CAPÍTULO XI

EL COMUNISMO ¿ESTADIO SUPREMO DE LA DEMOCRACIA?

Hemos visto la fragilidad, por no decir deshonestidad, de ese disculparse por la nobleza de las intenciones o por el ascendiente de las ilusiones. Podemos resignarnos a aceptar esta excusa para los primeros años del régimen comunista, cuando las informaciones sobre su auténtica naturaleza todavía no habían llegado a todos los admiradores extranjeros de la URSS, aunque este periodo de inocencia fue muy breve, al menos para el proletariado, pues los profesionales de la política y los intelectuales estuvieron al corriente de todo desde el comienzo. En todo caso, enseguida, desde mediados de los años veinte como muy tarde, ya no era posible ningún error de buena fe, ni siquiera para el hombre de la calle. Los occidentales que persistieron en el comunismo o que se unieron a él eligieron, con conocimiento de causa, la mentira en detrimento de la verdad y la tiranía frente a la democracia.

Sin embargo, algunos intérpretes van más allá de la argucia por la pureza de las intenciones y del inverosímil cuento fantástico de un comunismo que, de Lenin a Kim Jong Il, habría infaliblemente “traicionado” sus propios ideales democráticos. Para ellos, y sin necesidad de haber sido militantes o simpatizantes a título personal, el comunismo pertenece a la familia democrática, no sólo como utopía, lo que no cuesta nada, sino en su realidad. En una carta de 1992, un amigo muy querido, historiador de gran renombre, me planteaba la siguiente objeción a propósito de mi libro El renacimiento democrático: “Sabes mejor que yo que el comunismo, al menos en su forma antifascista, que es la que, al menos en Occidente, le ha nutrido y justificado poderosamente, es históricamente una versión de la democracia, su forma radicalizada. Es lo que le diferencia del nazismo, a pesar de que sus efectos hayan sido en realidad peores y de que, retrospectivamente, se imponga el acercamiento. Si no, no se entendería en absoluto por qué tanta gente habría creído en él. Creo que la verdadera clave del éxito del comunismo en Europa es el antifascismo”.

Las objeciones a esta objeción son numerosas. En primer lugar, las dictaduras también se combaten entre ellas sin dejar por ello de ser dictaduras. Que Saddam Hussein fuera, en 1980, a la guerra contra la República Islámica de los ayatolás no basta para hacer de Irak una democracia, como tampoco Irán se convierte en una por el hecho de ser atacada por el dictador iraquí. Los estalinistas antifascistas no eran más demócratas que los fascistas antiestalinianos. En segundo lugar, el frente unido de la izquierda antifascista no se forma realmente hasta 1934, tras la llegada al poder de Hitler. En esa época la mentira a propósito de la URSS ya ha reinado durante dieciséis años y todas las tentativas de informar sobre la realidad del comunismo han sido neutralizadas según unos métodos demasiado conocidos. Además, el antifascismo soviético fue como poco equívoco y oscilante. Stalin, tras haber ayudado a Hitler a ganar las elecciones de 1933 al dar la orden al PC alemán de aplastar prioritariamente a los socialdemócratas —los auténticos “fascistas” a sus ojos— no dejó, como ahora se sabe, de anudar bajo cuerda lazos de colaboración con el Führer que culminaron en el pacto soviético-nazi de 1939[157]. Igualmente, el ardor que los comunistas pusieron durante la Guerra Civil española en liquidar sobre todo a los socialistas y anarquistas del bando republicano fue un factor importante de la victoria de Franco. Curiosa manera de combatir el fascismo. Para terminar, la Unión Soviética se vio arrastrada a la II Guerra Mundial a su pesar. No fue ella quien atacó al Tercer Reich, sino que, ante su inmenso estupor, fue a la inversa. No confundamos los hechos históricos, ahora ya bien establecidos o restablecidos, con la estupidez de la izquierda no comunista que se ha dejado domesticar por los PC tragándose el eslogan intimidador de que toda crítica al comunismo sería síntoma de complicidad profascista. El breve periodo de 1934-1939 durante el que Moscú decidió la política del frente unido contra el fascismo no puede servir de clave para toda la historia del comunismo ni de explicación para el servilismo del conjunto de la izquierda —¡y, con frecuencia, de la derecha!—. ¿Qué peligro fascista explica o excusa el culto a Mao de los años sesenta y setenta, o el cordón sanitario de mentiras que rodeaba esos mismos años la realidad de los países comunistas, una realidad, sin embargo, perfectamente conocida o fácilmente conocible, o el tratamiento de favor dado a los partidos comunistas occidentales en política interior?

Una tradición de la izquierda consiste en meter en la misma categoría política al fascismo y al nazismo. El “frente antifascista” de la preguerra englobaba la lucha contra Hitler tanto o más que la lucha contra Mussolini o Franco. Así se cogió el hábito de emplear la palabra “fascismo” como sinónimo de nazismo y para designar a todos los regímenes totalitarios o autoritarios de derecha[158]. Esta amalgama impuesta por la izquierda tenía la función de alinear por un lado a Alemania, Italia y la España franquista, y por otro a las democracias y a la Unión Soviética, metamorfoseada en democracia por medio de ese toque con la varita mágica de la ideología. De esa época data la formación del reflejo condicionado que hace que se inhiba toda denuncia del totalitarismo comunista. Condenarlo, o simplemente describirlo, significaba, y todavía significa, verse arrojado con los “fascistas”, es decir, verse acusado de simpatías pro-nazis.

Felizmente, la historia y el análisis político, por no decir el vocabulario corriente, han hecho desde entonces algunos progresos. Trabajos recientes han mostrado que existe un parentesco mucho más estrecho entre el nazismo y el comunismo que entre el nazismo y el fascismo histórico —y no metafórico—, es decir, el régimen que existió en Italia de 1922 a 1945. Aunque el término “totalitario” se forjara en el contexto italiano, la dictadura de Mussolini, aunque, ciertamente, muy lejos de ser una democracia, no fue, sin embargo, un régimen propiamente totalitario, en el sentido cabal en que lo fueron la URSS o la China de Mao y sus diversos retoños.

