punto fuerte no parece ser ni el esfuerzo ni los escrúpulos a la hora de recaudar los hechos y, también en este caso, no se puede por menos que lamentar el derroche de dinero público dedicado a financiar las “investigaciones” de supuestos “investigadores” que no se preocupan de verificar ni el más banal de los datos en los más elementales libros de consulta.
Se podía esperar un poco más de sutileza a la hora de rehabilitar el marxismo y acusar al capitalismo. Sobre todo desde el momento en que, tras setenta y cinco años de existencia, el comunismo se ha revelado como el destructor más poderoso, entre otras cosas, de la cultura. Durante el mismo lapso de tiempo, las culturas “capitalistas” de Europa y de las dos Américas no parecen haber sido, por el contrario, totalmente estériles. La proeza de Bourdieu y de sus discípulos consiste en reafirmar en abstracto un principio a priori. Actúan como si la historia jamás hubiera existido. Esta escotomización radical del pasado les ahorra el trabajo de dedicarse a los laboriosos alegatos de los abogados más tímidos del comunismo que toman en consideración la realidad para luego invocar circunstancias atenuantes.
En nombre de su “ciencia” sobrehumana, Bourdieu y los bourdivinos pasan despectivamente de los conocimientos humanos. Proceden mediante afirmaciones, jamás con argumentos. Olivier Mongin y Joël Roman, director y redactor jefe respectivamente de la revista Esprit[229], que no se puede calificar precisamente de derechas, denuncian en Bourdieu “una práctica deliberada de la mentira y de la falsificación” que “rompe las reglas mínimas de la deontología intelectual… además con curiosos excesos que demuestran más una mentalidad de policía que escrúpulo de sociólogo. Bourdieu, añaden, “encarna la figura más anticuada del compromiso”; reclama “un puro argumento de autoridad”, parte del siguiente postulado: “Yo soy la ciencia, porque yo lo digo, porque soy profesor del Collège de France, donde reina el espíritu científico”. Este razonamiento circular, en el que el supuesto pensador obtiene la prueba de la verdad de lo que dice del simple hecho de que es él quien lo dice, lo vemos naturalmente agravado en sus discípulos. Así, Serge Halimi colabora en Le Monde diplomatique. En su libelo Les Nouveaux Chiens de garde decreta que El pasado de una ilusión de François Furet es “mala historia”. ¿Cómo demuestra esta condena? Únicamente por el hecho de que el libro de Furet fue “definitivamente refutado” en un artículo de Le Monde diplomatique [230], “órgano que, por otra parte, emplea a Halimi”, como subraya Daniel Schneidermann[231]. Esta coincidencia ridiculiza la diatriba con la que Halimi fulmina a los “editorialistas de mercado”. Evidentemente, no es cuestión de que un autor deba prohibirse citar en un libro un artículo publicado por un periódico en el que colabora, pero debe hacerlo para retomar los argumentos, no para dispensarse de darlos y de sostener con pruebas una mera afirmación. Si Furet fue “definitivamente refutado” por Le Monde diplomatique, que uno no está obligado a saberse de memoria, no estaría de más saber en qué consiste dicha refutación. Si hay una plaga peor que el “editorialista de mercado”, en el caso de que tal cosa exista, es la del editorialista de diktat —y, por tanto, de dictadura—. Y parece que una dictadura sería el único sistema en el que una escuela intelectual como la de Bourdieu podría respirar a gusto pues sería el único en otorgarle lo que desea con todas las fibras de su “pensamiento único”: el monopolio de la palabra, la reducción al silencio de todo aquel que le lleva la contraria.
La intolerancia de un grupúsculo de intelectuales, cuando sirve de modelo, termina impregnando lo que podría denominarse el bajo clero de la intelligentsia. Así, en 1997, una documentalista del liceo Edmond Rostand de Saint-Ouen-l’Aumône expurgó la biblioteca de dicho liceo apoyada, lo que es más alarmante, por un colectivo de profesores. Retiró las obras de los autores que ella consideraba de “extrema derecha”, fascistas, entre las que se encontraban las de dos eminentes escritores e historiadores, Marc Fumaroli y Jean Tulard, y lo que es aún peor: el tribunal de Pontoise desestimó la demanda por atentado a la reputación que los dos autores presentaron ante él. Alegó que “no puede considerarse que la señora Chaïkhaoui haya cometido una falta al hacer una lista de títulos que consideraba peligrosos”[232]. ¿Por qué Rhétorique et dramaturgia cornéliennes de Fumaroli o el Napoléon de Tulard son peligrosos, desde qué punto de vista y para quién? ¿En virtud de qué legitimidad, de qué mandato y de qué competencia está cualificada Chaïkhaoui para pronunciarse sobre el “peligro” de una obra cultural y para censurarla? ¿Hemos vuelto a instaurar la Inquisición? Es un acto injustificable y deshonroso. ¿No se han dado cuenta los jueces de a qué tipo de sociedad abrían el camino al absolverlo? Pero la justicia no se atrevería a quitarle la razón a un “colectivo de enseñantes” y, por tanto, a una censura de izquierdas, aunque fuera contraria a todas las leyes de la República. Por el contrario, cuando en 1995 el alcalde del Frente Nacional de Orange emprendió también el restablecimiento del “equilibrio ideológico” en la biblioteca municipal que, según él, contenía muchas obras de izquierdas, la casi totalidad de la prensa se consideró autorizada a comparar ese sectarismo con los autos de fe de libros de la época de Hitler. Pero cuando los autos de fe vienen de la izquierda, incluso cuando además se basan en una incultura crasa y una ignorancia flagrante de los autores censurados, la Educación Nacional y la Autoridad judicial les dan su bendición.
Vivimos en un país en el que un simple empleado puede expurgar una biblioteca limitándose a imputar, contra toda verosimilitud, a los depurados simpatías fascistas o racistas y, ¿por qué no?, la responsabilidad del Holocausto. Nuestras elites desaprueban la censura y la delación calumniosa cuando provienen del Frente Nacional y raramente cuando emanan de otra fuente ideológica. El ideólogo, por su parte, no ve totalitarismo más que en sus adversarios, jamás en él, porque está convencido de estar en posesión de la Verdad absoluta y de tener el monopolio del Bien. En estos años han proliferado intelectuales policías y calumniadores más entre la izquierda que entre la extrema derecha. Ahora bien, cuando alcanzan el grado de sectarismo hostigador, la derecha y la izquierda dejan de distinguirse para fusionarse en el seno de una misma realidad: el totalitarismo intelectual. Los principios a los que una y otra se adscriben dejan de tener interés. Desaparecen ante una identidad de comportamientos que las hace indiferenciables.
