EL MIEDO AL LIBERALISMO
EL viernes 1 de octubre de 1999, la cadena de televisión Arte emitió por la noche un largo telefilme policiaco cuyo héroe es un detective privado español llamado Pepe Carvallo que vive en Barcelona. La historia comienza con un asesinato cometido en esa ciudad y continúa en París, adonde nuestro detective acude en busca del origen de toda una serie de asesinatos relacionados con el primero. Sin entrar en los insípidos detalles de una narración de una monótona nulidad, resumiré sus enseñanzas esenciales mencionando únicamente: 1.° el héroe es un antiguo izquierdista o comunista, que sigue siendo “de izquierdas”, algo que él repite a lo largo de todo el serial: 2.° los culpables de los asesinatos pertenecen a una empresa que vende clandestinamente armas a Irak, tráfico que disgusta mucho a nuestro detective izquierdista o comunista: 3.° dicha organización es neonazi y una mujer, que resulta ser la autora de los asesinatos, grita, antes de morir a su vez bajo las balas de un ex cómplice desenmascarado por el detective: “¿Por qué haces esto cuando íbamos a ganar por fin nuestra lucha por un liberalismo mundial?”. En pocas palabras, un magnífico ejemplo de “realismo socialista”.
Una cadena de televisión que se considera “cultural” sacude así al público, a una hora de máxima audiencia, un serial que, aparte de su inefable mediocridad, es un sermón de pura propaganda política, basado, por si fuera poco, en dos grandes errores de bulto. En efecto: 1.° durante la Guerra del Golfo de 1990-1991, y los años siguientes, la gente de izquierda, en compañía de la extrema derecha, apoyó a Saddam Hussein por odio a Estados Unidos, tomando partido por el carnicero de Bagdad frente a la democracia norteamericana y a las Naciones Unidas; 2.° los auténticos nazis eran antiliberales, al menos tanto como los marxistas, como se puede ver en toda lectura, incluso superficial, de los textos de Hitler. Pero para los guionistas de este tostón[182], lo más importante era embutir en la cabeza de los telespectadores la imaginaria ecuación de igualdad entre neoliberalismo y nazismo.
La emisión de tal eslogan por una cadena financiada con dinero público franco-alemán, envolviéndolo en un folletín sin ninguna excusa estética posible, dice más sobre las obsesiones de la izquierda postcomunista, sobre su modo de actuar y su propaganda, con vistas a salvar su pasado, que muchas discusiones ideológicas de alto vuelo entre intelectuales o controversias de interpretación entre historiadores.
Algunas reacciones irracionales, borreguiles y cotidianas son más reveladoras de las mentalidades que las discusiones de los economistas. Así, en la mañana del 5 de octubre de 1999, treinta pasajeros murieron y varios centenares resultaron heridos tras la colisión de dos trenes en la estación de Paddington, en las afueras de Londres. Inmediatamente empezaron a zumbar en Francia, en todas las ondas, durante todo el día, los mismos comentarios: desde la privatización de los ferrocarriles británicos, los nuevos propietarios o concesionarios, movidos únicamente por la búsqueda del beneficio, han economizado en los gastos dedicados a la seguridad, especialmente en lo que respecta a infraestructuras y señalización. Deducción inmediata: las víctimas del accidente han sido asesinadas por el liberalismo.
Si ello es cierto, también lo es que las ciento veintidós personas que murieron en el accidente de Harrow en 1952 fueron asesinadas por el socialismo, puesto que British Railways estaba entonces nacionalizada. En Francia, el 27 de junio de 1988, un tren chocó en plena estación de Lyon contra otro que estaba parado: hubo cincuenta y seis muertos y treinta y dos heridos, víctimas evidentes, en consecuencia, de la nacionalización de los ferrocarriles franceses en 1937 y, por tanto, asesinados por el Frente Popular. El 16 de junio de 1972, la cúpula del túnel de Vierzy, en la Aisne, se desmoronó sobre dos trenes: ciento ocho muertos. No parece que, en este caso, el mantenimiento de las estructuras fuera tampoco de una maravillosa perfección, por muy estatalizada que estuviera la compañía encargada de realizarlo.
Tras unas horas de investigación en Paddington se comprobó que el conductor de uno de los trenes no había hecho caso de dos semáforos en ámbar que le ordenaban que disminuyera la velocidad y se había saltado uno rojo que le ordenaba pararse. Parece que lo que explicaba el drama era un error humano y no el afán de lucro. ¡Ni hablar!, respondieron inmediatamente los antiliberales, el tren culpable no estaba equipado con un sistema de freno automático que se activa cuando un conductor se salta por descuido un disco rojo. De acuerdo, pero en el accidente de la estación de Lyon este sistema, si existía, no debió servir de mucho para paliar el error del conductor francés. Ni tampoco el 2 de abril de 1990, en la estación de Austerlitz de París, cuando un tren arrancó un tope, atravesó el andén y se empotró en la cantina. Si de lo que se trata es de infraestructuras, la vetustez de los pasos a nivel franceses, mal señalizados y provistos de frágiles barreras que se bajan en el último minuto, causa al año entre cincuenta y cien muertos, normalmente más cerca de ochenta que de cincuenta. La infalibilidad del “servicio público a la francesa”, en este caso, no salta a la vista. Evidentemente, estos hechos y comparaciones no se les pasaron por la mente a los antiliberales.
Añadamos que, incluso cuando pertenecían al Estado, los ferrocarriles británicos han sido famosos en toda Europa por su mediocre funcionamiento. Y, finalmente, que su privatización no terminó de realizarse hasta 1997. ¿Cómo pudo producirse de un modo tan rápido y súbito, en menos de dos años, ese deterioro de infraestructuras y de material rodante? En realidad, British Railways legó a las compañías privadas una red y una maquinaria profundamente degradadas que desde hacía ya varias décadas ponía en peligro la seguridad de los viajeros. Acusar al liberalismo de esta tragedia es más producto de una idea fija que del razonamiento.
Entiéndanme bien. Lo he dicho más de una vez en estas páginas: no hay que considerar el liberalismo como el reverso del socialismo, es decir, como una receta prodigiosa que garantizaría soluciones perfectas aunque por medios opuestos a los de los socialistas. Una empresa privada es muy capaz de hacer correr peligros a sus clientes por perseguir el beneficio. Es el Estado quien debe impedirlo, y esta vigilancia forma parte de su auténtica función, aunque generalmente no la desempeñe. Pero la negligencia, la desidia, la incompetencia o la corrupción no hacen correr el más mínimo peligro a los usuarios de los transportes nacionalizados. Hay que llevar la obsesión antiliberal hasta la ceguera total para pretender o sobreentender que sólo habría habido accidentes en los transportes privados… Los treinta muertos provocados por la colisión de dos trenes de la Compañía nacional noruega, el 4 de enero de 2000, ¿fueron víctimas del liberalismo?
Y lo mismo pasa con los automóviles. Los Renault, en la época en que su único accionista era el Estado, no eran ni más ni menos seguros que los Peugeot, los Citroën, los Fiat o los Mercedes, fabricados por empresas privadas. Incluso quizá lo eran menos, ya que el Renault Dauphine, por ejemplo, fue famoso por la facilidad con que volcaba. Dado que la Renault nacionalizada tenía permanentemente una cuenta de explotación deficitaria y que los automóviles que salían de sus talleres no eran fuente de ningún beneficio, no hubieran debido, siguiendo la lógica antiliberal, provocar jamás ningún accidente debido a fallos de la mecánica o del aerodinamismo.
Acabo de dar dos ejemplos que ilustran la omnipresencia de un poso casi inconsciente de cultura antiliberal, que brota a la más mínima ocasión y que es tanto más asombroso cuanto que persiste a pesar de ir en contra de toda la experiencia histórica del siglo XX e incluso de la práctica actual de casi todos los países. La práctica diverge de la teoría y de la sensibilidad. El instinto tiene más en cuenta que la inteligencia las enseñanzas del pasado. El antiliberal es un mago que se proclama capaz de andar sobre las aguas pero que se cuida mucho de exigir un barco antes de salir a la mar. ¿Cómo explicar este misterio?
Una primera causa es esa inercia del pensamiento que he denominado el “remanente ideológico”[183]. Una ideología puede sobrevivir mucho tiempo a las realidades políticas y sociales a las que acompañaba. A finales de los años treinta, ciento cincuenta años después de la Revolución, todavía se podía encontrar en Francia una bulliciosa corriente realista, con numerosos partidarios de una monarquía absoluta, ni siquiera constitucional. Aunque no tomaban parte directamente en la vida política, en el Parlamento o en el gobierno, esta corriente ejercía una notable influencia en la sociedad francesa tanto por su prensa como por el talento de los autores que propagaban sus ideas hostiles a la República. A pesar de la falta de realismo de su programa de restauración monárquica, esa escuela de pensamiento no desempeñaba en el debate público y en la vida cultural un papel en absoluto marginal. Lo mismo pasará durante mucho tiempo con el socialismo, incluso después de la cuchilla histórica de 1989 y a pesar de que el mundo evolucione en un, sentido opuesto al suyo. Cuando, en 1960, Daniel Bell publicó El fin de las ideologías[184] se rieron de él. Durante los veinte años siguientes no hubo coloquio en el que un participante no le preguntara irónicamente dónde estaba el fin de las ideologías, siendo así que éstas no habían actuado quizá nunca con tanto rigor como entre 1960 y 1980. Era cierto, pero ¿para qué? El culto a Mao y al Che Guevara en Europa y América era pura fantasmagoría. Jamás fue más falsa la célebre frase de Marx: “El hombre sólo se plantea problemas que puede resolver”. Si la historia del siglo XX es ilustrativa de una verdad, ésta es que el hombre se pasa la vida planteándose problemas que no puede resolver —porque se trata de que son falsos problemas que por su esencia no implican solución— y no resolviendo gran cantidad de problemas cuya solución está al alcance de su mano. Una ideología tiene dos maneras de terminar: en los hechos y en las mentes. Puede muy bien haber terminado en los primeros y seguir reinando en las segundas, no tener ningún efecto en la acción —a no ser de freno— y ocupar un lugar inmenso en el discurso. Obedece entonces a la consigna suprema de las ideologías: no confeséis jamás que os habéis equivocado, y menos aún si vuestros errores han provocado la muerte de seres humanos.