“El régimen de Mussolini”, ha escrito Raymond Aron, “no fue jamás totalitario: las universidades, los intelectuales no fueron metidos en cintura, aunque se limitó su libertad de expresión”[159]. En efecto, en el ámbito cultural el estado totalitario nazi o comunista no se limita a ejercer una censura puramente política sobre las obras del intelecto. Pretende modelar, dicta su inspiración, su estilo, sus ideas, a las letras, a las artes, a la filosofía e incluso a la ciencia. Se ha visto en Alemania, en Rusia, en China. No se ha visto en el mismo grado en Italia. Los escritores fascistas —Malaparte, Pirandello, Ungaretti— escribían sus obras como ellos las entendían, sin tener que seguir directivas de una pretendida estética de Estado. El primero, por otra parte, había sido comunista antes de pasarse al fascismo y el tercero lo sería tras la caída de Mussolini, trayectoria por lo demás seguida por otros muchos intelectuales italianos tras 1945. El Duce intentó promover un estilo denominado “Novecento” (por analogía con Quatrocento, Cinquecento, etcétera) en arquitectura. Pero, por suerte, no le debemos más que unos pocos edificios pompiers y no impidió que en el país se desarrollara libremente una arquitectura moderna muy elegante. Los pintores futuristas, fascistas ardientes, también siguieron pintando a su gusto, sin recibir consignas.

Pero lo que distingue sobre todo al Estado fascista de los Estados totalitarios consumados es que jamás practicó masacres masivas. A diferencia del nazismo y del comunismo, no ha sentido como una necesidad derivada de su naturaleza la obligación de exterminar a su propio pueblo. El fascismo italiano cometió crímenes políticos cuyas víctimas fueron algunos adversarios del régimen. No “liquidó” a millones de inofensivos ciudadanos que no representaban ningún peligro. Encarceló a adversarios declarados o les puso bajo arresto domiciliario en islas o montañas apartadas. Jamás construyó un sistema de campos de concentración ni aparcó en campos de trabajo, es decir, de esclavitud, a rebaños enteros de su población[160].

Como Raymond Aron, Pierre Milza[161] pone de manifiesto que en 1929 un grupo de intelectuales antifascistas, a cuya cabeza se encontraba el glorioso disidente Benedetto Croce, pudo publicar en la prensa la respuesta a un “Manifiesto de los intelectuales fascistas”. Mostraban su indignación por el “compromiso” de sus colegas y les censuraban en unos términos que no hubiera desaprobado el Julien Benda de La Trahison des clercs. La publicación de tal contramanifiesto hubiera sido imposible, como es fácil comprender, en la Unión Soviética y en la Alemania nazi. Tampoco la censura fascista fue jamás muy estricta en el cine.

Y del mismo modo que Renzo de Felice[162], Milza observa que Mussolini, más como discípulo de Georges Sorel que de Karl Marx, concibió el fascismo como un movimiento revolucionario, opuesto al capitalismo financiero, al parlamentarismo y al socialismo reformista tanto como al liberalismo. La creación de un organismo destinado a nacionalizar las empresas, el Instituto para la Reconstrucción Industrial (IRI) fue una catástrofe económica que no hubiera sonrojado a ningún país socialista y cuyas consecuencias todavía hoy no se han borrado del todo.

De hecho, hasta 1936 el Estado fascista no evoluciona hacia un totalitarismo agravado. E incluso la política de discriminación antisemita, adoptada a partir de 1938, es evidente que se debe más al deseo de agradar al nuevo aliado, Hitler, que a los prejuicios de Mussolini. El Duce había mantenido antes buenas relaciones con sus compatriotas judíos e incluso había apoyado, en el exterior, el sionismo. Pero ese negro endurecimiento jamás se acercó a las cimas totalitarias de crimen contra la humanidad que en ese momento alcanzaban el hitlerismo y el estalinismo.

Sin ignorar, pues, la acentuación totalitaria del fascismo a partir de 1936, De Felice insiste en la imposibilidad, incluso en los años que precedieron a la guerra, de asimilar el fascismo al nazismo. Indro Montanelli formula el mismo diagnóstico en su gran Storia d'Italia[163]. Dictadura, sí; totalitarismo en sentido pleno, no. Varias instituciones, la Iglesia, una multitud de empresas, sobre todo del ramo textil, especialmente rico y variado en Italia, empresas artesanales y comerciales, las explotaciones agrícolas, conservaron una independencia relativa pero real. El esquema constitucional de la monarquía parlamentaria permaneció en pie, bien es cierto que en teoría pero dispuesto a reactivarse: es el rey Víctor Manuel quien, en 1943, notifica a Mussolini su despido y le cesa como jefe de gobierno. ¿Quién, cuando se dibujaba el hundimiento militar de Alemania, hubiera podido ocupar una posición constitucional tal que le permitiera, con la ley en la mano, hacer lo mismo con Hitler?

En cuanto a las leyes antijudías de 1938, varios historiadores italianos han puesto recientemente en duda que sólo fueran imputables a un oportunismo ligado a la alianza con Hitler. Han buscado fuentes arraigadas en el pasado italiano. Sin duda las hay, pero Pierre Milza, al estudiar los textos, no deja de constatar que en la medida, por otro lado muy débil, en que se esbozaron teorías antijudías en Italia, a finales del siglo XIX o principios del XX, se inspiraron principalmente… en la literatura antisemita francesa, muy exuberante en esa época. En la práctica, el pueblo italiano es uno de los menos antisemitas del mundo, y las leyes raciales de Mussolini no provocaron ninguna destrucción masiva. En efecto, a pesar de esas leyes, Italia fue el país de Europa con menor porcentaje de población judía asesinada[164]. También en lo que a homicidios se refiere, un abismo separa el fascismo mussoliniano de la alta productividad del nazismo y el comunismo. Estos dos regímenes pertenecen a la misma galaxia criminal. El fascismo pertenece a otra, que, evidentemente, no es la galaxia democrática, pero que tampoco es la galaxia totalitaria. Y si todavía no se han establecido las auténticas fronteras entre todos estos regímenes es debido a que desde 1945 ha habido desnazificación, pero no ha habido ninguna descomunización desde 1989.