He descrito más atrás a la ultraizquierda como un “populismo elitista”. En una colaboración en Le Monde, Claude Lanzmann y Roben Redeker[233] ponen en duda que la idea de populismo convenga a la nueva extrema izquierda. Escriben: “Nada permite suponer que Bourdieu sea populista. Produce, bajo una apariencia científica, la vulgata que constituye la esencia de las conversaciones de la pequeña burguesía de Estado. Vulgata sobre la enseñanza, el periodismo, la televisión, la economía y, ahora, sobre la relación entre hombre/mujer. Bourdieu fabrica el pensamiento prêt-à-penser de esa pequeña burguesía. Es ella [y no la plebe, en cuyo caso sí se le podría calificar de populista] la que lee los libros de la colección ‘Liber’. Es ella la que considera que todo el mundo la engaña, salvo Bourdieu”. Estoy de acuerdo con esta descripción a la que añado el pequeño matiz de que se puede ser populista por los métodos empleados y elitista por el público a quien uno se dirige. El populismo son las ideas sumarias, las afirmaciones gratuitas, los hechos falsos o groseramente caricaturizados, la acusación a todo aquel que no esté de acuerdo, el arte de dar como pasto a un público borreguil el delirio de que se es víctima de una conspiración de los “dueños del mundo”, los judíos en el caso de Hitler, los capitalistas en el de los marxistas, o los periodistas, la televisión o los agentes de la “mundialización”, según los casos, las épocas y las capillas[234]. El populista jamás tiene interlocutores. Sólo tiene partidarios fanáticos o enemigos conspiradores. Estos sólo merecen ser insultados, despreciados, censurados, caricaturizados, por no poder, desgraciadamente, ser “liquidados”, modo de terminar toda discusión que, en una democracia, tendría algunos inconvenientes de tipo judicial. Si hay “nuevos perros guardianes” son los que velan por la seguridad de la ultraizquierda en general y de Bourdieu en particular. Han desarrollado un dispositivo de una eficacia feroz para desacreditar y enterrar, por ejemplo, el libro de Jeannine Verdès-Leroux Le Savant et la politique, essai sur le terrorisme sociologique de Pierre Bourdieu[235]. Un puñado de injurias fue suficiente para acabar con esa obra. La operación que fracasó con el Libro negro, un adoquín lo suficientemente gordo como para traspasar el muro de la desinformación, tuvo éxito contra el libro sobre Bourdieu, tema cuya escualidez exige, es cierto, un servicio de orden menos considerable. Otro libro inoportuno, en un ámbito muy diferente, el de Bertrand de la Grange y Maite Rico, Subcomandante Marcos: la genial impostura, también se sepultó clandestinamente. ¡Prohibido desmitificar Chiapas![236] En resumen, hay un conjunto de modos de pensar, de hablar, de actuar, que son de registro populista aunque el público que sucumbe a su obsesiva y repetitiva vacuidad no sea la “plebe”. Jean Guéhenno indicaba en 1940, tras haber leído un discurso de Hitler: “El pensamiento es confuso pero brutal, asombrosamente adaptado al público. Podría muy bien ser un discurso de Thaelmann o de Thorez. Cualquier idea clara se pierde en ese amasijo de palabras. El comunismo y el nacionalsocialismo se unen a través de lo que de más bajo hay en cada uno de ellos”[237].
Para que este embrujo por lo bajo se manifieste no es necesario en absoluto reunir a las masas de Nuremberg o de la Plaza Roja. Puede hacer maravillas en cenáculos restringidos, siempre que provoque ese efecto de fusión de masas tan bien descrito por Gustave Le Bon, efecto que puede actuar sobre una elite sin que el auditorio subyugado tenga que estar necesariamente reunido como cuerpo físico en un mismo lugar. Creo, sin embargo, que Lanzmann y Redeker no son muy generosos cuando limitan las elites ultraizquierdistas a la “pequeña burguesía de Estado”. Van más allá. El texto más atrás mencionado, las “Questions aux maîtres du monde” de Pierre Bourdieu, fue publicado simultáneamente por Le Monde, L’Humanité y Liberation, ¡casi nada!
Ese populismo, que se reduce a afirmar reiteradamente y sin cesar aquello que su “elite” acorralada desea escuchar tiende, no lo olvidemos, hacia un fin eterno y primordial: restablecer la creencia de que el marxismo sigue siendo justo y que el comunismo no era malo, o, en todo caso, era menos malo que el capitalismo. De ahí el celo que pone, por ejemplo, Le Monde diplomatique[238] en la difusión en francés de la obra del marxista inglés Eric Hobsbawm The Age of Extremes (1914-1941), negacionista impávido si los hay, que llega incluso a negarse a admitir hoy que los soviéticos fueron los autores de la masacre de Katyn a pesar de que el mismo Mijail Gorbachov lo reconoció en 1990 y que una serie de documentos procedentes de los archivos de Moscú lo confirmaron después. Varios editores que rehusaron publicar en francés el absurdo fárrago de Hobsbawm fueron inmediatamente acusados de obedecer a una consigna capitalista. Ahora bien, si los editores franceses que rechazaron | el libro de Hobsbawm, fieles a una lógica de honestidad intelectual, hubieran, por el contrario, seguido la lógica del beneficio, se hubieran precipitado a publicarlo. Porque ese galimatías de pura propaganda lo único que podía aportar era dinero, cosa que hizo[239]. Una vez más, comprobamos cómo en Francia hay un público bastante amplio y bastante decidido con ganas de que le consuelen, lo más a menudo posible, de la caída del comunismo, de que le repitan a diario que el socialismo real no ha fracasado y que el capitalismo sigue siendo el único demonio que hay que exorcizar. Tal es el fin de la cruzada destinada a expulsar de los santos lugares al neoliberalismo. Constituye, como se puede constatar con regularidad tras la caída de la Unión Soviética, un filón editorial y periodístico enormemente rentable.