Cuando las ideologías rebatidas y deshonradas por el comportamiento de sus adeptos siguen emitiendo destellos, lo hacen sobre todo en los juegos de espejos de la “comunicación”. He mencionado en varias ocasiones ejemplos sacados de la televisión, medio que domina en nuestra época el arte de “comunicar”, que también incluye el arte de engañar a la opinión pública.
Se necesitará tiempo para que estas imposturas desaparezcan. Durarán mientras aquellos que en el pasado aprobaron el horror sigan ocupando puestos destacados en nuestra vida cultural y en nuestra “comunicación”. Su negación de la verdad es fácilmente comprensible. Obedece a elementales motivos de autoprotección y de huida ante el deber de asumir el pasado, el famoso “deber de memoria”, reservado hasta el momento al pasado nazi. De ahí el contraataque defensivo contra el liberalismo, una forma de distracción destinada a eludir la verdad sobre el comunismo y, en un sentido más amplio, sobre el socialismo. “Los que pretenden hacer feliz a la humanidad no hacen jamás feliz al hombre”, dice Claude Imbert. “Los que sueñan con un sistema ideal de igualdad comienzan como despedazadores y terminan como nomenklaturistas.”[185] Podría añadirse: y reaparecen procurándose una floreciente tercera carrera como autores y presentadores de programas históricos en la televisión.
Machacar continuamente con imprecaciones contra los “estragos del liberalismo” es una manera solapada de insinuar: “Miren ustedes, el comunismo no era tan malo si dejamos aparte algunas ‘desviaciones’ contra natura”. Pero, además de justificar un pasado injustificable, el antiliberalismo tiene otras funciones más concretas: conjurar dos miedos presentes en cada uno de nosotros, el miedo a la competencia y el miedo a las responsabilidades. Estos miedos no son meras aprensiones. Son miedos, por decirlo de algún modo, conquistadores. Tienen, en efecto, un lado positivo: la protección contra los rivales, unida a un cúmulo de ayudas oficiales, que garantizan unas “ventajas adquiridas” independientes de toda rentabilidad. Y no constituye la menor de esas ventajas, bien o mal adquiridas, pertenecer a una economía que se considera más de redistribución que de protección, y cuya presión sobre el individuo y sus aptitudes es, por consiguiente, reducida. De ahí el confort de la falta de responsabilidad que proporciona pertenecer a la gran máquina estatal o paraestatal.
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El 20 de abril de 1890, Émile Zola decía a un periodista del New York Herald Tribune (hoy International Herald Tribune) que había ido a verle a su nuevo apartamento de la calle Bruxelles de París: “Estoy trabajando sobre una novela, El dinero, que tratará de cuestiones relativas al capital, el trabajo, etcétera, enarboladas en estos momentos por las clases descontentas en Europa. Mi postura será que la especulación es una cosa buena, sin la que las grandes industrias del mundo se extinguirían como se extinguiría la población sin la pasión sexual. Los gruñidos y protestas que hoy emanan de los centros socialistas son el preludio de una erupción que modificará en mayor o menor grado las condiciones sociales existentes. Pero ¿acaso nuestra gran Revolución ha hecho el mundo mejor? ¿Son realmente los hombres más iguales en algo de lo que lo eran hace cien años? ¿Puede usted garantizar a un hombre que su mujer no le engañará jamás? ¿Puede hacer a todos los hombres igual de felices o de listos? ¡No! ¡Pues dejen de hablar de igualdad! Libertad, sí; fraternidad, sí; pero igualdad, ¡jamás!”[186].
Hombre de izquierdas, y lo demostró pagándolo muy caro, ídolo venerado por los socialistas franceses del siglo XX, Zola era, sin embargo, lo suficientemente inteligente como para comprender que ninguna sociedad es igualitaria. Pero sus desigualdades pueden provenir de las diferencias de los logros de los hombres o de las disparidades de los beneficios otorgados por el Estado, o dicho de un modo más sencillo, del muro que separa a los que poseen uno o varios privilegios del Estado y los que no poseen ninguno. Empleo aquí privilegio en su sentido más exacto: “Ventaja concedida a uno o varios y de la que se disfruta con exclusión de los demás, contra el derecho común” (Littré). Es necesario precisarlo porque en el lenguaje política aunque no gramaticalmente correcto, “privilegio” se ha convertido en sinónimo de “rico”, del mismo modo que los pobres han pasado a llamarse “desfavorecidos”. Ahora bien, se puede ser rico sin haber obtenido nunca el menor privilegio, o tener sólo una renta modesta en cuya composición entran, sin embargo, ventajas exorbitantes respecto al derecho común. El nomenklaturista se puede hacer rico porque sus relaciones políticas le proporcionan la presidencia de un gran monopolio del Estado, o puede ir tirando en una administración, o una mutua, debido a un modesto empleo ficticio que no por ello deja de ser un privilegio. Y Bill Gates se ha convertido en el hombre más rico del mundo gracias a su genio como inventor, sin jamás haber necesitado del menor privilegio en el sentido exacto y literal de la palabra.
Las desigualdades liberales de las sociedades de producción sufren una agitación permanente que las hace susceptibles de modificarse en cualquier momento. En las sociedades de redistribución estatal, las desigualdades son, por el contrario, fijas y estructurales: a pesar de todos los esfuerzos y las cualidades mostradas por un miembro activo del sector privado francés, jamás gozará de las ventajas adquiridas (es decir, otorgadas e intocables) de, por ejemplo, un empleado de la Électricité de France. Ni de las de un trabajador de la Société Nationale des Chemins de Fer francesa (SNCF), a la que con razón se ha calificado de “campeona del mundo en horas, días y kilómetros perdidos por paros en el trabajo”[187] (traducción al lenguaje socialista: “servicio público a la francesa”). En este tipo de sociedad, que tan bien encarna Francia, es el Estado el que crea esos favores generadores de desigualdad, empezando por los que se dan a sí mismos los parlamentarios. Al cabo de sólo veinte años de actividad, los representantes de la nación perciben una jubilación equivalente a la totalidad del sueldo, el 70 por ciento del cual paga, por supuesto, el contribuyente y no el sacrosanto “reparto” socialista, que no sería suficiente y cuya mera evocación, en este caso como en el de cualquier agente público, constituye una estafa tan intelectual como material. Francia tiene nada menos que quinientas treinta y dos jubilaciones especiales, lo que equivale al mismo número de situaciones privilegiadas. ¡Bonita rehabilitación del Antiguo Régimen, en los hechos, ya que no en las palabras! Y esos privilegios no afectan sólo a los servicios públicos. El excedente de producción de frutas y verduras de mala calidad, de rábanos que no pican y de lechugas como papel de estraza, de tomates sin gusto y de melocotones tan duros que podrían servir para jugar a la petanca pero no para comer, es en Francia resultado directo de la acumulación de subvenciones nacionales y europeas que lo hacen ventajoso; y de que los agricultores saben por experiencia que destrucciones, incendios, bloqueos de carreteras y vías férreas y asaltos a edificios públicos no les acarrearán los rigores de la ley sino dádivas financieras suplementarias. El hecho de que diversas categorías de ciudadanos particulares se vean así dispensadas de respetar nuestras leyes y autorizadas a violarlas impunemente es lo que se denomina, en el sentido más puramente etimológico del término, “privilegios”. Hace ya mucho tiempo que los agricultores disfrutan estos privilegios, a la vez pecuniarios y jurídicos. Ya en 1963 De Gaulle se quejaba amargamente de la pasividad, por no decir la cobardía, de sus ministros ante la violencia campesina. Siempre en el contexto del excedente de producción de la cría de bovino, el general llegó a quejarse un día a Alain Peyrefitte: “Los gendarmes son unos becerros, los prefectos son unos becerros, los ministros son unos becerros, al Estado le sirven unos becerros”[188]. Y esos hábitos llegaron incluso a empeorar en 1999. El colmo del ingenio de los agricultores fue designar ese año como chivo expiatorio del excedente de producción —en realidad consecuencia del “modelo social agrícola europeo”— a Estados Unidos. Saquearon algunos restaurantes McDonald’s, clara muestra de inteligencia, dado que dichos restaurantes compran in situ la casi totalidad de sus productos de base y dan empleo a miles de franceses. Los agricultores, que desde hace cuarenta años nos cultivan frutas insípidas y pollos con hormonas que saben a pescado, destruyeron dichos restaurantes, con el aplauso de la estupidez nacional, en nombre de la lucha contra la “comida basura” y la defensa del “terruño”. Su móvil real era el rechazo de la competencia. ¿Por qué los McDonald's tienen tantos clientes? Es una pregunta que jamás se hace un francés. ¿No tendrán algo que ver los precios? Silencio. Al fin y al cabo, lo que se sirve en esos restaurantes es fundamentalmente filetes de carne picada, patatas fritas y ensalada, que no me parece un menú tan alejado del habitual francés y tan representativo del imperialismo estadounidense. Además, los agricultores franceses queman cada verano camiones de frutas y verduras que no vienen de Estados Unidos sino de España, país miembro de la Unión Europea. La demagogia antinorteamericana sirve, pues, para enmascarar una reivindicación proteccionista más general. Esta reivindicación se sustenta en el combate contra la mundialización. Está dirigida a perpetuar un modelo de agricultura erigido sobre la subvención por parte de los contribuyentes, a la que hay que sumar las ayudas a la exportación y las garantías frente a las importaciones. El gobierno francés cede servilmente ante los agricultores y perpetúa este absurdo económico. Sumándose al odio hacia Estados Unidos, lucha e invoca todos los pretextos posibles para rechazar los productos importados, incluso los europeos y latinoamericanos, como ocurrió en la Cumbre de Río de junio de 1999. En el ámbito de la vida intelectual, la práctica totalidad de los premios Nobel científicos fueron obtenidos, en el otoño de 1999, por norteamericanos o (lo que debía inquietarnos aún más) por investigadores de origen europeo que trabajan en Estados Unidos. ¿Qué teníamos nosotros a cambio? El héroe nacional del pensamiento francés era, en ese momento, un tal José Bové, destructor de restaurantes McDonald’s y matasiete de la mundialización[189].