En resumen, en el ámbito de la acción, que, estaremos de acuerdo, no es accesorio en política, el fascismo mussoliniano no ha practicado ni los exterminios masivos, ni los desplazamientos forzosos de población, ni su internamiento en campos de concentración, ni las purgas sangrientas, que constituyen los rasgos comunes a los otros dos sistemas y permite definirlos como basados ambos en el terror permanente. A pesar de los esfuerzos de disimulo y escamoteo desplegados por los contorsionistas del distingo procomnista, la gran amenaza inédita que ha pesado sobre la humanidad en el siglo XX ha venido del comunismo y del nazismo, sucesiva o simultáneamente. Sólo estos dos regímenes, y por razones idénticas, merecen ser calificados de “totalitarios”. El término “fascista” sólo es, pues, apropiado para designar a la dictadura mussoliniana y sus réplicas, por ejemplo latinoamericanas.

Por el contrario, en el ámbito de la teoría, abundan las analogías y reciprocidades entre los tres regímenes. Los tres se consideran revolucionarios, los tres son hostiles al espíritu “burgués” y a la democracia parlamentaria. Son anticapitalistas. Poco antes de su caída, y presintiéndola inevitable, Adolf Hitler se lamentó de no haber imitado a Stalin y no haber nacionalizado, como él, toda la economía. Contrariamente a la tesis-trola de los marxistas, tesis que, como de costumbre, jamás se confrontó con los hechos, el “gran capital” no financió la llegada al poder de Mussolini ni de Hitler[165]. La “revolución” nazi, por el contrario, aunque también rompió con el parlamentarismo burgués, miró más al pasado, preconizando la vuelta a la pura germanidad, tal como se suponía que existía antes de la corrupción de la raza “aria” por la mezcla con las razas “inferiores”. Por el contrario, la formación intelectual de Mussolini, como la de los bolcheviques, debe más a la herencia de la Revolución Francesa y, especialmente, aunque parezca asombroso, a Gracchus Babeuf. A semejanza de este último y de los comunistas, el Duce cree en la posibilidad de construir, por medio de la educación, un “hombre nuevo”. Y los comunistas, como los fascistas, buscan, o creen que buscan, el progreso.

Según ellos, los hombres del siglo XIX cometieron el error de querer alcanzar ese progreso por medio de la democracia, que no lleva más que a las divisiones y a la corrupción. Para evitarlo, hay que recurrir a un Estado concentrado en el poder de una única persona. “Cuando el poder está en manos de un solo hombre”, escribe Luigi Pirandello en El difunto Matías Pascal, “ese hombre sabe que es el único y que debe satisfacer a muchos; pero cuando son muchos los que gobiernan sólo buscan satisfacerse a sí mismos y es cuando se desemboca en la más idiota y odiosa tiranía: la tiranía bajo la máscara de la libertad”[166]. Sin embargo, el poder de un solo hombre sólo se justifica por el apoyo de todo el pueblo, según la idea de Mussolini, gran experto en movilización de masas. Es en cierto modo la versión fascista de la dictadura del proletariado. Los fascistas eran además conscientes de tener ciertos puntos comunes con los bolcheviques. Giuseppe Ungaretti escribe, el 16 de julio de 1919, en Il Popolo d’Italia, diario que Mussolini dirigía desde que había dejado la dirección de L’Avanti: “En la organización federativa de los soviets, muy próxima en definitiva a nuestro federalismo por su idea de autoridad y de Estado, hay un programa que merecería sobrevivir”.

En su profascista Historia del movimiento fascista, publicada en 1939, un eminente historiador, Gioacchino Volpe, explica el surgimiento del fascismo por la necesidad de remediar la decadencia y atomización del Estado liberal, dividido y corroído por los intereses particulares sumados a las divisiones entre los partidos políticos. El libro de Paolo Simoncelli Cantimori, Gentile e la nórmale di Pisa[167] muestra claramente cómo en torno al filósofo fascista más célebre de la preguerra, Giovanni Gentile, gravitaba, en ese foco de cultura italiana que es la Escuela Normal de Pisa, un grupo de intelectuales, discípulos de Gentile, que, tras la caída de Mussolini, y siempre al servicio de su ideal antiliberal, pasaron en su mayoría del fascismo al comunismo y de Giovanni Gentile a Antonio Gramsci. Ello explica el llamamiento de Palmiro Togliatti, secretario general del PCI, a los jóvenes fascistas, en 1944, invitándoles a entrar en el Partido Comunista “para hacer realidad sus ideales”. Dejo para los historiadores responder a la cuestión de por qué, como régimen político y sistema de poder, el fascismo italiano no evolucionó hacia las carnicerías masivas de los auténticos regímenes totalitarios, instaurando una dictadura cada vez más dura con el paso de los años. Pero en el terreno de las ideas hay un núcleo central común al fascismo, al nazismo y al comunismo: el odio al liberalismo.

Atribuir una esencia democrática al comunismo por el antifascismo descansa, pues, en una base, tanto cronológica como política, debilísima. ¿No era el comunismo totalitario y exterminador antes de la aparición del fascismo y no siguió siéndolo después de su desaparición? ¿No es esa condición la que es constante, a todo lo largo de su historia y en una gran diversidad de países? ¿No es esta constante del comunismo la que el historiador y el politólogo deben tomar en consideración para definirlo y calificarlo?

Sin embargo, hasta el propio François Furet oscila entre la ecuación que iguala el nazismo con el comunismo y la que une el comunismo, a pesar de todo, a la tradición democrática. En El pasado de una ilusión suscribe la tesis que subyace en la magnífica obra de Vassili Grossman, Vida y destino[168], es decir, la “connivencia secreta que une el nazismo y el comunismo, incluso durante la guerra”. En lo que al sensible tema de la unicidad de la Shoah se refiere, Furet, comentando y aprobando a Grossman, llega a escribir: “Lo que tiene de particular la matanza de los judíos no destruye lo que en los dos regímenes conservan de comparable tanto las filosofías del poder como la negación de la libertad”. Pero en otros pasajes, como le asombra a Claude Lefort y expone en su penetrante ensayo La Complication[169], Furet cree poder descubrir un parentesco entre el comunismo y la democracia. Al estilo clásico, argumenta que, según Marx y Lenin, la revolución “prepara la consecución de una promesa democrática a través de la emancipación de los trabajadores explotados” (las cursivas son mías). ¡Es asombroso que una mente tan aguda recaiga en la confusión entre la promesa y los actos! Como si toda la armazón del comunismo no estuviera organizada precisamente en torno a la utopía, es decir, del derecho reivindicado a hacer pasar la intención por acción. Y puesto que se trata de “la emancipación de los trabajadores explotados”, hablemos un poco de ese logro “democrático” del comunismo.