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Esta visión de la historia, tan pobre en conocimientos y tan encerrada en un estrecho delirio persecutorio, no ejercería ninguna influencia sin el vacío y la esclerosis que sufre el pensamiento político. Me refiero al pensamiento político de los políticos y de aquellos comentaristas cuyo oficio se limita a ellos. Incluso cuando éstos no se casan con nadie a la hora de plantear cuestiones a los políticos o de emitir juicios sobre ellos, tanto unos como otros giran siempre en torno a la misma problemática, a las mismas ideas cuya inquebrantable rutina se nota que no ha venido a romper ninguna renovación de sus lecturas. Sin embargo, durante el último cuarto de siglo, en numerosos países la reflexión sobre la historia, la economía, la política, las sociedades, se ha visto ilustrada por una honorable riqueza de autores originales y de obras profundas, algunas de las cuales tienen, además, el añadido del mérito literario. Pero estas obras, que transforman o amplían el conocimiento y la interpretación de las sociedades, no influyen para nada en los políticos o en los profesionales de la comunicación política. ¿Los leen?, o, al menos ¿mandan que se los resuman? Aunque así fuera, se apresuran a olvidarlos a juzgar por la repetición indigente de los dos o tres eslóganes que les hace las veces de teoría y que siempre están relacionados con una situación local, con cálculos a corto plazo. Y cuando digo dos o tres estoy siendo generoso. Desde el fin del imperio soviético, subyace en el fondo un único eslogan, el antiamericanismo. Tomemos Francia, país al que me gusta referirme por ser el laboratorio paradigmático de la resistencia a las enseñanzas de la catástrofe comunista. Si quitamos el anticomunismo, tanto en la derecha como en la izquierda, desaparece el pensamiento político francés. Bueno, no seamos cicateros, queda un 3 o 4 por ciento, al menos en los medios que ocupan el proscenio de lo efímero.
La mundialización, por ejemplo, raramente se analiza en tanto en cual, y lo mismo ocurre con las funciones de la Organización Mundial del Comercio. Tanto la una como la otra dan miedo. ¿Por qué? Porque se han convertido en sinónimos de la hiperpotencia norteamericana[240]. Cuando alguien objeta que la mundialización de los intercambios no beneficia unilateralmente a Estados Unidos, que compra más que vende al extranjero, por lo que su balanza de comercio exterior sufre un déficit crónico; o si comenta que la OMC no es básicamente nefasta para los europeos o los asiáticos, razón por la cual tantos países que aún no son miembros (entre ellos China, por ejemplo, cuyo ingreso finalmente se decidió en noviembre de 1999) hacen todo lo posible por ser admitidos, se habla para sordos. Porque el que así habla se está situando en el ámbito de las consideraciones racionales cuando el auditorio acampa en el de las ideas fijas obsesivas. Lo único que se gana cuando se les pone ante los ojos elementos reales de reflexión es verse acusado de ser un lacayo de los estadounidenses. Sin embargo, la OMC ha dado la razón a la Unión Europea en más de la mitad de sus contenciosos con Estados Unidos y con frecuencia ha condenado a éstos por disfrazar subvenciones. Lejos de ser el puerto de arrebatacapas y de la manga ancha, la OMC fue creada con el fin de hacer que en los intercambios mundiales prevaleciera la competencia leal.
El odio a Estados Unidos se alimenta en dos fuentes distintas pero con frecuencia convergentes: Estados Unidos es la única superpotencia desde el fin de la guerra fría; Estados Unidos es el principal campo de acción y centro de expansión del demonio liberal. Estos dos motivos de abominación se unen debido a que, precisamente por su calidad de “hiperpotencia”, Estados Unidos expande la peste liberal sobre el conjunto del planeta. De ahí ese cataclismo vituperado bajo el nombre de mundialización.
Si se toma al pie de la letra esta acusación, de ella se deriva que el remedio a los males que denuncia consistiría en que cada país establezca o restablezca una economía estatalizada y que, además, se cierre a cal y canto a los intercambios internacionales, incluidos, y sobre todo, los del ámbito cultural. Nos encontramos, pues, con una versión postmarxista de esa autarquía económica y cultural deseada por Adolf Hitler.
En política internacional, Estados Unidos es más detestado y reprobado, incluso por sus propios aliados, desde el fin de la Guerra Fría que lo que lo era durante ésta por los partidarios confesos o no confesos del comunismo. Y provoca la crítica más malevolente hasta cuando toma iniciativas que, evidentemente, están a favor del interés de sus aliados, tanto como del suyo propio, y que sólo ella puede tomar. Así, durante el invierno de 1997-1998 el anuncio por Bill Clinton de una eventual intervención militar en Irak para obligar a Saddam Hussein a respetar sus compromisos de 1991 provocó que el sentimiento de hostilidad hacia Estados Unidos aumentara varios grados. Sólo el gobierno de Gran Bretaña se puso a su favor.
El problema, sin embargo, estaba claro. Desde hacía varios años Saddam se negaba a suprimir sus stocks de armas de destrucción masiva, impedía que los inspectores de Naciones Unidas los controlaran, violando así una de las principales condiciones de paz por él aceptadas tras su derrota de 1991. Sabiendo de lo que es capaz ese personaje, era imposible negar la amenaza para la seguridad internacional que representaba la acumulación en sus manos de armas químicas y biológicas. Pero también en este caso, una gran parte de la opinión pública internacional consideraba que el principal escándalo que había que denunciar era el embargo infligido a Irak. Como si el auténtico culpable de las privaciones sufridas por el pueblo iraquí no fuera el propio Sadam, que había arruinado a su país lanzándose a una guerra contra Irán en 1981, después contra Kuwait en 1990, y, finalmente poniendo trabas a la ejecución de las resoluciones de la ONU sobre su armamento. El apoyo que, por odio a Estados Unidos, darían de este modo los que censuran el embargo a un dictador sanguinario viene tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda (Frente Nacional y Partido Comunista en Francia) o de los socialistas de izquierda (el semanario The New Statesman en Gran Bretaña o Jean-Pierre Chevènement, por aquel entonces ministro del Interior, en Francia) y de Rusia, así como de una parte de la Unión Europea. Se trata, pues, de un común denominador antinorteamericano más que de una opción ideológica o una estrategia coherente.
Muchos países, entre ellos Francia, no negaban la amenaza que representaban las armas iraquíes, pero declaraban que preferían la “solución diplomática” a la intervención militar. Ahora bien, era precisamente Sadam, que había expulsado tantas veces a los representantes de la ONU, quien rechazaba la solución diplomática desde hacía siete años. Rusia, por su parte, clamó que el uso de la fuerza contra Sadam ponía en peligro sus “intereses vitales”. No se ve por qué. La realidad es que Rusia no pierde ocasión de manifestar el rencor que le produce no ser ya la segunda superpotencia mundial, como era, o creía ser, en los tiempos de la Unión Soviética. Pero a la Unión Soviética la mataron sus propios vicios cuyas consecuencias sufre ahora Rusia.