En el ámbito de la cultura francesa, el “modelo Bové” es, desde hace varios años y bajo el nombre de “excepción cultural”, el ideal, la ardiente exigencia del gobierno francés y de nuestros artistas del mundo del cine y del audiovisual. Aunque en economía pura la supresión de la competencia es un mal cálculo que lleva a la degradación de la calidad y al aumento de los precios, se puede comprender que, a primera vista y a corto plazo, pueda parecer beneficiosa. Pero reclamar la protección del Estado frente a las obras producidas fuera significa, por parte de los creadores artísticos y literarios, la confesión vergonzosa de su propia falta de talento. “¡Ocúltennos la humillación de las comparaciones!” (en expresión de Baudelaire), ordenan esos “creadores” a sus gobernantes. Para ellos, como para los agricultores, el enemigo es, en primer lugar, Estados Unidos y, después, la Organización Mundial del Comercio (OMC), en resumen, el mundo entero. Su deseo más querido (en todos los sentidos de la palabra) es que el público tenga el menor conocimiento posible de las obras de sus competidores, que se vea privado de poder elegir entre las diversas producciones culturales y que, además, el Estado subvencione los espectáculos de esos “creadores” si, a pesar de todo, sus compatriotas se obstinan en hacerles ascos. En otras palabras, para paliar la falta de espectadores, el Estado debe robar a los no espectadores y entregar a los autores el fruto de su rapiña. He aquí una desigualdad que, como todas las desigualdades estructurales, se disfraza de resistencia a la “dictadura del mercado” y a la “mundialización ultraliberal”. Lo más divertido es que esta cruzada a favor de la uniformidad y el aislamiento de la cultura francesa se hace en nombre del “reconocimiento de la diversidad cultural en el mundo”, según palabras del ministro francés de Asuntos Exteriores[190]. ¿Habrá que lamentar que nuestros antepasados europeos no cortaran de raíz la insoportable dominación de la pintura italiana en los siglos XV y XVI, o la de la invasora literatura francesa en el siglo XVIII, con el alegato de preservar la “diversidad” de la cultura en Europa, es decir, el provincianismo?
En una sociedad en la que las desigualdades no son resultado de la competitividad o del mercado sino de decisiones del Estado o de agresiones corporativistas ratificadas por el Estado, el gran arte económico consiste en lograr que el poder público desvalije a mi vecino en mi beneficio y, a ser posible, sin que aquél sepa adónde va a parar la suma que se le quita. De ahí esas sociedades, de las que Francia es una muestra eminente, en las que cerca de la mitad de la población vive total o parcialmente del dinero público, por vía directa o por persona interpuesta, y la otra mitad paga ella sola los impuestos más pesados. Es cierto que una parte amplia de esos ingresos de origen estatal es la justa retribución de un trabajo, pero una parte no menos importante sirve para remunerar privilegios y para financiar el clientelismo. En suma, la clase política cambia dinero por votos.
Decenas de libros y millares de artículos se han ocupado del despilfarro del dinero público en Francia. Pero el Estado se niega a intentar acabar con él, por lo que no deja de aumentar su déficit y, por tanto, de aumentar su presión fiscal. Entre los beneficiarios de estos despilfarros, en ocasiones próximos a los desvíos indecentes, figuran innumerables asociaciones a las que una ley elástica permite hacer prácticamente lo que les da la gana sin que nadie las controle y cuyo funcionamiento ha desmontado muy bien Pierre-Patrick Kaltenbach en su ya clásico trabajo Asociaciones lucrativas sin objetivo[191]. “Cuando no se tiene suficiente fe para convencer ni suficiente valor para mandar”, dice en la revista Le Débat, “lo único que queda es corromper”. Y añade: “Junto a los déficit y la deuda que han permitido financiar el statu quo y los logros sociales, las asociaciones han sido el expediente más importante del periodo”. El aumento de los déficit, del endeudamiento y de la fiscalidad tiene que ser bien visto por aquellos cuyos privilegios financian en un país en el que la base imponible del impuesto sobre la renta es tan estrecha que, como ya he dicho, sólo la mitad de los hogares pagan dicho impuesto y, de éstos, el 20 por ciento paga el 80 por ciento del total. Se objetará que son los más ricos. No: los verdaderamente ricos hace tiempo que han transferido su fortuna al extranjero. Los que pagan el impuesto directo hiperprogresivo son los trabajadores con salarios más elevados, es decir, los que forman las clases medias superiores a las que casi siempre han accedido gracias únicamente a su talento. Para ellos, la evasión fiscal es imposible y la expatriación cada vez más tentadora[192].
También se argumentará que ese continuo aumento de las deducciones obligatorias, de los déficit y del endeudamiento se justifica por una política social de ayuda a los más desfavorecidos, a los parados, a los “excluidos”. Sería un buen argumento si, por una parte, desde 1980 la política económica de los diversos gobiernos franceses y de muchos otros gobiernos europeos no hubiera hecho todo lo posible para aumentar el número de esos parados y esos excluidos; y si, por otra parte, el dinero proveniente de las deducciones sirviera para ayudarlos con eficacia y honestidad. Y no es ése el caso. Le Point ha publicado, por ejemplo, una minuciosa encuesta sobre “Los aprovechados del extrarradio”[193]. En ella se demuestra que los miles de millones vertidos en los “barrios” y “zonas francas” (las empresas que se instalan en esos extrarradios caóticos reciben abundantes subvenciones) son en su mayoría desviados por asociaciones fantasmas, por no decir mafiosas, por oficinas de urbanismo pobladas de corrientes de aire, que se atiborran de honorarios a cambio de proyectos destinados a permanecer en los cajones. También aquí el Estado hace todo menos lo que tiene que hacer, que sería controlar y sancionar después de haber deducido y redistribuido. Pero en ese caso perdería su clientela.
Una política auténticamente social no consistiría en retener y derrochar cada vez más dinero para indemnizar a un número cada vez mayor de parados, sino hacer de tal suerte que haya menos parados. Un informe del Consejo Económico y Social[194] subraya que, de 22 millones de trabajadores efectivos o potenciales en 1973, la población activa se elevó a 26 millones en 1994, es decir, hubo un aumento de 4 millones de trabajadores activos o disponibles, dos tercios de los cuales se han convertido en parados que cobran indemnización o en beneficiarios de empleos artificiales que reciben “ayuda” del erario público. El número de trabajadores reales con un salario económicamente justificado en el sector comercial ha disminuido en novecientas mil personas en veintiún años. En la cumbre de Colonia, en junio de 1999, volvió a ponerse al fuego el viejo guisote del “Pacto europeo para el empleo”. Pero ese pacto no es, no podía ser, más que un entramado de naderías y, a la vez, una confesión de fracaso e impotencia. Si se tiene un pacto para el empleo es que se tiene paro. Pero los países “rosas” se consideran moral y socialmente superiores a los países liberales porque ellos tienen un pacto para el empleo. Es como si un inválido, con una pierna escayolada, se considerara superior a un corredor con las dos piernas sanas porque él tiene un programa de marcha para el futuro. Cuando, como en Europa en 1999, se tiene un 10 por ciento de paro como media y hay diez millones de trabajadores sumergidos se prefiere, y es humano, perorar sobre planes para el futuro a enumerar los éxitos presentes. Y, para pasar el tiempo, siempre se puede ironizar sobre los “trabajillos” (léase pleno empleo) norteamericanos. A pesar de una evidente reducción, a finales de 1999, el paro en Francia equivalía todavía a dos veces y media el paro norteamericano.
La visión administrativa del trabajo se traduce en Europa, con Francia a la cabeza, en la costumbre de contabilizar el empleo en cada empresa considerada aisladamente como si fuera un departamento ministerial y no en el conjunto del país. De ahí la reivindicación de prohibir los “planes sociales” expresada por los comunistas y la ultraizquierda en la manifestación del 16 de octubre de 1999 en París, y la idea socialista de subordinar la autorización de esos planes sociales de reducción de personal a la adopción por la empresa de las treinta y cinco horas semanales de trabajo.
Élie Halévy recordaba en su necrológica de Georges Sorel, publicada en la Revue de métaphysique et de morale de octubre-diciembre de 1922, que Charles Maurras (al que el incoherente Sorel dio en un tiempo su beneplácito) fue “el teórico de la paz social protegida por el Estado”[195]. En este debate, la izquierda da otra muestra de cómo defiende inconscientemente las tesis de la derecha. Quiere garantizar un empleo permanente a cada trabajador en cada empresa, condenando así al inmovilismo a toda la economía y alimentando un paro global elevado. Se niega a ver que en el país de al lado, tomado en su conjunto, hay a la vez flexibilidad y pleno empleo. Preconiza sin saberlo la política proteccionista y protectora seguida por Franco hasta que, en 1959, la quiebra de la economía española le obligó a recurrir a la ayuda del Fondo Monetario Internacional y a la cooperación de los economistas liberales del Opus Dei. En Francia todavía es un sacrilegio decir que la flexibilidad hace aumentar el empleo en la población activa tomada en su totalidad. En Italia, por el contrario, el antiguo comunista y reciente presidente del Consejo de ministros, Massimo d’Alema, consagró en septiembre de 1999 todo un discurso al “fin del mito del empleo de por vida” y a la ventaja de “flexibilizar”, sin provocar por ello la cólera de los italianos.
El proteccionismo comercial y la protección de los estatus especiales y del derecho a derrochar el dinero público van unidos en Francia. Por eso es por lo que las huelgas del invierno de 1995-1996, destinadas a preservar las ventajas de los estatus particulares de la función pública y de los servicios públicos, provocaron la ovación de la ultraizquierda y la aprobación de una amplia franja de los asalariados del sector comercial, a pesar de estar excluidos de esas ventajas. La opinión pública de izquierdas condena toda ganancia económica que se obtiene en el marco del mercado y, por tanto, expuesta al riesgo y la competitividad, y la admite, e incluso la admira, si es estatutaria y no es resultado del esfuerzo, de la imaginación, del talento del que se beneficia de ella. La “mundialización ultraliberal” también la llena de recelo. Digo la opinión pública de izquierda pero debería decir la opinión pública francesa en general.