El arte de “pensar socialista” consiste en percibir en la realidad lo contrario de lo que se desprende de los hechos más masivos y más evidentes. De este modo, se nos machaca que, a pesar de todos sus defectos, el comunismo ha logrado, al menos, que progresen los derechos de la clase obrera. Lo que equivale a descartar, repito, el siguiente hecho monumentalmente evidente y masivo. A saber: primer punto, que los principales derechos de los trabajadores, de asociación, de coalición, de huelga, de sindicación…, se introdujeron entre 1850 y 1914 en y por las sociedades liberales. A saber: segundo punto, que esos mismos derechos fueron todos suprimidos en y por los países socialistas. Sin excepción. La huelga ha sido prohibida en todos. En lo que a los sindicatos respecta, se han convertido en el sindicato único, no el instrumento de los trabajadores que se unen para defender sus intereses, sino del Estado, que se otorga un monopolio para alistar, vigilar y controlar a la clase obrera. Las detenciones y ejecuciones de huelguistas coinciden, como las ejecuciones en masa y los campos de concentración, con el comienzo mismo de la Revolución bolchevique. Cuando la huelga de las manufacturas de armas en Tula, en junio de 1920, los huelguistas, entre los que se encontraban numerosos obreros, a los que se obligaba a trabajar hasta en domingo, fueron internados en campos. Si querían ser liberados y readmitidos, los trabajadores debían firmar la siguiente declaración: “Yo, abajo firmante, perro apestoso y criminal, me arrepiento ante el Tribunal revolucionario y el Ejército Rojo, confieso mis pecados y prometo trabajar concienzudamente”[170]. Dudo que el más infame de los capitalistas haya llevado jamás su desprecio por el hombre hasta hacer firmar a los obreros huelguistas un texto de tal calaña. Además, hubiera cargado con el peso de la ley, esa ley “burguesa” que se esfuerza en proteger la dignidad humana. Sin salirse de la estricta constatación histórica, se puede definir el socialismo como el régimen que ha aniquilado todos los derechos de los trabajadores.

A esto se replica con frecuencia que los partidos comunistas, al menos en los países capitalistas, han sido fuerzas reivindicativas que a través de las “luchas” han obligado a los Estados burgueses a ampliar los derechos de los trabajadores. También es falso. Digámoslo de nuevo: los más fundamentales de esos derechos, relativos al sindicalismo y la huelga, se instauraron en las naciones industriales antes de la guerra de 1914 y del nacimiento de los partidos comunistas. Respecto a la protección social —sanidad, familia, jubilaciones, subsidios de paro, vacaciones pagadas…— se estableció prácticamente a la vez, bien en la entreguerra, bien después de 1945, en los países en los que no existían partidos comunistas o éstos eran insignificantes (Suecia, Gran Bretaña, Holanda, Alemania) y en los que eran fuertes (Francia, Italia). Se debió tanto a gobiernos conservadores como a gobiernos socialdemócratas. Fue un demócrata reformista, Franklin Roosevelt quien creó en Estados Unidos el sistema de jubilación y el Welfare, prodigiosamente ampliado, treinta años más tarde, por Kennedy y Johnson. Fue un liberal, lord Beveridge, quien elaboró en Gran Bretaña, durante la II Guerra Mundial, todo el futuro sistema británico de protección social que los laboristas aceptaron a regañadientes porque temían que adormeciera los ardores revolucionarios del proletariado[171]. En Francia, la politización de la central sindical CGT, convertida en 1947 en un mero apéndice del PCF, hizo que se hundiera tanto el índice de sindicación de los trabajadores como la eficacia del sindicalismo.

Entendámonos, sabiendo como sé cuáles eran la inteligencia y la sabiduría de François Furet, no creo plausible que se fundiera en el tropel de primos y bribones, ni que se rebajara a predicar la permutabilidad de la intención y la acción, ese trilis de la teoría que se hace pasar por la práctica. Sin embargo —ya sea por herencia del pasado de sus ilusiones o por un tirón de un último y tenue hilo que le ataba a la izquierda— se engancha intermitentemente a esa balsa de la Medusa[172]: el comunismo democrático.

¿Cómo no admitir, cuando se ha sido uno de los doctores de la “historia cuantitativa”, que los pensadores y maestros del comunismo han hecho realidad la cantidad de lo que querían lograr? Teniendo el poder absoluto, ¿habrían sido masoquistas hasta el extremo de castigarse durante un siglo con realizaciones opuestas a las convicciones que les atribuyen sus lacayos? ¿Por qué sumirse así en crueles sufrimientos?

Las paradójicas variaciones de Furet sobre la pertenencia original del comunismo —totalitarismo o democracia— se deben sin duda en parte a su decisión de no tratar del comunismo más que, fundamentalmente, como una “idea” que fue, como él dice, “una ilusión”. ¿Pero puede razonarse sobre el marxismo-leninismo, que ha configurado la suerte y transformado durante largo tiempo y por entero la vida concreta de miles de millones de seres humanos, como si se tratase del cartesianismo, del utilitarismo o del existencialismo, es decir, de una teoría filosófica más, objeto de una adhesión puramente intelectual e individual que no hace daño a nadie, seguida de una eventual desilusión que no afecta más que al intelecto del discípulo desengañado? Ya he mencionado hasta qué punto considero limitativo ese concepto de ilusión, como si el comunismo no hubiera sido más que una creencia abstracta, como si se pudiera examinar el hitlerismo sólo bajo el ángulo de la verdad o falsedad científica de la tesis sobre la desigualdad de las razas humanas, cuando uno y otro han sido ante todo sistemas de poder, y de un poder sin precedente histórico, por no decir sin precursores ideológicos. Claude Lefort va más allá de lo que yo he ido hasta ahora (he leído su libro mientras redactaba el mío) en la crítica de esta limitación del fenómeno comunista a la esfera de los espejismos engañosos.