En el pasado ha habido imperios y potencias a escala internacional, anteriores a los Estados Unidos de este fin de siglo. Pero nunca ha habido ninguno que alcanzara una preponderancia planetaria. Es lo que subraya Zbigniew Brzezinski, antiguo consejero de seguridad del presidente Jimmy Carter, en su libro Le Grand Echiquier[241]. Para merecer el título de superpotencia mundial, un país debe ocupar la primera fila en cuatro ámbitos: el económico, el tecnológico, el militar y el cultural. Estados Unidos es, actualmente, el único país —y el primero en la historia— que cumple a la vez estas cuatro condiciones. En economía, y sobre todo a partir de la crisis asiática y las dificultades alemanas, se ha destacado, tras la muerte del comunismo, al reunir crecimiento, pleno empleo, equilibrio presupuestario (por primera vez en treinta años) y ausencia de inflación. En tecnología, especialmente tras el fulgurante desarrollo que ha impreso a los instrumentos de comunicación de punta, disfruta de un monopolio casi total. Desde el punto de vista militar, es la única potencia capaz de intervenir en cualquier momento en no importa qué lugar del globo.
Su superioridad cultural es, sin embargo, más discutible y varía según los ámbitos. Es cierto que es aplastante en ciencia y tecnología, así como en la enseñanza universitaria. Por otra parte, todo depende de saber si se entiende “cultura” en sentido restringido o en sentido amplio. En el primer sentido, es decir, en el de las altas manifestaciones creadoras, en los ámbitos de la literatura, la pintura, la música o la arquitectura, la civilización estadounidense es evidentemente brillante, pero no es la única ni siempre la mejor. Su resplandor no podría compararse, a nivel de prestigio, con el de la Grecia clásica, Roma, China, la Italia del Renacimiento. Incluso podría decirse que la cultura artística y literaria estadounidense tiene una tendencia provinciana en la medida en que, dado el predominio del inglés, cada vez hay menos estadounidenses, incluso cultos, que lean en lenguas extranjeras. Cuando los universitarios o los críticos norteamericanos se abren a una escuela de pensamiento extranjera lo hacen con frecuencia impulsados más por la moda que por un criterio original.
Por el contrario, Brzezinski tiene razón en lo que se refiere a la cultura en su sentido más amplio. La prensa y los medios de comunicación de Estados Unidos llegan a todo el mundo. El modo de vida estadounidense —vestimenta, música popular, alimentación, distracciones— seduce por doquier a la juventud. Pero también se debe a que el país hace lo necesario para que así sea. ¡Cuántas veces no habré yo recibido en el extranjero las quejas de estudian tes, de aficionados cultivados por no recibir los libros, revistas o diarios franceses que habían pedido! Cuando se es un zoquete, es demasiado fácil echar las culpas al imperialismo cultural de los demás. El cine y las series de televisión estadounidenses tienen en todos los continentes millones de espectadores. El inglés se impone de facto como la lengua preponderante en Internet y es, desde hace mucho tiempo, la principal lengua internacional de comunicación científica. Buena parte de las elites políticas, tecnológicas y científicas de las naciones más diversas están tituladas en universidades americanas.
Más decisiva ha sido sin lugar a dudas, aunque moleste a los socialistas pasados y presentes, la victoria global del modelo liberal, a causa del hundimiento del comunismo. Igualmente, la democracia federalista según el modelo de Estados Unidos tiende a ser imitada fuera, empezando por la Unión Europea. Sirve de principio organizador para muchos sistemas de alianzas, entre los que se encuentran la OTAN o la ONU. No se trata aquí de negar los defectos del sistema estadounidense, sus hipocresías y sus desviaciones. Aunque tampoco Asia, África o América Latina le pueden dar muchas lecciones de democracia. Y en lo que a Europa se refiere, ella es la inventora de las grandes ideologías criminales del siglo. Es incluso por ello por lo que Estados Unidos ha tenido que intervenir dos veces en nuestro continente, a raíz de las dos guerras mundiales. Y es esta debilidad europea la que ha provocado su actual situación de superpotencia.
Pues la preponderancia de Estados Unidos proviene, sin duda, de sus cualidades, pero también de los fallos cometidos por los demás, especialmente por Europa. Recientemente, Francia le ha reprochado a Estados Unidos querer arrebatarle su influencia en África. Ahora bien, Francia tiene una abrumadora responsabilidad en la génesis del genocidio ruandés de 1994 y en la descomposición del Zaire que le siguió. Se desacreditó ella sola y ese descrédito provocó un vacío que enseguida se fue llenando por la presencia creciente de Estados Unidos. La propia Unión Europea avanza a pasos demasiado lentos hacia la realización de un centro único de decisión diplomática y militar. Es un coro en el que cada miembro se considera solista. ¿Cómo podría, sin unidad, servir de contrapeso a la eficacia de la política exterior estadounidense si, para esbozar la más mínima acción, debe lograr previamente la unanimidad de sus quince miembros? ¿Y qué pasará cuando sean veinte, y más dispares entre sí de lo que lo son los actuales miembros de la Unión.?
La superpotencia estadounidense es resultado, por una parte, de la voluntad y creatividad de sus ciudadanos. Por otra, es debida a una acumulación de fallos del resto del mundo: fracaso del comunismo, suicidio de África debilitada por las guerras, las dictaduras y la corrupción, divisiones europeas, retrasos democráticos de América Latina y, sobre todo, de Asia.
Con motivo de la intervención de la OTAN en Kosovo, el odio antinorteamericano subió un escalón más. En la guerra del Golfo se podía argumentar que, tras la aparente cruzada a favor de la paz, se escondía la defensa de intereses petroleros. Se subestimaba así el hecho de que los europeos son mucho más dependientes del petróleo de Oriente Medio que Estados Unidos. Pero en Kosovo, ni siquiera con la peor fe del mundo se puede ver qué interés egoísta de Estados Unidos dictaba esa intervención en una región sin grandes recursos ni gran capacidad importadora y cuya inestabilidad política, caos étnico, crímenes contra la población, ponían en grave peligro el equilibrio de Europa, pero en absoluto el de Estados Unidos.
Durante el proceso de movilización de la OTAN fueron los estadounidenses los que sintieron que los europeos les estaban embarcando en esta operación, especialmente Francia, tras el fracaso de la conferencia de Rambouillet. París, alma de dicha conferencia que tuvo lugar en febrero de 1999, había desplegado todos sus esfuerzos y comprometido todo su prestigio para convencer a Serbia de que aceptara un compromiso sobre Kosovo. Si como consecuencia de su negativa, los serbios no hubieran sufrido ninguna sanción, hubiera sido Europa, y en primer lugar Francia, quien hubiera dado el espectáculo de una penosa impotencia, por otra parte real. La participación norteamericana en Kosovo tuvo la función de paliarla y enmascararla. De los novecientos aviones implicados, seiscientos eran estadounidenses, así como la casi totalidad de los satélites de observación[242]. Porque el dinero que Estados Unidos consagra al equipamiento y a la investigación militares es el doble del que dedican los quince países de la Unión Europea; y en defensa espacial, diez veces más. Si la voluntad de actuar en Kosovo fue europea, la mayoría de los medios fueron y no podían ser más que estadounidenses. Por si fuera poco, la barbarie que se trataba de erradicar era resultado de varios siglos de absurdos de una factura típicamente europea, la menor de las cuales no era la última: haber tolerado que, tras la descomposición del titismo, se mantuviera en Belgrado un dictador comunista reconvertido en nacionalista integral.