El debate del 23 de junio de 1999 en la Asamblea Nacional[196] sobre la Organización Mundial del Comercio, previo a la Conferencia de Seattle fijada para el mes de noviembre, pone en evidencia cómo el antiliberalismo y el antiamericanismo de los diputados de derecha eran en esa discusión tan acentuados, o más, que los del ministro y los diputados comunistas o ecologistas.
Junto al miedo a la competencia, el miedo a la responsabilidad es el otro motivo que lleva a aferrarse a una sociedad estatalizada. Esos dos temores han ejercido una poderosa influencia en los que se niegan a reconocer el fracaso de las sociedades comunistas, de las que habían desaparecido tanto la competencia como la responsabilidad.
Todo lo que es colectivo es por naturaleza irresponsable y como tal considerado, incluso en las sociedades que sólo están colectivizadas en parte. Para la mentalidad estatalista, una compañía nacional no tiene que dar cuentas de sus errores. Sus empleados tampoco. En 1986, el gobierno francés esbozó un proyecto de tabla salarial para los transportes públicos basada en parte en el mérito. Era un gobierno de derecha, pero la idea había germinado en el gobierno precedente, que era socialista. La inmediata insurrección de los 21.000 maquinistas de la SNCF y de los 3.249 conductores de la RATP (transpones de París) provocó sin demora la heroica retirada del Estado que se mostró tanto más comprensivo cuanto que él también disfrutaba del privilegio de la irresponsabilidad. Es la grandiosa tradición francesa del Estado “fuerte”, sobre todo en carreras pedestres, y “cuya celeridad es su celebridad”, como decía el padre Ubu de su caballo presto a salir a escape.
Las ventajas ligadas a las opciones sobre acciones (stock options) que se conceden a los directivos de empresa capitalistas o la magnitud de sus indemnizaciones de despido hacen rugir de indignación tanto a las multitudes como a las elites de izquierdas. Por criticables que sean como reveladoras de un capitalismo “nomenklaturista” a la francesa, no les llegan a los tobillos a los ciento cincuenta mil millones de francos evaporados en las cuevas del Crédit Lyonnais “nacional", pérdidas debidas a la mezcla de incompetencia y deshonestidad de la nomenklatura estatal. En el sector privado, los regalos están regulados por unos accionistas a los que nadie ha obligado a invertir en tal o cual empresa. Pero el agujero de las pérdidas “nacionales” lo taparon los contribuyentes a los que el principal culpable, el Estado, arrebata, casi a sus espaldas, el montante necesario.
Cuando los funcionarios de Finanzas, alarmados por las depredaciones que estaban sangrando al Crédit Lyonnais, banco nacionalizado, dirigieron una nota sobre el asunto al que entonces era su ministro, Pierre Bérégovoy, éste les respondió con un seco: “Dejad hacer al Sr. Haberer” (presidente del banco desvalijado por los amigos del presidente de la República y del PS), escrito al margen.
En este caso, el “dejad hacer” es una cosa excelente para la izquierrda; pero cuando se aplica a un empresario que levanta y dirige una empresa creadora de riqueza es una execrable explotación del proletariado.
Lo más gracioso es que cuando el Estado quiere corregir —léase: ocultar— sus errores económicos, los agrava. Puede compararse con una ambulancia que, al acudir al lugar de un accidente de carretera, se empotrara en los coches accidentados y matara a los supervivientes. Para disimular en la medida de lo posible el agujero del Lyonnais, provocado por su tontería y su ruindad, el Estado creó en 1995 un comité bautizado Consorcio de Realización (CDR) encargado de “realizar” lo mejor posible los créditos dudosos del banco. Proeza: ¡el CDR aumentó las pérdidas al menos en cien mil millones![197]. Fue la derecha, entonces en el poder, la que, intentando con su habitual abnegación borrar las pérdidas y las estafas de la izquierda, inventó esa burlesca “bomba de finanzas”. El coste de ese milagro estatal costó una media de tres mil francos por francés, pero en realidad mucho más a la pequeña parte que paga, esencialmente, el impuesto sobre la renta. Pero por lo menos tenían la satisfacción de decirse que, en este caso, habían escapado al peligro neoliberal.
Y el caso no había terminado. En 1999, el Lyonnais, ya privatizado, tuvo que gastar cuatro millones de dólares para evitar ser perseguido por la justicia norteamericana por haber ayudado con nuestro dinero al estafador italiano Giancarlo Parretti cuando compró la Metro Goldwyn Mayer, para llevarla en un plazo mínimo a la situación de quiebra fraudulenta. El Lyonnais había prestado a Parretti dos mil millones de dólares, que el banco y, por tanto, nosotros, perdió para siempre. Sus dirigentes dijeron que habían sido víctimas de un abuso de confianza. “Cuando se estudian de cerca ciertas transacciones”, declaró al respecto el ministro adjunto de Justicia norteamericano encargado del caso, “esa explicación no se sostiene en pie”[198]. En el plano político, no cabe la menor duda de que el banco no fue víctima sino cómplice: ¿no tenía Giancarlo Parretti un despacho en París, en la calle Solférino, en el edificio de la sede del Partido Socialista Francés ante el que se suponía representaba al PS italiano?
Esta acción magistral es un ejemplo del método estatal, no una excepción. Desde hace varias décadas, diversas evaluaciones prudentes y convergentes cifran en 400.000 millones de francos anuales (valor de 1999) el dinero público dilapidado por el Estado y las colectividades territoriales. Y tan espectaculares como esas dilapidaciones, que también son malversaciones, parecen los esfuerzos de nuestros dirigentes para mantenerlas en su nivel. Ni las radiografías despiadadas del Tribunal de Cuentas y de las de las Cámaras Regionales de Cuentas, ni los libros, artículos, números especiales de semanarios, estudios de economistas que, con el tiempo, han tenido que llegar hasta los despachos de nuestros presidentes, ministros o cargos electos regionales les han impulsado a esbozar aunque sea un gesto para frenar lo más mínimo esa hemorragia clientelista, que no tiene nada que ver con la solidaridad ni con la “Europa social”. El mortal aumento de la fiscalidad en Francia no sirve fundamentalmente ni para crear empleo ni para ayudar a los que no lo tienen, ni para la productividad, ni para la solidaridad. Sirve sobre todo para tapar los agujeros producidos por el despilfarro y la incompetencia de un Estado que se niega a reformar su gestión, como se niegan las colectividades locales, también caracterizadas por la locura en el gasto y el desprecio a los contribuyentes. El retorno del crecimiento ayudará a Francia a soportar unos años su enfermedad pero ¿la curará? En cualquier caso, no será gracias al Consejo de Impuestos, donde la ideología sustituye al conocimiento, y cuyos miembros, que hablan más como políticos que como técnicos, parecen haber aprendido economía con Alain Krivine o Arlette Laguiller[199]. La opinión pública podría preguntarse si la anormalmente elevada proporción de “excluidos” en la sociedad francesa no se debe más a esa hemorragia debilitante que al “horror ultraliberal”. Desgraciadamente, la opinión pública es demasiado ingenua y está demasiado bien domesticada como para planteárselo, pues se le inculca en sesión continua que el mal viene siempre del liberalismo.
Admito que el caso de Francia tiene algo de teratológico, pero por eso es interesante y significativo. Para muchos de nosotros, el Estado jamás es responsable de las consecuencias de su gestión. Sólo son faltas, robos, infracciones, injusticias o tragedias los actos realizados en el sector privado.
El sueño de la sociedad de irresponsabilidad, en la que tanto el poder de los gobernantes como los ingresos de los gobernados no están en relación directa con la capacidad y el rendimiento de unos y otros, sigue anclado en el corazón de cada uno de nosotros. Es lo que explica la nostalgia del comunismo o la esperanza en un absurdo e imposible equivalente postcomunista del comunismo. De ahí la paradoja que se da en algunos ex “países del Este": a veces les es más difícil apartarse mentalmente del magma postcomunista que lo que les fue evadirse físicamente de la prisión comunista.
Yuri Orlov[200] ha dado la descripción más concisa, y a la vez más esclarecedora, de lo que, trasponiendo una expresión psicoanalítica, se podría denominar los beneficios secundarios del comunismo. En el socialismo totalitario, “el ciudadano”, dice Orlov, “se encuentra liberado de una gran parte de responsabilidad sobre el resultado de su trabajo”. Pero, “para que vuestra parte de irresponsabilidad en el ámbito profesional os sea perdonada es de rigor la lealtad ideológica”. Para comenzar, esa lealtad ideológica confiere el derecho al empleo. Todo individuo que acepta anularse frente al partido tiene garantizado a cambio un empleo. Sin duda se trata de un empleo mediocremente pagado (por ejemplo, en Cuba equivalía a una media de diez dólares al mes, unas mil quinientas pesetas, en 1999); razón por la cual se exige a cambio tan poco trabajo. Ese empleo casi sin trabajo y casi sin salario está garantizado de por vida. De ahí, el chiste oído mil veces por los que viajaban a la URSS: “Ellos hacen como que nos pagan y nosotros como que trabajamos”. Orlov, un investigador científico, cita casos de otros colaboradores científicos que no aparecían durante meses por el laboratorio o que entregaban resultados falsificados sin por ello sufrir la más mínima sanción. En efecto, los ascensos no son tanto producto de la competencia profesional como de la fidelidad ideológica. “La asignación de trabajadores a funciones que no se corresponden con su cualificación pero que dan derecho a una remuneración superior, la exageración de los trabajos ejecutados para aumentar las primas" son gratificaciones corrientes pero que sólo se otorgan a ciudadanos leales. Este servilismo político sin restricciones implica para el que se pliega el sacrificio de su libertad y de su dignidad. Pero la existencia que le proporciona no carece de confort físico. Es comprensible que una población educada durante varias generaciones en esa mediocridad cómoda y dócil soporte mal zambullirse brutalmente en las aguas turbulentas de la sociedad de competencia y responsabilidad.