Poderosas mentes han apoyado la teoría según la cual el comunismo se vincularía, si no por sus hechos al menos por sus raíces, a la corriente democrática a pesar de haber dado resultados tan malos o peores que los del nazismo y aún más destructores de vidas humanas, al menos cuantitativamente. Es lo que explicaría, según Simón Leys[173], que “nuestra memoria histórica trate de modo diferente al comunismo y al nazismo”. Y menciona esta “evidencia sorprendente”: “Entre los amigos de Commentaire [que son también los míos] se han contado del modo más natural algunos comunistas arrepentídos —de lo que me alegro— pero pongo en duda que jamás se hayan incluido muchos ex nazis”. Por su parte, Pierre Nora afirma en el programa de televisión “Caractères”, dedicado en esa ocasión[174] a una discusión con Francis Fukuyama, que el comunismo fue una lucha por la democracia, ante el estupor del autor de El fin de la Historia.

No se puede atribuir a Leys ni a Nora la ingenuidad de confundir las intenciones con los actos, y todavía menos la falta de honestidad de intentar que caigan los demás. Una razón de esta controversia o de este contrasentido sobre la inspiración fundamental del comunismo parece residir en que, en las sociedades liberales, los partidos comunistas se sitúan por definición en la oposición de izquierda, con programas que se consideran de perfeccionamiento de la democracia y de ampliación de la justicia social. La opción del comunismo puede, pues, obedecer a móviles respetables en el plano teórico. Pero se basa en el postulado de que, para fortalecer la democracia, hay que aniquilar el capitalismo. Los adeptos al materialismo histórico, cuyo culto se basa paradójicamente en una soberbia indiferencia hacia la historia, se permiten no tomar en consideración un hecho tan simple como que las únicas sociedades democráticas que han existido son sociedades capitalistas o, al menos, que incluyen la propiedad privada, la libertad de comercio y la libertad cultural. Así, para ellos, el argumento decisivo es la afirmación gratuita de que el comunismo, en las sociedades liberales, se sitúa “a la izquierda” porque quiere abolir el capitalismo y, por tanto, lucha en pro de una mayor democracia. Es éste otro postulado desmentido por los hechos aunque permite afirmar que la izquierda quiere más democracia que los liberales. Pero, como es el prejuicio oficial, admitamos que aboga en favor de la sinceridad de la opción democrática de muchos neófitos del comunismo de oposición.

Desgraciadamente, a menos de perderse hasta el infinito en la confusión entre lo existente y lo no existente, lo que imposibilita todo conocimiento histórico y reduce a un simulacro el oficio mismo de historiador, hay que resolver la cuestión de la vocación democrática o antidemocrática del comunismo no en función de lo que dice el comunismo de oposición sino de lo que hace el comunismo de gobierno. Y una vez más, la evidencia masiva e indiscutible es que todo partido comunista que ha tomado el poder, o lo que sea, ha comenzado por aniquilar todas las libertades. Tampoco hay ninguna excepción en este caso. La dimensión presuntamente democrática del comunismo pertenece, pues, a la historia de las sensibilidades, en ciertos países capitalistas, no a la historia de los regímenes comunistas reales. De hecho, la noción furetiana de “ilusión” —especialmente la ilusión de completar la democracia— sólo se aplica a los comunistas de oposición, los que funcionaban bajo la protección del Estado de derecho burgués. No concierne a los comunismos de gobierno que, desgraciadamente, no tenían nada de ilusorio para los pueblos esclavizados por ellos.

¿Quiere esto decir que haya que abstenerse de poner en duda la autenticidad de la inspiración democrática de los comunistas de oposición? Sería factible si el flujo de informaciones que desde el principio no ha dejado de caer sobre ellos no hiciera dudar de la probidad de su perseverancia en el error. Hay que guardarse, ciertamente, de meter en el mismo sacó a los bribones y a los que han sido engañados por ellos, a los cómplices conscientes de los crímenes y al rebaño de los ciegos voluntarios. Estos no han hecho más que dejarse llevar hasta el fondo por la ilimitada capacidad que todo ser humano tiene de ocultarse una verdad que le incomoda. Aquéllos se consideraban, por el contrario, los arquitectos conscientes de un sistema cuya naturaleza, intrínsecamente tiránica y criminógena, conocían muy de cerca. Maurice Thorez, y aún más el mentor que le había nombrado el Comintern, Eugen Fried[175], acostumbrados a ir y volver de París a Moscú durante los años treinta, es decir, durante el período de la hambruna provocada y de las grandes purgas, no ignoraban evidentemente nada del antidemocratismo radical, congénito e irremediable, del régimen al que servían en la URSS y por cuya instauración en Francia trabajaban. Del mismo modo, Togliatti, que en la misma época vivía en la Unión Soviética bajo el nombre de Ercoli (y cuyo falso testimonio en el juicio a Bujarin, que había sido su amigo, contribuyó a llevar a éste al paredón), tenía una visión muy clara del régimen que se esforzaba en instalar en Italia tras la caída de Mussolini. Y se hubiera muerto de risa si alguien le hubiera alabado la inspiración “democrática” de esa visión, copia fiel, según sus deseos, del prototipo estalinista.

Entremos, aunque sea un instante, en el sistema de pensamiento de los dirigentes de la Internacional Comunista. Según ellos, o, al menos, según la argumentación que utilizaban en Occidente, el totalitarismo soviético representaba el estadio supremo de la auténtica democracia. Era el triunfo del proletariado encarnado por Stalin y el fin del proceso histórico, pilotado por el PCUS. Pero si los historiadores refrendan así los eslóganes de los jefes comunistas deben refrendar del mismo modo los de los jefes nazis y fascistas. Hitler y Mussolini también se jactaban de personificar las aspiraciones de la inmensa mayoría de sus pueblos respectivos.

Al concentrar todos los poderes en sus manos, tenían la convicción de instaurar una forma de democracia muy superior a la de los regímenes parlamentarios, corroídos por la inestabilidad de las mayorías, las rivalidades de los partidos, los acuerdos turbios y los cambios de alianzas. Además, su convicción era mucho menos infundada que las pretensiones de los bolcheviques, pues, a diferencia de los comunistas soviéticos, tanto los fascistas como los nazis llegaron al poder a través del sufragio universal. Si escribir la historia es tomar al pie de la letra los discursos que usan los déspotas para justificarse ante sus propios ojos y para imponer su absolutismo a sus víctimas, entonces el comunismo sí ha sido una lucha a favor de la democracia.