Pero había, como de costumbre, que imputar a los estadounidenses las faltas europeas, por lo que numerosas cohortes de intelectuales y políticos europeos cubrieron con el velo de la ignorancia voluntaria esta constelación de antecedentes históricos casi milenarios y de factores contemporáneos visibles y notorios. El conocimiento fue sustituido por una construcción imaginaria según la cual los exterminios interétnicos en Kosovo eran una invención de Estados Unidos destinada a servirle de pretexto para, al intervenir, adueñarse de la OTAN y sojuzgar definitivamente a la Unión Europea. Pascal Bruckner ha hecho un edificante inventario de esta serie de majaderías[243].
En opinión de los griegos y los rusos, por ejemplo, Estados Unidos apoyaba a los musulmanes de Kosovo porque quería destruir la religión cristiana ortodoxa. Para los proárabes, lo que quería, por el contrario, era dar la impresión de ser amiga de los musulmanes para engañarlos mejor. En resumen: estamos en plena obsesión del complot. No es posible entender el pugilato de los intelectuales franceses, tras la publicación de un artículo de Régis Debray[244] en el que negaba o minimizaba las persecuciones racistas de Milosevic, ni el artículo mismo, si uno se obstina en creer que Régis Debray pretendía únicamente defender a los serbios de unas acusaciones que él consideraba infundadas. ¿Qué subyace tras este negacionismo de las atrocidades serbias? Al afirmar que el comportamiento de los serbios en Kosovo no justificaba el desencadenamiento de los ataques aéreos, Debray quiere llevarnos a pensar que la única causa de esta guerra es la ambición de Estados Unidos, que ha querido asentar su “hiperpotencia” y su dominación sobre Europa. Es ésta una idea fija expresada frecuentemente mientras duraron las operaciones, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, pasando por los comunistas y numerosos gaullistas.
La convergencia de los puntos de vista entre extrema derecha y extrema izquierda roza aquí la identidad. Jean-Marie Le Pen es indistinguible de Régis Debray y de otros cuando escribe en el órgano del Frente Nacional, National Hebdo [245] “El espectáculo de Europa [¡y de Francia!] marchando al paso de Clinton en esta guerra de cobardes y de bárbaros moralistas es descorazonador innoble, insoportable. He estado a favor de los croatas y contra Milosevic. Hoy estoy a favor de la Serbia nacionalista contra la dictadun impuesta por los norteamericanos”.
Para Didier Motchane, del Movimiento de los Ciudadanos (izquierda socialista), el objetivo secreto de los estadounidenses en atizar la hostilidad entre Rusia y la Unión Europea. Para Bruno Mégret, de la extrema derecha (Movimiento Nacional), era crear un precedente que un día podían utilizar los magrebíes, pronto mayoritarios en el sur de Francia, para exigir un referéndum sobre la independencia de la Provenza o su unión con Argelia. Para Jean François Kahn, director del semanario de izquierda Marianne, el mismo cálculo perverso tendía a empujar en la misma dirección a los alsacianos, si se les ocurría volver a ser alemanes. En caso de negativa del gobierno francés, el Tío Sam se sentiría con derecho a bombardear París, como había bombardeado Belgrado en 1999. Por su parte, Jean Baudrillard confía a Liberation[246] su visión del acontecimiento: el deseo real de Estados Unidos es, en su opinión ¡ayudar a Milosevic a desembarazarse de los kosovares! Vaya usted a saber por qué… Además, afirma Baudrillard, también ha sido Estados Unidos quien ha provocado la crisis financiera de 1997 en Japón y los otros países de Asia. Ni esos países ni Japón tienen, pues la menor responsabilidad sobre sus desgracias financieras. Como tampoco la tienen los europeos en la génesis de la intrincada madeja de odios balcánicos. A la conciencia moral de esos filósofos no asomó la hipótesis de la deshonra que hubiera supuesto para la Unión Europea permitir que prosiguiera, en el corazón de su continente, la carnicería de Kosovo. Es cierto que, según ellos, el proyecto global de Washington es “cortar el paso a la democracia mundial en lenta emergencia”[247]. ¿Así que la limpieza étnica en Kosovo era una “democracia en lenta emergencia”? Con ese pasaporte en la mano, no hay necesidad de romperse la cabeza estudiando las relaciones internacionales o incluso informándose. Como subraya sensatamente Jean-Louis Margolin[248], “la lectura del mundo es, pues, sencilla: Washington siempre es culpable, obligatoriamente culpable; sus adversarios son siempre víctimas, obligatoriamente víctimas”. Y yo añadiría: ¡sus aliados también! Siempre culpable: ésa es la palabra. Si Estados Unidos es renuente a implicarse en una operación humanitaria, se le estigmatiza por su poca prisa en socorrer a los hambrientos y perseguidos. Si se implica, se les acusa de conspirar contra el resto del planeta.
Este simplismo en lo que ni siquiera merece el nombre de análisis aumenta aún más la debilidad de las potencias medias y pequeñas en relación a la superpotencia americana. A su inferioridad económica y estratégica, esos países añaden, en efecto, la pobreza de ideas a la hora de explicar la realidad. Una desigualdad material se puede compensar mediante una sutilidad intelectual, un juicio exacto, una valoración imparcial. Son condiciones indispensables para mejorar la acción y, explotando al máximo los recursos del contexto, compensar en la medida de lo posible la diferencia de medios concretos. Pero cuando se forja una explicación cuya pobreza traduce a la vez un delirio compensatorio y una huida ante lo real, fuentes de una ineptitud en la acción, lo único que se hace es aumentar aún más esa diferencia. Al hundirse cada vez más en sus extravíos, causa indirecta del surgimiento de la superpotencia estadounidense, los europeos continúan alimentándola y contribuyen a fortalecerla. Además, si las explicaciones basadas únicamente en el antiamericanismo son exactas, si Estados Unidos es el único instigador tanto de la crisis financiera asiática como de las masacres de Kosovo y del descenso de las ventas de coliflor en Francia, el mundo está poblado por lelos abúlicos. ¿Qué puede tener de sorprendente el hecho de que, frente a unos socios tan penosos, que jamás son autores ni responsables de sus propios actos, Estados Unidos sea “hiperpotente”?