Cuando se escucha a algunos ciudadanos de las sociedades ex comunistas de la Europa central, uno se da cuenta de que no ponían en duda que la democratización y la liberalización de sus país mantendría el derecho a un trabajo ineficaz de por vida otorgándoles además un nivel de vida propio de California o de Suiza. No se les pasaba por la cabeza que a partir del momento en que se puede elegir, por el mismo precio, entre un coche de mala calidad Trabant, fabricado en Alemania del Este, y un coche mejor fabricado en el Oeste, los clientes, empezando por los propios alemanes del Este, compraran el segundo. Así, en poco tiempo, las fábricas Trabant deberán cerrar, lo que efectivamente pasó.
El descontento de los alemanes de los länder del Este y de Berlín se tradujo en 1999 en un aumento electoral del partido ex comunista, rebautizado Partido Socialista de Alemania (SDP), en detrimento del SPD de Gerhard Schröder. Por el contrario, en los länder y ciudades del Oeste, aunque el SPD también perdió votos, lo hizo en beneficio de la derecha demócrata-cristiana, el CDU. La hostilidad hacia el socialismo rosa pálido de Schröder y verde manzana de los ecologistas ha provocado en el Oeste una demanda de más liberalismo y, en el Este, una aspiración a más Estado.
Sin embargo, ninguna otra población de las que han salido del comunismo ha recibido, ni ha soñado recibir, los créditos que han recibido los habitantes de la ex RDA. La decisión que tomó Helmut Kohl en 1990, en el momento de la reunificación (por razones políticas y psicológicas y contra la opinión del Bundesbank), de adoptar el tipo de cambio de un marco del Este por un marco del Oeste fue un regalo suntuoso. ¡Imagínense que cada francés pudiera cambiar todos sus ahorros en francos por la misma cantidad en dólares o en francos suizos! A continuación, de 1989 a 1999. Alemania Occidental consagró a la recuperación económica de los länder del Éste cinco billones de francos, es decir, unos 765.000 millones de euros. Lo que no está nada mal para una población de 15 millones de habitantes. Sin embargo, los ossis siguen acusando a sus benefactores de Alemania Occidental, los wessis, de tacañería. Las inversiones no impiden los resquemores. Porque para que las inversiones den fruto presuponen la aceptación y la práctica de una sociedad de competitividad y de responsabilidad. Es el precio de todo nivel de vida elevado.
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Cuando Lionel Jospin, primer ministro de la denominada izquierda plural, pronuncia su sensata frase: “No es por la ley, por los textos, por lo que se va a regular la economía”, en un discurso televisado el 13 de septiembre de 1999, enseguida los comunistas, los Verdes, buena parte de los socialistas y, evidentemente, la ultraizquierda se alzan contra esta verdad, que les escandaliza. Les parece que constituye la confesión de un paso al liberalismo. Durante las semanas que siguen, el primer ministro da, pues, marcha atrás y los socialistas más cercanos a él se afanan en corregir sus declaraciones imprudentes, o impúdicas, y en atenuar su desastroso efecto. “¡No, no somos liberales!”, exclama el ministro de Finanzas, Dominique Strauss-Kahn, en Le Nouvel Observateur[201]. “Los socialistas franceses quieren ser modernos, pero no liberales”, recoge Les Échos, resumiendo en un título diversas proclamas de los cruzados de la economía burocrática[202]. “El PS afirma que el gobierno no ha dado un giro liberal”, titulaba ya con anterioridad el mismo diario, afirmación que sólo refleja la realidad a medias[203]. Sobre la prensa y sobre las ondas llueven profesiones de fe de este tenor como si se tratara de consagrar de nuevo con toda urgencia una iglesia profanada.
La explicación que se da con más frecuencia a este rechazo del liberalismo en Francia, en el que está incluida la derecha o casi toda la derecha, invoca lo que al parecer sería una vieja tradición estatalista anclada en nuestras mentes ancestrales. Se repite que Francia es desde siempre un país dirigista, que ésa es su vocación milenaria, su naturaleza profunda, su identidad cultural. Cualidad que la distingue y protege de la marabunta (desbarajuste) liberal y de la barbarie “anglosajona”. De Colbert a De Gaulle, de Robespierre a Mitterrand, del jacobinismo al bonapartismo, de los planes al socialismo, a derecha y a izquierda, adoramos al Estado y exigimos la economía administrada.
El problema es que esta versión de la historia es una fábula de reciente creación. Forjada en la segunda mitad del siglo XX, sirve para proporcionar cartas de naturaleza retrospectivas a la bulimia y megalomanía de los poderes públicos desde 1945. ¿Es Francia enemiga del mercado por ser colbertiana? Escuchemos a Colbert: “Si una empresa sostenida por el Estado no da beneficios, debe ser abandonada a los cinco años”. ¿Ha abandonado nuestro Estado contemporáneo la SNCF, Air France, el Crédit Lyonnais y otros pozos sin fondo de la riqueza nacional?” No. Pues que deje en paz a Colbert.
Colbert no es el único traicionado por los glosadores tendenciosos. Por eso es por lo que hay que celebrar como una obra de salud intelectual y de rectificación histórica Aux sources du modèle libéral français, obra colectiva publicada bajo la dirección de Alain Madelin que reúne las contribuciones de treinta y un autores, todos ellos eminentes economistas, historiadores y filósofos[204].
De este conjunto rico y minucioso se pueden sacar fundamentalmente tres lecciones. La primera es que, en el siglo XVIII, se pueden encontrar grandes precursores del liberalismo tanto en Francia, y en ocasiones antes, como en Escocia o América. Es cierto que la primera fuente del liberalismo moderno sigue siendo el Tratado del gobierno civil de John Locke (1690). Pero es la reflexión económica francesa, en primer lugar a través de Turgot, la que influyó en el autor de la Riqueza de las naciones (1776), el escocés Adam Smith, y no a la inversa. Fueron los fisiócratas quienes, en un célebre artículo de la Enciclopedia, abogaron los primeros a favor de la libertad de comercio.
La segunda lección, y que no se disgusten los adeptos a la versión “bolchevique” de la Revolución Francesa consistente en privilegiar, sobre diez años, los trece meses de la dictadura jacobina, es que la historia no expurgada nos enseña que la revolución fue, en sus principios filosóficos y en sus reformas del derecho, fundamentalmente liberal. Fue hostil a la propiedad colectiva, intransigente acerca de los derechos de propiedad individuales. Edificó una obra legislativa que barrió todas las trabas corporativas y reglamentarias del Antiguo Régimen, para establecer sin equívocos y sin restricciones la libertad de empresa, la libertad de trabajo, la libre circulación de mercancías y la libertad bancaria. El dirigismo de Montaigne —bloqueo de los precios, confiscación de las cosechas, laxismo monetario— sólo fue un paréntesis que desembocó en escasez y bancarrota.
Finalmente, la tercera enseñanza original: como ya he recordado[205], fueron los liberales del siglo XIX los primeros en plantear lo que entonces se denominaba “cuestión social” y respondieron mediante varias leyes fundadoras del derecho social moderno. Es en los países liberales donde el sindicalismo es más fuerte.
Sobre este tema, volvamos a leer en Commentaire (primavera y verano de 1998, n.º 81 y 82) dos artículos de Armand Laferrère, titulados, respectivamente, “Derecho al trabajo, justicia de clase” y “El argumento de la justicia social”.
Para Armand Laferrère, la opción francesa “igualdad antes que libertad” es una hipocresía. En Francia hay menos libertad pero no hay menos desigualdades que en Estados Unidos o en Gran Bretaña. Nuestras desigualdades son diferentes a las suyas. Derivan de las ventajas concedidas por el Estado o las colectividades locales. Los franceses sólo condenan las desigualdades de ingresos y patrimonios personales. Admiten e incluso respetan las desigualdades resultantes de los privilegios concedidos a y por la clase político-administrativo-asociativo-sindical: coches y viviendas, transportes, correo y teléfono gratuitos, regímenes de jubilación particulares, concedidos a menudo a gente verdaderamente útil pero también a una multitud de parásitos domesticados, a los que el poder riega con sus favores a costa de los contribuyentes llamados “privilegiados”, es decir, los que precisamente no tienen ningún privilegio y ganan su dinero gracias a su trabajo.
La resistencia francesa al liberalismo proviene por una parte, como vio muy bien Tocqueville en El antiguo Régimen y la revolución, de que los franceses sitúan la igualdad por encima de la libertad y, por otra, y esto no lo vio tan bien, de que aceptan las desigualdades cuando son debidas al Estado y no a la competencia entre talentos. Ello se puede verificar incluso, y quizá sobre todo, en el ámbito de la cultura, en el que nuestros artistas e intelectuales luchan incansablemente para obtener financiaciones oficiales y defender la “preferencia nacional” tan cara a Le Pen, tapándose, esta gente con frecuencia de izquierda, con el taparrabos de la “excepción cultural”.
Si un autor dramático y un director montan, por ejemplo, con capital privado una obra que obtiene éxito de público, y si ganan, pongamos, unos cuantos millones en un año, corren un gran riesgo de verse despreciados por haber hecho concesiones a una práctica básicamente comercial del teatro. Si por el contrario, otro autor dramático y otro director montan, esta vez gracias a una subvención oficial de la misma cantidad de millones, una obra tan buena o tan mala que se representa dos veces ante un público de invitados para luego caerse del cartel, entonces son considerados grandes hombres que se sacrifican por una concepción “exigente” (¡y cuánto!) de su arte. Los primeros han dado de comer a unos actores, técnicos, decoradores, camareros, cajeros, contables, operarios, durante doce meses, han pagado un alquiler e impuestos, pero sólo son tenderos. Los segundos han desvalijado a los contribuyentes aprovechándose de los favores de un ministro: son alabados por la crítica e invitados a la fiesta en los jardines del Elíseo el 14 de julio.