Ni siquiera la multitud de militantes, electores y simpatizantes, sin estar en los secretos del Comintern, podía permanecer indefinidamente apartada de toda información. No podía evitar dibujarse con el tiempo una imagen bastante exacta de la lógica totalitaria de los regímenes comunistas, aunque sólo fuera porque veía esa misma lógica actuando en el funcionamiento interno de los partidos occidentales. Los demócratas sinceros, al comprender su error, se iban. Los que se quedaban —desde el más frustrado proletario hasta el más refinado intelectual— lo hacían porque, en el fondo de ellos mismos, su proyecto real de sociedad no era precisamente la democracia sino más bien el Estado totalitario. ¿No era en ese Estado en el que se encarnaba a fin de cuentas el comunismo en todos los países en los que se imponía?

Incluso en el caso de los peor informados era difícil no darse cuenta a la larga. De Stalin a Mao, a Kim Il Sung, a Ho Chi Minh, a Pol Pot, a Ceaucescu, a Castro y a Mengistu, se transmite una misma matriz, acompañada de la ayuda material y militar, con el fin de realizar el mismo modelo de sociedad por los mismos medios: someter, embrutecer, hacer pasar hambre, exterminar. ¿Cómo es posible sostener que todos los dirigentes del comunismo han querido hacer lo contrario de lo que todos los partidos comunistas en el poder han hecho siempre, en todas partes y del mismo modo, llevándolo hasta su completa realización, con la misma implacable resolución? ¿Cómo se puede creer que los partidarios occidentales del comunismo han podido ignorar durante cerca de un siglo que ése era el modelo del único y auténtico comunismo? ¿Y cómo podríamos dejar de sacar la conclusión de que era ese modelo el que también querían realizar en sus países, fueran cuales fueran sus discursos “democráticos”? Es imposible encontrar un ejemplo más ilustrativo de lo que Marx llama una superestructura ideológica que la fábula de la esencia “democrática” del comunismo.

Se diría que los comunistas han ilustrado hasta el absurdo a propósito esta contradicción entre su teoría y su práctica. En efecto, como señala Claude Lefort, la Constitución estaliniana de 1936, que otorga sobre el papel todo tipo de garantías democráticas al pueblo soviético ¡coincide con el comienzo de las grandes purgas! Como esta Constitución estaba destinada a permanecer para siempre como letra muerta, pues en caso de aplicarla el régimen se destruiría a sí mismo, no se puede ver más que como una broma cruel y una forma inédita de sadismo: el sadismo jurídico. Leer a un preso, al que se está torturando, los artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que prohíbe la tortura da muestra de un excepcional genio totalitario. Pero el testigo que considera esta lectura una prueba de la pertenencia democrática del torturador da muestra de la capacidad ilimitada de la mente humana para moverse cómodamente en la elasticidad del quid pro quo.

El comportamiento de los comunistas en las sociedades democráticas, aunque frenado por la ley burguesa, no era menos totalitario. El “juicio” entablado a Maurice Merleau-Ponty, en la sala de actos de la Mutualité de París, cuyo “tribunal” lo formaba la espectacular flor y nata de los filósofos del partido, concluyó, como no podía ser menos, con un “veredicto” de condena a su libro Les Aventures de la dialectique en el que había criticado el marxismo. El entorno capitalista impedía ir más lejos sin tener problemas: hasta liquidar físicamente al autor.

Charles Tillon ha descrito muy bien, en un libro clásico en el que narraba su propia condena, ese mecanismo de los “procesos de Moscú en París”, de los ensayos previos, en suma. Siempre en La Complication, Claude Lefort evoca un recuerdo de la violencia estalinista totalmente “democrático”. Lo fecha en las primeras horas de la IV República. Durante una reunión electoral en la que él participaba apoyando a un candidato trotskista, una banda de matones del PCF estalinista irrumpió de repente. Lefort describe la escena: “Apenas había terminado mi breve intervención ante una sala, ante nuestra agradable sorpresa, llena, empezaron a volar sillas sobre el estrado y comenzó la pelea. El incidente no era imprevisible. Pero, sin embargo, me vi mezclado en una escena que, a posteriori me dejó estupefacto. Viendo cómo una mujer era maltratada por unos furiosos, me lancé en su ayuda. La agarraban chillándole a la cara: ‘¡Hitlero-trotskista!’. Ella se desgañitaba repitiendo: ‘Yo estaba en Ravensbrück’. ‘¡Cerda mentirosa!’, continuaban chillando. En el momento en que yo llegué ella blandía un carné: ‘¡Ésta es la prueba, ésta es la prueba!’, gritaba, ‘es mi carné de deportada’. Le arrancaron el carné, lo rompieron y le tiraron los pedazos a la cara antes de que yo lograra arrancarla del grupo histérico”[176].

Aunque no soy historiador, creo recordar que el fascismo y el nazismo desaparecieron en 1946. Por tanto, esa noche, los chekistas del PC no atacaban por medio de la violencia física más que a pacíficos ciudadanos que, en una democracia, se limitaban a utilizar la libertad de palabra garantizada por su Constitución para exponer su programa en una campaña electoral. Si en esa época sobrevivían en nuestro país métodos fascistas y nazis, éstos emanaban del PC y sólo de él.

Estoy de acuerdo con Claude Lefort cuando estima que no se puede “sacar la conclusión, como Furet, de que las ilusiones comunistas proceden de la raíz de las ideas democráticas”[177]. Esta interpretación se basa en el desconocimiento del hecho de que numerosos seres humanos tienen lo que yo he denominado el deseo de totalitarismo o la tentación totalitaria. El hombre totalitario, el hombre “nuevo” de los regímenes comunistas, se modela mediante una organización de aniquilación de toda autonomía de la sociedad civil, organización de la que sólo es una pieza, generalmente contra su voluntad, pero a veces voluntariamente, al menos al principio.

Esta organización totalitaria se define por criterios simples y masivos, descritos con claridad por Yuri Orlov: monopolización global de la iniciativa económica, de la iniciativa política y de la iniciativa cultural por el partido único en el poder. Esta monopolización va acompañada de modo natural por la creación de un aparato de represión policial e ideológica total y un mito ético único.