Somos sobre todo nosotros, los europeos, los que proyectamos sobre Estados Unidos las causas de nuestros propios errores. El “unilateralismo” estadounidense que denuncia el ministro de Asuntos Exteriores del gobierno Jospin, Hubert Védrine, no es a menudo más que el envés de nuestra indecisión o de nuestras malas decisiones. En lo que a Francia se refiere, creer que puede combatir ese “unilateralismo” por patalear para imponer la venta de nuestros plátanos antilleses a un precio superior al del mercado o por proteger insultantemente a Saddam Hussein produce risa. Igualmente, la obsequiosidad con la que Francia recibió al presidente chino en octubre de 1999 sería producto, se dijo, de un “gran objetivo" consistente en promover al gigante chino para contrapesar al gigante norteamericano. Así, Francia llegó, en agosto de 1999, a denunciar como “desestabilizador para China” el proyecto estadounidense de instalar cohetes antimisiles en Estados Unidos y en determinados países del Extremo Oriente. Se puede reconocer en ello un viejo penco de la propaganda prosoviética de antaño, según la cual la defensa occidental constituía una amenaza para la paz porque provocaba la angustia del Kremlin. Sin embargo, está comprobado, según los expertos, que desde hace varios años, China está aumentando considerablemente su arsenal nuclear. Si Francia pretende, por ejemplo, permitir que Pekín conquiste Taiwan por la fuerza, que lo diga claramente. Además, el “cálculo chino” de París se basa en una ilusión económica, porque la China comunista sigue siendo hasta el momento un enano económico aunque sea un gigante demográfico. Su PIB no representa más que el 3,5 por ciento del PIB mundial; su renta per cápita la sitúa cerca del puesto 80 del mundo; su mercado sólo absorbe el 1,8 por ciento de las exportaciones de Estados Unidos y el 1,1 por ciento de las de Francia o Alemania[249]. La mayoría de los contratos millonarios de los que se enorgullece París con motivo de cada viaje oficial, Pekín los agradece con los préstamos bonificados y siempre “reescalonados” que nosotros le permitimos. El sueño de la “carta china” que Francia podría jugar para hacer frente a la superpotencia estadounidense será, pues, durante mucho tiempo, producto de un infantilismo diplomático.
La gran cuestión que se nos plantea a los europeos en estos comienzos del siglo XXI es la de saber si vamos a poder recuperar la autonomía política que perdimos el 1 de agosto de 1914, primer día de la I Guerra Mundial.
Es cierto que, hasta esa fecha, Europa había tenido una historia agitada y con frecuencia bárbara y sangrienta. Pero ella sola resolvía sus crisis y encontraba periódicamente un equilibrio más o menos duradero mediante negociaciones estrictamente internas, entre potencias puramente europeas. Eso fue lo que ocurrió, en el periodo moderno, en el Congreso de Viena de 1815. También fue lo que ocurrió durante la segunda mitad del siglo XIX, y después de los conflictos que acompañaron a la unidad italiana y la unidad alemana.
Pero en 1919, por primera vez desde la caída del imperio romano, las negociaciones paneuropeas, destinadas a organizar de arriba abajo las estructuras políticas del Viejo Continente, tuvieron como director de orquesta e inspirador al presidente de una potencia extraeuropea: Woodrow Wilson. Ello era debido a que el bando vencedor había ganado gracias a Estados Unidos, que, con su intervención, había dado un vuelco al curso de la historia europea e impuesto, tras la paz, sus soluciones. El Tratado de Versalles fue, ante todo, un fracaso. No reconstruyó un nuevo equilibrio. De hecho, la I y la II Guerra Mundial son una y larga guerra, en dos partes separadas por un armisticio tenso y precario. Se trató de una inmensa y suicida guerra civil que en dos ocasiones degeneró en guerra mundial. La impotencia de los europeos para resolver sus propios problemas de relaciones diplomáticas era patente. Además, mientras de 1815 a 1914 Europa había progresado lenta pero continuamente hacia una mayor democracia, el periodo de entreguerras se saldó con una gigantesca regresión de la libertad y con la emergencia de grandes y pequeños totalitarismos —innovación europea de nuestro siglo— en Moscú, Roma, Berlín, Madrid, Vichy. Aunque la civilización europea se escapó de milagro de la autodestrucción, no dio la impresión durante todo el siglo de estar capacitada para gobernarse, al menos como conjunto continental.
Salvada de nuevo militarmente por Estados Unidos, fue, además reconstruida económicamente por este país a partir de 1945. La necesidad de defender lo que subsistía de la Europa libre, esta vez frente al imperialismo soviético tras la derrota del nazismo, confirió igualmente a Estados Unidos el papel de arquitecto y financiero de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, papel que la debilidad de los países europeos occidentales les impedía asumir. Europa se encuentra hoy, tras el hundimiento soviético, enfrentada por primera vez desde hace ochenta años a su propia autonomía y, a su pesar, plenamente responsable de su suerte. La época de la protección de Estados Unidos, acompañada del antiamericanismo, era muy cómoda, tanto desde el punto de vista político como psicológico. Pero ha pasado.
Y ahora que Europa está por fin sola consigo misma se muestra abúlica. Estaba acostumbrada desde hacía medio siglo a medir su independencia por su capacidad de resistir bien a la hegemonía estadounidense, bien al imperialismo soviético, apoyándose, en caso de necesidad, en el segundo frente a la primera. Era una independencia de subdesarrollado. La comedia ha terminado. Europa es hoy, simple y llanamente, independiente y enteramente responsable de sí misma. Pero no está entrenada para esta libertad recobrada.
La incapacidad o dificultad que tienen los europeos para comprender y controlar a tiempo los giros decisivos de su propia historia se prolonga a lo largo de todo el siglo XX. La hemos visto brillar con todo su inepto esplendor cuando los pueblos de la Europa del Este plantearon de manera insistente la reunificación de las dos Alemanias. Los dirigentes de la Europa occidental (con excepción de Helmut Kohl) no sólo no habían visto venir nada sino que ni siquiera habían visto lo que ya había venido.