Lo que los franceses detestan no son las desigualdades, sino las desigualdades que no otorga el Estado. Nada lo ha ilustrado mejor que la popularidad de las huelgas de los servicios públicos durante el invierno de 1995-1996. Esas huelgas tenían como fin impedir que se revisaran las exorbitantes ventajas del derecho común —los privilegios en sentido propio— que en Francia poseen los asalariados del sector público en comparación con los del sector privado. Pues bien, los huelguistas recibieron el aplauso incluso de trabajadores del sector privado, víctimas y pagadores de este sistema igualitario, y los sociólogos de la ultraizquierda, en teoría campeones de la igualdad y en la práctica también privilegiados, invulnerables, subvencionados de por vida a cambio de muy poco trabajo por la sociedad que hacen como que quieren destruir.
Este dato profundo de la cultura francesa —las desigualdades dictadas por el poder y las corporaciones públicas son buenas, las que resultan de las diferencias de eficacia entre los individuos son malas— explica el fracaso permanente del liberalismo en Francia, pero visto al revés de la doctrina de los clásicos franceses del liberalismo y no sólo de los “anglosajones”.
En el capítulo de sus Recuerdos en el que relata los trabajos de la Comisión constitucional, en 1848, Tocqueville observa que un conservador como Vivien es tan estatalista-centralizador como Marrast, quien “pertenecía a la raza común de los revolucionarios franceses que siempre han entendido por libertad del pueblo el despotismo ejercido en nombre del pueblo”. Una vez señalado que ese súbito acuerdo en la idolatría del Estado entre un hombre de derechas y un hombre de extrema izquierda no le había sorprendido, Tocqueville añade: “… Había notado desde hacía tiempo que el único medio de poner al unísono a un conservador y a un radical era atacar, no en su aplicación sino en su principio, el poder del gobierno central. Era seguro que ello lograría que ambos se abrazasen. Por eso, cuando alguien pretende que en Francia no hay nada que esté al abrigo de las revoluciones, digo que no es cierto, que el centralismo lo está. En Francia no hay prácticamente más que una cosa que no se pueda hacer: un gobierno libre, y una sola institución que no se pueda destruir: la centralización. ¿Cómo podría ésta perecer? Los enemigos de los gobiernos la aman y los gobiernos la adoran. Es cierto que, de vez en cuando, éstos se dan cuenta de que les expone a desastres súbitos e irremediables, pero no les molesta. El placer que les procura mezclarse en todo y tener a todos en el puño les hace soportables los peligros”.
Las enseñanzas de esta página de Tocqueville siguen siendo válidas hoy día. La mayoría de los franceses aman más al Estado que a la libertad. Tocqueville insiste con frecuencia en ese gusto de los franceses por la centralización estatal y, en ciertos aspectos, da la razón a los que consideran que se remonta atrás en la lejanía. Pero lo que también se remonta atrás en la lejanía es el pensamiento liberal francés, aunque lo hayamos puesto mucho menos en práctica que lo que los ingleses o norteamericanos han aplicado el suyo. Queda por decir que, en Francia, el dirigismo económico propiamente dicho ha ocupado el lugar preponderante que ocupa en la actualidad a partir de la II Guerra Mundial. Desde su llegada al poder en 1981, la izquierda unida de los socialistas aliados con los comunistas ha potenciado aún más este modelo, a la vez que provocaba su naufragio[206].
Pero, como no nos cansamos de constatar, el socialismo no es jamás el origen de sus propios fracasos. Las “políticas de empleo” que culminan en récords de paro no perturban a ningún espíritu “voluntarista” como tampoco lo hace el que baje el paro debido a que la liberalización progresa. Según los periódicos y autores de izquierda, el liberalismo es responsable de los fracasos socialistas, las democracias son responsables del caos que ha dejado tras sí el comunismo, las Naciones Unidas son responsables del racismo que empuja a las etnias africanas a masacrarse entre sí, y el Banco Mundial, con la ayuda del Fondo Monetario Internacional, es responsable de que los dictadores de los países pobres desvíen la ayuda internacional, así como la Organización Mundial del Comercio es responsable del rechazo de los países subdesarrollados, y en particular China, a aceptar las cláusulas sociales de trabajo que desearía hacerles adoptar.
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Las imprecaciones de ritual contra el liberalismo son tanto más sorprendentes cuanto que, desde la extinción del socialismo, todos los gobiernos del mundo marchan hoy a pasos agigantados en esa dirección. Los gobiernos más acerbamente en contra hacen, en la práctica, lo contrario de lo que predican en teoría. Algunos lo hacen de mala gana, como los gobiernos franceses de izquierda —condenados a arrastrar la cadena de sus aliados comunistas y otros grupúsculos tan “plurales” como poco dotados— o lo hacen con retraso, y, por tanto, sacan menos ventajas que los gobiernos que han sido más rápidos en coger y seguir el sentido de la evolución mundial. Pero no hay nada que pueda oponer una resistencia real y duradera a esta evolución. Las declaraciones para reconocerlo brotan en todos los países. "Es imposible una vuelta atrás en Brasil”, proclama Gustavo Franco, ex gobernador del Banco Central de ese país, que fue uno de los más dirigistas y proteccionistas. La liberalización, desarrolla Franco, ha procurado a Brasil la estabilización, la apertura económica, fructuosas privatizaciones, el regreso de la inversión extranjera[207]. En los mismos términos y por las mismas razones se puede describir la estabilización de Argentina durante los diez años de presidencia de Menem, de 1989 a 1999. Al término de dicha presidencia apareció una recesión, pero en nada comparable al caos con que se encontró Menem a su llegada. Su sucesor, Fernando de la Rúa, elegido en octubre de 1999, pretende seguir la vía… de Tony Blair. Es interesante resaltar que los medios de comunicación han subrayado sobre todo la relativa recesión sobrevenida durante el último año de Menem. Traducción: ¡A esto es a lo que lleva el liberalismo! Es olvidar voluntariamente que Argentina debe a Menem la estabilización económica y la consolidación democrática. En 1989, la inflación era de un 5.000 por ciento anual. En los escaparates de las tiendas de Buenos Aires se anunciaba cada hora tos cambios de curso del dólar y los precios de las mercancías. En 1999 la inflación era de un 2 por ciento. En diez años, el producto interior bruto aumentó en un 40 por ciento. Finalmente, Argentina, deshonrada por los años de dictadura, ha vuelto a ser un país respetado por la comunidad internacional. Es cierto que persisten el paro y la pobreza, pero han disminuido.
Cuando se escribe que Menem ha “sacrificado la dimensión social del peronismo” habría que acordarse de que, durante los nueve años de su dictadura (1946-1955) Juan Perón transformó un país que, en 1939, tenía la misma renta per cápita que Gran Bretaña en un país subdesarrollado. Alabar esta hazaña que golpeó sobre todo a los pobres revela un extraño concepto de lo que es una política social.
Argelia, uno de los países africanos que, sin ser un satélite de la URSS, había copiado más servilmente las recetas económicas soviéticas, también dice: “¡Adiós al socialismo!”[208]. La liberalización económica se acelera desde 1998 y se introduce en las costumbres. “En todos los medios”, se puede leer en Jeune Afrique, “incluidos los más modestos, y sobre todo entre los más jóvenes, la apertura al exterior es más que un deseo: es una pasión”. A partir de los ochenta, dos partidos laboristas del hemisferio sur, uno en Australia y otro en Nueva Zelanda, habían ya levantado acta del fracaso del “Old Labour” e inventado el “blairismo” diez años antes de que Tony Blair lo hiciera en Gran Bretaña. En Australia, el gobierno laborista de Robert Hawke redujo los impuestos, moderó los salarios y desregularizó la economía tanto como lo hizo, en ese momento, el “conservador” Ronald Reagan en América. Tal es la condición de una real política de empleo y de ayuda a los más pobres, sostiene el primer ministro, “New Labour” anticipado: “Hay que ser tonto o estar cegado por los prejuicios”, comenta, “para no entender que hay que tener un sector privado vigoroso y en expansión si uno quiere ocuparse con eficacia de mejorar la suerte del mayor número de gente posible”[209]. Del mismo modo, la liberalización de Nueva Zelanda fue obra de un laborista, David Lange, primer ministro de 1984 a 1989. Privatizó la mayoría de las empresas estatales, incluidas las líneas aéreas, las minas, el petróleo, la explotación forestal, la electricidad. “Los socialdemócratas”, llegó a decir Lange, “deben aceptar las desigualdades económicas porque son el motor de la economía en su conjunto”[210]. ¿Fue para castigar tanta insolencia por lo que François Mitterrand ordenó en 1985 hundir con una bomba el Rainbow Warrior, un barco de Greenpeace, en el puerto neozelandés de Auckland? Ese atentado de Estado que causó dos muertos, un fotógrafo portugués y el honor de Francia, no frenó en cualquier caso la ascensión económica neozelandesa, brillante en un momento en que Francia se hundía con una indomable energía “progresista” en el paro, la exclusión, la recesión, el hundimiento monetario[211].
El error de la izquierda es desconocer que la liberalización no obliga al abandono de los programas sociales. Obliga, es cierto, a gestionarlos mejor. Para los socialistas franceses, el criterio de una buena política social es la importancia del gasto, no la inteligencia con el que se hace. El resultado es secundario. Así, en Francia, hay mil cien “barrios” fuera de la ley, un récord sin equivalente en otros países de la Unión Europea. Pero nos consideramos más “sociales” que ellos porque “desbloqueamos” una cantidad enorme de dinero para los barrios periféricos. ¿Para qué sirve este dinero? ¿Cómo se utiliza? ¿A quién beneficia? ¿Hay despilfarro? ¿Desvíos? ¿Por qué este abismo entre la amplitud de los créditos y la delgadez de los resultados? Plantear tales cuestiones sería insertarse en una “lógica liberal”, una sórdida mentalidad de rendimiento. Lo principal es que los “ricos” paguen, incluso si los pobres no reciben nada.