Estos criterios se encuentran en todos los regímenes comunistas. Se reproducen con tanta exactitud y puntualidad que no hay razón para obstinarse en preguntarse si corresponden o no a los deseos de sus creadores. Es una cuestión vana, a no ser que la ciencia histórica consista en ver lo que no es y no ver lo que es. Según el criterio de Orlov, conviene añadir que la represión comunista no ha golpeado únicamente a los adversarios del régimen sino a millones de seres inofensivos que no sólo no pensaban atacarle sino ni siquiera criticarle. Desde 1918 son incontables las instrucciones, de jefes de chekas y del propio Lenin, ordenando no buscar pruebas de la “culpabilidad” de tal o cual grupo étnico o social sino de liquidarle en su calidad de grupo. Se diría que para subsistir, el comunismo necesita una cierta cantidad periódica de ejecuciones. La exterminación masiva de inocentes, no por lo que hacen sino por lo que son, culmina en una suerte de odio físico parecido al de los nazis hacia los judíos. “El odio de clase”, escribe Máximo Gorki, “debe ser cultivado por la repulsión orgánica respecto al enemigo, en tanto que ser inferior, un degenerado en el plano físico y también en el moral” (las cursivas son mías).

Sin deseo de totalitarismo no sería posible comprender que a la generación de 1968 —a la que se ha supuesto un idealismo libertario pero que en la práctica, durante los diez años siguientes, ha cultivado el odio hacia la democracia liberal y una indulgencia hacia los regímenes o programas marxistas— se le haya metido en la cabeza, en Alemania, que el modelo supremo ¡era la RDA! “Esos jóvenes”, escribe Ernst Nolte, “estuvieron manifiestamente guiados por el convencimiento de que la RDA, Estado socialista, encarnaba, pese a ciertas ‘deformaciones’, las mejores potencialidades de Alemania y que, en un futuro lejano, sería la base sobre la que se edificaría una Alemania socialista unida en el seno de una Europa socialista”[178].

El historiador alemán observa que a partir de ese momento es cuando en Alemania la atención se orientó casi exclusivamente hacia los crímenes del nazismo y cuando empezó a estar prohibido utilizar la palabra totalitarismo a propósito de la Europa del Este. Tengo el recuerdo claro de una cena en Berlín Occidental, en otoño de 1975, con Willy Brandt y Marion, condesa Dönhoff, fundadora de Die Zeit, el excelente semanario de una izquierda intelectual favorable a la ampliación de la détente con la URSS. A la pregunta de la condesa de si estaba preparando algún libro, le contesté que me disponía a publicar uno, titulado La tentación totalitaria. Ella dio un respingo y me respondió vivamente: “¿Cómo puede usted emplear una palabra tan superada como totalitarismo?”; pese a que Brandt, que en ese momento, tras su caída provocada por el espionaje germano oriental, ya no tenía ningunas ilusiones que perder, sonreía con divertida serenidad.

Ese curioso culto a la RDA, elaborado durante los años setenta y ochenta, ilustra el asombroso absurdo de ciertas manifestaciones que, a raíz de la caída del Muro en 1989, tuvieron lugar en Alemania Occidental para protestar contra la “anexión imperialista” de la RDA por parte del presidio capitalista que era la RFA.

También en Francia, el pensamiento de 1968, que, en su origen tuvo algunas inflexiones anticomunistas, o, más bien, anti-PCF, se desembarazó rápidamente de ellas y engendró, durante toda la década siguiente, una virulenta restauración del sectarismo marxista arcaico. El degradante culto a Mao, la Unión de la Izquierda, con un programa “común” de inspiración fundamentalmente comunista, el militantismo promarxista de la enseñanza pública, el apoyo a los terroristas de la banda Baader y de las Brigadas Rojas, surgidas también del movimiento Sesenta y ocho, las calumnias contra Solzhenitsin, por mencionar únicamente algunos síntomas, marcaron una nueva helada prototalitaria. Había toda una izquierda que consideraba que los comunismos soviético y francés no eran suficientemente totalitarios, que eran “revisionistas”, comparados con el comunismo chino. No había en ese momento ninguna necesidad de construir un frente antifascista, ya que los últimos regímenes europeos de coloración fascista daban paso a las democracias en Grecia, en Portugal, en España. No fue, pues, por reacción a un peligro, sino por apego a la idea totalitaria en cuanto tal por lo que durante esos años se extendió en las democracias de Occidente una intolerancia irrespirable.

Uno se pregunta a veces si lo que más les gusta en el fondo a una cantidad bastante grande de intelectuales no es la esclavitud. De ahí su propensión y destreza en reconstituir, en el seno mismo de las civilizaciones libres, una suerte de totalitarismo informal. En ausencia de toda dictadura política externa, reproducen en el laboratorio, in vitro, en las relaciones de unos con otros, los efectos de una dictadura fantasma, por ellos soñada, con sus condenas, sus exclusiones, sus excomuniones, sus difamaciones, que convergen hacia el viejo juicio por brujería por “fascismo”, contra todo individuo renuente a las veneraciones y execraciones impuestas. Evidentemente, en cada crematorio de la libertad de espíritu, la tiranía es mutua. Cada uno —releamos a este respecto a Hegel— se convierte, sucesiva e incluso simultáneamente, en dueño y esclavo. Pero lo asombroso es que esos campos de reeducación invisibles se hayan incrustado en el seno mismo de las sociedades libres por obra de los intelectuales y para su propio uso, mientras la mayoría del resto de miembros de esas sociedades se niegan a dejarse encarcelar.

Como, en mi opinión, ningún historiador ha elucidado de modo convincente el misterio del paradójico procomunismo de los años setenta y ochenta, estamos mal equipados para comprender las causas de la resistencia a reconocer el comunismo tal y como fue durante la década de los ochenta. Se puede esbozar la hipótesis de que ese rechazo a conocer y reconocer está dictado sobre todo por el miedo a tener que inclinarse ante la evidencia del parentesco consustancial del comunismo y del nazismo. No es agradable verse obligado a confesar que durante casi un siglo se ha apoyado un tipo de régimen político que en el fondo era idéntico al que se combatía porque se consideraba la encarnación suprema del mal. El dolor producido por esta confesión es temido no sólo por toda la izquierda, más allá del círculo de los PC propiamente dichos, sino también por la derecha, en el tropel de los complacientes o de los necios. Ha sido un político demócrata-cristiano, centrista, moderado, presidente del Senado, dos veces presidente de la República como interino, Alain Poher, quien prologó la edición francesa de las obras del “genio de los Cárpatos”, el conducator Ceaucescu, bestia totalitaria si las ha habido. Y numerosas universidades occidentales otorgaron el grado de doctor honoris causa a la mujer de dicho conducator, Elena, que se hacía pasar por una científica de alto nivel cuando era notoriamente iletrada. ¿Por qué tanto servilismo? Es cierto que los regímenes del Este prodigaban pequeños obsequios a nuestros intelectuales progresistas (viajes, coloquios, banquetes, estancias en balnearios…). Pero esos “beneficios” secundarios de la servidumbre ideológica no son la explicación última.