No es, pues, extraño que el 9 de noviembre de 1999, con motivo de la ceremonia de conmemoración, en el Bundestag de Berlín, del décimo aniversario de la caída del Muro, los tres únicos héroes del día fueran Helmut Kohl, Mijail Gorbachov y George Bush. No se invitó a ningún otro jefe de Estado o de gobierno, pasado o presente, de los países de la Unión Europea. ¡La Unión Europea en calidad de ausente de la celebración de la vuelta de su propio continente a la democracia! Y con razón. La participación de los dirigentes de esos países al proceso de reunificación fue de lo más restringida, cuando no francamente negativa. Esta hostilidad fue especialmente sonora en el caso de Margaret Thatcher y de François Mitterrand y se manifestó bajo la forma de una pasividad indiferente en el caso de Giulio Andreotti, entonces presidente del Consejo de ministros italiano. Así, una vez más, las principales potencias europeas no comprendían el alcance ni controlaban el desarrollo de un acontecimiento fundador de su propia historia. Pretender mantener un enclave comunista alemán en una Europa en la que había desaparecido el comunismo era una muestra de ceguera rayana con la chochez.
Los dos pilotos de la reunificación fueron, naturalmente, el presidente soviético y el canciller germano occidental. Pero necesitaban una garantía internacional y un apoyo exterior para el caso de que una parte de los responsables soviéticos, especialmente los generales, decidieran enfrentarse a Gorbachov e intervenir militarmente para prolongar por la fuerza la existencia de la RDA. Esa garantía internacional y ese apoyo exterior los aportaron Estados Unidos. Su presidente, George Bush, dio a entender inequívocamente a los posibles beligerantes de Moscú que una nueva “Primavera de Praga” se enfrentaría esta vez a una respuesta estadounidense. Los europeos occidentales, que ni se enteraron de la importancia y del significado de los acontecimientos que estaban arrancando el comunismo a Europa central, ni han desempeñado ningún papel positivo, no tienen derecho a lamentarse del “hiperpoder” estadounidense, pues proviene del hecho de que Estados Unidos ha tenido que llenar el vacío político e intelectual de Europa en unas circunstancias en las que, una vez más, estaban en juego sus intereses vitales.
Pertenecer a Europa, ser aliado de Francia, de Gran Bretaña, de Italia, no le sirvió de nada a Helmut Kohl en 1989 y 1990, cuando tuvo que llevar a cabo la operación más arriesgada, la de más graves consecuencias, de la historia reciente de su país. Por el contrario, ser aliado de Estados Unidos le permitió llevar a buen puerto la reunificación, en la paz y rematando la descomunización de Europa central. Además, George Bush supo abstenerse de todo triunfalismo susceptible de irritar a los soviéticos que se oponían a la política de Gorbachov. El presidente estadounidense se negó, en particular, a seguir el consejo de sus asesores que le animaban a ir a Berlín al día siguiente de la caída del Muro. Tuvo la decencia de respetar la resonancia puramente alemana del reencuentro de las dos poblaciones. No fue un espectáculo, pero había sido un combate. Y Europa había estado ausente. Por eso ni Jacques Chirac, ni Tony Blair, ni Massimo d’Alema asistieron a la conmemoración del 9 de noviembre de 1999 en el Bundestag, en el Berlín reunificado.
El antiamericanismo onírico proviene de dos fuentes distintas que se unen en sus resultados. La primera es el nacionalismo herido de las antiguas grandes potencias europeas. La segunda, la hostilidad hacia la sociedad liberal por parte de los antiguos partidarios del comunismo, incluidos los que, aunque no aprobaban los sanguinarios totalitarismos soviético, chino u otros, habían apostado a que el comunismo podía un día democratizarse y humanizarse.
El nacionalismo herido no data del fin de la guerra fría, sino del día siguiente de la II Guerra Mundial. Su más brillante y categórico portavoz fue el general De Gaulle. “Europa occidental se ha convertido, sin enterarse, en un protectorado de los americanos”, confesó en 1963 a Alain Peyrefitte[250]. Para el primer presidente de la V República hay una equivalencia entre la relación de Washington con Europa occidental y la de Moscú con Europa central y oriental. “Cada vez se toman más las decisiones en Estados Unidos.” Desgraciadamente, los europeos occidentales, menos Francia, “se precipitan a Washington para recibir órdenes”. “Los alemanes se convierten en los boys de los americanos.” Por otra parte, ya durante la guerra, “Churchill daba una coba desvergonzada a Roosevelt”. “Los americanos no se preocupaban más de liberar Francia que los rusos de liberar Polonia.”
De Gaulle desarrolló públicamente esta tesis en su rueda de prensa del 16 de mayo de 1967: desde 1945, Estados Unidos ha tratado a Francia del mismo modo que la URSS trató a Polonia y Hungría. Nada le hizo cambiar de idea. En 1964, el presidente Johnson dirige a los departamentos de Estado y de Defensa un memorándum por el que les dice que no aprobará ningún plan de defensa que no haya sido discutido previamente con Francia. De Gaulle declara entonces a Peyrefitte: “Johnson quiere marear la perdiz”. Si no hubiera ordenado consultar a Francia, Johnson hubiera dado pruebas con ello de su “hegemonismo”, pero si, por el contrario, proclama la libertad francesa de elegir y la voluntad norteamericana de no adoptar ningún plan sin el beneplácito de París, entonces es que quiere “marear la perdiz”. El conocido dispositivo mental está en marcha: Estados Unidos siempre se equivoca.
En el nacionalista, el pensamiento gira, pues, en el laberinto pasional del orgullo herido. Incluso en la ciencia y la tecnología, el retraso de su país no se debe, según él, a haber errado el camino o de una falta de aptitud —a causa, por ejemplo, de rigidez estatal— para ver y tomar la dirección del futuro. Si otro país coge antes que él las ocasiones de progresar, no puede ser más que por mala voluntad o por apetito de dominación. La inteligencia no tiene nada que ver, ni el sistema económico. Así, en 1997,Jacques Toubon, ministro francés de Justicia, declara al semanario norteamericano US News and World Report que “el uso dominante de la lengua inglesa en Internet es una nueva forma de colonialismo”. Está claro que la ceguera tecnológica de una Francia crispada ante su Minitel nacional no ha desempeñado ningún papel en esta triste situación. En 1997 teníamos diez veces menos ordenadores enganchados a Internet que Estados Unidos, dos veces menos que Alemania y estábamos incluso por detrás de México y Polonia. Pero la culpa siempre es del otro, que ha tenido la inteligencia de ver más claro y antes que nosotros y cuya agilidad liberal ha permitido la iniciativa de creadores privados. En Francia, ¿no constituye un lastre la burocratización de una investigación amojamada en el CNRS, la distribución del dinero público a investigadores estériles pero amigos del poder? En un texto de 1999 titulado Pour l’exemption culturelle, Jean Cluzel, presidente del Comité francés para lo audiovisual, persiste en esa vía proteccionista y timorata. Escribe: “La soberanía francesa se ve fuertemente amenazada por la estrepitosa irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación al servicio de la cultura dominante estadounidense” ¿Irrupción estrepitosa? ¿Por qué razones? ¿Ha caído del cielo? ¿Cuál es el remedio? ¿Estudiar las causas de esa irrupción? ¡Ni hablar! Hay que instaurar cuotas, subvencionar nuestras películas y las series de televisión, reivindicar la universal francofonía mientras permitimos que la lengua francesa se degrade en nuestras escuelas y en las ondas.