Holanda, Suecia (que estaba al borde de la quiebra en 1994), han logrado liberalizar sus economías un poco al modo de Nueva Zelanda, sin renunciar por ello a sus presupuestos sociales pero gestionándolos mejor. Y, sobre todo, liberalizando mucho la producción. Suecia se lanzó a la competitividad y a la empresa. También privatizó las industrias, las telecomunicaciones, la energía, los bancos y los transportes. Su reencontrado crecimiento proviene de compañías que, en su mayoría, no existían en 1990, pertenecientes, sobre todo, al ámbito de la nueva tecnología. Holanda ha reconquistado el pleno empleo, hasta el punto de que le falta mano de obra y tiene que hacerla llegar de Gran Bretaña, Irlanda y Polonia. Esas recuperaciones no se deben sólo a las privatizaciones, también provienen de una reducción del déficit del presupuesto del Estado, de un control más atento y severo de los gastos sociales, para eliminar los falsos parados u otros abusos y para hacer luchar contra la asistencia como modo de vida[212].
Tanto en Europa como fuera de ella cae el telón, no sólo sobre el socialismo clásico sino también sobre la “tercera vía”, tomando el título del artículo de Seymour Martin Lipset[213]. Por otra parte, ¡qué cementerio de terceras vías —también denominadas “economías mixtas”— ha sido el siglo XX! Los socialistas franceses que, en 1981, querían la “ruptura con el capitalismo” se han convertido en social-demócratas. Los que eran socialdemócratas son liberales, aunque se hayan bautizado con el nombre de “social-liberales”. Hay que vivir. Los antiguos comunistas italianos, con su nuevo partido “democrático de la izquierda", se convierten, en la última década del siglo, en más liberales que la izquierda y la derecha francesas. Ha resultado que la “Europa rosa”, tan celebrada cuando Prodi, Blair y Schröder llegaron al poder en sus respectivos países, enseguida demostró ser contradictoria, incoherente y mítica. Añadidas a las liberalizaciones suecas, holandesas y danesas, las de las ideas de Blair y Schröder muestran que los socialistas eran, quizá, mayoritarios en Europa, pero estaban desunidos.
Su desacuerdo se hizo patente cuando en junio de 1999 Blair y Schröder hicieron público un manifiesto titulado La vía a seguir para los socialdemócratas europeos. Preconizaban la disciplina financiera, el control del gasto público, la disminución de esos impuestos abrumadores para las empresas y los particulares, la flexibilidad de empleo, la ruptura con la sociedad de asistencia y la vuelta a la sociedad de trabajo, la reducción de la burocracia pública, la redefinición del papel de un Estado realmente activo. En resumen, Blair y Schröder recomendaban justamente lo contrario de lo que en ese momento hacía el gobierno francés.
Este, como es comprensible, vivió el manifiesto como una agresiva crítica contra él. “Blair-Jospin, el choque de dos izquierdas”, tituló el Nouvel Observateur[214], que publicó también los pensamientos del ministro de Asuntos Europeos, Pierre Moscovici, “cercano” a Lionel Jospin, en una entrevista titulada “¡No a Tony Blair!”. El primer ministro británico jamás había estado en olor de santidad entre la izquierda francesa, siempre despreciativa con lo que denomina la “izquierda norteamericana”, de la que en su opinión formarían parte un Mario Soares, un Michel Rocard. ¿Acaso no había impulsado Blair el espíritu de doble colaboración —la colaboración de clase y la colaboración con Estados Unidos— hasta llegar a proponer al conjunto de los partidos socialistas europeos unirse con el Partido Demócrata estadounidense para crear una confederación mundial de centro izquierda que sustituiría a la Internacional Socialista? En otros términos, quería que volviéramos a subirnos a los árboles con el pretexto de modernizar la izquierda. Cuando Tony Blair fue invitado a pronunciar un discurso en la Asamblea Nacional francesa, se pudo oír a varios diputados socialistas exclamar “¡lamentable!” con una voz lo suficientemente alta como para que se oyera hasta en las tribunas del público. ¿Es el blairismo algo más que “un thatcherismo con rostro humano”?, se preguntaba en un excelente artículo publicado en Les Temps modernes Philippe Marlière, en el que, entre otras, refiere la siguiente anécdota edificante: “Con motivo de la cumbre franco-británica de Londres, en noviembre de 1997, Tony Blair se entrevistó con Jacques Chirac. El primer ministro británico elogia al presidente francés los méritos de una economía ‘desregularizada’ y ‘flexible’. Chirac escucha, perplejo, y a guisa de respuesta dibuja el retrato de una economía en la que aparece un Estado más intervencionista. Ante la insistencia de su invitado, Jacques Chirac concede, divertido, que no esperaba tener que defender un modelo socialdemócrata moderado ante un primer ministro laborista”[215]. ¿Qué sería en Francia de la izquierda sin la derecha?
Alterados por el manifiesto Blair-Schröder, los socialistas franceses se sintieron vengados y tranquilizados cuando, en el verano y otoño de 1999, el canciller alemán comenzó a deslizarse por la pendiente de una sucesión de catástrofes electorales, en las que el SPD perdió incluso algunas de sus más inmemoriales plazas fuertes. La prensa francesa de izquierda y los medios de comunicación vieron en ello la prueba del rechazo de la opinión pública alemana a las concesiones del “nuevo SPD” al neoliberalismo. Era olvidar el pequeño detalle de que, dejando a un lado el caso muy particular analizado más arriba de los progresos del partido ex comunista en los länder del Este, a Schröder le habían ganado en todas partes no por la izquierda, es decir, por los fíeles del viejo marxista Oskar Lafontaine (ministro de Finanzas que dimitió en marzo de 1999) o por los Verdes (que retrocedieron aún más que el SPD) sino por la derecha, por los liberales de la CDU demócrata cristiana. Esos votos no expresaban, pues, ningún deseo de retorno al paleosocialismo. Sólo ponían aún más en evidencia las contradicciones de la Europa rosa, y en particular de la Francia rosa, llevadas por la corriente del río liberal e intentando agarrarse a las ramas cortadas de las ideologías caducas.
Desde hacía años, los partidos del sur de Europa, a excepción del Pasok griego, habían dado ese “giro liberal”, más que los del oeste o los del este. Desde los comienzos de la transición democrática española, el PSOE de Felipe González tachó de su programa las nacionalizaciones, como lo hicieron los socialistas portugueses cuando volvieron al poder tras los diez años liberales de Cavaco Silva, de 1985 a 1995. Pero fue en Italia donde los teóricos de la Europa rosa cometieron los contrasentidos más divertidos. Trasladémonos a las elecciones generales del 21 de abril de 1996.
No son, como se ha dicho en Francia con énfasis, un giro histórico, la primera victoria de la izquierda tras la guerra. La mayoría surgida de las urnas es de centro izquierda, y sus dirigentes se sitúan más al centro que a la izquierda. Y la historia política italiana está jalonada de gobiernos de centro izquierda desde los años sesenta, es decir, desde que el Partido Socialista comenzó a practicar alianzas con la Democracia Cristiana. En 1965, y no es más que un ejemplo, Pietro Nenni, jefe histórico del PSI, fue vicepresidente del consejo de ministros en un gobierno de Aldo Moro, el dirigente demócrata-cristiano asesinado en 1978 por las Brigadas Rojas. De 1983 a 1986 fue un socialista, Bettino Craxi, quien dirigió el gobierno que ostenta el récord de duración en la historia de la I República.
¿Hay que considerar un giro histórico la participación de los comunistas en un gobierno dirigido por el centrista Romano Prodi? No, porque ya no son comunistas. En 1991, repitamos lo que los franceses parecen no querer constatar, el Partido Comunista Italiano abrazó la economía de mercado, tomando el nombre de Partido Democrático de la Izquierda, PDS, que se convirtió en miembro de la Internacional… Socialista. Hace ya cinco años que los ministros del PDS, cuando entraron en el gobierno Prodi, giraron al centro izquierda.
Por otra parte, ese centro izquierda, un segundo error que hay que corregir, no logró en 1996 una victoria aplastante. No hubo una oleada (maremoto) de izquierda. Todo lo contrario, la coalición llamada el Olivo consiguió en el país menos votos que el total de los partidos de derecha, exactamente 428.894 menos. Si el Olivo consiguió legítimamente más escaños en las dos cámaras que sus adversarios es porque las tres cuartas partes de los parlamentarios se eligen por escrutinio mayoritario uninominal a una vuelta. Y la izquierda supo permanecer unida y no presentar más que un candidato en cada circunscripción. Por el contrario, la derecha, dividida, presentó casi en todas partes varios candidatos rivales algo que, con tal tipo de escrutinio, no se perdona.
Finalmente, el programa de Romano Prodi no se distinguía del programa de reducción de déficit y defensa de la moneda que, desde el tratado de Maastricht, prevalece en el conjunto de Europa. Tomaba como modelo expresamente la política seguida por el canciller Kohl en Alemania, con el objetivo de hacer que la lira entrara en el Sistema Monetario Europeo y satisfacer los criterios de Maastricht con vistas a la moneda única. Prodi prosiguió, igualmente, las privatizaciones, comenzando de inmediato por la de las telecomunicaciones.
Los dos únicos partidos italianos opuestos a esta política liberal europea eran, a la derecha, la Alianza Nacional (ex fascista) y, a la izquierda, Refundazione Comunista, la minoría del PCI que se había negado a la socialdemocratización de 1991 y permanecía fiel al marxismo.
A finales de 1998, el gobierno Prodi fue sustituido por un gobierno D’Alema. El hecho de que el presidente del PDS fuera presidente del Consejo hizo trepidar de alegría a los paleosocialistas europeos. ¡Imagínense! ¡Un comunista al frente de un gobierno italiano! No se puede por menos que pensar que la ceguera ante la historia proviene ineluctablemente de las convicciones marxistas. En su prefacio a un libro de Dominique Lecourt sobre Lyssenko[216], Louis Althusser escribía; “Marx ha dotado a los partidos comunistas, por primera vez en todos los tiempos, de los medios científicos para comprender la Historia”. ¡Pobre Louis! Cómo lamento que ya no estés entre nosotros para reírte conmigo a carcajadas si te releyera esta frase que sin duda escribiste para complacer a los ayatolás que te rodeaban.