La comunidad político-intelectual también reacciona como si la estuvieran desollando viva cuando se esboza una aproximación, incluso la más fácil de comprobar por los hechos, entre nazismo y comunismo. Una susceptibilidad pronta a ofenderse no sólo a propósito del parentesco criminal de los dos regímenes sino también cuando se evoca su parentesco cultural. Durante el verano de 1999, el Museo de Weimar organizó dos exposiciones paralelas, una compuesta por los cuadros de la colección personal de Adolf Hitler, la otra por una selección de obras representativas del “arte” comunista de Alemania Oriental. Saltaba a la vista de manera evidente que, como era sabido por toda persona familiarizada con el “realismo socialista”, el rasgo común del arte nazi y del arte comunista es el pompierismo más vulgar y más ridículo. El socialismo es tan reaccionario en materia literaria y artística como el nazismo porque, dado que todo régimen totalitario quiere reservarse el control absoluto de la creación, sólo produce, por definición, un arte oficial “bien pensante” tan insípido como enfático.

La yuxtaposición de las dos series de mamarrachos ponía en evidencia su básica identidad de motivación político-cultural en la estupidez y de estilo kitsch en la fealdad, por lo que desencadenó la indignación de los ex comunistas. Exasperación mucho mayor porque el conservador del Museo de Weimar había colocado, junto a los cuadros que exaltaban la felicidad permanente en la que se suponía se bañaba el pueblo gracias al comunismo, las fotografías tomadas por los occidentales que mostraban la vida en la Alemania del Este en tiempos del comunismo a su auténtica luz: una vida cotidiana menesterosa y lúgubre. Un ex ministro de Cultura de la ROA, un tal Klaus Hopcke, declaró sin rodeos: “Achim Press [el conservador del museo] es un idiota incompetente”[179]. Típico del pensamiento socialista: los “idiotas” no son los autores e instigadores de los mamarrachos, sino los que las exponen… años más tarde. Como Press era oriundo de la parte occidental de Alemania, se le acusó además de reflejar el desprecio “colonialista” del Oeste hacia los länder ex comunistas. Como es habitual en las discusiones con la izquierda, es imposible basarse únicamente en los hechos, ni saber, en este caso, si las obras presentadas ponen de relieve o no una identidad de intención y estilo entre las producciones culturales de los dos totalitarismos. Para los marxistas, el escándalo es hacer una exposición que permite constatar esa identidad. No que esa convergencia exista, sino que se muestre que existe. El kitsch totalitario es universal. Y no se puede hacer recordar sin molestar que durante cuarenta años se ha promovido la fabricación, bajo el nombre de arte, de montones de necedades. Comprobemos, tanto a propósito de este ejemplo como de otros, que los ex comunistas, lejos de intentar comprender el cómo y el porqué de sus errores, no piensan más que en disimularlos y prohibir que se hable de ellos. Midamos hasta qué punto, incluso en este ámbito, e incluso posteriormente, el espíritu democrático que implica la libertad para juzgar, o al menos para documentarse, es ajeno al postcomunismo.

¿Es ajeno también al propio Karl Marx? Algunos de los críticos más severos del comunismo se niegan, sin embargo, a remontar hasta el pensamiento de Marx la realidad totalitaria de todos los regímenes comunistas que han existido o existen. Pero la haya querido explícitamente Marx o no, la haya previsto o no, la muerte de la libertad se ha revelado como una consecuencia inseparable de su sistema económico allí donde ha sido aplicado. Si Marx no fue consciente de la lógica antidemocrática de su programa, es un descuido que no dice mucho de un hombre cuyo pensamiento tiende en su totalidad a aprehender los lazos históricos de interdependencia entre las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales. Además, parece que la sensibilidad democrática de Karl Marx no estaba demasiado desarrollada, como atestiguan algunos textos ya citados. Añadiré uno del que se deduce que el futuro método leninista de eliminación tiene sus raíces en Marx: “El bien es el mal en cierto sentido. Es el que debe ser eliminado. Es el que se opone a un progreso de las relaciones interhumanas. El ‘mal’ es el bien puesto que produce el movimiento que hace historia al continuar la lucha”[180]. Este pasaje significa que la adhesión a los derechos humanos es un mal si frena la “revolución”. Para continuar la lucha revolucionaria está permitido cometer lo que en el vocabulario corriente se denomina erróneamente “mal”. León Trotski recogió y desarrolló brillantemente este argumento en su libro Su moral y la nuestra.

Es en esencia el argumento que, mediante un giro de la moral, sirvió de justificación tanto para el Terror de Robespierre como para las purgas de Stalin. La verdad y la justicia pueden y deben sacrificarse a las necesidades del combate revolucionario, como vio el propio Marx. Después de que en 1864 la Asociación Internacional de Trabajadores adoptara la moción por él redactada, Marx confesó a Engels: “Me he visto obligado a aceptar en el preámbulo de los estatutos dos frases en las que se habla de duty y de right, así como de truth, morality y justice. Las he puesto de modo tal que no causen demasiado daño”[181].

Con frecuencia se ha cuestionado, incluso el propio Souvarine lo ha hecho, que Marx fuera el padre de la idea de dictadura del proletariado. Las pocas líneas en las que aborda brevemente este tema, dice Souvarine, no pueden considerarse una teoría elaborada ni una recomendación explícita. Sin embargo, es eso lo que desarrolla claramente la segunda parte del Manifiesto Comunista, “Proletarios y comunistas”. Aunque, por otra parte, el único interés de esta cuestión es académico dado que la dictadura del proletariado jamás ha sido aplicada. Lo que siempre ha prevalecido en los regímenes comunistas es la dictadura de una oligarquía. Que esa oligarquía proclamara serlo por mandato de “todo el pueblo” no fue más que un truco común a todos los déspotas. La definición más acorde con la práctica del comunismo es mucho más, en palabras de Nicolas Werth, “un Estado contra su pueblo”.