Toda interpretación delirante por la que el yo herido imputa sus propios fracasos a otro es intrínsecamente contradictoria. Y ésta no escapa a la regla. En efecto, los franceses odian a Estados Unidos, pero si a alguien se le ocurre protestar por los americanismos inútiles que invaden el lenguaje de los medios de comunicación de masas se le intenta acusar de viejo carroza, de purista estrecho y de guindilla ridículamente aferrado al pasado. Logramos la hazaña de conjugar el imperialismo francofónico con el harakiri lingüístico. Queremos imponer al mundo una lengua que nosotros hablamos cada vez peor, y que, por tanto, despreciamos deliberadamente.
Esta contradicción reina con la misma fuerza en el corazón del antiamericanismo de la izquierda. Pero el suyo no es tanto nacionalista como ideológico. En los casos agudos es ambos a la vez. Cuando Noël Mamère, diputado verde, y Olivier Warin, periodista de la cadena Arte, titulan un libro escrito en común Non, merci, Oncle Sam[251], sólo puede significar una cosa a la luz de la historia y no de la ilusión: los dos autores hubieran preferido una Europa hitleriana o estaliniana antes que verla influida por Estados Unidos. Sin embargo, Estados Unidos es detestado por la izquierda sobre todo por ser la cueva del liberalismo. Ahora bien, en cuanto se rasca un poco, se ve que para los socialistas el liberalismo sigue siendo equivalente a fascismo. Una equivalencia que la ultraizquierda hace abiertamente. Y no hace falta presionar mucho a un interlocutor de la izquierda “moderada” para que también lo haga traicionando lo que piensa en su fuero interno. ¿Cuántas veces hemos encontrado, en las páginas precedentes y en boca de oradores que por lo demás no mostraban ningún signo de locura, la expresión “liberalismo totalitario” y otros equivalentes? La consecuencia natural de ese veredicto debería ser, pues, preconizar la restauración de la sociedad comunista, la vuelta a las raíces del socialismo, la abolición de la libertad de empresa y de la libertad de mercado. Y en ello radica la contradicción. Pues, dado el balance del comunismo e incluso del social-estatalismo a la francesa de los años ochenta, hoy demasiado conocidos, la izquierda da marcha atrás ante esa conclusión aunque una parte sustancial de sus más ardientes predicadores la acaricien. Pero como tal programa no puede dar pie a una política susceptible de ser llevada a cabo por un gobierno responsable, sea cual sea éste, han sido los intelectuales de izquierda quienes, fieles a su misión histórica, no han perdido la magnífica ocasión de ser sus paladines.
Así, Günter Grass, en una novela publicada en 1995, Ein weites Feld (Es cuento largo), canta retrospectivamente los encantos de la República Democrática de Alemania, reservando toda su severidad para Alemania del Oeste. Para él, la reunificación de Alemania no fue más que la “colonización” (término que no es la primera vez que nos encontramos en este contexto) del Este por el Oeste y, por tanto, por el “capitalismo imperialista”. Hubiera debido hacerse a la inversa, dice, servirse de la RDA como del sol gracias al cual el socialismo hubiera irradiado sobre el conjunto de Alemania. Y para rematar la belleza de la demostración, el héroe de la novela de Grass es un personaje al que tanto ustedes como yo consideraríamos ingenuamente como infecto y nauseabundo pues ha dedicado su vida a espiar a sus conciudadanos y a chivarse, primero a la Gestapo y luego a la Stasi. Pero Grass le considera absolutamente respetable por haber servido siempre a un Estado antiliberal y haberse inspirado en las viejas virtudes del espíritu prusiano. Tales son las convicciones históricas y los criterios de moralidad del Premio Nobel de literatura de 1999[252]. Tienen su lógica desde la perspectiva de una “resistencia” a la influencia estadounidense, puesto que las dos únicas producciones políticas originales de Europa en el siglo XX, las únicas que no deben nada al pensamiento “anglosajón”, son el nazismo y el comunismo. ¡Permanezcamos, pues, fieles a las tradiciones del terruño!
El antiamericanismo ideológico de la izquierda no se basa en absoluto en una percepción de las realidades de la sociedad estadounidense. Estados Unidos se merece numerosas críticas, pero deben derivarse de un estudio serio de los hechos que la componen y de su funcionamiento. La condena de los fracasos no significa nada sin el reconocimiento de los éxitos. El rechazo fóbicamente global a Estados Unidos como encarnación del Gran Satán liberal nos informa mucho sobre la subjetividad psíquica de sus propagadores, muy poco acerca de la civilización de que es objeto, y que los fiscales enloquecidos se cuidan muy mucho de ignorar. Se trata de una manifestación del negacionismo de los éxitos del liberalismo, pareja y condición del negacionismo de los fracasos y crímenes del comunismo.
Felizmente, los políticos, que están más obligados a observar el principio de realidad, no pueden permitirse el lujo de seguir eternamente a los intelectuales en sus locuras. Durante un viaje oficial a Estados Unidos, en julio de 1998, a Lionel Jospin se le desinfló una de las numerosas patrañas que proliferan en Francia sobre el empleo en Estados Unidos, esos clichés que sirven de consuelo a la esterilidad subvencionada[253]. Dando muestras de honestidad, el primer ministro francés admitió por fin que “contrariamente a lo que hemos afirmado, y quizá creído, el empleo que se crea en Estados Unidos no es sólo, y ni siquiera mayoritariamente, empleo no cualificado ni chapuzas”. ¿Por qué Estados Unidos, con sus 258 millones de habitantes, ha creado de 1974 a 1994 40 millones de nuevos puestos de trabajo, mientras que la Europa de los doce, con sus 270 millones de habitantes y a pesar de los miles de millones gastados en subvenciones y “fondos estructurales” con los que anega su economía sólo creó en el mismo lapso de tiempo 3 millones de puestos de trabajo? Ésta es la cuestión que Lionel Jospin no pudo dejar de plantearse. Incluso llegó a aventurar: “No queremos una sociedad de beneficencia sino una sociedad de trabajo”. ¿Va a acusársele de haber dado un giro hacia el fascismo? ¿De contribuir a la expansión del horror económico y de la dictadura liberal?