No era en absoluto hacer uso de los incomparables “medios científicos para comprender la Historia”, legados a la izquierda por el marxismo, encontrar el mínimo punto común entre el PCI de 1948 y el PDS de 1998. El PDS ha cedido a lo privado, por citar un ejemplo “emblemático’, la tercera parte de Entel, el equivalente a nuestra EDF. Massimo d’Alema añade a su adopción del mercado, a su aceptación de la OTAN (de la que Italia fue el miembro europeo más “operativo" y el más afecto cuando la intervención en Kosovo), unas declaraciones a favor de la flexibilidad de empleo que en Francia ni siquiera haría la derecha. “La era del empleo de por vida ha terminado”, repite D’Alema en un discurso en la Feria de Levante, en Bari[217], retomando su leitmotiv. “Más flexibilidad crea más trabajo”, había va proclamado en la Bolsa de Milán[218]. Y la experiencia Italiana le da razón. Si, en efecto, el paro medio en Italia es sensiblemente el mismo que en Francia, alrededor de un 11 por ciento en 1999, su reparto geográfico es muy desigual. Las provincias de la mitad norte, Friuli, Venecia, Lombardía, Oiamonte, Emilia-Romagna y, en menor grado, Umbría y las Marcas, tienen un paro “a la americana” que va del 3 al 5 o al 6 por ciento. No es extraño que la alcaldía de Bolonia, que desde la guerra parecía un bastión comunista inexpugnable, pasara a la derecha en 1999. Después de todo, y dado que el liberalismo tenía éxito, ¿por qué no elegir a un auténtico liberal antes que a un comunista arrepentido? Lo que catapulta hacia arriba la media del paro en Italia es el estado en que se encuentra el empleo en las provincias del sur del Lacio. Ello nos lleva a la ya vieja “excepción” del Mezzogiorno, cuya “cultura” social y mentalidad pesan más en el empleo que los factores económicos.
Cuando el gobierno socialista francés se erige en donador de lecciones frente a los otros países de la Unión Europea reprochándoles no adoptar su mirífico “pacto para el empleo” roza el ridículo, pues la mayoría de esos países ya han borrado una parte apreciable del paro. En la clasificación de los Quince, en lo que al empleo se refiere, Francia, a pesar de una mejora en 1998 y 1999, forma parte de los tres últimos en compañía de Finlandia y de España. Como el nuestro, el paro español parece felizmente haber entrado en una pendiente descendente, pero lo menos que se puede decir es que aferrándonos al social estatalismo, no hemos sido en ese ámbito pioneros.
Además, la disminución del paro de la que hace alarde el gobierno de Lionel Jospin parece existir sobre todo en unas estadísticas muy dudosas. Le Point[219] llega incluso a emplear la severa expresión de “cifras amañadas” en un largo artículo, sólidamente argumentado (tapizado, sustancioso), de Marc Nexon. Este periodista llega a la siguiente conclusión: “Tras las buenas cifras anunciadas cada mes por el gobierno se esconde una cocina en la que se cuece la mentira. La única categoría retenida es aquella en la que, efectivamente, la disminución es efectiva. Pero hay otras en las que pasa lo contrario. Las supresiones à tout va, los parados de larga duración que ya no tienen derechos, y los miles de empleos para jóvenes creados adornan todavía unas cifras que no tienen más que una lejana relación con una realidad poco alegre”, pero sin esa “cocina” la performance oficial no fuerza en absoluto a la admiración, puesto que el paro medio de los países del G7 a finales de 1999 es del 6,2 por ciento y el de Francia del 10,8 por ciento, casi el doble de la media de las economías comparables. No es nada extraño, pues, que la “solución francesa” no tenga discípulos.
La adhesión de la izquierda italiana al liberalismo o, más exactamente, su nueva percepción del liberalismo, no como el contrario sino como la condición de una política de izquierda, rompe, pues, con las ensoñaciones caducas de la izquierda francesa, que van con muchas etapas de retraso con respecto a la evolución del resto de Europa. Por lo mismo, la crítica al comunismo es más radical en los ex comunistas italianos que en los socialistas “plurales” franceses.
Citaré al respecto uno de los más recientes ejemplos de ese desfase: el artículo de Walter Veltroni, secretario del PDS, publicado en La Stampa el 16 de octubre de 1999.
Veltroni recuerda en primer lugar que, en el documento que ha redactado con vistas al próximo congreso de su partido, define el siglo XX como “el siglo de la sangre, el siglo en el que los hombres han podido imaginar y llevar a la práctica el genocidio de los judíos, el siglo de Auschwitz, de las víctimas de la persecución nazi, y también el siglo de la tragedia del comunismo, de Ian Palach[220], del gulag, de los horrores del estalinismo”. A los que habían reprochado al PDS la timidez de su autocrítica, Veltroni responde: “Hemos puesto al estalinismo al nivel del nazismo, el gulag al mismo nivel que Auschwitz, definido el comunismo como tragedia del siglo”. ¿Se puede decir más claro? La asimilación de los dos totalitarismos, que todavía en Francia constituye un sacrilegio, incluso entre la derecha, se ve oficializada en Italia por la pluma de un gran dirigente del PDS que dice a continuación: “Justicia y libertad son dos valores inseparables… Comunismo y libertad han demostrado ser incompatibles, ésa ha sido la gran tragedia europea de después de Auschwitz”. A los objetores que piden al PDS que “rompa todo lazo con la política pasada del PCI", el secretario responde: “Hemos hecho más. Hemos disuelto el PCI. Y lo hemos hecho hace diez años”. El presidente en persona, Massimo d’Alema, ya había declarado en febrero de 1998, en el discurso de clausura del congreso de su partido: “El comunismo se ha transformado en una fuerza de opresión, un totalitarismo culpable de crímenes gigantescos".
Esta honestidad contrasta con la cabezonería marrullera de un Robert Hue que clama que se niega a renunciar a que su partido se llame “comunista”. Investigado por una presunta financiación fraudulenta del PCF, denuncia un “complot político”: “Hay en este país una lucha de clases intensa”, declara este visionario, “estamos en una situación en la que hay un PC y fuerzas liberales que empujan muy fuerte”[221]. Entre los dos secretarios nacionales, el italiano y el francés, hay, como poco, un siglo de diferencia.
Pero no teman, el artículo de Veltroni no gustó a todo el mundo. Provocó gritos de alegría y vociferaciones polémicas. Pero éstas fueron de un nivel muy diferente al de los contraataques franceses. La publicación del Libro negro en italiano había provocado ya, hacía dos años, un vivo debate en el que, al lado de las groseras trampas habituales y de las machaconas banalidades, prevalecía un sentimiento de responsabilidad histórica que en Francia es ahora raro. Así, en La Repubblica, diario de centro izquierda comparable a Le Monde, Sandro Viola escribía: “Que este libro nos sirva para no olvidar que en nuestra juventud hemos coqueteado con una Idea infame, admirado a hombres repugnantes y girado la cabeza para no ver que la Idea estaba produciendo un número infinito de crímenes”[222].
Lo que Walter Veltroni, además, tuvo la lealtad de admitir en su ya famoso artículo de La Stampa es que a lo largo del siglo ha existido un anticomunismo democrático. Así refutaba la mentira trasnochada que se empeñaban en sacar adelante en Francia los comunistas y sus amigos, a saber, que todo anticomunista era necesariamente de extrema derecha, es decir, fascista, y, por tanto, un “perro", como decía Jean-Paul Sartre.
Que esa puntualización provenga de los dos máximos responsables de un partido que es a la vez heredero y sepulturero del PCI contribuye a demostrar que la Europa rosa está lejos de ser homogénea.
Además, cada vez es menos rosa, empujada como está hacia el mercado por la liberalización inherente a la lógica de la Unión Europea y por la mundialización en la que esa Unión Europea debe participar si quiere llegar a ser el contrapeso de la potencia económica norteamericana que aspira a ser. El socialismo se perpetúa entre nosotros bien bajo la forma de medidas llamadas “voluntaristas”, que casi siempre tienen el efecto contrario al resultado buscado, bien bajo la forma de subvenciones clientelistas disfrazadas de políticas de solidaridad. Tanto las unas como las otras serán en un futuro cada vez menos compatibles con el mercado. En la reunión de los dirigentes de la izquierda democrática europea, a los que se habían sumado el presidente de Estados Unidos y el de Brasil, para debatir, en Florencia, el 21 de noviembre de 1999, el “progresismo en el siglo XXI”, Lionel Jospin hizo una distinción entre “economía de mercado” y “sociedad de mercado”, aceptando la primera y rechazando la segunda. Aceptar la economía de mercado significa ya repudiar el socialismo, palabra que no quiere decir nada si pierde su significado primero de supresión de la propiedad privada de los medios de producción y de intercambio. Rechazar la “sociedad de mercado” no compromete a mucho, pues una realidad que jamás ha existido no puede dejar de existir. En toda sociedad, desde el origen de los tiempos, hay actividades, valores, instituciones que por su naturaleza escapan al mercado. Lo importante es dejar al mercado lo que le corresponde, pero no todo le corresponde. El socialismo entiende someter al Estado lo que pertenece al mercado y a la regulación lo que pertenece a la libertad individual. El liberalismo no entiende en absoluto someter al mercado lo que no le corresponde. Pretender prolongar la vida vacilante del socialismo con la ayuda de un Estado “regulador” del mercado no es más que un consuelo verbal. ¿Por qué el Estado francés no ha “regulado” el Crédit Lyonnais o Elf-Aquitaine cuando era su propietario en lugar de dejar que se pudrieran a base de pérdidas y de corrupción, para a continuación desvalijar a los contribuyentes, obligados a pagar la factura? ¿Por qué no “regula”, para empezar, el Estado mismo y las colectividades territoriales, la Mutua Nacional de los Estudiantes de Francia, la Caja de Pensiones complementarias de los cuadros, en resumen, los grandes parásitos nacionales, entre los que también se encuentran el comité de empresa de EDF o nuestras diez mil asociaciones subvencionadas “lucrativas sin objetivo”?[223]. Y en lo que al “socialismo de mercado” se refiere, es una contradicción en sus términos y un mal juego de palabras. La fórmula recuerda la definición que de su política económica daba en 1970 el general Velasco Alvarado, dictador socialista del Perú: “El gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas no es ni capitalista ni comunista, sino todo lo contrario”.